La casa estaba llena de gente del pueblo que quería saber qué había pasado. De forma casi automática, Cate encendió la cafetera y empezó a servir café, pero Sheila se fijó en la tensa expresión de su hija y dijo:
– Siéntate. Se pueden servir solos.
Cate se sentó. Tucker y Tanner también estaban en el comedor; normalmente, Cate no los dejaba estar allí cuando había clientes, pero hoy era distinto. Hoy no eran clientes sino vecinos reunidos en un momento difícil. Miró la expresión de los niños para ver si realmente se daban cuenta de lo que estaba pasando. Cuando le preguntaron a Calvin por qué llevaba la pistola encima, él les dijo que había una serpiente en el desván y que había tenido que matarla. Obviamente, los niños se emocionaron tanto por la serpiente como por el arma y querían ver las dos cosas, por lo que se quedaron bastante decepcionados al oír que la serpiente ya no estaba. Ellos imaginaban que aquella reunión era por la serpiente… y Cate supuso que estaban en lo cierto. Lo que ellos no sabían era que la serpiente era humana. Ahora estaban en medio de todo aquello, mirando a todo el mundo mientras se discutía la situación.
– Deberías haberlos retenido hasta que hubiéramos venido los demás -le dijo Roy Edward Starkey a Cal. Tenía ochenta y siete años y sus opiniones a menudo reflejaban la visión de cuando a los intrusos que se atrevían a entrar en la casa de un vecino los colgaban del árbol más cercano.
– Parecía más lógico darles lo que habían venido a buscar y dejar que se fueran antes de que alguien resultara herido -respondió Cal, con mucha calma.
– Tenemos que llamar al sheriff -dijo Milly Earl.
– Sí, pero tengo todas las papeletas para que me arresten -dijo Cal-. Golpeé a uno de ellos en la cabeza.
– Yo estoy de acuerdo con Milly -intervino Neenah-. No estoy herida, pero me he llevado un susto de muerte.
– ¿Casi te pica la serpiente? -le preguntó Tucker mientras se le acercaba y se apoyaba en sus piernas. Tenía los ojos azules muy abiertos de la emoción.
– Casi -respondió ella, muy seria, acariciándole el pelo oscuro con la mano. Tanner también se le acercó, sin dejar de mirarla a la cara, y recibió su dulce caricia.
– Guau -dijo Tucker-. ¿Y el señor Hawwis te ha salvado?
– Sí.
– ¿Con la escopeta? -añadió Tanner, en voz baja, cuando vio que Neenah no continuaba.
– Sí, me ha salvado con la escopeta.
Roy Edward miró a los niños, asombrado por el parecido, y lanzó una pregunta a nadie en concreto:
– ¿Quién es quien?
– Es sencillo -respondió Walter Earl con una sonrisa-. El que tenga la boca abierta hablando es Tucker.
Todo el mundo se echó a reír y aquello rebajó un poco la tensión de la sala.
El corazón de Cate rebosaba amor y sintió nacer en su interior un feroz sentido de protección hacia sus hijos. Parecían tan pequeños, allí con la cabeza hacia arriba mientras intentaban entender algo en una habitación llena de adultos hablando. Sólo tenían cuatro años y el gran logro de su vida diaria en estos momentos era aprender a vestirse solos. Su seguridad y bienestar dependían completamente de ella. Se volvió hacia Sheila y dijo:
– Quiero que te marches mañana y te los lleves contigo. Quiero que te los quedes hasta que todo esto haya pasado.
Sheila le cogió la mano y se la apretó.
– ¿Crees que esos hombres volverán? -preguntó, con los ojos entrecerrados. Desde que había regresado del paseo con sus nietos y había descubierto que a su hija la habían estado apuntando con una pistola, no había dicho nada y entonces Cate se dio cuenta, algo tarde, de que su madre también tenía su propio sentido de protección hacia su hija.
