Francesca estaba estudiando su reflejo en los espejos de pared del fondo de su dormitorio, con una pila de vestidos desechados al lado. Su dormitorio decorado en tonos pastel, con sillas Louis XV, y un temprano Matisse. Como un arquitecto absorto en un cianotipo, parecia mirar alguna imperfección en su rostro tan concentrada y dura era su mirada.
Se había empolvado la pequeña y recta nariz con unos polvos traslúcidos valorado en doce libras la caja, los párpados cubiertos de escarcha con sombra color humo, y sus cejas, individualmente separadas con un peine diminuto de carey, habían sido revestidas con exactamente cuatro aplicaciones de rímel alemán importado.
Bajó su mirada crítica hacia abajo sobre su marco diminuto a la curva elegante de sus pechos, inspeccionó su estrecha cintura antes de seguir hacia sus piernas, maravillosamente vestidas con unos pantalones de ante verde suave complementados con una blusa de seda color marfil de Piero De Monzi.
La acababan de nominar como una de las diez mujeres más hermosas de Gran Bretaña en 1975. Aunque nunca hubiera sido tan tonta como para decirlo en voz alta, secretamente se preguntaba por qué la revista se había molestado con las otras nueve. Las facciones delicadas de Francesca estaban más acordes con la belleza clásica que con las de su madre o su abuela, y mucho más cambiable.
Sus ojos verdes rasgados podían convertirse en frios y lejanos cuando estaba enfadada, o tan descarados como una Madame del Soho cuando su humor cambiaba. Cuándo comprendió cuanta atención atraía, comenzó a acentuar su semejanza con Vivien Leigh y se dejó crecer su pelo castaño rizado, una nube suave hasta los hombros, ocasionalmente separado de su pequeña cara con pasadores para hacer la semejanza más pronunciada.
Cuando contempló su reflejo, no se veía superficial y vana, y por eso no comprendía como muchas de las personas que ella consideraba sus amigos apenas la podían tolerar. Los hombres la adoraban, y eso era todo lo que le importaba.
Ella era tan extravagantemente hermosa, tan encantadora cuando ponía empeño en ello, que sólo el hombre más frio podía resistírse a ella. Los hombres encontraban a Francesca como una droga totalmente adictiva, y aún después de que la relación hubiera acabado, muchos se descubrían volviendo a por un segundo golpe.
Como su madre, hablaba con hipérboles y con una invisible cursiva, haciendo de la ocurrencia más normal una gran aventura. Se murmuraba de ella que era una bruja en la cama, aunque los datos concretos de quién había penetrado la hermosa vagina de la encantadora Francesca se habían vuelto difusos con el tiempo.
Besaba maravillosamente, eso con toda seguridad, inclinándose sobre el pecho del hombre, enroscaba sus brazos como un gatito sensual, lamiendo a veces en la boca con la punta de la pequeña y rosada lengua.
Francesca nunca se paró a considerar que los hombres la adoraban porque no era ella realmente quien estaba con ellos. No tenian que sufrir sus irreflexivos ataques, su perpetúa impuntualidad, o sus resentimientos cuando no tenía lo que deseaba. Los hombres la hacían perfecta. Al menos un ratito… hasta que se aburría mortalmente. Entonces se volvía imposible.
Mientras se aplicaba brillo color coral en los labios, no pudo impedir reirse recordando su conquista más espectacular, aunque todavía estaba algo turbada por lo mal que se había tomado él el fin de la relación.
¿De todos modos, que podía hacer? Varios meses de desempeñar un papel secundario en todas sus responsabilidades oficiales había traído a la fria luz de la realidad esas visiones exquisitamente tibias de la inmortalidad que veía en los cristales de los coches, en las puertas entreabiertas de la catedral, anunciaba esas visiones de juegos totalmente inconcebibles para una chica que hasta hace poco dormía en un dormitorio de princesa.
Cuándo se dió cuenta que no quería llevar una relación con un hombre a disposición del gobierno inglés, intentó cortar lo más limpiamente posible. Pero él se lo había tomado más mal que bien. Pudo ver en ese momento su expresión al mirarla esa noche… inmaculadamente vestido, exquisitamente afeitado, con zapatos exclusivos.
