Capítulo 8

Cate no sabía qué estaba pasando, pero sospechaba que el hombre que había llamado ayer por la tarde para reservar las habitaciones de los señores Huxley y Mellor era el mismo hombre que la había llamado fingiendo ser un empleado de la compañía de alquiler de coches y que quería saber dónde estaba Jeffrey Layton. No estaba segura y, de hecho, si aquella llamada no hubiera despertado sus suspicacias, jamás se le hubiera pasado por la cabeza aquella posibilidad, pero tanto la voz como el acento le sonaron y, después de colgar, no dejó de darle vueltas hasta que lo relacionó.

Era obvio que aquellos dos hombres buscaban a Layton, cosa que también resultaba sospechosa. Si hubieran estado preocupados por su desaparición, lo habrían dicho desde un principio, le habrían dicho que buscaban a su amigo y le habrían hecho preguntas sobre la mañana en que se marchó. El hecho de que no lo hubieran hecho demostraba que no estaban preocupados por su bienestar. El señor Layton tenía problemas y esos dos hombres eran parte del problema.

No debería haberlos dejado quedarse aquí. Ahora lo sabía. Si hubiera reconocido antes la voz del teléfono, le habría dicho que no le quedaban habitaciones libres; eso no habría impedido que esos hombres vinieran a Trail Stop pero, al menos, no dormirían bajo el mismo techo que ella y los niños. Sintió un escalofrío en la espalda cuando pensó en los niños, y en su madre, e incluso en los tres jóvenes que habían llegado ayer por la tarde para pasarse un par de días escalando. ¿Acaso los había puesto a todos en peligro sin saberlo?

Al menos, Mimi y los chicos no estaban en casa ahora mismo. Su madre se los había llevado de paseo; les había dicho que les daba una segunda oportunidad para demostrar que sabían portarse bien y que si esta vez la decepcionaban… Por supuesto, su madre jamás terminaba aquella frase pero, cuando Cate era pequeña, siempre creyó que decepcionar a su madre por segunda vez sería algo parecido al fin del mundo. Tucker y Tanner la habían mirado muy serios. Cate sólo esperaba que el paseo fuera muy largo.

Cabía la posibilidad de que aquellos hombres no tuvieran ningún tipo de relación con Jeffrey Layton. Cate no podía descartar completamente la idea de que su imaginación la estuviera traicionando. Las dos voces del teléfono eran parecidas, pero eso no significaba que fueran de la misma persona, a pesar de que la opción de la identificación de llamada le había vuelto a dar «Número privado». Se sentía ridícula pensando lo peor, pero también estaba asustada.

Los dos hombres habían sido muy educados. El mayor, Mellor, parecía bastante fuera de lugar con el traje y la corbata pero, en el fondo, eso no significaba nada. Quizá había tenido una reunión de negocios, después había cogido el avión y no había tenido ocasión de ponerse algo más informal. El otro, Huxley, era alto y apuesto, y había intentado ligársela. La había repasado de arriba abajo, pero ella había hecho como si nada y él, en lugar de insistir, había desistido. Quizá tenían un motivo completamente inocente para estar allí…

Y allí fue justo cuando le saltaron las alarmas. Trail Stop no estaba en la carretera principal; la gente que venía aquí lo hacía porque este era su destino final, nadie se paraba aquí porque estaba de paso hacia otro lugar. Si Huxley y Mellor no habían venido a buscar a Jeffrey Layton, ¿a qué habían venido? Sus clientes solían ser familias que estaban de vacaciones, senderistas, parejas en una escapada romántica, pescadores, cazadores y escaladores. Apostaría la casa a que ninguno de ellos pescaba, cazaba o escalaba, porque no habían traído ningún equipo. Tampoco eran pareja; eso quedaba claro después de ver cómo Huxley la había mirado. Podían ser senderistas, pero lo dudaba. No había visto botas de montaña, bastones de caminar, mochilas ni nada de lo que los senderistas serios llevaban para afrontar unos días de caminatas.

El único motivo que explicaría su presencia era Layton, y Cate no sabía qué hacer.

Entró en la cocina, donde había empezado a preparar una bandeja de galletas de manteca de cacahuete para los niños. Neenah Dase estaba sentada junto a la mesa, tomándose una taza de té. Como no tenía demasiado trabajo en el colmado, había dejado un cartel en la puerta diciendo que estaba en casa de Cate; cualquiera que la necesitara iría allí.

