Creed oyó el crujir del rifle y enseguida notó una pequeña explosión en la pierna izquierda, justo por encima del tobillo, mientras Neenah y él estaban literalmente en el aire. A continuación, oyó una fuerte explosión y aterrizaron con un golpe seco en el suelo detrás de la bomba de agua; cayeron con tanta fuerza que Creed no pudo seguir sujetando a Neenah y el impacto la hizo rodar hacia el otro lado. Creed tenía la sensación de que un gigante le había golpeado la pierna izquierda con un martillo y soltó un agudo gruñido de dolor con los dientes apretados. De forma instintiva, rodó por el suelo y se agarró la pierna a pesar de estar muerto de miedo por lo que pudiera descubrir.
– ¡Mierda! ¡Joder!
La pernera del pantalón estaba llena de sangre y sentía cómo el cálido líquido inundaba la bota. Se apretó la bota con las manos y se quedó sorprendido al descubrir que el pie seguía allí. Había visto demasiadas heridas de armas de gran calibre, había visto brazos y piernas literalmente arrancados del cuerpo y, en cuanto fue consciente de que le habían dado, se enfureció pero, al mismo tiempo, se resignó a los daños que podría descubrir. A pesar de que el pie todavía seguía al final de la pierna y no tirado por ahí a varios metros de distancia, los daños podían ser graves y todavía tenía que ver qué consecuencias podía esperar cuando cortara la bota.
El calzado le impedía aplicar presión correctamente sobre la herida, así que tenía que quitárselo, y deprisa.
Neenah gateó hasta él y empezó a tocarle el pecho y los hombros.
– ¿Joshua? ¿Estás bien? ¿Que ha pasado?
– Ese cabrón me ha dado -gruñó a través del dolor; luego un susurro de su conciencia le hizo corregir sus palabras-. Lo siento.
– He oído la palabra «cabrón» antes -respondió ella con tono de eficiencia-. Incluso la he dicho una o dos veces. ¿Dónde está la linterna?
– En el bolsillo derecho de los pantalones -giró sobre sí mismo, metió la mano en el bolsillo y sacó la linterna y su navaja suiza-. Córtame la bota para que pueda aplicar presión.
– Ya lo haré yo -los dos dieron un respingo cuando oyeron esa tercera voz a sus espaldas.
Automáticamente, la mano derecha de Creed fue a buscar un arma que no llevaba; entonces, un oscura figura se arrodilló a su lado, goteándole agua helada encima. El subconsciente de Creed recordó el segundo disparo que había oído, el de la gran explosión, y de repente todo encajó.
– Hijo de puta, ¿dónde estabas?
– En el riachuelo -respondió Cal, con los dientes repiqueteando de frío. Dejó la escopeta en el suelo, cogió la navaja de Creed y le dio la linterna a Neenah-. Ilumínale el pie -dijo, y la mujer lo obedeció.
– ¿Cómo es que el tirador no te ha visto? -le preguntó Creed.
– Me imagino que tienen visores infrarrojos y pierden los objetivos específicos más allá del alcance de los visores. Así que me metí en el río y me enfrié.
Y así no desprendía calor, se dijo Creed. Intensas punzadas de dolor le recorrían la pierna mientras Cal rompía la bota, lógicamente moviéndole el pie. Para distraerse del dolor, Creed pensó en el riesgo que Cal había corrido al arriesgarse a adivinar que los tiradores no disponían de visores de visión nocturna. ¿Y si se hubiera equivocado?
– Tendrás suerte, cabronazo -dijo, y se mordió la lengua cuando el dolor se intensificó mientras Cal le quitaba la boca.
– No es suerte -respondió Cal, ausente-. Es que soy bueno -la misma respuesta aguda pero cierta que había oído cientos de veces antes y que le hizo recordar el pasado, cuando habían cumplido cientos de misiones en la oscuridad y habían estado en considerables apuros, apuros de los que siempre habían salido con una mezcla de pericia, disciplina, entrenamiento y suerte. A Creed le sorprendió un poco ver a Neenah de rodillas junto a Cal, con la expresión preocupada pero las manos estables mientras sujetaba la linterna; por un segundo, esperó ver a su alrededor a sus hombres.