– Estoy aterrada -admitió-. Pero, ¿por qué iban a volver? No tienen ningún motivo para hacerlo, porque ya les he dado la maleta, y sé que seguramente sólo será una respuesta al susto, pero me sentiré mejor si te llevas a los niños y están a salvo. Lo peor de todo ha sido pensar que podíais volver en cualquier momento -volvió a sentir el nudo en el estómago y la sensación de terror fue prácticamente idéntica a la que había experimentado hacía un rato-. No sé qué he hecho… -se le rompió la voz y tuvo que apretar las mandíbulas para contener las lágrimas que se le acumulaban en los ojos.
– Sabes lo mucho que quiero llevármelos a casa, pero primero duerme y descansa un poco y ya veremos si mañana piensas igual -Sheila hizo una pausa y luego añadió-. No sabes lo mucho que me fastidia jugar limpio.
El comentario era tan propio de Sheila que Cate dejó de llorar y miró a su madre con una mezcla de amor y cariño.
– Sí que lo sé.
Sherry Bishop se acercó a Cate y le dio unos golpecitos en el hombro.
– Tienes que llamar al sheriff.
– No es que no quiera hacerlo -respondió ella mientras le ofrecía una sonrisa algo temblorosa-. Pero es que creo que no van a poder hacer nada. Seguramente, esos hombres me dieron nombres falsos y ya hace mucho que se han ido. Esto demuestra que el señor Layton no era trigo limpio y, a pesar de que amenazar a alguien con una pistola va contra la ley, la realidad es que nadie está herido. Sí, podría presentar una denuncia, pero seguramente la cosa no iría a más. ¿Para qué molestarme?
– ¡Tenían pistolas! ¡Te han robado! ¡Eso es un delito muy grave! ¡Tienes que llamar a la policía! Tiene que quedar constancia de esto, por si algún día vuelven.
– Supongo que tienes razón -miró a Calvin-, aunque creo que no mencionaré que el señor Harris golpeó a uno de ellos en la cabeza -apartó la mirada muy deprisa, con una extraña sensación. No dejaba de recordar algo con mucha claridad: Calvin con la escopeta apuntando directamente a la cabeza de Mellor. No tenía ninguna duda de que, si hubiera sido necesario, habría apretado el gatillo y estaba segura de que Mellor había pensado lo mismo. En aquellos segundos, había descubierto una faceta de Calvin que jamás imaginó que existiera y le costaba relacionar al terriblemente tímido y amable hombre que le venía a arreglar las averías con el hombre con aquellos ojos tan fríos y el dedo perfectamente tenso en el gatillo.
Nadie mas parecía sorprendido por lo que había hecho, o sea que igual era ella la única que había estado ciega. La realidad era que, desde la muerte de Derek, ella se había dedicado por completo a criar a los niños y a sacar adelante la pensión, y nada más de su alrededor le había llamado la atención. No había sentido curiosidad por ninguno de sus vecinos ni había hecho preguntas que la habrían informado de quién y qué eran más allá de la cara que veía cada mañana. Había pasado esos años encerrada en sí misma, ocupándose de su trabajo y bloqueando cualquier otro tipo de información. Con lo destrozada que estaba, había sido la única forma de sobrevivir.
¿Qué más se escondía detrás de la amabilidad de sus vecinos? Neenah era su mejor amiga en el pueblo, pero realmente no sabía nada sobre ella. Ni siquiera sabía por qué había dejado la orden religiosa. ¿Era porque Neenah no quería hablar de eso o porque Cate nunca se lo había preguntado? Se sintió avergonzada y dolida consigo misma por los años de amistad perdidos, por los momentos en que podría haber estado ahí y no lo había hecho.