Neenah era nativa, nacida y criada en Trail Stop. Su padre abrió el colmado hacía más de cincuenta años. A su hermana mayor no le gustaba la vida en el campo y, en cuanto terminó el instituto, se marchó a la ciudad; ahora estaba muy feliz viviendo en Milwaukee. Cate no conocía la historia de Neenah excepto que era una antigua monja (o novicia, porque no estaba segura de que una monja pudiera dejar la orden después de haber jurado sus votos) que había vuelto a casa hacía quince años y se había encargado de la tienda. Cuando sus padres murieron, heredó el negocio. Nunca se había casado y, por lo que Cate sabía, tampoco había salido con nadie.

Neenah era una de las personas más tranquilas y pacíficas que Cate había conocido. Su pelo castaño claro tenía cierto tono ceniza que le confería un brillo plateado. Tenía los ojos azules y la piel de porcelana. No era guapa; tenía la mandíbula demasiado cuadrada y las facciones poco simétricas, pero era una de esas personas que te hacían sonreír cuando pensabas en ellas.

A Cate le caía bien todo el mundo, pero Neenah y Sherry eran con quien más relación tenía. La compañía de las dos era muy agradable: Sherry porque era un terremoto y Neenah porque era muy tranquila.

«Tranquila» no significaba que careciera de sentido común. Cate se sentó a su lado y dijo:

– Estoy preocupada por mis dos nuevos huéspedes.

– ¿Quién son?

– Dos hombres.

Neenah se quedó quieta con la taza de té casi rozándole los labios.

– ¿Te da miedo estar en la misma casa que ellos?

– No en el sentido en el que lo dices -Cate se frotó la frente-. No sé si sabes… -como Trail Stop era tan pequeño, las habladurías se sabían enseguida-, pero uno de mis huéspedes saltó por la ventana ayer por la mañana, se marchó con el coche y no ha vuelto. Se dejó aquí sus cosas, quizá porque no podía cargar con la maleta y saltar por la ventana al mismo tiempo. Por la tarde, un hombre que dijo trabajar en la compañía de alquiler de coches llamó y me preguntó por ese huésped pero, cuando más tarde llamé a la compañía para darles más información, me dijeron que no les constaba que el señor Layton les hubiera alquilado ningún coche. Y después, a última hora de la tarde, alguien llamó para reservar dos habitaciones para estos hombres y creo que era el mismo que fingió trabajar en la compañía de coches. ¿Me sigues?

Neenah asintió, con los ojos azules muy serios.

– Huésped desaparecido, gente que lo busca y que mienten sobre quién son y ahora esa misma gente está aquí.

– A grandes trazos, sí.

– Está claro que ese tipo no era trigo limpio.

– Igual que los dos que acaban de llegar.

– Llama a la policía -dijo Neenah, muy decidida.

– ¿Y qué les digo? No han hecho nada malo. Nadie ha incumplido ninguna ley. He denunciado la desaparición del señor Layton pero, como he podido cobrarle porque tenía su número de tarjeta de crédito, sólo pueden llamar a los hospitales y comprobar que no se ha caído por un barranco. Que yo sospeche de estos hombres no es motivo suficiente para que la policía los interrogue -Cate se inclinó hacia delante para coger su taza de té, que estaba junto al bol de la manteca de cacahuete, bebió un sorbo y luego ladeó la cabeza cuando oyó un ligero ruido en el pasillo que le aceleró el pulso-. ¿Has oído eso? -susurró nerviosa, mientras se levantaba y se acercaba en silencio a la puerta que daba al pasillo.

– No… -dijo Neenah, asustada, pero Cate ya estaba abriendo la puerta.

No había nadie. No había nadie en el pasillo ni en las escaleras. Se acercó a las escaleras y miró hacia arriba; desde allí, veía las puertas de las habitaciones tres y cinco, y ambas estaban cerradas. Se asomó al comedor, pero también estaba vacío. Se volvió hacia la cocina, donde Neenah la estaba esperando inquieta en el umbral.

– Nada.

– ¿Estás segura?

– Quizá es que estoy nerviosa -Cate cerró la puerta y se frotó los brazos, porque se le había puesto la piel de gallina. Cogió la taza y bebió un sorbo de té, pero se había enfriado e hizo una mueca. La llevó hasta el fregadero y tiró el resto del líquido por el desagüe.

