Cate bajó corriendo las escaleras esperando que Sherry no hubiera tenido que hacer frente a una avalancha de clientes mientras ella estaba arriba con los gemelos. Cuando se acercó a la puerta de la cocina, oyó la voz de Sherry, muy divertida.
– Me preguntaba cuánto tiempo ibas a quedarte debajo del fregadero.
– Tenía miedo de que, si me movía, también me pegaría un cachete en el culo.
Cate se detuvo en seco y con los ojos abiertos como platos. ¿Lo había dicho el señor Harris? ¿El señor Harris? ¿Y a Sherry? Podía imaginárselo diciéndoselo a otro hombre, pero cuando hablaba con una mujer apenas podía decir dos palabras seguidas sin sonrojarse. Además, lo había dicho en un tono relajado que ella desconocía, un tono que le hacía dudar de si realmente lo había oído.
¿El señor Harris… y Sherry? ¿Acaso se había perdido algo? Era imposible; la idea de que esos dos fueran más que amigos era demasiado descabellada para ser real, era como… como Lisa Marie Presley y Michael Jackson juntos.
Aunque eso le enseñó que todo era posible.
Sherry era mayor que el señor Harris, tendría unos cincuenta y pico, aunque la edad no importaba. También era una mujer atractiva, robusta pero con curvas, pelirroja, cariñosa y amigable. El señor Harris tenía… bueno, Cate no tenía ni idea de cuántos años tenía. Supuso que debía estar entre los cuarenta y los cincuenta. Intentó imaginárselo en su cabeza: parecía mayor de lo que debía ser en realidad, y no es que estuviera arrugado ni nada de eso, sencillamente era una de esas personas que nacían mayores, que desprendían una actitud de haberlo visto todo. De hecho, ahora que se paraba a pensarlo, puede que ni siquiera tuviera cuarenta años. Siempre llevaba el anodino pelo, de un indefinido color entre el castaño y el rubio, despeinado y nunca lo había visto sin un par de pantalones manchados de grasa. Era tan desgarbado que las chaquetas le colgaban por todas partes, más ligeras que la moral de una prostituta.
Cate se avergonzó; era tan tímido que ella evitaba mirarlo o hablar con él, porque no quería ponerlo nervioso, y ahora se sentía culpable porque mostrarse tan poco comunicativa era más fácil que conocerlo y tranquilizarlo, como estaba claro que había hecho Sherry. Cate también debería haberse aplicado, debería haber hecho el esfuerzo de ser su amiga, igual que todos habían hecho con ella cuando llegó y se hizo cargo de la pensión. ¡Menuda vecina había sido!
Entró en la cocina y tuvo la sensación de adentrarse en la dimensión desconocida. El señor Harris dio un brinco, literalmente, en cuanto la vio, y se sonrojó, como si supiera que Cate lo había oído. Ésta centró sus pensamientos en los extraños actos del señor Layton, lejos de la posibilidad de que se estuviera fraguando un romance ante sus narices.
– El huésped de la tres ha saltado por la ventana y se ha ido -dijo, y encogió los hombros como queriendo decir: «No sé que diantre está pasando».
– ¿Por la ventana? -repitió Sherry, igual de extrañada-. ¿Por qué?
– No lo sé. Tengo su número de tarjeta de crédito, así es que no podrá evitar pagarme. Además, sus cosas todavía están arriba.
– Quizá solo quería saltar por la ventana, para ver si podía hacerlo.
– Quizá. O sencillamente está loco.
– Claro -asintió Sherry-. ¿Cuántas noches tenía previsto quedarse?
– Una. Y tiene que dejar la habitación a las once, así que debería estar de vuelta dentro de poco -aunque era incapaz de imaginarse dónde habría podido ir, a menos que le hubieran entrado unas ganas urgentes de visitar el colmado. En Trail Stop no había tiendas ni restaurantes; si quería desayunar, debería haberlo hecho en la pensión. La ciudad más cercana estaba a una hora en coche, así que no tendría tiempo de ir, comer y volver antes de la hora reglamentaria para abandonar la habitación, aparte de que, hacer todo ese viaje, únicamente para evitar comer entre extraños sería de lo más contraproducente. El señor Harris se aclaró la garganta.
