Capítulo 30

En cuanto perdió a Cate de vista, Cal cogió los troncos que había cortado para que le sirvieran de bastones, los clavó en la nieve y se empujó casi como si estuviera esquiando, buscando toda la velocidad que pudiera adquirir. No tenía que caminar durante kilómetros por un terreno montañoso y perdiendo un tiempo precioso; iba montaña abajo en la línea más recta posible y todo lo deprisa que podía sin desequilibrarse, caer al suelo ni golpearse la cabeza contra una roca. Quería llegar al valle mientras todavía quedaran horas de luz de día.

Él también había utilizado visores térmicos. Pesaban mucho y, durante el día, las imágenes que daban eran bastante borrosas, perdían efectividad. Apostaría su vida, de hecho la estaba apostando, a que esos tipos dejaban de lado los visores térmicos durante el día y utilizaban visores normales y prismáticos. En una situación como esa, si tuviera delante a personas normales y básicamente de mediana edad, hombres que cazaban de vez en cuando pero que, en general, se dedicaban a la agricultura o a trabajar en comercios, es lo que él haría. Con gente así, bastaría con una vigilancia normal.

Sin embargo, no sabían de la existencia de Cal. Él no era normal, y era imposible que lo vieran con un par de prismáticos, y mucho menos con un visor magnificado, que tenía tan poco campo de visión. Cal no se había esperado a estar bajo el amparo de la noche. En cuanto anocheciera y esos tipos encendieran los visores térmicos, ya lo tendrían encima, prácticamente bajo sus narices, y no se enterarían de nada hasta que fuera demasiado tarde.

El objetivo de esos hombres era Cate, ¡Cate! Pero a Cal no le importaba lo que quisieran; en lo que a él respetaba, ya habían firmado su sentencia de muerte.


Cate llegó al valle a mediodía, con los músculos temblorosos de la fatiga. La forma de caminar obligada por las raquetas de nieve le había dejado los muslos doloridos y temblando. El primer rápel que tuvo que hacer todavía estaba en la zona nevada, de modo que tuvo que dejarse esas malditas raquetas puestas, cosa que lo convirtió en una aventura muy interesante. No le gustaba demasiado hacer rápel, y nunca lo había hecho sola. Para cualquier observador, un rápel podía parecer divertido y fácil, pero no era así. Era una maniobra de gran exigencia física y, si resbalaba o si se equivocaba, podría hacerse mucho daño o incluso matarse. Y encima, para colmo, tenía doloridos los brazos y los hombros de tantas horas de escalada.

Cuando por fin alcanzó la zona sin nieve, cortó las improvisadas raquetas de nieve y cayó rodando varios metros hasta que, al final, se golpeó la rodilla derecha contra una roca.

– ¡Joder!

Maldiciendo entre dientes, se sentó en el suelo mojado y se meció adelante y atrás un rato, sujetándose la rodilla y preguntándose si podría seguir caminando. Si no podía, estaba perdida.

Cuando el dolor disminuyó de categoría agónica a simplemente severa, intentó arremangarse la pernera del chándal y del pijama para ver qué aspecto tenía la herida, pero los pantalones del pijama eran demasiado estrechos. Intentó levantarse y la rodilla se dobló en mitad del primer esfuerzo. Mierda. Tenía que poder caminar. La articulación tenía que resistir, porque todavía le quedaba otro rápel, más largo que el anterior.

Cogió uno de los troncos que le había servido de bastón para caminar y lo clavó en el suelo a modo de palanca para arrastrarse hasta un árbol joven. Se agarró a una de las ramas bajas, se levantó y se quedó allí de pie un minuto; sin soltar la rama, fue pasando el peso gradualmente a la pierna herida. Dolía, pero no tanto como se temía.

La única forma de ver lo dañada que estaba la pierna era bajarse los pantalones, y así lo hizo. La piel estaba desgarrada y le estaba saliendo un bulto oscuro debajo de la rótula. Al menos, no era en la rótula.