– Yo no he oído nada, pero tú estás mucho más familiarizada con los ruidos de la casa. ¿No puede haber sido un simple crujido de la madera?

Cate recordó el sonido.

– No ha sido un crujido; ha sido más parecido al roce de alguien contra la pared -estaba demasiado alterada para sentarse, así que siguió colocando cucharadas de masa en la bandeja del horno y aplanándolas con la parte de atrás de la cuchara-. Pero, como te he dicho, quizá es que estoy más nerviosa de lo habitual. El ruido podía haber venido de fuera.

A unos metros de la puerta de la cocina, Goss salió en silencio de lo que parecía un cuarto de estar lleno de juguetes por el suelo. Le había ido de un pelo, pero descubrió algo importante. Mientras subía las escaleras, se mantuvo pegado a la barandilla y comprobó cada escalón antes de apoyar en él todo su peso, hasta que consiguió llegar al primer piso sin hacer ruido. No llamó a la puerta de Toxtel, sino que la abrió y entró. Cuando se dio la vuelta, tenía el cañón de la Taurus pegado a la nariz. Toxtel gruñó mientras bajaba el arma.

– ¿Acaso quieres que te mate?

– He oído a la dueña de la pensión hablar con otra mujer abajo -le explicó Goss en voz baja y un tono de urgencia-. Nos ha descubierto. Tiene intención de llamar a la policía -no es lo que Cate había dicho, pero Goss no estaba dispuesto a dejar escapar esa oportunidad.

– ¡Mierda! Tenemos que encontrar el cacharro ese de Layton y largarnos de aquí.

Goss esperaba que Toxtel reaccionara así. No los buscaban a ninguno de los dos, pero habían hecho la reserva con un nombre falso y eso, añadido a la desaparición de Layton, podía resultar sospechoso para algún policía pueblerino. Faulkner se cabrearía hasta límites insospechados si un poli de pueblo les seguía la pista hasta él y, aún peor, Bandini estaría todavía menos contento de que hubieran puesto a la policía sobre la pista de Layton. En una situación como aquella, la precaución era secundaria y lo que primaba era la velocidad.

Toxtel empezó a meter en la maleta la ropa que había colgado en el armario, y Goss fue a su habitación a hacer lo mismo. Sacó la funda de una de las almohadas de la cama y limpió todo lo que había tocado, incluidos los pomos de las puertas. Puede que las cosas salieran bien, o puede que no, pero tenía que protegerse. Si Toxtel quería llevar aquello hasta un punto sin retorno…

Menos de dos minutos después de entrar en la habitación de Toxtel, los dos se encontraron en el pasillo.

– ¿Dónde están? -murmuró Toxtel. Llevaba la Taurus en la mano.

Goss se inclinó sobre la barandilla y señaló.

– En esa puerta. La que está abierta es el comedor, así que lo más probable es que la de al lado sea la cocina -igual que Toxtel, hablaba en voz baja.

– Cocina. Eso significa cuchillos -y como ahora tenían que considerar la facilidad de las víctimas para conseguir armas, Toxtel tendría que estar más alerta-. ¿Hay alguien más en la casa?

– No creo. No he oído nada.

– ¿Ningún niño?

– Hay juguetes en una sala, pero no he visto a ningún niño. Estará en el colegio.

En silencio, bajaron las bolsas y las dejaron junto a la puerta principal, para poder cogerlas cuando salieran. Goss tenía la adrenalina muy acelerada. Un par de cuerpos; una tarjeta de crédito cuyo número puede que no llevara directamente hasta Faulkner, pero un policía listo seguiría investigando hasta dar con él; y el trabajo para Bandini al traste… la situación no podía presentársele mejor. Además, el dedo que estaba en el gatillo era el de Toxtel, no el suyo. Y, aunque lo detuvieran, siempre podía llegar a un trato, delatar a Toxtel y salir en libertad al cabo de pocos años. Tendría que volver a desaparecer y a cambiarse de nombre, pero no le importaba demasiado. Ya estaba harto de ser Kennon Goss.

Toxtel le hizo una señal para que le cubriera la espalda y, arma en mano, abrió la puerta de la cocina.