¿Cómo demonios podía haber sabido que un hombre que no llevaba ni una sóla arruga en el exterior podía tener tantas inseguridades en el interior? Siguió recordando la tarde de hacía unos meses cuando dió por acabada su relación con el soltero más codiciado de Gran Bretaña.
Acababan de cenar en la intimidad de su apartamento, y su cara había parecido jóven y curiosamente vulnerable cuando la luz de una vela ablandó sus aristocráticas orejas. Ella lo miró por encima del conjunto de mantel de damasco con esterlina de doscientos años de antiguedad riveteado con hilos de oro de cuatro quilates, tratando de hacerle entender por la seriedad de su expresión que esto era todo mucho más difícil para ella de lo que podría ser posiblemente para él.
– Ya veo -dijo él, después de que ella le dió sus razones, tan amablemente como fue posible, para no deteriorar su amistad. Y entonces, una vez más, dijo-. Ya veo.
– ¿De verdad lo entiendes?
Ella inclinó la cabeza a un lado para que el pelo cayera lejos de su cara, permitiendo que la luz brillara en los pendientes de estrás que se balanceaban en los lóbulos de sus orejas, parpadeando como una cadena de estrellas contra el cielo nocturno.
Su respuesta embotada la sacudió.
– Realmente, no -empujándo la mesa, se levantó bruscamente-. No entiendo nada.
Él miró un momento el suelo y de nuevo a ella.
– Debo confesar que me he enamorado de ti, Francesca, y tú me diste a entender que también me querías.
– Y te quiero. Por supuesto que te quiero.
– Pero no lo suficiente para aguantar todo lo que va conmigo.
La combinación de orgullo terco y dolido que oyó en su voz la hizo sentirse horriblemente culpable. ¿No tenía él que esconder sus emociones por mucho que las circustancias le hirieran?
– Eso es demasiado.
– ¿Sí, es demasiado, no es cierto? -había una huella de amargura en su risa-. Insensato de mí haber creído que tú me querrías lo suficiente para soportarlo.
Ahora, en la intimidad de su dormitorio, Francesca frunció el entrecejo brevemente ante su reflejo en el espejo. Como su corazón nunca se había visto afectado por nadie, siempre veía con gran sorpresa cuando los hombres a los que ella dejaba reaccionaban de esa forma.
De cualquier manera, ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Se volvió a retocar el brillo de los labios y trató de alegrar su espíritu tarareando una vieja canción inglesa de los años treinta, acerca de un hombre que bailó con una muchacha, que a su vez había bailado con el Principe de Gales.
– Me marcho ahora, querida -dijo Chloe, apareciendo en la entrada mientras se ajustaba con gracia su sombrero sobre su pelo negro corto y rizado-. Si llama Helmut, dile que volveré pronto.
– Si Helmut llama, diré que estás llena de sangre y bien muerta -Francesca puso sus manos en las caderas, sus uñas de color canela que parecían pequeñas almendras esculpidas cuando dio un toque con impaciencia contra sus pantalones de ante verdes.
Francesca sintió una punzada del remordimiento cuando advirtió el cansancio en el rostro de su madre, pero lo reprimió, recordándose que esa auto-destrucción de Chloe con los hombres había crecido peor en los últimos meses y era su deber como hija decírselo.
– Él es un gigoló, Mamá. Todos lo saben. Un príncipe alemán falso que te hace parecer una absoluta tonta.
Abrió el armario y cogió de un gancho un cinturón ancho dorado que compró en David Webb la última vez que estuvo en Nueva York. Después de asegurar el cierre en la cintura, volvió su atención a Chloe.
– Estoy preocupada por tí, Mamá. Tienes unas enormes ojeras, y todo el tiempo pareces cansada. Tampoco prestas atención a las cosas. Por ejemplo ayer me traiste el kimono de Givenchy beige, cuando te lo pedí expresamente plateado.
Chloe suspiró.
– Perdón, querida. Yo… he tenido otras cosas en mi mente, y no he estado durmiendo bien. Te traeré el kimono plateado cuando vuelva hoy.
El placer que Francesca sintió al saber que tendría el kimono que deseaba no la distrajo del asunto de Chloe. Tan suavemente como fue posible, trató de hacer entender a Chloe cuán grave era el asunto.