Por ahora, estaría bien poder atarse una venda con hielo. Se volvió, miró la nieve y meneó la cabeza. Era imposible que volviera a subir esa pendiente, ni siquiera para conseguir un poco de nieve para calmar el dolor.

Todavía agarrada a la rama, intentó dar un paso. Sí, dolía, pero la articulación resistía y parecía estable. Por lo tanto, no había ligamentos rotos; sólo era un golpe fuerte. Cuando pudo apoyar todo el peso en la rodilla mala y caminar con normalidad, siguió bajando la montaña, maldiciendo a cada paso porque al bajar las rodillas sufrían mucho.

El último rápel, el más largo, fue una pesadilla. Tenía que apoyar el peso del cuerpo sobre las piernas porque, si no, caería de lado. La rodilla derecha no quería soportar ningún peso, no quería absorber ningún impacto. La tenía tan hinchada que apenas podía doblarla. Cuando llegó abajo, estaba empapada en sudor.

El aire del valle era fresco, pero lo agradeció. Miró a las montañas que la rodeaban, con las cimas cubiertas de nieve hasta media pendiente. Allí había estado ella, allí arriba.

Cal seguía allí arriba, aunque más al oeste, más cerca de la grieta. Cate rezó una breve pero intensa plegaria para que estuviera bien y emprendió el largo calvario alrededor de la lengua de terreno donde Cal y ella habían descendido por el acantilado. Recordó que la base de la colina eran rocas y estuvo a punto de echarse a llorar. No podía apoyarse en la rodilla mala en ese terreno y tampoco podía gatear, porque no podía apoyar peso en esa rodilla. La única forma de avanzar sobre esas rocas era sentarse y deslizarse de roca en roca. ¡Qué bien!

Sin embargo, no tuvo que hacerlo, al menos no todo el trayecto. En los dos días y medio que hacía que se habían marchado, los habitantes del pueblo se habían organizado para hacer guardia y que nadie los pillara por sorpresa. Roland Gettys la vio y bajó la pendiente para ayudarla. Tardó bastante en dejar las rocas atrás y llegar a lo alto de la pendiente, y tuvo que esforzarse de lo lindo. Tardó más de lo que esperaba; casi tanto como en bajar de la montaña.

Roland la llevó hasta casa de los Richardson, porque era la más cercana. La dejó en la puerta y volvió a su posición de guardia. Para sorpresa de Cate, el sótano estaba casi vacío; al menos, en comparación con cómo estaba cuando Cal y ella se fueron. Gena y Angelina seguían allí, porque Gena seguía sin poder caminar con el tobillo torcido; apenas podía cojear. También estaban Neenah y Creed, él tampoco podía caminar, y Perry y Maureen. Alguien había colocado una serie de cuerdas en el techo del sótano y había colgado sábanas para ofrecer un poco de intimidad.

Cuando entró sola y tambaleándose, Creed le lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Dónde está Cal?

– Ha ido a por ellos -dijo ella, casi sin respiración, mientras se sentaba en una silla que Maureen le acercó-. Va a intentar… Dijo que no lo buscarían en esa dirección.

– ¿Quieres un poco de agua? -le preguntó Maureen, preocupada-. ¿Algo de comer?

– Agua -respondió Cate-. Por favor.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Creed con un tono de acero-. ¿Qué ha cambiado?

– Joshua -dijo Neenah, reprendiéndole un poco.

– No pasa nada -dijo Cate-. Cal recordó… Él subió las cosas al desván por mí, las cosas de Layton. Y había un neceser. Cuando esos hombres… Mellor… Cuando Mellor dijo que quería la maleta, yo la cogí y se la di, y nunca más me acordé del neceser. Todavía está en el desván. Lo que quieren debe de estar allí. Por eso han vuelto.

– Iré a buscarlo -dijo Perry, después de mirar a Creed-. ¿Cómo es?

