Julia Quinn
Pescar Una Heredera

CAPITULO 1

Con-tu-ber-nal (nombre). El que ocupa la misma morada, morada de compañeros, camaradas. El concepto de Percy Prewitt como mi camarada (my contubernal) provoca la rotura de mis esquemas.

Del diccionario personal de Caroline Trent.


Hampshire, Inglaterra

3 de Julio de 1814


Caroline Trent no pretendía disparar a Percival Prewitt, pero lo hizo, y ahora él estaba muerto. O al menos ella pensó que estaba muerto. Desde luego, había bastante sangre. Goteaba de las paredes, el suelo estaba salpicado, las sábanas estaban totalmente manchadas. Caroline no sabía mucho de medicina, pero estaba segura de que un cuerpo no podía perder tanta sangre y seguir con vida.


Ahora tenía un gran problema.


– Maldición- musitó. Aunque ella era una autentica señorita, nunca había tenido una vida demasiado fácil, y su lenguaje a veces, dejaba mucho que desear.


– Estúpido- dijo al cuerpo que había en el suelo. -¿Porqué te pegaste a mi de esa manera? ¿Porqué no te hartaste de mi y me dejaste tranquila? Le dije a tu padre que no me casaría contigo, le dije que no me casaría aunque fueras el último idiota de Gran Bretaña.


Le faltó poco para dar una patada de frustración. ¿Porqué nunca la entendieron? – Lo que yo quise decir es que tú eres idiota -, le dijo a Percy, quien, para nada sorprendente (obviamente), ni respondió.

– Y que no me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre en Gran Bretaña, y, Oh, demonios, ¿Que estoy haciendo hablándote, de todas formas? Estás muerto.


Caroline gimió. ¿Qué demonios se suponía que debía hacer ahora? El padre de Percy, volvería en menos de dos horas y no se requería un título en Oxford para deducir que Oliver Prewitt no estaría encantado de encontrar a su hijo muerto en el suelo.

– Que fastidio tu padre – se agachó – éste es su defecto, si no hubiera estado tan obsesionado con pescarte una heredera…

Oliver Prewitt era el tutor de Caroline, o al menos lo sería durante las próximas seis semanas, hasta que cumpliera veintiún años. Había estado contando los días que le faltaban hasta el 14 de Agosto de 1814, desde el 14 de Agosto de 1813, cuando cumplió los veinte. Sólo faltaban cuarenta y dos días, cuarenta y dos días y por fin tendría el control de su vida y de su fortuna. Nunca quiso saber cuanto se habían gastado los Prewitt de su herencia.

Tiró el arma encima de la cama, colocó las manos sobre sus caderas y miró fijamente a Percy.


Y entonces… los ojos de él se abrieron.

– ¡Ahhhhhh! – Caroline soltó un fuerte chillido, pegó un salto y cogió su arma.

– Tú b… – Comenzó Percy.

– No digas nada – le advirtió – todavía tengo un arma.

– No deberías usarla – dijo con un grito sofocado, tosiendo y asiendo su hombro ensangrentado.

– ¡¡Perdone usted!! Pero las evidencias parecen indicar otra cosa.

Los delgados labios de Percy se cerraron fuertemente en una línea recta. Maldijo violentamente, y entonces dirigió su furiosa mirada hacia Caroline.

– Le dije a mi padre que no quería casarme contigo -, silbó, – ¡¡Dios!! ¿Te lo imaginas? ¿Pasar contigo el resto de mi vida? Me volvería loco, si no me matas primero, claro.

– Si no querías casarte conmigo no deberías haber intentado forzarme.


Él encogió los hombros, entonces aulló cuando el movimiento le produjo un chispazo de dolor en su hombro. La miró bastante furioso y le dijo

– Tu tienes dinero, pero, ¿sabes?, creo que no lo vales.

– Amablemente, se lo dije a tu padre – contestó bruscamente.

– Dijo que me desheredaría si no me casaba contigo.

– ¿Y no pudiste hacerle frente, por una vez en tu patética vida?


Percy gruñó al ser llamado patético, pero en sus débiles condiciones, no estaba en situación de reaccionar.

