Yuell llamó a sus dos mejores hombres, Hugh Toxtel y Kennon Goss, porque no quería ni un error en este trabajo. También envió a otro hombre, Armstrong, a la casa de Layton en las afueras de la ciudad en busca de información, como extractos de las tarjetas de crédito que hubieran llegado desde que había desaparecido. Puede incluso que dejara material como ese en casa. La gente hacía cosas estúpidas cada día y Layton ya había demostrado que no era la persona más lógica de la galaxia.
Mientras Yuell esperaba a que llegaran sus hombres, abrió varios buscadores en Internet para recopilar toda la información que pudiera sobre Layton, que fue mucha. A la mayor parte de la población le daría un ataque al corazón si supiera la cantidad de información personal suya que corre por el ciberespacio. De los archivos públicos consiguió las fechas de la boda de Layton y del posterior divorcio, y anotó el nombre de la antigua señora Layton por si le hacía falta. Si no se había vuelto a casar, es posible que Layton acudiera a ella en busca de ayuda. Yuell también anotó qué impuestos patrimoniales pagaba Layton y varios detalles más que, seguramente, no le servirían de nada pero que anotó de todos modos. Uno nunca sabía cuándo algo aparentemente trivial podría acabar resultando crucial.
Algunos de los buscadores que utilizaba no eran del todo legales, pero, como funcionaban y le permitían acceder a bases de datos que de otra forma no podría ver, le habían costado un ojo de la cara. Compañías de seguros, bancos, programas federales… Si conseguías que los ordenadores creyeran que eras un usuario legítimo, podías acceder a la información que quisieras de sus sistemas. Por lógica, empezó a buscar por la compañía de seguros más importante de Illinois y descubrió que Layton tenía la tensión alta, por lo que se medicaba, y que tenía una receta de Viagra de hacía dos años que no había renovado, lo que significaba que no mojaba demasiado o que no mojaba, directamente. Tampoco había sido lo suficientemente previsor para renovar la receta de los medicamentos para la hipertensión antes de desaparecer con los archivos de Bandini. Huir de alguien así podía ser muy estresante y, si no iba con cuidado, al muy capullo podía darle un ataque en cualquier momento.
Salió de la página web de la compañía de seguros y entró en el banco de datos estatal, donde no tardó nada en localizar el número del carné de conducir de Layton. Acceder al fichero de la seguridad social le costó un poco más, porque tenía que entrar con el nombre y la contraseña de otro usuario legítimo, pero insistió porque el premio bien valía el riesgo. La seguridad social era la llave mágica para acceder a la vida y la información de una persona; con eso, la vida de Layton era de Yuell.
Armstrong llamó con el móvil desde casa de Layton. Era una de las primeras cosas que Yuell decía a sus hombres: que no usaran nunca el teléfono fijo de la casa de otra persona. Así, ningún policía podía marcar la tecla de la rellamada y descubrir cuál era el último número al que se había llamado. Y en los registros de la compañía telefónica no aparecía ningún dato que pudieran relacionar contigo. La regla de Yuell era muy estricta: utiliza el móvil. Como precaución añadida, todos llevaban móviles prepago. Si, por el motivo que fuera, creían que ese móvil podía ponerlos en peligro, simplemente se compraban otro.
– Bingo -dijo Armstrong-. Este cabrón lo guardaba todo.
Yuell esperaba que Layton, al ser contable, guardara todos sus papeles.
– ¿Qué tienes?
– Prácticamente toda su vida. Guardaba lo más importante, como el certificado de nacimiento firmado, la tarjeta de la seguridad social, los resguardos de la tarjeta de crédito… todo en una caja fuerte encastada en la pared.
Por eso justamente había enviado allí a Armstrong, por si Layton había sido lo suficientemente precavido como para tener algún tipo de caja de seguridad; las cajas pequeñas y comerciales eran un juego de niños para Armstrong, aunque las que eran un poco más elaboradas tampoco suponían ningún problema, pero tardaba más en abrirlas.
– Ya tengo el número de la seguridad social. Dame los números de las tarjetas de crédito, vuelve a guardarlo todo y déjalo tal y como estaba.
