Yuell Faulkner se consideraba, por encima de todo, un hombre de negocios. Trabajaba por dinero y, como conseguía los clientes por recomendación de otros clientes, no podía permitirse ni un fracaso. Su reputación era que siempre hacía el trabajo, fuera el que fuera, con eficiencia y discreción.
Había algunas ofertas que rechazaba sin pensárselo, por varios motivos. El primero de la lista era que no aceptaba ningún trabajo que pudiera provocar que alertara a los federales. Eso significaba que, casi siempre, se mantenía lejos de los políticos e intentaba aceptar trabajos que no acabasen en los titulares de las noticias a escala nacional. El truco consistía en realizar un trabajo digno de ser noticia pero de forma tan discreta que fuera considerado un accidente.
Teniendo eso en mente, lo primero que hacía cuando recibía una oferta era analizar el trabajo desde todos los puntos de vista posibles. A veces, los clientes no eran totalmente sinceros cuando le proponían un trabajo. Aunque claro, no trataba con gente de reputación intachable. Así que siempre verificaba dos veces la información que le daban antes de decidir si aceptaba el encargo. Intentaba evitar que el ego participara en la toma de decisiones, que el subidón de adrenalina provocado por la posibilidad de superar una situación difícil lo cegara. Claro que podría aceptar los trabajos más arriesgados y poner a prueba su cerebro y su capacidad organizativa, pero el motivo por el que los casinos de Las Vegas no se la juegan basándose en las estadísticas es porque las apuestas arriesgadas casi nunca ganan. No estaba en ese negocio para alimentar su ego; sólo trabajaba para ganar dinero.
Y también quería seguir con vida.
Cuando entró en el despacho de Salazar Bandini sabía que tendría que aceptar el trabajo que le ofreciera, fuera el que fuera porque, si no, no saldría vivo de allí.
Conocía a Salazar Bandini o, al menos, sabía de él lo mismo que cualquiera. Sabía que aquel no era su nombre real. Sin embargo, saber de dónde salió antes de aparecer en la escena callejera de Chicago y adoptar ese nombre era una incógnita. Bandini era un nombre italiano, Salazar no. Y el hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa parecía eslavo, quizá alemán. Aunque, con esos pómulos tan cuadrados y las prominentes cejas, también podría ser ruso. Tenía el pelo rubio y tan fino que se le veía el cuero cabelludo rosado, y unos ojos marrones tan despiadados como los de un tiburón.
Bandini se reclinó en el sillón pero no invitó a Yuell a sentarse.
– Es usted muy caro -dijo-. Debe de tener muy buena opinión de usted mismo.
Era inútil responder a eso, porque era cierto. Y, fuera lo que fuera que Bandini quería, no podía esperar a conseguirlo porque, si no, no habría permitido que Yuell cruzara los múltiples anillos de protección, tanto humanos como electrónicos, que lo rodeaban. Teniendo eso en cuenta, Yuell tenía que asumir que el precio que pedía por sus servicios no era demasiado elevado; de hecho, quizá debería subir sus tarifas.
Al cabo de un largo minuto durante el que Yuell esperó a que Bandini le dijera para qué necesitaba sus servicios y Bandini esperó a que a Yuell lo traicionaran los nervios, cosa que no iba a suceder, este último continuó:
– Siéntese.
Sin embargo, Yuell se acercó a la mesa, cogió uno de los lujosos bolígrafos que había junto al teléfono y buscó una hoja de papel. La mesa estaba vacía. Arqueó las cejas hacia Bandini y, sin decir nada, el otro hombre abrió un cajón, sacó un bloc de papel y se lo acercó a Yuell.
Este arrancó una hoja y le devolvió el bloc a Bandini. En la hoja, escribió: «¿El despacho está limpio de micrófonos?»
Todavía no había dicho nada ni nadie lo había identificado por el nombre, pero nunca estaba de más ser precavido. Seguro que el FBI había intentado colar un micrófono en aquella sala y también intervenir los teléfonos. Quizá incluso había alguien acampado en una habitación al otro lado de la calle con un micrófono extremadamente sensitivo dirigido a esa ventana. Hasta donde estaban dispuestos a llegar los federales dependía de lo mucho que quisieran atrapar a Bandini. Si habían oído la mitad de lo que se comentaba en la calle, seguro que lo tenían entre los primeros de la lista.
– Lo he limpiado esta mañana -respondió Bandini, con una sonrisa-. Personalmente.
Lo que significaba que, a pesar de que tenía a su servicio a muchas personas que podrían haberlo hecho, no se fiaba de que ninguno de ellos no pudiera traicionarlo.
Muy listo.
Yuell dejó el bolígrafo en su sitio, dobló la hoja de papel, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y luego se sentó.