Ahora todos sus vecinos estaban allí; habían venido en cuanto habían oído que había tenido problemas. No tenía ninguna duda de que, si lo hubieran sabido antes, se habrían enfrentado a Mellor y a Huxley con las armas que hubieran podido encontrar. Después de vivir con ellos tres años, tuvo la sensación de que los veía por primera vez. Justo en ese momento, Roy Edward se había sentado y se estaba sacando cosas del bolsillo para hacer hablar a Tanner. A raíz de sus encuentros anteriores con Roy Edward, Cate creía que era un cascarrabias y un impaciente, pero ahora parecía haber conseguido su objetivo, porque Tanner se había quitado el dedo de la boca y se le estaba acercando con cara de interesado mientras analizaba una navaja suiza y una avellana.
Milly se acercó a Cate.
– Si no te importa que me adueñe de tu cocina, prepararé un poco de té para Neenah y para ti. Dicen que, para los nervios, el té va mejor que el café. No sé por qué, pero eso dicen.
– Me encantaría una taza de té -dijo, con una sonrisa, aunque no era verdad. Neenah y ella estaban tomando té cuando Mellor había entrado en la cocina y las había apuntado con la pistola. Sospechaba que Milly necesitaba hacer algo y donde mejor se desenvolvía era en la cocina. Neenah había oído el ofrecimiento de Milly; Cate miró al otro lado del comedor y sus miradas se cruzaron. En el rostro de Neenah se dibujó una sonrisa pero luego adoptó un aire compungido. A ella tampoco le apetecía una taza de té.
En lugar de retrasar la llamada, y porque también quería compartir con todo el mundo lo que le dijera el agente Seth Marbury, Cate fue hasta el cuarto de estar familiar y volvió a llamar a la oficina del sheriff. El policía no cogió el teléfono, así que dejó un mensaje en el contestador, colgó, se reclinó en el sofá, cerró los ojos y, aprovechándose de la relativa paz que se respiraba en la casa, intentó tranquilizarse. Oía las voces que llegaban del comedor, algunas más enfadadas que otras pero, básicamente, la conversación fue relajada.
El teléfono sonó antes de que hubiera reunido fuerzas para regresar al comedor. Era Marbury que le devolvía la llamada.
– No estoy seguro de haber entendido lo que ha dicho -hablaba en un tono serio y cauteloso, lo que significaba que lo había entendido perfectamente pero que no estaba seguro de creérselo.
– Hoy han llegado dos hombres -le explicó ella- y, poco después, uno de ellos bajó a la cocina y nos apuntó a Neenah Dase y a mí con una pistola. Nos pidió que le entregáramos las cosas que Jeffrey Layton se había dejado en la pensión. Lo hice y luego se marcharon. Creo que ahora ya podemos decir que el señor Layton no era trigo limpio, y estos dos hombres tampoco.
– ¿Cómo se llamaban? -preguntó Marbury.
– Mellor y Huxley.
– ¿Y los nombres?
– Un momento -se levantó para ir al pasillo a buscar el libro de registros y se quedó parada cuando vio a Calvin Harris en la sala, escuchando la conversación. También era asunto suyo, así que Cate le hizo un gesto para que se acercara mientras ella iba a por el libro-. Se registraron con los nombres de Harold Mellor y Lionel Huxley.
– ¿Cómo pagaron?
– El hombre que llamó ayer por la tarde e hizo la reserva me dio un número de tarjeta de crédito. Creo que era el mismo hombre que fingió trabajar en la compañía de alquiler de coches. Es imposible saberlo, pero creo que era la misma voz. Y el identificador de llamadas ponía Número privado; las dos veces.
– ¿A qué nombre va la tarjeta?
– Me dijo que iba a nombre de Harold Mellor, pero el hombre con el que hablé no era el mismo que ha venido hoy; tenía una voz totalmente distinta.
– ¿Ha intentado cobrarles?
– Sí, y no ha habido ningún problema.
– Igualmente podría ser falsa. Podemos verificarlo. ¿Anotó la matrícula del coche?