Armstrong empezó a leerle los números de las tarjetas, la fecha de caducidad y el código de seguridad. Layton tenía muchas tarjetas, señal de alguien que gastaba más de lo que podía permitirse. Quizá por eso había tomado la desesperada decisión de chantajear a Bandini, aunque a Yuell no le importaban demasiado sus motivos. El muy estúpido lo había puesto en la órbita de Bandini y ahora Yuell tenía que hacer el trabajo o el que tendría que huir y esconderse sería él. Durante un minuto, se planteó aquella posibilidad; decir a sus hombres que se marcharan, coger el dinero y desaparecer varios años, quizá en extremo oriente. Pero los brazos de Bandini eran muy largos y su merecida reputación era brutal. Yuell sabía que se pasaría el resto de sus días mirando por encima del hombro, esperando el tiro en la nuca o el cuchillo en el hígado, y la vida de Layton no valía tanto la pena. Era un hombre muerto, lo encontrara quien lo encontrara. Si no lo hacía Yuell, otra persona lo haría.
Empezó a trabajar con la lista de números de tarjetas de crédito. Layton tenía dos American Express, tres Visa, una Discover y dos MasterCard. Yuell fue accediendo metódicamente a las bases de datos con cuidado de no hacer saltar ninguna alarma mientras buscaba algún registro nuevo. Dio en el clavo con la segunda Visa: un pago en una pensión en Trail Stop, Idaho, del día anterior.
«¡Bingo!»
Ese tipo era realmente estúpido. Tendría que haber pagado en efectivo, intentar pasar desapercibido y no dejar pistas. El único motivo que explicaría el uso de la tarjeta de crédito era que se estuviera quedando sin dinero en efectivo, algo que también era estúpido porque, ¿quién demonios se enrola en algo así sin una buena cantidad de dinero en efectivo encima?
Yuell se reclinó en la silla, pensativo. Quizá aquel pago era una trampa. Quizá Layton había reservado la habitación y no había llamado para cancelarla ni se había presentado; casi todos los hoteles te cobran una noche por reservarte la habitación, tanto si apareces como si no. Quizá las acciones de Layton fueran estúpidas, pero el tío pensaba con cierta lógica.
Anotó el nombre y el teléfono de la pensión. Comprobar si Layton había estado por allí era bastante fácil. Cogió su móvil.
Al tercer tono, respondió una mujer:
– Pensión Nightingale -dijo, muy alegre. A Yuell le gustó su voz, porque era melódica y vivaz.
Yuell pensó deprisa; seguro que aquella mujer no daría información sobre uno de sus huéspedes a cualquiera.
– La llamo de National Car Rental -dijo-. Un cliente nuestro no ha devuelto el coche que tenía alquilado a la hora prevista y dejó este número como contacto. Se llama Jeffrey Layton. ¿Está en la pensión?
– Me temo que no -dijo la mujer en un tono triste.
– Pero, ¿ha estado?
– Sí, pero… Lo siento mucho, pero creo que le ha pasado algo.
Yuell parpadeó. No esperaba oír eso.
– ¿Qué quiere decir?
– No estoy segura. Ayer por la mañana se marchó y no ha vuelto. Sus cosas todavía están aquí pero… he llamado a la oficina del sheriff y he denunciado la desaparición. Temo que pueda haber sufrido un accidente.
– Espero que no -dijo Yuell, aunque a él le vendría de perlas si el tipo en cuestión había caído por un precipicio y se había matado, llevándose consigo el lápiz de memoria. Aquello simplificaría mucho las cosas: él cobraría y Layton ya estaría muerto-. ¿Le dijo dónde iba?
– No, no llegué a hablar con él.
– Vaya, pues siento mucho oír eso. Espero que esté bien pero… tendré que notificarlo a la compañía de seguros.
– Sí, sí. Claro -dijo ella.
– ¿Qué piensa hacer con sus cosas? ¿Sabe si la oficina del sheriff se ha puesto en contacto con sus familiares?
– El señor Layton todavía no está oficialmente desaparecido. Si no aparece pronto, tendré que asumir que alguien localizará a sus familiares y yo les enviaré sus cosas. Hasta entonces, supongo que tendré que guardarlas -dijo la mujer, aunque, a juzgar por el tono de voz, no parecía hacerle demasiada gracia.