– Tienes cuarenta años, Mamá. Debes empezar a cuidar de ti misma. No te has hecho una limpieza facial en semanas.
Para su consternación vió que hería los sentimientos de Chloe. Apresuradamente le dio un abrazo rápido, con cuidado de no desprenderse de la crema anti solar que se había echado bajo los pómulos.
– No me hagas caso -dijo-. Yo te adoro. Y todavía eres la madre más hermosa de Londres.
– Lo que me recuerda… ser una madre en esta casa. ¿Tomas tus píldoras anticonceptivas, no es verdad, querida?
Francesca gimió.
– Otra vez no…
Chloe sacó un par de guantes de su bolso, de piel de avestruz de Chanel y empezó a estirarlos.
– No puedo soportar pensar lo nefasto que sería que te quedaras encinta tan joven. El embarazo es muy peligroso.
Francesca se tocó el pelo detrás de los hombros y se miró en el espejo.
– Tengo razones para no olvidarlo, no te preocupes.
– De cualquier manera, ten cuidado querida.
– ¿Has visto alguna situación en la que haya perdido el control con un hombre?
– Gracias a Dios, no -Chloe se levantó el cuello de su abrigo de visón hasta acariciarse la mandíbula-. Si hubiera sido como tú cuando tenía veinte años.
Soltó una risita retorcida.
– ¿A quién trato de engañar? Si fuera como eres tú en este momento.
Soplando un beso en el aire, le dijo adiós ondeando el bolso y desapareció por el pasillo.
Francesca arrugó la nariz en el espejo, y dejó el peine con el que se estaba peinando, acercándose a la ventana. Cuando miró fijamente hacia abajo al jardín, los inoportunos recuerdos de su viejo encuentro con Evan Varian regresaron a ella, y se estremeció.
Aunque sabía que el sexo no podía ser tan espantoso para la mayoría de las mujeres, su experiencia con Evan hacía tres años la había hecho perder mucho de su deseo por experimentarlo con otros hombres que la atraían.
Aún hoy, las palabras de Evan acerca de su frigidez habían quedado en los rincones polvorientos de su cerebro, saltando fuera en los momentos más extraños e inoportunos. Finalmente, el verano pasado, reunió valor y permitió que un escultor sueco, joven y guapo que había conocido en Marrakech la llevara a la cama.
Volvió a fruncir el entrecejo cuando recordó lo horrible que había sido. Ella pensaba que había algo más en el sexo que tener un cuerpo encima, tocándola por todas partes, y empapándola en el sudor que emanaba de sus sobacos.
El único sentimiento que la experiencia había provocado dentro de ella había sido una ansiedad terrible. Odiaba su vulnerabilidad, el desconcertante sentimiento que había abandonado el control. ¿Dónde estaba la cercanía mística que escribían los poetas? ¿Por qué no podía sentir ella cercanía con alguien?
Tras observar las relaciones de Chloe con los hombres, Francesca había aprendido a una edad temprana que el sexo era algo vendible como cualquier otra cosa. También sabía que tenía que permitir otra vez a un hombre hacerle el amor.
Pero estaba determinada a no hacerlo hasta que sintiera que controlaba completamente la situación, y la recompensa fuera lo suficientemente alta para justificar la ansiedad. No sabía a que recompensa se refería exactamente. No dinero, ciertamente. El dinero estaba simplemente ahí, algo en lo que nunca pensaba. La posición social, siempre había sido algo seguro desde que nació. Pero tenía que haber algo… algo evasivo que se estaba perdiendo en la vida.
De cualquier forma, como era una persona básicamente optimista, pensaba que sus infelices experiencias sexuales estaban resultando un punto a su favor. Todos sus amigos saltaban de una cama a otra de tal forma que habían perdido el sentido de la dignidad.
Ella no saltaba de ninguna cama a otra, pero presentaba la ilusión que era una experta,engañando hasta a su propia madre, mientras al mismo tiempo, se mantenía casta. En su conjunto, era una combinación poderosa, que intrigaba al surtido más interesante de hombres.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Dando un paso sobre un montón de ropa desechada, cruzó la alfombra para coger el receptor.
– Soy Francesca -dijo, sentándose en una de las sillas Louis XV.
– Francesca. No cuelgues. Tengo que hablar contigo.