– Es un hombre precavido -comentó Bandini, con unos ojos fríos como el barro congelado-. ¿No confía en mí?
«Eso tiene que ser una broma», pensó Yuell.
– Ni siquiera confío en mí mismo. ¿Por qué iba a confiar en usted? -añadió.
Bandini se rió, aunque aquel sonido no encerraba humor.
– Creo que me cae bien.
¿Yuell tenía que estar contento por eso? Se quedó tranquilamente sentado mientras esperaba que Bandini lo mirara y fuera al grano.
Nadie que viera a Yuell creería que era un depredador. Se dedicaba a solucionarlo todo y luego volvía a dejarlo impecable. Y era muy, muy bueno.
Su aspecto le ayudaba mucho. Era muy normal: altura normal, peso normal, cara normal, pelo castaño, ojos marrones, edad indeterminada. Nadie se fijaba en él y, aunque alguien lo hiciera, esa persona ofrecería una descripción que encajaría con millones de hombres. No había ningún rasgo amenazante en su apariencia, así que no le costaba acercarse a alguien sin llamar la atención.
Básicamente, era un detective privado… muy caro. La experiencia se agradecía mucho cuando estaba persiguiendo a alguien. Incluso solía aceptar trabajos de investigador privado de forma regular que, habitualmente, consistían en conseguir pruebas de la infidelidad de una esposa, con lo que ganaba un dinero que declaraba a hacienda y se evitaba que el estado lo tuviera controlado. Declaraba cada penique que le pagaban a través de cheques. Por suerte para él, la mayor parte de los trabajos que aceptaba eran de los que nadie quería dejar ninguna pista por escrito, así que los cobraba en efectivo. Tenía que recurrir a blanqueadores de dinero para poder utilizarlo pero, la mayor parte, estaba en un plan de pensiones en un banco en el extranjero.
Yuell tenía a cinco hombres que trabajaban para él y a los que había escogido con sumo cuidado. Cada uno de ellos podía improvisar, no solía cometer errores y no se dejaba llevar por la emoción. Yuell no quería que ningún exaltado le arruinara la operación que llevaba años planeando. Una vez contrató al tipo equivocado y se vio obligado a enterrar su error. Y sólo los tontos tropiezan dos veces con la misma piedra.
– Necesito sus servicios -dijo Bandini, finalmente, al tiempo que volvía a abrir el cajón y sacaba una fotografía que deslizó por la impoluta superficie de la mesa hasta Yuell.
Este miró la fotografía sin tocarla. Era un hombre de pelo oscuro, color de ojos indefinido y que debía de estar cerca de la cuarentena. Llevaba un clásico traje gris y entraba en un Toyota Camry gris antiguo. Llevaba un maletín en la mano. El paisaje era suburbano: bloques de pisos, jardines, árboles.
– Se llevó algo que es mío. Y quiero recuperarlo.
Yuell se estiró la oreja y se volvió hacia la ventana. Bandini sonrió, mostrando unos colmillos afilados como los de un lobo.
– Estamos a salvo. Las ventanas están insonorizadas. No entra ni sale ningún sonido. Igual que las paredes.
Ahora que lo decía, no se oía ningún ruido de la calle. Sólo se oían sus voces. Ni la ventilación del aire acondicionado ni ninguna tubería; nada penetraba hasta aquel despacho. Yuell se relajó o, al menos, dejó de preocuparse por el FBI. No era tan estúpido como para relajarse del todo estando frente a Bandini.
– ¿Cómo se llama?
– Jeffrey Layton. Es contable. Es mi contable.
Ah, el que manipula las cuentas.
– ¿Desfalco?
– Peor. Se llevó mis archivos. Y después el muy hijo de puta me llamó y me dijo que me los devolvería cuando ingresara veinte millones de dólares en su cuenta privada de Suiza.
Yuell silbó. Ese tal Jeffrey Layton, contable, tenía unos huevos del tamaño de Texas o un cerebro del tamaño de un guisante. Él apostaba por el guisante.
– ¿Y si no le da el dinero?
– Los grabó en un lápiz de memoria. Dijo que, si el dinero no está en su cuenta dentro de catorce días, entregaría los archivos al FBI. Muy amable por haberme dejado tanto tiempo, ¿no cree? -hizo una pausa-. Ya han pasado dos de esos catorce días.
Bandini tenía razón; aquello era mucho peor que si el tal Layton le hubiera robado el dinero. El dinero podía recuperarse y atrapar a Layton únicamente permitía guardar las apariencias, nada más. Sin embargo, los archivos descargados, y Bandini seguro que hablaba de su contabilidad real, no la falsa que presentaba a hacienda, no sólo ofrecería al FBI pruebas irrefutables de evasión de impuestos, sino también mucha información acerca de las personas con las que Bandini hacía negocios. Por lo tanto, el FBI no sería el único que iría tras Bandini, sino también todos aquellos que lo culparían por haber sacado su nombre a la luz.