– No -no era algo que solía hacer cuando llegaba un cliente, aunque quizá tendría que empezar a hacerlo.
– ¿Y se marcharon sin herir a nadie cuando les dio las cosas de Layton?
– Exacto. No hirieron a nadie.
Calvin hizo un gesto para indicar a Cate que quería hablar con Marbury. Cate arqueó las cejas para comprobar si estaba seguro, y él asintió.
– Un momento -le dijo a Marbury-. El señor Harris quiere hablar con usted. Es el agente Seth Marbury -le dijo a Calvin cuando le pasó el teléfono.
– Hola, soy Cal Harris -dijo, con su tranquila y sosegada voz. Cate tuvo una sensación muy extraña, como si hubiera perdido el equilibrio. Lo miró incrédula de pensar que aquel hombre era el que fríamente había apuntado con una escopeta a la cabeza de alguien. Aquello era demasiado y, casi a modo de defensa, se quedó mirando la fuerte mano con que sujetaba el teléfono. Por suerte para Neenah y para ella, había manejado la escopeta con la misma pericia que el martillo o la llave inglesa.
Marbury debió de preguntarle a qué se dedicaba, porque Calvin respondió:
– Arreglo cosas. Carpintería, lampistería, mecánica, tejados.
Se quedó escuchando un minuto. Cate oía la voz de Marbury pero no entendía lo que decía. Calvin dijo:
– Cuando la señora Nightingale me entregó el correo para que lo llevara a la ciudad, había puesto los sellos bocabajo. Ya sabe, son esos sellos con la bandera americana que vienen en rollos de cien -más palabras de Marbury-. Sí. Me pareció que estaba rara, así que me arriesgué a hacer el ridículo y volví; para asegurarme de que todo iba bien. Cogí la escopeta -más palabras y, al cabo de unos segundos, añadió-. No, nadie disparó ni un tiro. Por eso se marcharon sin herir a nadie. Apunté a uno con mi escopeta Mossberg y soltó su Taurus y, por cierto, se la dejaron aquí -Cate percibió cierta satisfacción en su tono-. Sí, mañana va bien -dijo, y le pasó el teléfono a Cate.
– Señora Nightingale -dijo Marbury-, mañana vendré a tomarle declaración al señor Harris. ¿Le va bien que vaya a tomarle declaración a usted también?
– Claro, aunque es mejor a partir de la diez -dijo ella.
– Perfecto. Estaré allí a las once.
Cate colgó y se quedó allí de pie y, aunque sabía que tenía que volver con los demás en el comedor, no podía mover los pies del suelo.
– ¿Cómo ha podido pasar esto? -preguntó, al final.
– Todo saldrá bien.
Cate se dio cuenta de que Calvin no había tartamudeado ni una sola vez durante aquellos terribles y tensos segundos en el desván, y tampoco se había sonrojado. Debía de ser una de esas personas que estaban a la altura de la situación cuando hacía falta y luego volvía a ser el mismo cuando había pasado lo peor. Nunca más volvería a verlo igual, pensó.
– Calvin yo… -se detuvo y, para su mayor desconcierto, se sonrojó-. No te he dicho lo agradecida que estoy…
Él pareció sorprendido y la miró como si tuviera dos cabezas.
– No tienes que decirlo. Ya lo sé.
«Por los niños», pensó ella. Calvin sabía lo petrificada que estaba ante la posibilidad de que Sheila y los niños volvieran mientras Mellor y Huxley estaban allí. Agradecida por no tener que dar explicaciones Cate se dio la vuelta y se marchó al comedor casi corriendo. Él la siguió, más despacio, y sufrió un ataque a la altura de los muslos por parte de los gemelos, que le preguntaron una vez más si la serpiente era muy grande y qué había hecho con ella.