– Quizá vaya alguien a recogerlas. Gracias por su ayuda -Yuell colgó sonriente; no podía estar más contento por el hecho de que Layton se hubiera marchado sin sus cosas y de que la mujer todavía lo tuviera todo. La mente le iba a mil por hora.
¿Llevaría Layton el lápiz de memoria encima? Ese cacharro podía estar en cualquier sitio. Había quien se los colgaba del llavero, para no perderlos. O quizá lo había guardado en algún sitio, como en una caja de seguridad del banco, en cuyo caso estaría fuera del alcance de Yuell. Aunque también podía haberlo guardado en la maleta. Si tenía suerte, el lápiz todavía estaría en la pensión, esperando a que sus hombres rebuscaran entre las cosas de Layton y lo encontraran. Aunque no estuviera allí, estaba contento. Seguramente, Layton estaba muerto y, encima, en circunstancias que eran legítimamente accidentales. Así que, mientras encontrara el lápiz de memoria, cobraría su dinero. No le importaba si Layton estaba vivo o muerto.
El primero en llegar fue Hugh Toxtel. Tenía cuarenta y pocos años y era experimentado, paciente y metódico. Iba allí donde requería el trabajo, sin comentarios ni quejas. Igual que Yuell, era de estatura media y tenía el pelo castaño, aunque sus rasgos eran algo más marcados. De hecho, era el primer hombre a quien Yuell había contratado, una decisión que ninguno de los había lamentado jamás.
– Te retiro del caso Silvers y te envío a Idaho con Goss.
– ¿Qué hay en Idaho? -preguntó Hugh, mientras se sentaba y se subía las perneras de los pantalones perfectamente planchados. Normalmente, vestía como si fuera un ejecutivo de una de las empresas de Fortune 500 y ocupara uno de los despachos esquineros, algo que quizá era su sueño pero que distaba mucho de la realidad.
– El contable huidizo de Salazar Bandini -respondió Yuell.
Hugh hizo una mueca.
– Estúpido. Cogió el dinero y huyó, ¿no?
– No exactamente. Copió toda la contabilidad, la auténtica, en un lápiz de memoria e intenta chantajear a Bandini. Bandini le siguió la pista hasta Idaho, allí lo perdió y luego me llamó.
– ¿Por qué Idaho? -preguntó Hugh-. Si yo fuera tan estúpido como para chantajear a Bandini, al menos me marcharía del país. Aunque claro, si eres tan burro como para chantajear a Bandini, también lo eres para salir del país, ¿no?
– O eres muy listo y dejas una pista falsa -«O estás desesperado», pensó Yuell de repente. Layton era contable, por el amor de Dios. Puede que fuera inexperto e inocente, pero no era estúpido. Sería un error subestimarlo. Podía haber comprado un traje y una maleta y haberlo dejado en la pensión como estrategia, mientras él se escondía en cualquier otro sitio. Aún sabiendo que las cosas que había dejado en la pensión podía ser un método para ganar tiempo, Yuell tendría que mandar allí a sus hombres por si encontraban el lápiz de memoria.
– ¿Crees que lo ha hecho? -preguntó Hugh. Yuell se encogió de hombros.
– No lo sé. Quizá sí. Quiero que os pongáis en marcha mañana y si hay algo que os llama la atención, por pequeño que sea, quiero saberlo. Fijaos en si la ropa que ha dejado en la pensión es nueva. Y lo mismo con la maleta -le entregó el informe con la información que había recopilado durante las dos últimas horas-. Es todo lo que tengo sobre ese tipo.
Hugh se pasó un buen rato mirando la fotografía que Bandini le había dado a Yuell, intentando memorizar la cara de Layton. Luego leyó los datos sobre su pasado: educación y todo lo que Yuell había sido capaz de conseguir más allá de la frialdad de los números. Mientras lo observaba, Yuell vio cómo Hugh llegaba a la misma conclusión que él.
– Está con el agua al cuello -dijo Hugh al final-, pero no es estúpido.
– Yo pienso igual. Reservó una habitación en una pensión de Trail Stop, en Idaho; debemos suponer que sabe que alguien puede localizarlo mediante los movimientos de la tarjeta de crédito, ¿no? Entonces, ¿por qué lo ha hecho?