Layton era hombre muerto. Puede que todavía respirara, pero sólo era cuestión de tiempo.
– ¿Por qué ha esperado dos días? -preguntó Yuell.
– Mi gente intentó encontrarlo. Pero no lo consiguieron -su tono severo no auguraba nada bueno para la salud de los que lo habían intentado-. Layton se marchó de la ciudad antes de llamar. Se fue a Boise, alquiló un coche y desapareció.
– ¿Idaho? ¿Por qué, es de allí o algo así?
– No. ¿Por qué Idaho? Quién sabe. Igual le gustan las patatas. Cuando mis hombres llegaron a un callejón sin salida, decidí que necesitaba a un especialista. Pregunté por ahí y surgió su nombre. Dicen que es bueno.
En aquel momento, Yuell deseó no haberse labrado tan buena reputación en ese mundo. Podría haber pasado tranquilamente el resto de su vida sin un encuentro cara a cara con Salazar Bandini.
Tal y como Yuell lo veía, en aquel caso siempre iba a salir perdiendo. Si rechazaba el trabajo, su cuerpo aparecería descuartizado, si es que aparecía. Pero, si lo aceptaba, seguro que Bandini adivinaba que Yuell copiaría los archivos antes de devolvérselos; la información era poder, independiente del mundo en que vivieras. Bandini no dudaría en liquidar a cualquiera, así que esperaba lo mismo de todo el mundo. ¿Qué hacer en un caso así? Matar al mensajero. Si estás muerto, no puedes chantajear a nadie.
Por supuesto Yuell no se había hecho un nombre a golpe de estupidez, ni siendo un cobarde. Miró a los fríos y directos ojos de Bandini.
– Seguro que sabe que cualquiera que recupere los archivos los copiará antes de devolvérselos, por lo que se deduce que matará a la persona que los encuentre. Entonces, ¿por qué tendría que aceptar el trabajo?
Bandini volvió a sonreír sin pizca de humor.
– Me cae muy bien, Faulkner. Piensa. La mayor parte de gilipollas no saben ni hacerlo. No me preocupa que nadie copie los archivos. Están protegidos para borrarse automáticamente si alguien que no tiene la contraseña intenta abrirlos. Pero Layton la tiene -se reclinó en el sillón-. Cualquier archivo que haga en el futuro tendrá que estar protegido contra copias, pero se aprende de la experiencia, ¿no cree?
Yuell se lo pensó. Quizá Bandini le estaba diciendo la verdad. Quizá no. Yuell tendría que investigar si era posible crear un programa que se borrara si alguien intentaba abrirlo sin la contraseña. Quizá. Seguramente. Los informáticos y los cerebritos seguro que podían hacer que un programa se sentara y ladrara, si querían.
O quizá el archivo se borrara pero la información quedara almacenada en algún otro sitio de la memoria. Llevaba un tiempo planteándose si debía contratar a un experto en informática forense, y ahora pensó que ojalá lo hubiera hecho. Pero ya era demasiado tarde; tendría que fiarse de lo que pudiera descubrir él solo y seguro que no tendría tiempo para una investigación a fondo.
– Consígame ese lápiz de memoria -dijo Bandini-, encárguese de Layton y los veinte millones son suyos.
«¡Joder! ¡La leche!» Yuell no mostró ninguna reacción, pero estaba asustado y emocionado a partes iguales. Bandini podría haberle ofrecido la mitad, ¡qué coño!, una décima parte de eso, y habría tenido la sensación de que le estaba pagando demasiado. Para que le ofreciera veinte millones de dólares, ese lápiz de memoria tenía que contener una información explosiva; seguramente, algo más que su contabilidad real. Aunque, fuera lo que fuera, Yuell no quería ni saberlo.
O quizá Bandini planeaba matarlo igualmente, así que daba igual el dinero que pudiera ofrecerle.
Aquella idea lo incomodaba. No podía ignorarla pero, desde un punto de vista empresarial, no tenía sentido. Si Bandini empezaba a ser conocido por incumplir sus tratos, estaba acabado. El miedo puede ser mal consejero, pero jamás debes cruzar ciertas líneas. Si empiezas a jugar con el dinero de la gente, esta gente encontrará la manera de acabar contigo.
Pero ahora ya estaba metido y estaba dispuesto a hacer el trabajo.
– ¿Tiene el número de la seguridad social de Layton? -preguntó-. Si lo tiene, me ahorrará tiempo.
Bandini sonrió.