Capítulo 26

– ¿Qué demonios están haciendo ahí? -le murmuró Toxtel a Teague cuando este último se acercó para relevar a Billy. Goss estaba descansando en el campamento, puesto que tenía que relevar a Toxtel a medianoche. Ahora es cuando empezaba la rutina y cuando mantenerse alerta sería cada vez más difícil.

Teague tenía mal aspecto y se encontraba todavía peor, pero caminaba, y tenía la intención de cubrir su turno. El bulto de la cabeza era tan grande que ni siquiera podía ponerse una gorra, aunque teniendo en cuenta que la más mínima presión era como si le estallara la cabeza, ya le parecía bien no llevar nada. El dolor se había mantenido estable durante todo el día, pero se había mirado las pupilas en el retrovisor del coche y había comprobado que las dos tenían el mismo tamaño, así que imaginó que estaba bien; ahora solo tenía que soportar el dolor. Se tomaba un par de pastillas de ibuprofeno cada cuatro horas, cosa que lo hacía más llevadero. Tendría que conformarse con eso.

Teague miró hacia la aparentemente desierta comunidad. Desde donde él estaba, veía un par de cuerpos tirados en el suelo, donde habían recibido el impacto de las balas. Si había pasado algo en el pueblo, no se había dado cuenta.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé. Cualquiera diría que esta gente intentaría, al menos, saber qué está pasando, pero nadie ha asomado la nariz ni ha gritado.

– Dales tiempo hasta mañana -dijo Teague-. Supongo que Creed los está organizando para intentar algo. Quizá no esperen a mañana, quizá lo hagan esta noche. Tendremos que estar atentos -miró hacia lo que quedaba del puente; no le habría sorprendido haber visto allí a Creed, escopeta al hombro y apuntándolo… Joder, tenía que dejar de pensar en Creed, dejar de imaginarse cosas. No era estúpido, no iba a infravalorar a Creed, pero el cabrón ese no era un superhombre. Hacía muy bien su trabajo, y punto. Y entonces pensó: «Bueno, yo también».

– Esto no me gusta -dijo Toxtel. Él también estaba mirando hacia el puente-. Ya deberían habernos preguntado qué queremos.

– No te olvides de que mis chicos les han estado disparando cada dos por tres. Seguro que no les apetece demasiado asomar la cabeza. Mañana, sólo dispararemos si vemos un objetivo.

– Entonces, ¿cómo diantre vamos a hablar con ellos?

¿Acaso esos chicos de ciudad no sabían nada?

– Cuando alguien ate una bandera blanca a un palo y nos la enseñe sabremos que quieren hablar.

Y luego se marchó y empezó a subir hasta la posición de Billy, más nervioso si cabe porque sabía que alguno de esos cazadores podía estar apuntándolo con un rifle, esperando el mejor momento para disparar. Tenía que asegurarse de no darles la oportunidad, aunque no parecía muy probable que ninguno de ellos pudiera alcanzarlo desde tan lejos. Aunque la puntería de Creed anoche lo había sorprendido; no pensaba dejar que le dieran dos veces.

Como Teague no había podido relevar a Billy en todo el día, el pobre estaba agotado; abandonó la posición de vigilancia que había mantenido durante horas y rodó por el suelo, quedándose boca arriba con las piernas abiertas.

– Gracias a Dios. ¿Te encuentras mejor?

– Estoy aquí. ¿Has visto algo interesante?

– Tengo la sensación de que ha habido mucho movimiento a cubierto. Blake y Troy tienen la misma sensación. Alguna vez he visto algo, pero nunca lo suficiente como para identificarlo. Y siempre detrás de protecciones grandes y sólidas, de modo que sabía que no era un gato o un perro.

– ¿Has disparado para recordarles que tienen que agachar la cabeza?

– Unas veces sí y otras, no. No merece la pena malgastar munición.