– Lamento mucho tener que hacer esto así, señoras -dijo, muy calmado-, pero tiene algo que queremos, señora Nightingale.


Cate se quedó de piedra, con una bola de masa de galletas en la mano. El hombre de más edad que iba de traje estaba en la puerta de la cocina con una horrible arma negra en la mano. Lo único que se le pasó por la cabeza en ese instante fue una plegaria: «¡Señor, por favor no permitas que mamá y los niños vuelvan ahora!»

Neenah se había quedado pálida, con la taza en la mano.

– ¿Qu-Qué? -balbuceó Cate.

– Las cosas que Layton se dejó en la pensión. Las queremos. Dénoslas y nos iremos sin causar problemas.

A Cate le pareció que el cerebro le desaparecía debajo de arenas movedizas. Meneó la cabeza por la incredulidad de que aquello les estuviera pasando a ellas.

– Creo que sí que lo hará -dijo Mellor. No le temblaba el pulso y la pistola le apuntaba directamente a la cabeza. Cate incluso veía el agujerito negro en el centro del cañón.

– No, no quería decir… -tragó saliva-. Por supuesto.

– Viene alguien -dijo Goss desde fuera y Cate creía que iba a desmayarse. «Señor, por favor, que no sean mamá y los niños»-. Un tipo con una camioneta vieja.

– Salga a ver quién es -le dijo Mellor, que movió la pistola, de modo que ahora apuntaba a Neenah-, y deshágase de él.

Cate se volvió cuando escuchó los neumáticos pisar la gravilla que había justo delante de la ventana de la cocina. Reconoció la camioneta y a la larguirucha silueta que salió. El alivio fue tan fuerte como el pánico que lo había precedido. Dejó caer la cuchara en el cuenco y se agarró al borde de la mesa, porque le temblaban mucho las rodillas.

– Es… Es del pueblo.

– ¿Y qué quiere?

Por un momento, Cate se quedó en blanco; luego reaccionó.

– El correo. Ha venido a buscar el correo. Va a la ciudad.

Mellor agarró a Neenah por el cuello de la camisa, la levantó de la silla y salieron al pasillo.

– Deshágase de él -le advirtió a Cate mientras se oían pasos en las escaleras de madera y luego unos golpes en la puerta de la cocina. Mellor cerró la puerta casi del todo.

Le picaba el cuero cabelludo por miedo y le parecía que debía de tener todo el vello de punta, pero tenía que mantener la calma porque, si no, aquel hombre mataría a Neenah, sabía que lo haría. Puede que las matara a las dos de todas formas, sólo por diversión, o para eliminar a testigos que pudieran identificarlos. Necesitaban ayuda pero, con Mellor pegado a la puerta escuchando todo lo que decía, no sabía qué hacer, cómo alertar al señor Harris sin que Mellor se diera cuenta.

Intentó poner cara de circunstancias y abrió la puerta.

– Voy a la ciudad -dijo el señor Harris, con la cabeza baja mientras empezaba a sonrojarse-. ¿Tiene el correo preparado?

– Sólo tengo que poner los sellos -dijo, haciendo un gran esfuerzo para que no le temblara la voz-. Tardo un minuto -no lo invitó a pasar como solía hacer, sino que salió hacia el pasillo, donde tenía la mesa y los sellos.

Mellor apartó a Neenah, aunque sin apartar el cañón de la pistola de su sien. Con el rabillo del ojo, Cate vio al otro hombre, a Huxley, quieto frente a la puerta principal. Con las manos temblorosas, cogió las cuatro cartas y pegó los sellos, y luego volvió a la cocina.

– Siento mucho haberlo hecho esperar -dijo, mientras entregaba los sobres al señor Harris.

Él los miró; el pelo rubio y sucio le caía encima de los ojos, y se guardó las cartas.

– No pasa nada -dijo-. Cuando vuelva, traeré la cerradura nueva -y se volvió, bajó los escalones, se subió a la furgoneta y se alejó por la carretera.

Cate cerró la puerta y apoyó la cabeza en el marco. No se había dado cuenta de nada. Había perdido su única oportunidad de conseguir ayuda.

– Lo ha hecho muy bien -dijo Mellor, mientras abría la puerta-. Y ahora dígame, ¿dónde están las cosas de Layton?