– Bien, si es San Nicholas -cruzando las piernas, se inspeccionó las puntas de las uñas para buscar desperfectos.
– Querida, no quise enfadarte la semana pasada.
El tono de Nicholas era serio, y ella lo podía ver en su mente, sentado detrás de su escritorio en la oficina, sus facciones agradablemente tensas por la determinación. Nicky era tan dulce y tan aburrido.
– He sido miserable sin tí -siguió diciendo-. Y siento mucho haberte presionado.
– Claro que debes sentirlo -dijo ella-. Realmente, Nicholas, actuaste como un estúpido presumido. Odio que me griten y no consiento que me digan que soy una especie de Femme Fatale.
– Perdóname, querida, pero no te grité realmente. Realmente, fuiste tú quien me gritó…- se calló, pensando aparentemente lo siguiente que iba a decir.
Francesca encontró por fín un pequeño desconchón en la uña del índice. Sin levantarse de la silla, se estiró hacia el tocador a por su frasco de laca de uñas marrón canela.
– Francesca, querida, he pensado que tal vez te gustaría acompañarme a Hampshire este fin de semana.
– Lo siento mucho, Nicky. Estoy ocupada.
El tapón del frasco de laca de uñas cedió bajó la presión de sus dedos.
Cuando sacó la brochita, sus ojos vagaron por las páginas del tabloide doblado colocado junto al teléfono. Un salvamantel de cristal estaba puesto encima, de manera que aumentaba un trozo circular de las palabras que estaban impresas con su propio nombre saltando a la vista, con las letras retorcidas daba la impresión de ser un fotomontaje de carnaval.
Francesca Day, la hermosa hija de la vividora internacional Chloe Day y nieta de la legendaria couturiere Nita Serritella, rompe corazones otra vez. La última victima de la tempestuosa Francesca es su último y frecuente acompañante,el guapo Nicholas Gwynwyck, de treinta y tres años, heredero de Cervezas Gwynwyck. Los amigos dicen que Gwynwyck estaba listo para anunciar la fecha de la boda cuándo Francesca empezó de repente a aparecer en compañía del actor de veintitrés años David Graves…
– ¿El próximo fin de semana, entonces?
Ella movió las caderas en la silla, girando lejos de la vista del tabloide para pintarse la uña.
– No lo creo, Nicky. No hagamos esto más difícil.
– Francesca -la voz de Nicholas pareció romperse-. Tú… tú me dijiste que me adorabas. Yo creí…
Un ceño volvió a su frente. Se sentía culpable, aunque no fuera su culpa que él hubiera malinterpretado sus palabras. Suspendiendo la brocha del esmalte de uñas en en aire, se puso el receptor más cerca del mentón.
– Te quiero, Nicky. Como un amigo. Mi cielo, eres dulce y amable…
Y aburrido.
– ¿Quién no te adoraría? Hemos pasado momentos maravillosos juntos. Recuerdo la fiesta de Gloria en Hammersmith cuando Toby se tiró en esa espantosa fuente…
Ella oyó una exclamación amortiguada al otro lado del teléfono.
– ¿Francesca, cómo puedes hacerme esto?
Ella sopló a su uña.
– ¿Hacerte qué?
– Salir con David Graves. Tú y yo estamos practicamente comprometidos.
– David Graves no es de tu incumbencia, y nosotros no estamos comprometidos. Hablaré contigo cuando estés dispuesto a tener una conversación civilizada.
– Francesca…
Colgó el receptor con un estallido. ¡Nicholas Gwynwyck no tenía derecho a interrogarla! Soplando la uña, fue hasta su armario. Ella y Nicky se habían divertido juntos, pero no lo amaba y ciertamente no tenía intención de vivir el resto de su vida casada con un cervecero, por muy rico que fuera.
Tan pronto como la uña se secó, volvió a su busqueda de encontrar algo apropiado que ponerse para la fiesta de Cissy Kavendish esa noche. Aún no había encontrado lo que quería cuando fue interrumpida por un leve toque en la puerta, y acto seguido entró en el dormitorio una mujer de mediana edad, con el pelo color jengibre y medias enrolladas en los tobillos. Cuando la mujer empezó a guardar el montón de ropa interior ordenadamente doblada que había traído, le dijo:
– Me marcharé dentro de unas horas, si le parece bien, Señorita Francesca.