Teague lo entendía. Se acomodó en la manta que Billy había extendido encima de hojas y pinchos de pino para que la larga vigilancia fuera más confortable. Había traído la batería de recambio para el visor infrarrojo, así como varios termos de café y galletas saladas, por si necesitaba energía. Al menos, esta noche no era tan fría como la anterior, de modo que no se estremecería ni temblaría, algo que, añadido al dolor de cabeza, acabaría matándolo.

– Nadie ha intentado recuperar los cuerpos -dijo Billy, algo serio-. Me preocupa.

– Si quieren hacerlo, será esta noche. Habrán esperado a que oscurezca.

– Seguro que saben que tenemos visores nocturnos y que por eso pudimos alcanzarles ayer por la noche.

– Sí, pero igual han encontrado algo para poder esconderse. Ya veremos.

– ¿Piensas dispararles si retiran los cuerpos?

Teague se lo pensó.

– No creo. ¿Blake ya está en posición?

– Ha relevado a Troy hará una media hora.

– Lo llamaré por la radio. Que recojan los cuerpos. No sé qué piensan hacer con ellos, pero no creo que sea agradable tenerlos por allí, atrayendo moscas y pudriéndose. Quizá les ponga un poco más de presión encima.

– Seguro -Billy se estiró, luego se colocó de cuclillas y pasó por detrás de Teague, camino del campamento-. Que te diviertas esta noche.

Teague colocó el rifle en posición, con mucho cuidado, encendió el visor térmico y acerco el ojo a la mirilla. Anoche, Trail Stop estaba lleno de señales térmicas; esta noche no había nada. Las casas no desprendían calor ni había ninguna figura brillante correteando por allí y delatando su posición. Teniendo en cuenta lo mucho que le dolía la cabeza, esperaba que la noche se mantuviera así de tranquila.


Cate miró las manecillas brillantes del reloj de Cal, que él le había dejado porque el de ella no era luminoso. Las once y media. Se apretó más la manta que la envolvía y miró el cielo estrellado, contenta de que la noche fuera fresca pero no fría. Habría preferido luna llena, pero ya hacía horas que su visión se había adaptado a la oscuridad, que no era absoluta. No querría tener que ir a ningún sitio caminando, porque no veía tan bien, pero podía distinguir formas oscuras y sombras. Mientras nada se moviera y no oyera ningún crujido, todo iría bien.

Cal estaba dormido a su lado en la colchoneta que había traído y tapado hasta la barbilla con la manta. Esa primera noche, como alguien podía haberlos visto desplazarse hasta allí, hacían guardia. Cate se encargaba del primer turno; como el turno de medianoche hasta el amanecer era el más duro, Cal había querido hacerlo él.

Se había dormido tan deprisa que Cate se había quedado desconcertada. Le hubiera gustado que la luz de la noche le permitiera verlo dormir, pero se había tenido que conformar con oírlo respirar. Había cambiado de posición una o dos veces pero el resto de la noche había estado muy quieto. Como parecía que no había nada de qué preocuparse porque, pasado un rato, dejó de sobresaltarse ante el más mínimo ruido o crujido, fruto de los movimientos nocturnos de los animales del bosque y los insectos, se dedicó a pensar en él.

Cal había dicho que Trail Stop tenía forma de paramecio. Mientras lo seguía por la pendiente que los llevaba hacia el río, no había dejado de darle vueltas a aquella extraña palabra. Cate recordaba lo que era de las clases de biología del instituto, pero el hecho de que Cal hubiera elegido aquella palabra tan técnica la alertaba de otra faceta desconocida que formaba parte de ese hombre.

Los últimos días habían consistido en una revelación tras otra, hasta el punto que Cate tuvo la sensación de que debía de ser la persona más tonta de Trail Stop. Hasta hacía escasos días, veía a Cal como a una persona insignificante: muy tímido y tartamudo, pero capaz de arreglarlo casi todo. Era un manitas pero también había descubierto que, aunque era muy tranquilo, no era tímido en absoluto; de hecho, era un hombre que sabía hablar, era educado y decidido. Había estado en el ejército, un tema que ella desconocía pero, evidentemente, había formado parte de alguna unidad de élite.