– Podría ir a América – murmuró – seguramente los salvajes tienen que ser mejor opción que tú.

Caroline no le hizo caso. Percy y ella habían sido extraños desde que Caroline se había ido a vivir con los Prewitt un año y medio antes. Percy siempre estuvo bastante dominado por su padre y la única vez que mostró algún valor fue cuando Oliver abandonó su casa. Desgraciadamente, su valor era normalmente mezquino, pequeño, y en opinión de Caroline, bastante débil.


– Supongo que tendré que salvarte ahora – ella se quejó – Puedes estar segura de que no irás a la horca.

– Eres demasiado amable.

Caroline sacudió una almohada, y la sacó de su funda, dobló la prenda, notando la buena calidad del lino, probablemente comprada con su dinero, y presionó con ella sobre la herida de Percy.

– Tenemos que parar la hemorragia – dijo.

– Parece que disminuye ahora – admitió Percy.

– ¿La bala te atravesó totalmente?

– No lo sé. Duele como el demonio pero no sé si duele más porque me atravesó o porque se quedó encajada en el músculo.

– Imagino que ambas cosas son bastante dolorosas, – dijo Caroline levantando la funda que había usado y examinando la herida. Le dio la vuelta suavemente y miró su espalda.

– Creo que te atravesó, tienes un agujero detrás del hombro también.


– Ten en cuenta que me has herido por dos veces.

– Me atrajiste a tu habitación fingiendo que necesitabas una taza de té para calmar tu resfriado – contestó bruscamente, – y entonces intentaste violarme! ¿Qué esperabas?

– ¿Por qué demonios llevabas un arma?

– Siempre la llevo – contestó – La tengo desde… bueno, no te importa.

– Yo no iría disparando con ella. – murmuró.

– ¿Cómo es que me lo imaginaba?

– Bueno, tu sabes que nunca te he gustado.

Caroline presionó su improvisado vendaje contra el hombro ensangrentado de Percy, quizás con más fuerza de la que era necesaria.

– Lo que yo – escupió – es que tu padre y a ti siempre os ha gustado bastante mi herencia.

– Creo que tu herencia no me gusta tanto como tu me disgustas. – se quejó Percy – Eres demasiado mandona, no eres tan guapa, y tienes la lengua propia de una serpiente.


Caroline apretó su boca hacia dentro, en una línea severa. Si tenia una lengua afilada, eso no era un defecto. Había aprendido rápidamente que su talento era su única defensa contra el desfile de tutores horribles, a los que había tenido que soportar desde el fallecimiento de su padre, cuando ella tenía diez años. Primero había sido George Liggett, un primo hermano de su padre. No había sido tan mal tipo, pero desde luego no sabía lo que hacer con una jovencita. Así que le sonrió una vez (solo una vez, por Dios) le dijo que era muy feliz por encontrarse con ella, y la llevó a una finca apartada con una niñera y una institutriz. Y entonces comenzó a olvidarse de ella.


Pero George murió y la tutoría pasó a su primo hermano, que nunca tuvo relación con ella ni con su padre. Niles Wickham era un viejo avaro y mezquino que veía una pupila como un buen sustituto de sirvienta, e inmediatamente le había dado una lista de tareas más larga que sus brazos. Caroline tenía que cocinar, limpiar, planchar, lustrar, fregar y barrer. Lo único que ella no tenía que hacer era dormir.

Niles, de cualquier manera, se atragantó con un hueso de pollo, se le puso la cara de un color morado, y murió. Los juzgados ya no sabían que hacer con Caroline, quien con quince años parecía demasiado culta y adinerada para meterla en un orfanato, así que le pasaron la tutoría a Archibald Prewitt, primo segundo de Niles. Archibald era un viejo verde, que había encontrado a Caroline demasiado atractiva para su tranquilidad, y fue entonces cuando comenzó su hábito de llevar siempre un arma encima. Pero Archibald tenía un corazón débil, así que Caroline sólo tuvo que vivir con él durante seis meses antes de asistir a su funeral y despedirse para irse a vivir con su hermano pequeño Albert.