Se miró la pierna y se sorprendió de lo que vio. Estaba sangrando como un cerdo pero la herida, aunque tenía mala pinta, no era ni la mitad de fea de lo que esperaba.
– Ha debido de rebotar y romperse -dijo, refiriéndose a la bala. A él sólo le había alcanzado una pequeña parte.
– Seguramente -Cal le giró la pierna-. El orificio de salida está aquí. Parece que el fragmento de bala ha tocado el hueso y ha salido.
– Envuélvemelo para que podamos largarnos de aquí.
Seguramente, la fuerza de la bala había roto el hueso y Creed sabía que no estaba fuera de peligro, porque todavía tenían que detener la hemorragia y corría el riesgo de que se le infectara, básicamente tenía los músculos desgarrados pero, en general, no estaba tan mal como se había imaginado. Había visto a hombres perder la pierna por un tiro en el muslo. Diablos, si lo pensaba dos veces, incluso estaba animado.
– ¿Con qué vamos a envolverlo? -preguntó Neenah, que empezó a demostrar pánico en la voz. Hasta ahora, se había portado de forma admirable, pero los malos seguían en las montañas y podían acercárseles en cualquier momento, Creed estaba herido y Cal no podía impedir que los tiradores avanzaran y ayudarlo al mismo tiempo.
En silencio, Cal se quitó la chaqueta mojada y la camisa, con el torso brillante bajo el reflejo de la luz de la linterna. Con la navaja de Creed, rasgó una manga de la camisa e hizo un corte en la tela por el medio hasta casi el final. Colocó la parte entera encima del orificio de salida, que sangraba más que el de entrada, y empezó a envolverle la pierna al tiempo que apretaba la tela, hasta que al final ató los extremos justo encima de la herida.
– Es lo mejor que puedo hacer en estas circunstancias -dijo, mientras se ponía lo que quedaba de su camisa. Creed sabía que, para no entrar en estado de hipotermia, Cal debería quitarse la ropa mojada; hacía frío y llevar ropa mojada hacía bajar la temperatura del cuerpo más deprisa que si no llevara nada. El único motivo por el que Cal no lo hacía era para evitar que los infrarrojos lo localizaran.
– ¿Le has dado al tirador? -preguntó Creed.
– Si no le he dado, se habrá llevado un susto de muerte -Cal cogió la linterna de Neenah, la apagó y se la guardó en el bolsillo-. Va a ser complicado, al menos la primera parte porque, aunque le haya dado a uno, los otros siguen allí y tienen un buen ángulo para dispararnos en cuanto empecemos a movernos. Tenemos que ir hacia allí -dijo, señalando hacia el río-. Tenemos que poner más casas entre ellos y nosotros, y más distancia.
Cal estaba temblando de frío mientras ayudaba a Creed a ponerse de pie y se colocaba a su izquierda para sustituir la fuerza de la pierna herida y, con la mano izquierda, cogía la escopeta. Si Creed no hubiera visto a Cal disparar con la izquierda se habría preocupado. Todos sus hombres sabían disparar con las dos manos, para casos como ese.
– ¡No puede andar! -exclamó Neenah, alarmada.
– Claro que puede -respondió Cal-. Todavía tiene una pierna. Neenah, ponte mi chaqueta sobre la cabeza. Sé que será incómodo pero bloqueará gran parte de tu calor corporal… no todo, pero quizá lo suficiente para desconcertar momentáneamente a cualquier tirador.
– Venga, marine -dijo Creed, preparándose para lo que sabía que sería un trayecto largo, frío y doloroso-. En marcha.