Por lo visto, los demás habitantes del pueblo lo sabían. ¿Cómo no se había dado cuenta de la diferencia entre cómo lo veía ella y cómo lo veían los demás? Lógicamente, los vecinos del pueblo hacía más tiempo que lo conocían pero, a pesar de todo… Cate tenía la sensación de que le faltaba una pieza importante del puzzle, una pieza mágica que haría que lo entendiera todo.

La parte gruesa del paramecio estaba inclinada hacia abajo, y eso era bueno por dos razones: porque ofrecía cobijo y porque la pendiente hasta el río no era tan pronunciada. En el lado más alto, la pendiente era exagerada y la caída de unos doscientos metros, pero en la parte este, se reducía a unos ciento veinte metros y con un ángulo mucho más cómodo, lo que significaba que pudieron bajar sin tener que hacer rápel. Cal utilizó una pequeña pala para cavar apoyos para los pies en el suelo y los dos bajaron casi siempre derechos.

Al estar tan cerca del río, el estruendo del agua impedía cualquier conversación, a menos que fuera a gritos, así que Cate se concentró en no caer mientras evitaba las rocas más puntiagudas. No había orilla del río, al menos no la que todo el mundo se imaginaba. A los lados del agua sólo había rocas: grandes, pequeñas, redondeadas, puntiagudas. Algunas estaban bien fijadas, pero otras se movían. Algunas resbalaban. Otras resbalaban y se movían, que eran las más peligrosas. Cate tenía que asegurarse de estar bien agarrada con las manos antes de apoyar el peso en alguna roca. Eso los obligaba a ir despacio, tanto que empezó a preocuparse por si se les hacía de noche y no habían llegado a un terreno más agradable, pero llegaron a los pies de la montaña justo a tiempo. Cal encontró una pendiente protegida que era donde se habían parado.

Aquello no se parecía en nada a ir de camping. Allí sólo estaban los dos, sentados en el suelo y a oscuras, comiendo cereales de una bolsa de plástico y bebiendo agua. Luego, Cal desenrolló la colchoneta y se dispuso a dormir, dejándola sola con sus pensamientos.

A medianoche, dijo:

– Cal -y, al segundo, estaba despierto, sin que Cate tuviera que moverlo ni repetir su nombre. Se sentó, se estiró y bostezó.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó ella, en voz baja, pero con un tono agudo, porque en la noche todo se oía.

– ¿El qué?

– Despertarte tan deprisa.

– La práctica, supongo.

Cate le devolvió el reloj y él se lo abrochó a la muñeca mientras ella se estiraba en la colchoneta. Desde que la había visto se preguntaba si sería tan cómoda como parecía. No lo era. Era una delgada colchoneta en el suelo, de modo que Cate notaba todas las piedras; sin embargo, era mejor que dormir en el suelo, porque aislaba del frío.

Cate se tapó con la manta mientras Cal bebía un sorbo de agua y se sentaba donde ella se había sentado. Intentó dormirse deprisa, quizá no tanto como él, pero sí en cinco o diez minutos. Quince minutos después, todavía estaba dando vueltas.

– Si no te estás quieta, no te dormirás nunca -dijo él, divertido.

– No me gusta el camping; no me gusta dormir en el suelo.

– En otras circunstancias… -y se detuvo.

Ella esperó que dijera algo más, pero él parece que prefirió callarse lo que estaba a punto de decir.

– En otras circunstancias, ¿qué? -preguntó ella.

Otro silencio, roto únicamente por la brisa que agitaba las hojas de los árboles. Cal sólo era una figura en la sombra, pero Cate sabía que había levantando la cabeza, como si hubiera oído algo, pero no debía de ser importante, porque enseguida relajó los hombros. Habló muy despacio:

– Podrías dormir encima de mí.

La explosión de sangre en su cuerpo hizo que se mareara. Sí. Eso era lo que quería, eso era lo que deseaba. Igual de despacio, ella respondió:

– O al revés.