Albert bebía mucho y usaba sus puños, por lo que Caroline aprendió rápidamente a correr rápido y esconderse bien. Es posible que Archibald la hubiese buscado a tientas muchas veces, pero Albert era un pobre borracho y cuando la golpeaba, dolía. Llegó a ser bastante hábil oliendo licores dentro de una habitación. Albert nunca levantó su mano contra ella cuando no estaba bebido.


Pero, desafortunadamente, Albert raramente estaba sobrio, y en una de sus furiosas borracheras le dio una patada tan fuerte a su caballo que el animal le devolvió una coz. Justo en la cabeza. Por aquel entonces Caroline ya estaba acostumbrada a moverse de un lado para otro, así que, tan pronto el médico colocó la sábana sobre la cara de Albert, hizo su equipaje y esperó a que los tribunales decidieran donde enviarla ahora.


Pronto se encontró viviendo con el hermano pequeño de Albert, Oliver y su hijo Percy, el que en este momento se estaba desangrando. Al principio, Oliver le había parecido el mejor de todos, pero Caroline rápidamente se percató de que Oliver no la quería a ella sino a su dinero. Una vez que él descubrió que su pupila venía con una suma bastante importante, decidió que Caroline (y su dinero) no escaparían de sus garras. Percy era sólo unos años mayor que Caroline, así que Oliver les anunció que se casarían. Ninguno de los dos estaba conforme con este plan, y así se lo hicieron saber, pero a Oliver no le importó; provocó a Percy hasta que consintió, y entonces se dispuso a convencer a Caroline de que ella debía llegar a ser una Prewitt.


– Convéncete – se le imponía a gritos, la abofeteaba, la hacia pasar hambre, encerrándola en su habitación, y por último, le ordenó a Percy que la dejase embarazada y así ellos tendrían que casarse.

– Antes criaría a un bastardo que a un Prewitt -, dijo Caroline entre dientes.

– ¿Qué fue eso? – preguntó Percy.

– Nada.

– Tienes que irte. – dijo bruscamente cambiando de tema.

– Esta claro.

– Mi padre me dijo que si no te dejaba embarazada el mismo lo haría.

Caroline por poco vomitó.

– ¿Te tengo que suplicar el perdón? – dijo ella con voz inusualmente temblorosa. Incluso Percy era preferible a Oliver.


– No sé a donde puedes ir, pero necesitas desaparecer hasta que cumplas los veintiún años. ¿Que es… cuando?… Pronto, según creo.

– Seis semanas – susurró Caroline – seis semanas exactamente.

– ¿Puedes hacerlo?

– ¿Esconderme?

Percy asintió con la cabeza.

– Tendré que hacerlo, ¿Verdad? Aunque necesitaré dinero. Tengo algo de dinero suelto, pero no tengo acceso a mi herencia hasta mi cumpleaños.

Percy hizo una mueca de dolor cuando Caroline desprendió la prenda de su hombro.

– Te puedo ayudar un poco – dijo él.

– Te lo devolveré. Con intereses.

– Bien, tienes que irte esta noche.

Caroline echó un vistazo a la habitación.

– Pero… el desorden… Tenemos que limpiar la sangre.

– No, déjalo. Mejor decir que yo te dejé escapar porque tu me disparaste, que porque yo sencillamente arruiné el plan.

– Un día de estos tendrás que hacer frente a tu padre.

– Será más fácil cuando te vayas. Hay una chica estupenda dos ciudades más allá a la que tengo en mente cortejar. Ella es callada y obediente. Y no es tan flaca como tú.


Caroline inmediatamente sintió lástima de la pobre chica.

– Espero que todo te salga bien – mintió.

– No, no lo esperas, pero no importa. Realmente, no habrá ningún problema en cuanto te vayas.

– ¿Sabes, Percy? ¿Que siento exactamente por ti?

Asombrosamente, Percy sonrió y por primera vez en los ocho meses desde que Caroline había ido a vivir con el sucesor más joven de los Prewitt, ella experimentó una sensación de afinidad por este muchacho que era prácticamente de su edad.

– ¿Dónde iras? preguntó él.

– Es mejor que no lo sepas. De esta forma tu padre no podrá fastidiarte para que se lo cuentes.