– Normal. Marrón. Está en el suelo -Cate cerró los ojos y visualizó el desván-. Cuando llegues arriba, gira a la derecha. Verás los cascos de escalar colgados en la pared. El neceser tiene que estar por el suelo en esa zona, a menos que Cal lo apartara cuando subió a recoger el material de escalada.

Perry se fue y Cate aceptó el vaso de agua que Maureen le ofreció, bebiéndoselo de un trago.

– ¿Qué te ha pasado en la pierna? -le preguntó Maureen, que parecía preocupada.

– Me caí y me di con la rodilla contra una roca. No creo que tenga nada roto, pero está hinchada y dolorida. Daría lo que fuera por una bolsa de hielo y dos aspirinas.

– Has venido al sitio indicado -dijo Gena, que hizo un esfuerzo por sonar alegre, aunque no lo consiguió-. Es la sección ortopédica.

– Tiene razón -dijo Neenah, que se apartó de Creed y se acercó a ella-. Vamos a lavarte y a ver qué aspecto tiene esa rodilla.

– No tengo ropa limpia -dijo Cate, demasiado cansada para que aquello la preocupara en exceso.

– Yo me encargaré de eso -dijo Maureen mientras acompañaba a Cate hasta otra parte del sótano donde pudieran correr una sábana para mayor intimidad y la ayudaba a sentarse en una silla-. Dime qué quieres y enviaré a Perry.

– El pobre. Acabará agotado de ir de un sitio a otro -Cate cerró los ojos y dejó que las dos mujeres la desnudaran y la dejaran en ropa interior. Para sacarle los pantalones, se apoyó en una pierna. Era agradable sentir un paño húmedo en la cara, los brazos y las manos.

– La rodilla tiene muy mala pinta. Está muy hinchada -murmuró Neenah-. No deberías de haberte apoyado en ella.

– No tenía otra opción.

– Lo sé, pero ahora sí. Colocaremos varias almohadas para que apoyes la pierna y estés más cómoda -empaparon el paño en agua fría otra vez y lo colocaron encima de la rodilla. No era un vendaje frío, pero el agua fría reducía el dolor. Maureen apareció con dos pastillas en la mano. Cate se las tomó sin preguntar qué eran; le daba igual.

Neenah y Maureen cogieron algunos cojines, cajas y pilas de ropa doblada y construyeron una especie de butaca en el suelo y luego ayudaron a Cate a instalarse. Se sentó encima de los cojines, reclinó la espalda en las cajas y apoyó la pierna encima de la ropa doblada. Era maravilloso. La taparon con una manta y la dejaron sola.

Se quedó dormida de inmediato y ni siquiera oyó volver a Perry.

Creed la despertó poco después, cuando entró en su «habitación» ayudándose de un bastón y arrastrando una silla. Neenah iba detrás de él, con el neceser en la mano y lanzándole una mirada de exasperación.

– No quiere escucharme -se lamentó ante Cate aunque, debajo de la exasperación, parecía contenta.

– Conozco esa sensación -respondió Cate con ironía.

– ¿Es este el neceser? -le preguntó Creed mientras se lo quitaba de las manos a Neenah. Cate asintió.

– No hay otro en la casa. ¿Has encontrado algo?

– Nada. Lo he sacado todo, he abierto todas las cremalleras…

– Y lo que no eran cremalleras -intervino Neenah.

Él levantó la cabeza y la miró, una mirada tan cargada de intimidad que Cate estuvo a punto de inspirar de forma muy sonora. ¿Cuándo había pasado?

Bueno, la respuesta era obvia: al mismo tiempo que lo suyo con Cal.

– Aquí no hay nada -dijo Creed-. He revisado las costuras, la cremallera, prácticamente lo he destrozado. Si había algo de valor, incriminador o remotamente interesante, no lo he encontrado.

Cate se quedó mirando el neceser y obligó a su agotado cerebro a pensar.

– Creen que está aquí -dijo, muy despacio.

– ¿El qué? -preguntó Creed.