Cal contuvo el aire y Cate sonrió en la oscuridad. Se alegraba de saber que podía provocar en él la misma reacción que él le provocaba a ella.

Cal movió las piernas, como si estuviera incómodo. Al final, murmuró algo, se levantó, e hizo algunos movimientos antes de volver a sentarse con mucho cuidado. Cate contuvo una risita.

– Lo siento -se obligó a decir, aunque no era cierto.

– Lo dudo -respondió él con ironía-. Deberías tener una de estas durante un tiempo, para ver lo incómodas que pueden llegar a ser.

– Si tuviera una, no estarías incómodo.

– He dicho durante un tiempo. Te aseguro que no quisiera que tuvieras una de forma permanente.

– No necesito tener una -y una malévola vocecita la impulsó a añadir-. Porque me dejarás utilizar la tuya, ¿no?

Otra vez tuvo que contener el aliento y lo soltó casi de golpe. Y dijo:

– Maldita sea -y se volvió a levantar.

Esta vez, Cate no pudo reprimir la risa.

– Tucker también se ríe así, a veces -dijo él-. Físicamente, no se parecen demasiado a ti pero, a veces, por cómo dicen las cosas o cómo ladean la cabeza… te veo reflejada en ellos.

A Cate se le encogió el corazón. No había visto a sus hijos desde el viernes por la mañana, y ya era domingo por la noche. Pero estaban bien, que era lo más importante. Estaban a salvo. Y Cal era la única persona que le había dicho que la veía reflejada en los niños. Si quería hablar de los niños para cambiar de tema, ella estaba más que dispuesta.

– Tengo que confesarte algo -murmuró él.

– ¿Sobre qué?

Cal se aclaró la garganta.

– Yo soy el que… eh… Dije algunas cosas que no debería haber dicho delante de ellos.

Cate se sentó en la colchoneta y dio gracias porque Cal no pudiera verle la cara.

– ¿Cosas como… Imbécil? -preguntó ella, con recelo.

– Me pillé el dedo con el martillo -admitió él, increíblemente avergonzado-. Yo… eh… dije una serie de palabrotas.

– ¿Como qué? -repitió ella, que no sabía cómo pero estaba consiguiendo mantener un tono neutro.

– Bueno… Cate, fui marine, ya puedes imaginártelo.

– ¿Qué debería esperar, exactamente, que salga de la boca de mis hijos?

Cal se rindió y relajó los hombros.

– ¿Quieres las palabras o las iniciales?

Si podía reconocer lo que había dicho por las iniciales, sería grave.

– Las iniciales bastarán.

– Empecé con m.s.

– ¿Y qué más?

– Eh…h.d.p.

Cate parpadeó. Ya se imaginaba todo aquello en boca de sus hijos de cuatro años… seguramente cuando estuvieran con Mimi en una tienda llena de gente.

– Oí una risa, me volví y allí estaban, todo oídos. No se me ocurrió qué hacer, así que tiré el martillo, me levanté de un salto y grité: «¡Soy un imbécil!». Les pareció muy gracioso, sobre todo cuando les dije que eso era una palabra muy fea y que nunca tenían que repetirla. También les dije que no debería haberla dicho delante de ellos pero que es lo que uno hacía cuando estaba muy enfadado -hizo una pausa-. Supongo que funcionó.

– Supongo -dijo ella, débilmente. Cal sabía cómo funcionaban las mentes de los niños pequeños. Los gemelos enseguida olvidaron lo que les debió parecer menos grave y se concentraron en lo que él les dijo que era algo muy feo. Cate tenía que estarle agradecida.

Se tapó la boca con la mano mientras se reía con ganas. En ese momento, mientras escuchaba la vergüenza en la voz de Cal y se deleitaba en la imagen mental de él maldiciendo y luego dándose la vuelta para descubrir las dos fascinadas caras de los niños, saltó por el precipicio emocional que había estado bordeando… y cayó.

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