Cate se volvió; estaba respirando de forma acelerada por la tensión que le encogía los pulmones. Mellor tenía a Neenah agarrada por el pelo, echándole la cabeza hacia atrás y en un ángulo poco natural, cosa que le hacía perder el equilibrio. Ella también intentaba coger aire, tenía la boca abierta y los ojos horrorizados.

Cate intentó pensar, intentó hacer reaccionar a su entumecido cerebro. ¿Qué era mejor, entretenerlos o darles lo que querían y esperar a que se fueran sin más? Pero, si los entretenía, ¿qué ganaba? Cada minuto que pasaba aumentaba las posibilidades de que su madre y los niños llegaran a casa y se encontraran con aquello, y Cate haría cualquier cosa, lo que fuera, para evitarlo.

– A-Arriba -dijo-. En el desván.

Mellor hizo retroceder a Neenah y le hizo un gesto con la cabeza a Cate.

– Usted primero.

A Cate le temblaban tanto las piernas que apenas podía caminar, y mucho menos subir escaleras y la aterrorizada mirada que le lanzó a Neenah le confirmó que su amiga no estaba mucho mejor que ella. Estaba muy quieta y el único ruido que hacía era el de intentar inspirar aire, pero estaba temblando de los pies a la cabeza.

Cate se agarró a la barandilla y se obligó a subir, pidiendo por favor que las piernas la acompañaran. La escalera jamás le había parecido más empinada ni más larga. Los techos de la vieja casa victoriana medían casi cuatro metros, de modo que los escalones eran más altos de lo habitual y cada uno requería toda su concentración para no caerse.

– Deprisa -gruñó el hombre que llevaba detrás, y empujó a Neenah, que golpeó las piernas de Cate y cayeron las dos.

– ¡Basta! -exclamó Cate, mientras se daba la vuelta para enfrentarse a él, mostrando una inmensa rabia a pesar del pánico-. Sólo consigue ponérnoslo más difícil. ¿Quiere la maleta o no? -su propia voz le sonó lejana, aunque el tono le resultó ligeramente familiar. Con gran sorpresa, se dio cuenta de que era el mismo tono que utilizaba con los niños cuando se descontrolaban.

El hombre la miró con unos ojos inexpresivos.

– Siga subiendo.

– ¡Deje de empujarla si no quiere que nos rompamos el cuello todos!

Neenah estaba totalmente pálida; ni siquiera tenía color en los labios y tenía los ojos tan abiertos que se le veía todo el blanco alrededor de los iris azules. Seguro que se estaba preguntando qué diantre hacía Cate enfrentándose al tipo que la tenía encañonada con una pistola, pero no dijo nada. «Dios mío -pensó Cate, desesperada-. ¿Qué estoy haciendo?» Y, sin más, dio media vuelta y siguió subiendo pero, al menos, la rabia le había relajado las rodillas.

Cuando llegó arriba, giró a la derecha y siguió caminando hasta el final del pasillo, hasta la puerta del desván. Pensó que quizá las matarían allí y, ante esa idea, se le congeló la sangre. El tiempo que tardaran en encontrar los cuerpos daría margen a Mellor y a su amigo para escapar.

¿Qué les pasaría a sus hijos si la mataban? No les faltaría amor, porque se los quedarían sus padres o Patrick y Andie, a pesar de que ellos estaban esperando su propio hijo en estos momentos, pero sus vidas estarían marcadas para siempre por la violencia. ¿Se acordarían mucho de ella? Dentro de diez años, ¿qué recordarían de su madre? ¿Sabrían lo mucho que los quería?

«¡Maldito Jeffrey Layton por traer esto a esta casa!», se dijo con una repentina violencia. Si alguna vez le ponía las manos encima, lo mataría.

Con cuidado, subieron las estrechas escaleras del desván. Con los ojos entrecerrados, Mellor iba vigilando a su alrededor mientras empujaba a Neenah hacia delante.

– ¿Dónde están?

– Aquí -Cate se acercó hasta la maleta y la cogió. Estaba a punto de decirle que, fuera lo que fuera lo que buscara, estaba perdiendo el tiempo, porque allí sólo había ropa, pero se calló. Quizá era mejor que creyeran que había encontrado lo que buscaba. Quizá así no las mataría; quizá las dejaría aquí y se marcharía.

Con la maleta en la mano, se volvió y se quedó de piedra.