– Bien pensado.

– Además, no tengo ni idea. No tengo parientes, ya sabes. Por eso vine aquí con vosotros. Pero después de diez años de defenderme a mí misma contra mis “maravillosos” tutores, debería creer que puedo manejarme en el mundo durante seis semanas.

– Si alguna mujer puede hacerlo, esa eres tú.

Caroline elevó sus cejas.

– Percy, ¿Porqué? ¿Era un piropo? Me dejas pasmada.

– No era ni lo más parecido a un piropo. ¿Que clase de hombre querría a una mujer que puede arreglárselas sin él?

– De lo que podría prescindir es de su padre – replicó Caroline.


Percy frunció el ceño cuando giró la cabeza hacia su escritorio. – Abre el cajón de arriba, no, el primero de la derecha…

– Percy, estos son tus calzoncillos! – exclamó Caroline cerrando de golpe el cajón con repugnancia.

– ¿Tu quieres que te preste dinero o no? Ahí es donde lo escondo.

– Claro, lo guardas ahí porque nadie querría mirar en ese sitio – murmuró ella – quizás si te lavaras más a menudo…

– Dios! – gritó él violentamente – estoy deseando que te vayas. Tú, Caroline Trent, eres la mismísima hija del demonio, una plaga, la peste, eres…

– Oh… cierra la boca! – volviendo a abrir el cajón de golpe, disgustada con sus palabras hirientes. A ella le disgustaba tanto Percy como a él le disgustaba ella, pero quién disfrutaría siendo comparado con langostas, mosquitos, ranas, la peste, y ríos manando sangre…

– ¿Dónde está el dinero? – exigió ella.

– En mi calcetín, no… el negro… no, ese negro no… si, encima, cerca de… sí, ese es.

Caroline encontró el calcetín en cuestión y sacó algunos billetes y monedas.

– Dios mío, Percy, aquí debes tener unas cien libras ¿Donde conseguiste tanto?

– He estado ahorrando durante un poco tiempo y le siso a mi padre una o dos monedas al mes de su escritorio. Siempre que no tome mucho, el no se entera. Caroline encontró esto difícil de creer. Oliver Prewitt estaba tan obsesionado con el dinero que ella se preguntaba como era posible que su piel no tuviera el color de los billetes de libra.

– Puedes coger la mitad – dijo Percy.

– ¿Solo la mitad? No seas estúpido Percy, tengo que esconderme durante seis semanas, puede que tenga gastos inesperados.

– Yo puedo tener gastos inesperados.

– Tu tienes un techo sobre tu cabeza! – gritó ella violentamente.

– Puede que no, en cuanto mi padre descubra que te dejé marchar.


Caroline tuvo que darle la razón, Oliver Prewitt no iba a ser muy amable con su único hijo. Ella se deshizo de la mitad del dinero y lo volvió a meter en el calcetín.

– Muy bien – dijo, metiendo apresuradamente su parte en el bolsillo – ¿Tienes tu herida bajo control?

– No serás acusada por asesinato, si es eso lo que te preocupa.

– Es difícil que me creas, Percy, pero no quiero que mueras; no quiero casarme contigo y seguramente no lamentaré no haber puesto nunca mis ojos en ti, pero no quiero que mueras.

Percy la miró extrañamente, y por un momento Caroline pensó que en ese momento él iba a decirle algo agradable (o al menos tan agradable como lo que ella le había dicho) en respuesta, pero él sólo soltó un bufido.

– Tienes razón, es difícil de creer para mí.


En ese momento, Caroline decidió prescindir de cualquier sentimentalismo que pudiera sentir y salió con paso decidido hasta la puerta. Con la mano en el tirador dijo

– Te veré dentro de seis semanas, cuando venga a recoger mi herencia.

– Y me devuelvas el dinero – le recordó él.

– Y te devuelva el dinero, con intereses – añadió ella antes de que él lo hiciera.

– Vale.

– Por otro lado – dijo, principalmente para sí misma – Es posible que haya un modo de llevar mis asuntos sin encontrarme de nuevo con los Prewitt. Podría hacerlo todo a través de un abogado y…

– Sería incluso mejor – la interrumpió Percy.