Cate y los demás habían conseguido llegar a casa de los Richardson sin que nadie resultara herido o muerto, aunque las ráfagas de balas los habían hecho tirarse al suelo varias veces. Tambaleándose, corriendo, cayéndose y levantándose enseguida para volver a correr, eran como refugiados de guerra presos del pánico… aunque aquella descripción no se alejaba demasiado de la realidad. Se llevaron lo que pudieron, como las mantas y los abrigos que Cate había sacado de casa y el equipo de primeros auxilios que Cal se había dejado. Lo llevaba Cate, a pesar de lo mucho que pesaba y de que no dejaba de darse golpes en las piernas con él. Esperaba que no tuviera que servir para salvarle la vida a nadie, pero era plenamente consciente de que podían necesitarlo para eso, así que se lo llevó consigo.
La casa de los Richardson se levantaba en un terreno que descendía hacia el río, con lo cual era la única casa de Trail Stop que tenía un solano grande. Algunas de las casas más antiguas, tenían agujeros cavados en la tierra para guardar verduras, pero aquello no se consideraba un sótano porque, si se apretaban mucho, allí cabrían unas cinco personas, y no las veinte que habían ido a casa de los Richardson. La casa se levantaba ante ellos en la oscuridad, las paredes pálidas y las ventanas oscuras.
– ¡Perry! -gritó Walter con todas sus fuerzas mientras se acercaban a la casa-. ¡Soy Walter! ¿Maureen y tú estáis bien?
– ¿Walter? -la voz provenía de la parte trasera de la casa, y todos se dirigieron hacia allí. Una linterna los enfocó y se desplazó de uno a otro, como si Perry quisiera identificarlos-. Estamos en el sótano. ¿Qué diantre está pasando? ¿Quién está disparando y por qué no tenemos luz? He intentado llamar a la oficina del sheriff, pero el teléfono tampoco funciona.
Cate se dio cuenta de que debían de haber cortado las líneas mientras se estremecía al descubrir hasta qué punto estaban dispuestos a llegar Mellor y Huxley en busca de venganza. Todo aquello parecía irreal; desproporcionado ante la provocación. Esos hombres tenían que estar locos.
– Entrad -dijo Perry, mientras iluminaba el camino con la linterna-. Protegeros del frío. He encendido la estufa de queroseno y está empezando a caldear el ambiente.
El grupo entró en el sótano de buena gana, agolpándose en la puerta del sótano. Como la mayoría de sótanos, estaba lleno de muebles viejos, ropa y bolsas de cosas. Olía a humedad y el suelo era de cemento, pero la estufa de queroseno desprendía un calor maravilloso y los Richardson también tenían encendida una lámpara de aceite. La luz amarilla era débil y reflejaba unas enormes sombras contra la pared pero, después de la fría oscuridad, la luz parecía milagrosa. Maureen salió a recibirlos; era una mujer pequeña, rellenita y con el pelo blanco, y los saludó cálidamente.
– Dios mío, ¿qué vamos a hacer con esto? -le preguntó a nadie en concreto-. Tengo velas arriba, y otra lámpara. Iré a buscarlas, y también traeré más mantas…
– Ya lo haré yo -la interrumpió su marido-. Tú quédate aquí y encárgate de que todos estén cómodos. ¿Sabes dónde está la vieja tetera? Puede que tardemos un poco, pero podemos hacer café en la estufa de queroseno.
– Debajo del fregadero. Lávala bien… no, espera, no tenemos agua. No podemos hacer café -como todo el mundo en Trail Stop los Richardson tenían un pozo y un motor eléctrico bombeaba agua. Sin electricidad, no había agua. Walter Earl tenía un generador que le servía cuando se iba la luz y, generosamente, dejaba que sus vecinos cogieran agua de su pozo, pero su casa estaba en el lado que quedaba más cerca de los tiradores, así que ir allí a buscar agua era demasiado peligroso.
Sin embargo, Perry Richardson no se quedó quieto mucho rato.
– Tenemos un cubo -dijo-, y por aquí tiene que haber una cuerda. Si no recuerdo mal, todavía sé sacar agua del pozo manualmente. Si alguien quiere ayudarme, tendremos el café listo en un periquete.
Walter y él salieron a buscar agua mientras Maureen cogió una linterna y entró en casa. Cate se quedó dubitativa un momento, y luego la siguió.