Cate comentó con los vecinos del pueblo lo que el policía le había dicho y que vendría mañana a tomarles declaración. Para entonces Milly ya había preparado el té y obligó a Cate a sentarse y a tomarse una taza, igual que a Neenah. Sorprendentemente, la infusión le relajó los nervios e hizo desaparecer la sensación de que todo estaba fuera de su sitio. La gente no empezó a marcharse hasta que los tres escaladores que se alojaban en la pensión volvieron cansados, despeinados y felices.
Como en Trail Stop no había restaurantes y el más cercano estaba a más de treinta kilómetros, si los clientes querían, la pensión ofrecía una cena a base de bocadillos, patatas fritas y postre. Los escaladores se decidieron por aquella opción, así que enseguida se puso manos a la obra en la cocina. Su madre se encargó de entretener a los niños, a pesar de que no dejaban de pedirle si podían subir al desván a cazar serpientes, y de darles de comer mientras Cate se encargaba de servir a los escaladores. Cuando las dos pudieron sentarse, Cate estaba tan agotada que apenas podía comer. Sabía que era la reacción de su cuerpo a los acontecimientos vividos durante el día; parecía que hubiera escalado todo el día y después, encima, hubiera caminado diez kilómetros.
– Mamá, estoy agotada -dijo, mientras bostezaba y se tapaba la boca con la mano.
– ¿Por qué no subes y te acuestas temprano, por un día? -le sugirió su madre en un tono que parecía una orden-. Yo me encargaré de acostar a los niños.
Cate sorprendió a su madre, y quizá también a ella misma, al aceptar el ofrecimiento.
– Estoy muerta. Mientras los acuestas, ¿por qué no les comentas si les apetecería irse unos días contigo? Nunca han pasado una noche lejos de mí, así que quizá se muestren reticentes.
– Déjamelos a mí -respondió Sheila con aire de suficiencia-. Cuando acabe con ellos, creerán que la casa de Mimi es mejor que Disneyland.
– No han ido nunca a Disneyland, así que quizá no capten la comparación.
– Olvídate de los detalles. Por la mañana, te suplicarán que los dejes ir. Eso siempre que todavía quieras dejarlos venir. Sigo creyendo que deberías descansar y decidirlo mañana, para estar segura de que no lo dices por lo que ha pasado hoy.
– Claro que lo digo por lo que ha pasado hoy -dijo Cate-. Quiero que mis hijos estén a salvo y ahora no tengo la sensación de que lo estén. Quizá estoy exagerando, pero no me importa.
Sheila la abrazó.
– Tienes permiso para exagerar. Y, si por la mañana has cambiado de opinión, no me enfadaré… demasiado.
– Vaya, gracias. Eso me tranquiliza -respondió Cate, y se rió.
Abrazó a los niños, les dio las buenas noches y les explicó que mamá estaba muy cansada y que hoy se acostaría temprano pero que Mimi los acostaría, y parecieron contentos. Toda la emoción del día los había dejado agotados a ellos también; ya estaban bostezando y frotándose los ojos.
Cate se duchó y se lavó los dientes, y luego se dejó caer en la cama. Estaba tan cansada que notaba el cuerpo muy pesado, pero la cabeza le seguía funcionando a mil por hora, los pensamientos le saltaban de un sitio a otro y no se concentraba en nada. Seguía reviviendo imágenes del día: la cara pálida de Neenah, la mirada en los ojos pálidos de Calvin mientras tensaba el dedo en el gatillo… En aquel momento no se había fijado, pero ahora no dejaba de repasarlo una y otra vez: cómo había doblado ligeramente el dedo, con clara intención de disparar.
Seguro que Mellor también se había dado cuenta de ese detalle y había decidido hacer las cosas como Calvin quería. Se estremeció, sintió cómo la recorría un escalofrío y se acurrucó en la cama para calentarse con su propio cuerpo. A veces, por la noche tenía frío, y no era una reacción a las bajas temperaturas, sino a la soledad, que se hacía más acusada en la oscuridad. Esa noche, se acurrucó bajo la manta con el miedo como único compañero; miedo por sus hijos, miedo por la violencia que había invadido su casa hoy y la ausencia de compañía le hizo tener más frío.