Caroline soltó un gran alarido muy enfadada, se despidió y salió de la habitación. Percy nunca cambiaría, era maleducado, egoísta, incluso aunque fuera dudosamente más agradable que su querido padre todavía sería un patán grosero.


Salió corriendo por el pasillo oscuro y subió volando las escaleras hasta su habitación. Era gracioso que sus tutores siempre le dejaran la habitación en los áticos. Oliver había sido el peor de todos, relegándola a un rincón polvoriento con techos bajos y aleros profundos. Pero si lo que él quería era cambiar su carácter, se equivocó. Caroline amaba su acogedora habitación. Estaba más cerca del cielo, podía oír la lluvia contra el techo y podía ver las ramas de los árboles brotar en primavera. Los pájaros anidaban por fuera de su ventana y de vez en cuando, las ardillas correteaban por su alféizar.


Tan pronto metió sus más preciadas pertenencias dentro de una bolsa, se paró a echar un vistazo por fuera de la ventana. Era un día despejado y ahora el cielo estaba extraordinariamente claro. De algún modo, era de esperar que ésta sería una noche plagada de estrellas. Caroline tenía pocos recuerdos de su madre, pero ella podía recordar cuando se sentaba sobre su regazo en las noches de verano, mirando fijamente las estrellas.

– Mira esa – susurraba Cassandra Trent – creo que es la más brillante del cielo, y mira allí, puedes ver el oso?.

Sus paseos siempre terminaban cuando Cassandra decía

– Cada estrella es especial ¿Lo sabías? Creo que a veces todas parecen la misma, pero cada una es especial y diferente, como tú. Tu eres la muchacha más especial del mundo, nunca lo olvides.


Caroline era demasiado joven para darse cuenta de que Cassandra se estaba muriendo, pero ahora ella lo cuidaba como el último regalo de su madre. Pero no importaba lo sola y triste que se sentía (y los últimos diez años de su vida había tenido muchas razones para sentirse sola y triste), Caroline sólo miraba al cielo para tener un momento de paz. Si una estrella brillaba ella se sentía a salvo y reanimada. Es posible que no se sintiera igual que cuando era pequeñita y estaba sobre el regazo de su madre, pero al menos las estrellas le daban esperanza, si aguantaban, ella también podría aguantar.


Hizo una última inspección para cerciorarse que no se dejaba nada, echó unas pocas velas de sebo en su bolsa por si las necesitara y salió precipitadamente. La casa estaba tranquila, ya que a todos los sirvientes les habían dado la noche libre, probablemente, porque así no habría testigos cuando Percy la agrediera. Era la obligación de Oliver pensar por adelantado. A Caroline sólo la sorprendía que no hubiera intentado antes ésta táctica. Debió haber pensado en un principio que conseguiría casarla con Percy sin recurrir a la fuerza. Ahora que se aproximaba su cumpleaños, su desesperación iba en aumento.


Y así discurría la vida de Caroline, si se casaba con Percy moriría, y le daba igual lo melodramático que eso sonaba, lo único que podía ser peor que verle cada día durante el resto de su vida sería tener que escucharlo cada día durante el resto de su vida.


Ya se marchaba atravesando el vestíbulo que llevaba a la puerta principal, cuando observó el nuevo candelabro de Oliver majestuosamente colocado en la mesa que había al lado. Se había estado jactando toda la semana de esa pieza de plata auténtica, como él decía, la más fina artesanía, Caroline emitió un gruñido; Oliver nunca habría podido conseguir candelabros de plata autentica, antes de que le nombraran su tutor.


Verdaderamente, era irónico, ella hubiera sido feliz de dividir su fortuna, o regalarla incluso, si encontrara una casa con una familia que la amara y la protegiera; alguien que viera en ella algo más que un sirvienta con una cuenta en el banco.


Impulsivamente, Caroline cogió de un tirón las velas de cera de abeja del candelabro y las cambió por las de sebo de su bolsa; si necesitaba encender una vela en sus viajes, ella tendría el olor dulce que desprende la cera de abeja y que Oliver reservaba para él.