– La ayudaré a bajar cosas, señora Richardson -dijo, cuando llegó a lo alto de las escaleras y entró en la cocina.
– Gracias, y llámame Maureen. ¿Qué está pasando? ¿Qué ha sido ese estruendo? Ha sacudido toda la casa -dejó la linterna en un armario de la cocina y la apoyó de modo que quedara enfocada hacia el techo e iluminara toda la cocina, y luego entró en una sala contigua y cogió una cesta de la colada vacía.
– Una explosión, pero no sé que habrán hecho volar por los aires.
– ¿«Habrán»? ¿Sabes quién lo está haciendo? -preguntó Maureen muy directa mientras iba de un lado a otro de la cocina metiendo cosas en la cesta.
– Creo que son esos hombres que nos atacaron a Neenah y a mí el miércoles. Se enteró, ¿verdad? -Cate intentó recordar si Maureen estaba entre los vecinos que se congregaron en su comedor esa tarde. Si estaba, Cate no se acordaba.
– Dios mío, todo el mundo se enteró. Ese día, Perry tenía que ir a hacerse unas pruebas en el hospital de Boise…
– Espero que esté bien.
– Perfectamente, sólo son problemas de estómago por comer demasiado picante y luego meterse directamente en la cama. Nunca escucha nada de lo que le digo. El médico le dijo lo que yo llevo años diciéndole y, de repente, pareció encontrar el remedio mágico. A veces, me vienen ganas de darle una patada pero, claro, los hombres son así -sacó un paquete de vasos de plástico de un armario y lo metió en la cesta-. Ahora vamos a buscar unas mantas y unos cojines. También podemos bajar las sillas del comedor, pero dejaré que lo hagan los hombres. ¿Por qué iban a querer volver esos hombres?
Cate tardó un momento en darse cuenta de que Maureen había mezclado dos temas.
– No lo sé, a menos que estuvieran furiosos porque Cal los echó a patadas. No sé qué podrían querer.
– Es lo que tienen las personas malas y locas que, a menos que tú también seas malo y estés loco, no los entiendes.
A pesar de todo, mientras la seguía por la casa e iba recogiendo mantas, toallas, cojines y lo que fuera para mejorar la comodidad en el sótano, Cate se sintió más tranquila con la filosofía de aquella mujer sobre las personas, la vida, las circunstancias actuales y todo lo demás. Recordó que no debían ponerse de pie, y se lo dijo a Maureen, con lo que caminar cargadas con cosas fue casi una misión imposible, pero Cate sabía que las balas tenían un gran alcance y no sabía si aquella casa estaba totalmente a salvo.
Hicieron muchos viajes hasta las escaleras del sótano, donde varios voluntarios se encargaban de bajar lo que ellas les iban dando.
– Perfecto -dijo Maureen-, ahora sólo nos quedan los cojines del sofá -y empezó a caminar hacia el salón.
Cate notó una sensación de pánico muy extraña en el estómago y agarró a Maureen del brazo.
– No, no vayas al salón -era más alta y más fuerte que la mujer, y empezó a arrastrarla hacia las escaleras-. Está demasiado expuesto y ya nos hemos arriesgado demasiado paseándonos por aquí tanto tiempo con la linterna encendida -de repente, estaba desesperada por volver bajo tierra, con la piel de gallina como si una bala acabara de pasarle rozando, atravesando el aire y las paredes más deprisa que la velocidad del sonido, dirigiéndose hacia ella como si pudiera pensar, de modo que por mucho que se revolviera y moviera la bala la seguía.
Con un agudo grito, se lanzó encima de Maureen, la cogió de los hombros y las piernas y la tiró al suelo justo cuando la ventana del salón se rompió y oyó el débil silbido de una furiosa bala un segundo antes de que se clavara en la pared con un golpe seco.
Después, oyeron el fuerte crujido del rifle.
Maureen se estremeció.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Han disparado por la ventana!
– ¡Maureen! -gritó Perry desde el sótano, muy asustado, y luego se oyeron sus pasos por las escaleras.