– No lo sé. Pero, sea lo que sea, creen que está aquí porque cuando abrieron la maleta de Layton descubrieron que faltaba el neceser. Lo tiene Layton… la cosa, eso, lo que sea. Se lo llevó. Cuando saltó por la ventana y se fue, estaba huyendo, de modo que se llevó lo que fuera con él.

– ¿Saben que saltó por la ventana y se marchó?

Despacio, Cate meneó la cabeza mientras repasaba mentalmente lo que le había dicho al hombre que fingió ser de la empresa de alquiler de coches cuando preguntó por Layton.

– En ese momento, pensaba que el señor Layton había tenido un accidente. Cuando un hombre llamó preguntando por él, le dije que el señor Layton había desaparecido, que no había pagado ni había vuelto por sus cosas y que creía que debía de haber sufrido un accidente en las montañas. No le dije que había saltado por la ventana.

– Lo que nos ofrece una versión totalmente distinta de la desaparición del señor Layton -dijo Creed-. Si hubieran sabido lo de la ventana, se habrían dado cuenta de que había huido y, por lógica, se había llevado lo que ellos buscaban. De modo que ahora creen que lo tienes tú y, aunque les digas que no, no te creerán. Después de todo esto, no.

Todo esto. Siete personas muertas. Creed herido. Una cantidad indefinida de daños en casas y vehículos, y todo por algo que ni siquiera estaba allí. Abrumada, Cate se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.


Yuell Faulkner estaba más preocupado que nunca. Ya hacía tres días que no había podido ponerse en contacto con Toxtel o Goss. Los había enviado a una sencilla misión de recuperación de un objeto, pero ya hacía una semana que se habían ido. Deberían haber vuelto hacía días.

Seguro que Bandini estaba esperando noticias suyas, pero él no tenía nada que decirle. No podía decirle que habían recuperado el lápiz de memoria ni que habían encontrado a Layton; nada.

Estaba aterrado lo admitía. Había dejado la luz del despacho encendida para que pareciera que todavía estaba allí, por si había alguien vigilando la ventana, y salió por una puerta del sótano que daba a un callejón. Perfecto. Además, no iba a coger el coche y guiar a cualquier espía hasta su casa.

Caminó un par de calles y subió a un taxi. Después de media hora de dar vueltas, bajó, caminó dos calles más y subió a otro taxi. Estuvo muy atento las dos veces. Le pareció que nadie lo seguía. Tuvo la precaución de bajar del segundo taxi a varias calles de su casa y esperó a que el coche desapareciera para girar hacia la dirección correcta.

Al final, llegó a casa. Los oscuros y familiares rincones lo acogieron. Normalmente, aquí podía relajarse pero, hasta que no tuviera noticias de Toxtel o de Goss, no podría relajarse en ningún sitio. Mierda. ¿Acaso tenía que ir él mismo hasta Idaho? Si la habían cagado, ¿por qué no llamaban y lo admitían? Ya pensaría algo, alguna forma de arreglar la situación, pero antes tenía que saber qué estaba pasando.

Encendió una luz y soñó despierto con una copa, pero necesitaba todos sus reflejos por si pasaba algo. Nada de copas hasta que tuviera noticias de…

– Faulkner.

A diferencia de la mayoría de la gente, Yuell no se volvió hacia la voz. Él se dirigió hacia un lado, hacia la puerta.

No le sirvió de nada. El zumbido de un silenciador precedió una explosión de dolor en la espalda. Se obligó a seguir girando, moviéndose a través del dolor y la sorpresa, y notó cómo otra bala le perforaba el cuerpo. Sus piernas empezaron a sufrir violentos espasmos, y chocó contra la pared. Intentó coger su arma, pero nada estaba donde se suponía que debía estar y la mano quedó flotando en el aire, agarrándose al aire, algo realmente estúpido.

Se le acercó una silueta oscura y sin rostro, pero Yuell sabía quién era. Conocía esa voz, la había oído en sus pesadillas.

La silueta le apuntó a la cara y se oyó otro zumbido, pero Yuell ya no lo oyó… ni ese ni ningún otro, nunca más.

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