Antes de que Hugh pudiera responder, llegó Kennon Goss. Desprendía un aire frío, distante y de absoluta insensibilidad aunque, normalmente, lo disimulaba bastante bien. Era como un bulldog con un objetivo en mente. Yuell recurría a Goss cuando necesitaba acercarse a una mujer; era rubio y atractivo y tenía algo que provocaba que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Sin embargo, como su aspecto destacaba tanto, Goss tenía que ser mucho más cuidadoso, tenía que ser doblemente ágil a la hora de eludir las sospechas. No obstante, no escondía que prefería disponer de todas las comodidades propias de la época en la que vivía. Para él, un hotel sin conexiones ethernet, servicio de habitaciones las 24 horas y un bombón en la almohada no era un hotel.
Yuell lo puso al corriente de los datos de Jeffrey Layton. Goss escondió la cabeza entre las manos.
– Podunk, Idaho -gruñó-. Tardaremos dos días en llegar. Tendremos que coger un tren desde Seattle.
Yuell se esforzó por reprimir una sonrisa. Le encantaría poder acompañarlos en aquel viaje, aunque sólo fuera para ver a Goss en contacto con la Madre Naturaleza.
– Podéis acercaros más. Idaho está lleno de pistas de aterrizaje. Seguramente, tendréis que coger una avioneta en Boise pero, una vez en tierra firme, el trayecto en coche no será tan largo. Os buscaré un vehículo.
Se oyó un gruñido ahogado y a Goss que suplicó:
– Una camioneta no, por favor.
– Veré qué puedo hacer.
Mientras escuchaba cómo Yuell exponía la situación y las posibilidades, Goss empezó a llenarse de satisfacción cuando pensaba en otras posibilidades.
Odiaba a Yuell Faulkner con todas sus fuerzas a pesar de que llevaba más de diez años trabajando con y para él, ocultando ese odio para poder seguir adelante mientras esperaba y buscaba la oportunidad perfecta. Mientras esperaba, en muchos aspectos se había convertido en el hombre que tanto odiaba, una ironía que no le había pasado desapercibida. Con el paso de los años, sus propias emociones se habían atrofiado y ahora era un ser frío y distante, capaz de quitarle la vida a un ser humano sin importarle más que si fuera una cucaracha.
Sabía que acabaría así, sabía el precio que tendría que pagar, pero su odio era tan fuerte que la recompensa bien lo valía. Lo único que le importaba era acercarse a Yuell y esperar el momento oportuno.
Hacía dieciséis años, Yuell Faulkner había matado al padre de Goss. Kennon sabía perfectamente qué tipo de hombre era su padre: era un asesino a sueldo, igual que Faulkner, e igual que él mismo. Pero había algo eléctrico en él, algo más grande que la vida. Su padre era un hombre complicado porque, por un lado, había sido un marido cariñoso y un padre estricto pero justo aunque, por otro lado, se dedicaba a matar gente. De algún modo, había conseguido separar mentalmente esas dos parcelas, algo que Goss no había podido hacer.
Su padre trabajó para Faulkner poco más de tres años y todo lo que Goss había descubierto, una vez había contactado con Faulkner y se había unido a su red de sicarios, fue que Yuell Faulkner decidió que su padre era un punto débil en su organización, así que lo ejecutó. Lo que desencadenó la acción era algo que Faulkner se guardaba para sí mismo.
Para Faulkner, fue una decisión de negocios. Para Goss, supuso la destrucción de su vida. Su madre se quedó destrozada por el asesinato de su marido y el día que Goss regresó a la universidad, una semana después del entierro, su madre se tragó un bote entero de pastillas. Goss encontró el cuerpo aquella misma tarde cuando regresó de clase. Algo en él, algo humano, murió cuando abrió la puerta de la cocina y vio el cuerpo de su madre en el suelo. El que fuera algo tan cercano a la muerte de su padre, el perderla a ella también, lo desencajó.
Tenía diecinueve años, demasiados para entrar en el sistema de familias de acogida. Dejó la universidad, se alejó de la casa de las afueras en la que no quería volver a poner un pie y vagabundeó. Supuso que alguien habría vendido la casa para pagar los impuestos y la hipoteca. A él no le importaba, jamás regresó, jamás pasó por delante ni siquiera para comprobar si vivía alguien o si la habían derribado para construir una estación de servicio.