Salió corriendo, murmurando un pequeño agradecimiento por el buen clima.

– Menos mal que Percy no decidió atacarme en invierno – murmuró, mientras daba grandes zancadas en dirección a la calle. Habría preferido cabalgar un poco para salir más rápido de Hampshire, pero Oliver sólo tenía dos caballos, y en este momento se hallaban enganchados a su carruaje, y se lo había llevado consigo para ir a su reunión semanal de juegos de cartas, a la casa del patrón.


Caroline intentó mirar hacia la parte luminosa de la calzada y se recordó a sí misma que se escondería más fácilmente si iba a pie. Tendría que ir más despacio, aunque, si corría a través de los senderos…


Se estremeció; una mujer sola llamaría mucho la atención, y su pelo castaño y brillante, reflejaría demasiado la luz de la luna, incluso aunque la mayor parte lo hubiera escondido con prisas dentro de un gorro. Estuvo tentada de disfrazarse como un chico, pero no tuvo tiempo suficiente. Quizás seguiría por la costa hacía el puerto activo más cercano, no estaba muy lejos; podría viajar más rápido por mar, la llevaría lo suficientemente lejos para que Oliver no pudiera encontrarla en las seis semanas.


Si, tendría que ir por la costa, pero no podría ir por los caminos principales, ya que forzosamente alguien la vería; así que giró hacia el sur, y comenzó a abrirse camino a través del campo. Portsmouth sólo estaba a quince millas, si caminaba rápidamente durante toda la noche, podría estar allí por la mañana; entonces sacaría un pasaje en cualquier tipo de barco que la llevara a otra parte de Inglaterra. Caroline no quería abandonar el país, no cuando necesitaba reclamar su herencia en seis semanas escasas.


¿Pero que se suponía que debía hacer durante ese tiempo? Había estado aislada de la sociedad desde hacía mucho tiempo, ni siquiera sabía si estaría cualificada para algún trabajo sencillo. Pensó que podía ser una buena institutriz, pero lo más probable es que tardara seis semanas en encontrar ese puesto. Y entonces… Bueno, no sería justo conseguir un puesto de institutriz y dejar el puesto simplemente unas semanas después.


Sabía cocinar, y sus tutores se habían asegurado de que supiera limpiar; ella podía trabajar a cambio de una habitación y comida en alguna posada poco conocida y bastante fuera de su ruta. Asintió para sí misma, limpiar lo que ensuciaban desconocidos no era demasiado atractivo, pero parecía ser su única esperanza de supervivencia en las semanas siguientes. De cualquier modo, tenía que desaparecer de Hampshire y sus condados vecinos; podía trabajar en una posada, pero tenía que estar muy lejos de Prewitt Hall.

Así que aumentó su velocidad hacia Portsmouth, la hierba bajo sus pies era suave y seca, y los árboles la resguardaban de la vista del camino principal; no había demasiado tránsito a estas horas de la noche, pero una nunca era demasiado cauta. Se movía rápidamente, el único sonido eran sus pisadas al tocar el suelo. Hasta…


¿Qué fue eso?

Caroline se giró sobre sí misma, pero no vio nada; su corazón se aceleró, habría jurado que oyó algo;

– sería un erizo – susurró para sí misma – o quizás una liebre – pero no veía ningún animal, y no se sentía tranquila.


– Sigue andando – se dijo – debes llegar a Portsmouth por la mañana – y continuó su marcha; ahora iba tan veloz, que comenzó a respirar cada vez más deprisa, y entonces…


Volvió a girarse sobre sí misma, instintivamente, su mano buscó alcanzando su pistola. Ahora, definitivamente, había oído algo.

– Sé que estás ahí – dijo con un desafío en la voz que no estaba segura de sentir. – Enseña tu cara o quédate ahí como un cobarde.


Se oyó un crujido, y entonces un hombre salió de entre los árboles. Iba vestido completamente de negro, desde su camisa hasta las puntas de sus botas, incluso su pelo era negro. Era alto, y con unos hombros muy anchos. Era el hombre de aspecto más peligroso que Caroline había visto en su vida. Y tenía una pistola que apuntaba directamente a su corazón.

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