Francesca tenía en sus manos un vestido de chiffón color miel con plumas blancas y marrones rodeando el dobladillo de Yves St.Laurent. El vestido era realmente de Chloe, pero en cuanto Francesca lo vió, se enamoró de el, de modo que hizo acortar la falda y arreglar el busto antes de transferirlo a su propio armario.
– Piensas que me irá bien este vestido para mañana por la noche, Hedda? ¿O es demasiado simple?
Hedda guardó la última prenda de ropa interior de Francesca y cerró el cajón.
– Todo le quedará perfecto, señorita.
Francesca giró lentamente delante del espejo y arrugó la nariz. El St. Laurent era demasiado conservador, no era su estilo a fin de cuentas. Dejó caer el vestido de gasa al suelo, dio un paso sobre el montón de ropa desparramada y empezó a rebuscar en su armario otra vez. Sus pantalones bombachos de terciopelo serían perfectos, pero necesitaba una blusa para llevar con ellos.
– ¿Desea algo más, Señorita Francesca?
– No, nada más -contestó Francesca distraídamente.
– Regresaré por el té, entonces -anunció el ama de llaves mientras se dirigia hacía la puerta.
Francesca se dio la vuelta para preguntarle sobre la cena y notó por primera vez que el ama de llaves se encorvaba hacia delante más de lo normal.
– ¿Te está molestando la espalda de nuevo? ¿No me dijiste que estabas mejor?
– Me dolía menos -contestó el ama de llaves, poniendo su mano pesadamente sobre el pomo de la puerta-. Pero lleva doliéndome bastante otra vez desde hace unos dias, casi no puedo inclinarme. Por eso me marcho unas horas… para ir a la clínica.
Francesca pensó cuán terrible sería vivir como la pobre Hedda, con medias arrolladas en los tobillos y una espalda que te doliera siempre que te movías.
– Deja que coja mis llaves -se ofreció impulsivamente-.Te llevaré con el coche al médico de Chloe en la calle Harley, ya nos enviará la cuenta.
– No es necesario, señorita. Puedo ir a la clínica.
Pero Francesca no quería oir más. Odiaba ver a las personas sufriendo y era injusto que Hedda no pudiera tener el mejor médico. Indicó al ama de llaves que la esperara en el coche, y se puso una blusa de seda debajo de un jersey de cachemir, unas pulseras de oro y marfil en las muñecas, hizo una llamada telefónica, se roció con unas gotas de esencia de melocotón de Femme y se marchó… no sin pensar antes en toda la basura de ropas y accesorios que tenía que recoger al volver para que Hedda no se agachara.
El pelo se arremolinaba alrededor de sus hombros cuando llegó al final de la escalera, una cazadora de piel de zorro balanceándose entre sus dedos, y botas de cuero suaves se hundían en el alfombra. Andando hacía el vestíbulo, pasó junto a dos grandes plantas en jardineras de cerámica. La poca luz solar que entraba en el vestíbulo, hacía que las plantas murieran y tuvieran que ser cambiadas constantemente, un despilfarro que ni Chloe ni Francesca se molestaban en preguntar. Los carillones de la puerta sonaron.
– Que molestia -murmuró Francesca, mirando su reloj. Si no se apuraba, no tendría tiempo de llevar a Hedda al médico y tener todavía tiempo de vestirse para la fiesta de Cissy Kavendish. Impacientemente, abrió la puerta principal.
Un policía uniformado estaba al otro lado de la puerta consultando una pequeña libreta que tenía en una de sus manos.
– Busco a Francesca Day -dijo, ruborizándose levemente cuando levantó la cabeza y vió su apariencia conmovedora.
Enseguida pensó que se trataba de las impagadas multas de tráfico que coleccionaba en el cajón de su escritorio, y le dijo con su mejor sonrisa.
– Usted la ha encontrado. ¿Lo sentiré?
El la miró solemnemente.
– Señorita Day, lo siento mucho pero le traigo malas noticias.
Por primera vez ella advirtió que él tenía algo en su otra mano. Un frío miedo repentino cayó sobre ella cuando reconoció el bolso de piel de avestruz Chanel de Chloe.
El tragó saliva incómodamente.
– Parece ser que ha habido un accidente bastante grave dónde su madre está implicada…