– ¡Estamos bien! -gritó Cate-. No subáis, ahora bajamos.
Sin pensárselo dos veces, se levantó y agarró la parte de atrás de la camiseta de Maureen, levantándola y empujándola hacia delante al mismo tiempo; el miedo le hizo sacar una fuerza que ni sabía que tenía. Casi lanzó a Maureen contra Perry que, por supuesto, no se había detenido y había ido a buscar a su mujer; los dos estuvieron a punto de caer rodando por las escaleras, pero los aguantó el grupo de personas que habían seguido a Perry para ir a buscarlas. Cate se lanzó hacia la puerta y bajó varias escalones de golpe, y luego se quedó allí agachada con la certeza de que su cabeza estaba por debajo del nivel de tierra. Temblaba con fuerza, con los nervios de punta por lo cerca que habían estado.
– Cate no me ha dejado ir al salón -dijo Maureen, llorando contra el hombro de su marido-. Me ha salvado la vida. No sé cómo lo sabía, pero lo sabía…
Cate tampoco lo sabía. Se sentó en un escalón y hundió la cara entre las manos, temblando con tanta fuerza que le castañeaban los dientes. Parecía no poder parar, ni siquiera cuando alguien, supuso que sería Sherry, la envolvió en una manta y la obligó con suavidad a bajar al sótano y sentarse en un cojín.
Después de aquello, la mente se le quedó casi en blanco, fruto de la sorpresa y el cansancio. Oía el murmullo de las conversaciones a su alrededor, pero no las escuchaba, observó la llama azul de la estufa de queroseno, esperó a que la cafetera que habían colocado encima del fuego empezara a hervir y pudieran hacer café, y esperó a Cal. Ya debería haber vuelto, pensó, con la mirada clavada en la puerta y deseando que se abriera.
Una hora después, como mínimo, a ella le parecía que tenía que haber pasado una hora, a menos que algo hubiera ido realmente mal en la progresión del tiempo, la puerta finalmente se abrió y entraron tres personas. Vio un pelo rubio y despeinado, una cara dolorida y azul del frío; vio al señor Creed con los brazos apoyados en Cal y en Neenah…
Cate se quitó la manta de encima y se levantó de un salto, uniéndose a los demás, que corrieron a evitar que los tres cayeran al suelo. Se produjo una confusión de exclamaciones y preguntas mientras varias personas cogían al señor Creed y lo dejaban encima de varios cojines; entonces Cal empezó a tambalearse y Cate se agarró a él con desesperación, colocó su hombro bajo su axila e intentó soportar su peso.
– A Joshua le han disparado -dijo Neenah, casi sin aire, mientras se dejaba caer de rodillas e intentaba respirar-. Y Cal está congelado; se ha metido en el río.
– Vamos a quitarle la ropa mojada -dijo Walter, llevándose a Cal lejos de Cate. Al vivir en Trail Stop, todos sabían cómo tratar una hipotermia. A los pocos segundos, alguien sostenía una manta delante de Cal mientras el pobre, con ayuda, se quitaba la ropa mojada. Lo secaron y él no dijo nada; luego lo envolvieron con una manta previamente calentada y lo sentaron junto a la estufa. En algún momento, la cafetera había empezado a hervir, así que Cate echó un poco de azúcar en uno de los vasos de plástico y lo llenó de café. No estaba demasiado fuerte, pero estaba caliente y era café, y tendría que servir.
Cal estaba temblando de forma convulsiva, con los dientes castañeándole; era imposible que pudiera sujetar el vaso. Cate se sentó a su lado y le acercó el vaso a los labios con cuidado, con la esperanza de que no lo derramaría y lo escaldaría. Cal bebió un sorbo e hizo una mueca ante la dulzura de la bebida.
– Sé que el café te gusta solo -le dijo ella, con dulzura-, pero bébetelo de todas formas.
Como todo su cuerpo estaba temblando, no podía responder gran cosa, pero consiguió bajar la barbilla, asentir y beberse otro sorbo. Cate dejó el vaso y se colocó detrás de Cal y empezó a frotarle la espalda, los hombros y los brazos con toda la fuerza que podía sin mover la manta.