El subconsciente revivió una vez más la mirada de Calvin. Lo conocía desde hacía tres años, pero tenía la sensación de haberlo visto por primera vez hoy. Ese día había descubierto muchas cosas sobre sus vecinos, y los apreciaba con fuerzas renovadas, pero aquello era distinto. Su percepción de Calvin no había cambiado un poco, había dado un giro de ciento ochenta grados.
Nunca más volvería a verlo como un tímido y amable manitas.
Y lo que era peor, temía que hubieran cambiado más cosas de las que ella veía, como si se hubiera producido un gran cambio en su vida, aunque todavía no sabía exactamente dónde o hasta qué profundidad llegaba. No sabía cómo reaccionar ni qué pensar porque no sabía si pisaba tierra firme o arenas movedizas.
El recuerdo de los pálidos ojos de Calvin y la expresión que vio reflejada en ellos se le clavaron en el interior y se durmió intentando averiguar si ahora estaba más segura o si corría más peligro.
Cal Harris hacía tiempo que había descubierto que desde la ventana de su habitación a oscuras se veía la ventana iluminada de la habitación de Cate Nightingale. Expresado en calles de ciudad, la pensión estaba a una calle y media de distancia, pero la calle se torcía y él podía ver las ventanas de las dos habitaciones de la parte delantera. Las de la derecha eran de la habitación de los niños y las otras, de la de Cate.
Calvin había estado en aquella habitación el día que había arreglado una avería en el baño contiguo. A Cate le gustaban las cosas bonitas, como los delicados cojines encima de la cama y las gruesas alfombras de algodón del baño que iban a juego con la cortina de la ducha y la tela con la que había recubierto la tapa del inodoro. La habitación olía muy bien, a un delicado perfume… y a mujer. Calvin había mirado la cama y la imaginación se le desbocó.
Frente a ella, reaccionaba tan fuerte que no podía controlarlo. Se sonrojaba y tartamudeaba como un adolescente de catorce años, para mayor diversión de sus vecinos. Llevaban tres años diciéndole que le pidiera una cita, pero él no lo había hecho. A juzgar por cómo le llamaba «señor Harris» y cómo lo miraba, como si fuera su abuelo, Calvin sabía que ni siquiera estaba abierta a la idea de tener una cita.
Ya había pasado mucho tiempo desde la última vez que había apuntado a otra persona con un arma con la intención de apretar el gatillo, pero ese cabrón de Mellor había estado muy cerca de que Calvin le hiciera estallar la cabeza como una calabaza. Sólo lo había impedido el hecho de saber que Cate lo estaba mirando y que, si disparaba, quedaría todavía más traumatizada. No quería que lo mirara con el terror que le había visto en los ojos cuando miraba a Mellor.
Esa noche, su habitación estaba a oscuras. Vio que la luz de la habitación de los niños se encendía y, al cabo de un cuarto de hora, se apagaba, pero la de Cate no se encendió. Calvin supuso que estaba agotada y que ya estaría en la cama; su madre debía de haberse encargado de acostar a los gemelos.
Llevaba tres años esperando y ya hacía mucho tiempo que el sentido común le había dicho que se rindiera y siguiera adelante, pero no lo había hecho. Quizá lo retenía la testarudez, o quizá fueran los niños, que se aferraban a sus piernas y a su corazón, o quizá fuera la propia Cate, pero jamás había podido decir: «Está bien, se acabó».
El terror del día había derribado algunas barreras. Lo notaba, lo sabía. Hoy, por primera vez, lo había llamado «Calvin». Y quien se había sonrojado había sido ella.
Se acostó con la sensación de que el mundo había dado un vuelco y que mañana se levantaría en otro lugar.