– Yo… emmm -miró a su alrededor, claramente desconcertado.
Cuando vio que no sabía dónde dejar el vaso vacío, Cate dijo:
– Yo me encargo -y alargó la mano-. Gracias por venir. Aunque me gustaría que me permitiera pagarle.
Él meneó la cabeza con decisión mientras le daba el vaso. Decidida a ser más amable, Cate prosiguió:
– No sé qué habría hecho sin usted.
– Nadie de nosotros sabe cómo nos las apañábamos antes de que Cal llegara -dijo Sherry, muy alegre, mientras se acercaba al fregadero y empezaba a meter los platos y los vasos en el lavavajillas-. Supongo que nos pasábamos semanas esperando a que viniera alguien de la ciudad a arreglarnos las averías.
Aquello sorprendió a Cate; pensaba que el señor Harris siempre había estado allí. De hecho, encajaba con los locales como si hubiera nacido en el pueblo. Volvió a sentirse avergonzada. Sherry se dirigía a él por su nombre propio, mientras que Cate siempre lo llamaba «señor Harris», marcando una distancia entre ellos. No sabía por qué lo hacía, pero no podía evitarlo.
– ¡Maaamiii! -gritó Tucker desde lo alto de la escalera-. ¡Es la hora!
Sherry chasqueó la lengua y Cate vislumbró una pequeña sonrisa en la boca del señor Harris mientras se despedía de Sherry acercándose dos dedos a la frente y recogía la caja de herramientas; estaba claro que quería marcharse antes de que bajaran los gemelos.
Cate puso los ojos en blanco, rezando en silencio por un poco de paz y tranquilidad, y luego salió al pasillo.
– Dile a Tanner que ya puede levantarse de la silla de castigo.
– ¡Vale! -el alegre grito vino seguido de varios golpes y saltos-. ¡Tannel, mamá dice que ya puedes levantarte! Construyamos un fuerte y una baguicada y nos meteremos dentro -entusiasmado por el juego, corrió hacia su habitación.
Cate estaba divertida por aquella curiosa pronunciación y sorprendida por la elección de palabras de su hijo. ¿Barricada? ¿De dónde lo habría sacado? Quizá habían estado viendo viejas películas del oeste en la televisión; tenía que estar más atenta a lo que veían.
Se asomó al comedor: estaba vacío; la hora punta de la mañana ya había pasado. Cuando Sherry y ella limpiaran el comedor y la cocina y el señor Layton viniera a recoger sus cosas, cambiaría las sábanas y limpiaría la habitación, y luego tendría todo el libre para prepararlo todo para la llegada de su madre.
El señor Harris ya se había marchado. Cuando se acercó para ayudar con los platos, Cate golpeó con la cadera a Sherry.
– Bueno, ¿qué pasa entre el señor Harris y tú? ¿Hay algo entre vosotros?
Sherry abrió la boca y miró a Cate con una expresión de total sorpresa.
– Madre mía, no. ¿Qué te ha hecho pensar eso? La reacción de Sherry fue tan genuina que Cate se sintió como una estúpida por haber sacado la conclusión equivocada.
– Estaba hablando contigo.
– Claro, Cal habla con mucha gente.
– Que yo sepa, no.
– Es que es un poco tímido -dijo Sherry, lo que posiblemente era el eufemismo del mes-. Además, soy lo suficientemente mayor como para ser su madre.
– No es verdad… a menos que fueras muy, muy precoz.
– Vale, he exagerado. Cal me cae muy bien. Es un hombre listo. Puede que no tenga un título universitario, pero puede arreglar lo que sea.
Cate estaba de acuerdo. El señor Harris arreglaba cualquier avería de la pensión, ya fuera de carpintería, electricidad o lampistería. También ejercía de mecánico, si era necesario. Si había alguien que había nacido para ser un manitas, ese era el señor Harris.
Hacía diez años, recién salida de la facultad con su título de marketing bajo el brazo, habría mirado con desdén a aquellos que se dedicaban a realizar un trabajo físico, gente con el nombre bordado en la camisa, como decían en su círculo de amigos, pero ahora era mayor y más inteligente, o eso esperaba. El mundo necesitaba a todo tipo de trabajadores para que todo funcionara, los que pensaban y los que ponían las ideas en práctica y, en aquella pequeña comunidad, alguien que pudiera arreglar lo que fuera valía su peso en oro.