Tenía el pelo mojado y fuera hacía tanto frío que tenía gotas de agua cristalizadas en la cabeza. Cate calentó una toalla con la lámpara y luego le secó el pelo hasta que, en vez de mojado, estuvo húmedo. En cuanto terminó, los temblores habían ido a menos, aunque algún estremecimiento ocasional lo sacudía y le hacía castañear los dientes. Le dio más café; Cal alargó la mano y cogió el vaso él mismo, y ella lo dejó.
– ¿Cómo tienes los pies? -le preguntó.
– No lo sé. No me los siento -hablaba con un tono uniforme, casi monótono. Los temblores a los que había sometido a su cuerpo con el objetivo de mantenerse caliente lo habían dejado agotado. Era incapaz de sentarse recto y se le cerraban los párpados.
Cate se sentó a sus pies y apartó la manta. Cogió un helado pie con las manos y frotó, apretó y sopló en los dedos, luego repitió el esfuerzo con el otro pie. Cuando ya perdieron la palidez propia del frío, se los envolvió con una toalla caliente.
– Tienes que estirarte -le dijo.
Con un gran esfuerzo, Cal meneó la cabeza y miró hacia donde Neenah estaba cuidando al señor Creed.
– Tengo que ver qué puedo hacer por Josh.
– Teniendo en cuenta tu estado, no puedes hacer nada.
– Claro que puedo. Ponme otro café, esta vez sin azúcar, tráeme algo de ropa y estaré listo en cinco minutos -levantó los pálidos ojos hacia ella y Cate vio la determinación reflejada en ellos.
Necesitaba dormir unas horas pero, en un segundo de comunicación sin palabras, supo que no lo haría hasta que hiciera lo que creía que tenía que hacer. Por lo tanto, la forma más rápida de conseguir que descansara era ayudarlo.
– Una taza de café. Marchando -le sirvió más café y, mientras lo hacía, miró a sus vecinos y amigos. Se habían asustado, incluso desorientado, pero todos estaban ocupados con algo para organizarse mejor. Algunos estaban colocando cojines y almohadas y repartiendo mantas, otros hacían el inventario de las armas y la cantidad de munición que tenían, Milly Earl estaba preparando algo de comer y Neenah se encargaba de los cuidados del señor Creed. Le habían cortado los pantalones y lo habían tapado con una manta, dejando el tobillo lesionado al aire y apoyado en una almohada. Neenah había lavado la herida a conciencia pero parecía no saber qué hacer a continuación.
Cate se acercó a Maureen y le comentó que Cal necesitaba algo de ropa. Los vaqueros que Maureen sacó de una caja eran muy anchos de cintura, pero servirían. Perry subió a casa un momento, a cuatro patas y a oscuras, y regresó con una muda limpia de ropa interior, calcetines y un jersey de lana pura. Cal se puso la ropa interior debajo de la manta y luego empezó a vestirse lo más rápido posible.
Cate se obligó a no mirar ese cuerpo medio desnudo, aunque no pudo evitar una mirada de reojo, durante la cual comprobó que sus tiritas habían desaparecido y que los dos cortes volvían a sangrar. Sherry vio cómo lo miraba, se le acercó y le susurró:
– Eso sí que es un hombre.
– Sí -murmuró Cate asintiendo-. Sí que lo es.
Cuando Cal terminó de vestirse, se acercó muy despacio hasta donde estaba el señor Creed y pidió que le trajeran su equipo de primeros auxilios. Cate se cruzó de brazos, le dijo a su inquieto estómago que se calmara y fue a ayudarlo.
– ¿Qué puedo hacer? -le preguntó mientras se arrodillaba a su lado.
– Todavía no lo sé. Déjame ver la herida.
Neenah se acercó hasta la cabeza del señor Creed, con la cara pálida mientras Cal estudiaba las dos heridas y tocaba el hueso del tobillo con mucho cuidado. Creed se mordió el labio, arqueó la espalda y Neenah lo cogió de la mano. Creed cerró los dedos alrededor de los suyos con tanta fuerza que ella hizo una mueca.