Al cabo de un año, la idea de la venganza, que le había estado rondando por la cabeza desde el día en que asesinaron a su padre, empezó a tomar forma. Hasta entonces, estaba demasiado afectado para planear algo, para marcarse un objetivo, pero ahora su vida volvía a tener sentido, y ese sentido era la muerte. Para ser exactos, la muerte de Yuell Faulkner, aunque durante mucho tiempo no pudo ponerle nombre al asesino de su padre, y si eso significaba su propia muerte, a Goss no le importaba.
Sin embargo, antes tenía que reinventarse. El chico que había sido, Ryan Ferris, tenía que morir. No le costó demasiado imaginar cómo hacerlo. Buscó a un chaval de la calle, un drogadicto de su misma edad y estatura, y lo siguió; cuando se le presentó la oportunidad, le saltó encima por la espalda, lo dejó inconsciente y le desfiguró la cara antes de matarlo. Le metió una identificación suya en el bolsillo, dejó el cadáver en un barrio donde era poco probable que alguien le vaciara los bolsillos y se marchó a otra parte del país.
Sabía que, con aquel primer asesinato, había cruzado una línea y que jamás podría volver atrás. Había empezado a convertirse en lo que más odiaba.
Contrata a un ladrón para atrapar a otro ladrón. Para tratar con la muerte, tenía que convertirse en la muerte.
Construirse una nueva identidad le costó tiempo y dinero. No regresó enseguida a Chicago para intentar encontrar al asesino de su padre. Envolvió a su nueva persona, Kennon Goss, con múltiples capas de legalidad. Dejó de lado su propia identidad y se convirtió en Kennon Goss, y no sólo para los demás, sino también para él mismo. Cuando regresó a Chicago, ni siquiera el FBI habría podido demostrar que no era quien decía ser.
Descubrir quién estaba detrás de un asesinato cometido hacía más de cinco años no le resultó fácil. Nada apuntaba a Yuell. Descubrir que su padre había sido un sicario fue otro golpe más para una mente tan golpeada que ya no podría recuperarse, pero lo puso sobre el buen camino. A partir de ahí, descubrió que su padre había trabajado para un hombre llamado Faulkner y a Goss le pareció que la mejor forma de saber en qué se había metido su padre era hacerlo desde dentro de la organización de Faulkner. Como era demasiado astuto para llamar a su puerta y pedirle trabajo, se las había apañado para llamar su atención. Era mejor que Faulkner se acercara a él.
Una vez dentro, Goss había hecho su trabajo con cuidado de no meter la pata. Con el tiempo, se había ganado la confianza no sólo de Faulkner, sino también de los demás hombres que trabajaban para él. De hecho, Hugh Toxtel, el hombre que más tiempo llevaba trabajando para Faulkner, le dio la información que buscaba. Aunque lo hizo a modo de consejo de amigo: «No dejes que un objetivo se te acerque. Entra, haz el trabajo y sal. No escuches las lacrimógenas historias de las víctimas. Un tío, Ferris, se dejó ablandar por un tío y no hizo el trabajo y Faulkner lo eliminó porque, al dejar al objetivo con vida, dejó una pista que lo conectaba directamente con su empresa. Además, no hacer el trabajo era malo para el negocio».
Así que a Ferris lo habían eliminado y el propio Faulkner había terminado el trabajo. Yuell Faulkner había matado al padre de Goss. Aunque entendía que había sido una buena decisión en términos profesionales, aquello no cambió en absoluto sus planes.
Faulkner iba a morir, pero Goss estaba esperando la oportunidad perfecta. Había tenido cientos de ocasiones para entrar en su despacho y meterle una bala en el cerebro, pero no quería que fuera tan limpio y rápido. Quería que fuera sucio, que Faulkner sufriera, que se retorciera de dolor.
Y aquel trato con Salazar Bandini quizá fuera lo que llevaba años esperando. La violencia de Salazar sólo era superada por su sentido de la venganza. Si Goss pudiera encontrar la forma de poner a Salazar en contra de Faulkner…
Tendría que estudiar las posibilidades que tenía, cómo podía conseguirlo sin verse atrapado en el huracán de la venganza de Bandini. Quizá se le ocurriera algo durante ese viaje a Ninguna Parte, Idaho, mientras perseguía a un contable que quizá ya estuviera muerto.
– ¿Salimos hoy? -preguntó.