Calvin Harris estaba en lo alto de las escaleras, con una escopeta pegada al hombro que apuntaba directamente a la cabeza de Mellor.

Cate dio un respingo y, al instintivamente intentar apartarse de la línea de fuego, se golpeó la cabeza con el techo. Alertado por aquella reacción, Mellor dio media vuelta, cubriéndose con Neenah.

– Suéltala -dijo el señor Harris muy despacio. El arma que llevaba en las manos estaba quieta como una roca y tenía la mejilla apoyada en la culata y los ojos, que hasta ahora a Cate le parecían perdidos, estaban pálidos y fríos como el hielo.

Mellor sonrió.

– Es una escopeta. Me matarás, pero a ella también. Has hecho una mala elección de arma.

Calvin también sonrió.

– Sí, pero está cargada con balas, no con cartuchos. A esta distancia, te arrancará la cabeza y ni siquiera rozará a Neenah.

– Sí, claro. Deja la escopeta en el suelo o la mato.

– Analiza la situación -dijo Calvin muy tranquilo-. Tu amigo no subirá a ayudarte. Puedes disparar, sí, pero no evitarás que apriete el gatillo. Utilizo esta escopeta para cazar ciervos, así que créeme cuando te digo que está cargada con balas y no cartuchos. Puede que me dispares, puede que dispares a Neenah, pero tú también acabarás muerto. De modo que podemos tener dos cadáveres o podemos salir todos ilesos y tu amiguito y tú os largáis de aquí.

– Puede llevarse la maleta -dijo Cate. Cualquier cosa para evitar que volvieran.

Mellor respiró hondo mientras se lo pensaba. La verdad era que estaban en un callejón sin salida y la única forma de salir de allí con vida era tirar el arma. Cate intentó leerle el pensamiento pero lo único que sabía era que ese hombre tendría que confiar en que Calvin no lo disparara una vez se hubiera desarmado. Seguro que Mellor los mataría a todos a sangre fría, pero Calvin no.

Muy despacio, Mellor soltó a Neenah y puso el seguro de su pistola automática. Neenah cayó al suelo, porque no tenía fuerzas ni para levantarse. Cate quiso acercarse a ella, pero Calvin le lanzó una mirada muy severa y ella se detuvo; entendió que no quería que se acercara más a Mellor.

– Suelta el arma -ordenó Calvin.

El arma cayó al suelo con un golpe seco. Cate se estremeció porque creía que se dispararía, pero no pasó nada.

– Coge la maleta y lárgate.

Muy despacio, sin hacer ningún movimiento brusco, Mellor cogió la maleta que tenía Cate. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Sus miradas se encontraron durante un segundo. Él seguía estando calmado e inexpresivo, como si aquello fuera algo habitual en su vida.

– Cate -dijo Calvin. Ella parpadeó y lo miró-. Coge la pistola.

Ella se arrodilló y la cogió con mucho cuidado. Jamás había tenido un arma en las manos y le sorprendió lo mucho que pesaba.

– ¿Ves el botón de la izquierda? Apriétalo.

Mientras sujetaba la pistola con la mano derecha, apretó el botón con la izquierda.

– Muy bien -dijo Calvin-, acabas de quitar el seguro. No aprietes el gatillo a menos que tengas intención de disparar. Baja primero las escaleras y mantente fuera de su alcance. Nosotros iremos detrás. Cuando llegues al pasillo, síguele apuntando hasta que baje yo, ¿de acuerdo?

El plan tenía sentido. Si dejaba que Mellor bajara primero, bien Calvin tendría que seguirlo tan de cerca que Mellor podría volverse y quitarle el arma o bien lo perdería de vista unos segundos cuando Mellor llegara al pasillo. Cate no se imaginaba lo que Calvin creía que Mellor podía hacer en esos pocos segundos pero, si creía que podía ser peligroso, ella lo creía.

¿Dónde estaba el otro hombre, Huxley? ¿Qué le había hecho Calvin?

Bajó las escaleras mucho más deprisa de lo que las había subido, aunque no a propósito. Todavía le temblaban las rodillas y las bajó casi llevada por el peso de su cuerpo. Sujetaba la pistola con fuerza mientras rezaba para que Mellor no intentara nada, porque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Llegó al pasillo y se volvió, apuntando con el cañón hacia Mellor y sujetando la pistola con ambas manos, intentando estabilizarla lo máximo posible. Se movía un poco porque seguía temblando, pero le parecía que lo estaba apuntando desde bastante cerca, por lo que no haría nada o, al menos, eso esperaba.