– Creo que el hueso está roto -dijo Cal-, pero no noto ningún desplazamiento. Tengo que buscar fragmentos de bala…
– Y una mierda -le espetó Creed.
– … O una infección podría costarte la pierna -terminó Cal.
– Jo… -Creed miró a Neenah y a Cate y apretó la mandíbula con fuerza.
– Eres un tipo duro, podrás aguantarlo -comentó Cal sin una pizca de compasión. Luego se dirigió hacia Cate-. Necesito más luz, mucha más.
La luz de las velas y la lámpara de aceite no era suficiente para explorar una herida, así que Sherry se colocó detrás de Cate con la potente linterna de Cal iluminando la pierna de Creed. Con un par de fórceps que sacó del equipo de primeros auxilios, Cal exploró y Creed maldijo. Encontró un fragmento de bala, un trozo de piel de la bota de Creed y un pequeño trozo de algodón de los calcetines empapado de sangre. Cuando terminó, Creed estaba pálido como el papel y bañado en sudor.
Neenah le sujetó la mano durante toda la operación, le susurró cosas al oído y le secó el sudor de la cara con un trapo frío. Cate le dio a Cal todo lo que necesitó y luego sujetó un cazo bajo las heridas mientras él las lavaba a conciencia. Cuando Cal empezó a suturar, Cate se mareó y tuvo que apartar la mirada, aunque no sabía por qué la perturbaba la imagen de una aguja perforando la carne. Se preguntó cuándo había aprendido Cal a suturar una herida y dónde había recibido las clases de medicina, pero las respuestas podrían esperar a otro día.
Después, le aplicaron antibiótico sobre las heridas suturadas, le dieron varias pastillas, antibióticos y calmantes, y le vendaron la pierna con una venda limpia.
– Mañana la entablillaré para que el hueso tenga algún apoyo -dijo Cal mientras se levantaba, muy cansado-. Esta noche, no irás a ninguna parte.
– Me aseguraré de que ni lo intente -dijo Neenah.
– Estoy aquí y puedo oíros -dijo Creed, algo enfadado, aunque parecía exhausto y no protestó cuando Neenah se sentó a su lado.
– Necesito descansar un par de horas -dijo Cal mientras miraba a su alrededor buscando un rincón tranquilo.
– Enseguida lo arreglo -dijo Cate. Sherry y ella cogieron un par de mantas y una almohada y Cate sacó más ropa de la caja que Maureen había abierto y la colocó debajo de las mantas para crear una especie de colchón. Levantaron un pequeño muro de cajas para mayor privacidad a ambos lados de la cama y colocaron una vieja cortina encima de las cajas para que bloqueara la luz y diera al menos la ilusión de algo de intimidad.
Cal las miró cansado y divertido.
– Una manta en el suelo habría bastado -dijo-. He dormido en peores circunstancias.
– Puede que sí -respondió Cate-, pero esta noche no tienes por qué hacerlo.
– Buenas noches -dijo Sherry-. Oye, Cal, no pienses que tienes que hacerlo todo. Los otros hombres se han organizado para montar guardia por turnos hasta que amanezca. Puedes dormir más de un par de horas. Si pasa algo, ya te despertarán.
– Te tomo la palabra -dijo él, y Sherry se marchó para unirse a los demás.
Cate se quedó allí de pie, algo desconcertada porque, de repente, no sabía qué hacer ni qué decir. Murmuró «Buenas noches» y dio la vuelta para seguir a Sherry, pero Cal la agarró por la muñeca. Ella se quedó inmóvil, con la mirada clavada en él, como si no pudiera apartarla. De repente, notaba el corazón golpeando con fuerza contra los pulmones.
La pálida mirada de Cal le recorrió la cara y se detuvo en los labios, y allí se quedó.
– Tú también estás cansada -dijo, con aquella voz tan tranquila, mientras con una fuerza sorprendente la tiraba hacia su improvisada cama-. Duerme conmigo.