Calvin siguió a Mellor a una distancia prudencial y, a diferencia de ella, parecía de hielo; no mostraba ningún nerviosismo.

– Sigue andando -le dijo a Mellor en ese tono tranquilo que no había abandonado en ningún momento. Empezaron a bajar las escaleras.

Al cabo de un momento, Cate dio un paso adelante para seguirlos. Entonces, Neenah bajó del desván muy despacio y sujetándose primero a la barandilla y después al marco de la puerta. Miró a Cate y tragó saliva.

– Estoy bien -dijo, con un hilo de voz-. Ayuda a Cal.

Cate bajó hasta el piso de abajo. Vio al otro hombre tendido en el suelo, delante de la puerta principal, con las manos atadas a la espalda. Intentaba ponerse de pie, algo aturdido.

– No puedo encargarme de él y de las tres maletas al mismo tiempo -dijo Mellor.

– Desátalo. Puede caminar -Calvin seguía con la escopeta pegada al hombro.

Mellor desató a Huxley y lo ayudó a levantarse. El otro hombre se balanceó un poco, pero se mantuvo de pie. Sus ojos azules cargados de odio se clavaron en Calvin pero, a juzgar por la nula reacción de este, se lo podría haber ahorrado.

Entre los dos, cogieron las maletas y salieron al porche; Huxley se tambaleaba un poco, pero consiguió llegar al coche. Cate siguió a Calvin hasta el porche y los observó meter las bolsas en el maletero del Tahoe y luego subir a los asientos delanteros. Justo antes de que Mellor encendiera el motor, oyó las agudas voces de los niños y supo que su madre y los gemelos venían de paseo. Cuando se dio cuenta de lo cerca que habían estado de verse envueltos en aquel infierno, casi se echó a llorar.

Cuando el Tahoe pasó por delante de la puerta, Huxley les lanzó una mirada asesina, pero Calvin y ella se limitaron a observar el coche hasta que se perdió en la carretera.

– ¿Estás bien? -preguntó él, sin apartar la mirada de la carretera. Cate se preguntó si creía que volverían.

– Estoy bien -dijo, con un hilo de voz. Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo-. Estoy bien. Neenah…

– Estoy bien -dijo Neenah, que estaba en el umbral de la puerta. Todavía estaba pálida y temblorosa, pero ya no se apoyaba en nada para poder mantenerse en pie-. Un poco asustada, nada más. ¿Se han ido?

– Sí -respondió Calvin. Sostuvo la escopeta en una mano, con el cañón apuntando al suelo, mientras miraba a Cate-. Lo de pegar los sellos bocabajo ha sido una buena idea.

Había funcionado; ¡su lamentable esfuerzo para pedir ayuda había funcionado!

– Leí… En algún sitio leí que una bandera bocabajo es señal de Peligro.

Él asintió.

– Y también estabas nerviosa y temblorosa. Conduje hasta la carretera y volví a pie para comprobar si estaba todo en orden.

– Pensé que no te habías fijado -había mirado los sobres y los había guardado, sin mostrar ningún tipo de reacción.

– Me fijé.

La tranquilidad que Calvin desprendía acentuaba todavía más los temblores de su cuerpo. Miró a Neenah y vio que ella también estaba temblando mientras intentaba tranquilizarse. Con un sollozo, Cate soltó la pistola, se abrazó a Neenah con fuerza y se quedaron unidas para calmarse y apoyarse. Cate notó cómo Calvin las abrazaba y murmuraba algo tranquilizador y dulce, pero no pudo entender qué decía, pero ahora lo de menos eran las palabras. Una parte de su cerebro se dio cuenta de que Calvin no había soltado la escopeta y aquella la reconfortó. Se quedaron un buen rato envueltas en su sorprendente fuerza, luego oyó el grito de Tucker cuando se acercó corriendo, con Tanner pisándole los talones.

– ¡Señor Hawwis! ¿Eso es una pistola?

Las voces de los niños la hicieron recuperar la compostura, secarse las lágrimas que tenía acumuladas en las pestañas y bajar corriendo las escaleras para abrazarlos con todas sus fuerzas.

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