Empezó a limpiar el comedor mientras Sherry terminaba en la cocina; después pasó el aspirador y sacó el polvo, al menos de todas las zonas de uso público. Gracias a Dios, la enorme casa victoriana tenía dos salones. El de la parte delantera, el grande, era para uso de los huéspedes. El pequeño de la parte trasera era donde ella y los niños se relajaban por la noche, veían la televisión y jugaban. Ni siquiera se molestó en recoger los juguetes del suelo porque, básicamente, su madre no llegaría hasta dentro de unas horas y, para entonces, los niños ya habrían vuelto a sacar todos los juguetes de las cajas, así que se ahorró el esfuerzo.
Sherry se asomó por la puerta de la cocina.
– Aquí ya está todo listo. Nos vemos mañana por la mañana. Espero que tu madre llegue bien.
– Gracias, yo también; si tiene algún problema con el coche o con lo que sea, me estará martirizando toda la semana.
Trail Stop era un lugar tan remoto que no era demasiado fácil llegar hasta allí, no había ningún aeropuerto comercial cerca y sólo había una carretera. Además, como su madre odiaba las avionetas con las que hubiera podido volar hasta más cerca y como alquilar cualquier tipo de vehículo en esos pequeños aeropuertos era «misión imposible», había preferido volar hasta Boise, donde sabía que habría coches de alquiler disponibles. Eso significaba que tendría que hacer un largo trayecto por carretera, otro tema delicado más que aumentaba su preocupación acerca de la elección de vivienda de Cate. No le gustaba que su hija y sus nietos vivieran en otro estado, no le gustaba Idaho, prefería las zonas metropolitanas a las rurales, y no le gustaban los numerosos problemas que se le planteaban a la hora de visitarlos. No le gustaba que Cate hubiera comprado la pensión, lo que significaba que apenas tenía tiempo libre; de hecho, desde que la había comprado, sólo había visitado a sus padres una vez.
Y todos esos motivos eran válidos. Cate lo admitía, e incluso se lo había dicho a su madre. Si hubiera podido, a ella también le hubiera gustado quedarse en Seattle.
Pero no pudo, de modo que había hecho lo que consideró mejor para los gemelos. Cuando Derek murió y la dejó sola con dos gemelos de nueve meses, Cate no sólo se quedó destrozada por perderlo, sino que tuvo que enfrentarse a la realidad de su situación económica. Los dos sueldos les proporcionaban estabilidad pero, cuando nacieron los niños, Cate empezó a trabajar media jornada y hacía casi todo el trabajo desde casa. Sin Derek, tenía que trabajar a jornada completa, pero el precio de una guardería decente para los niños era prohibitivo. Casi le salía más a cuenta no trabajar. Además, su madre tampoco podía ayudarla, porque también trabajaba.
Tenían dinero ahorrado y Derek había contratado un seguro de vida de cien mil dólares, con la intención de ir añadiendo dinero con el paso de los años. Pensaban que tenían todo el tiempo del mundo. ¿Quién habría dicho que un hombre de treinta años y sano iba a morir por una infección de los estafilococos áureos que le atacaría el corazón? Había salido a escalar por primera vez desde el nacimiento de los gemelos, se hizo un arañazo en la rodilla y los doctores dijeron que, seguramente, la bacteria había penetrado en el organismo a través de la pequeña herida. Les dijeron que sólo un treinta por ciento de personas presentaban este tipo de bacteria en la piel y que no solían tener ningún problema. Sin embargo, a veces una herida en la piel favorecía una infección y, por algún motivo, el sistema inmunológico está deprimido de forma temporal, por ejemplo por el estrés, y la infección se apodera del organismo a pesar de todos los esfuerzos por detenerla.
El cómo y el por qué importaban, sí, a un nivel intelectual sí pero, a nivel emocional, ella sólo sabía que se había quedado viuda con veintinueve años y dos bebés de nueve meses. A partir de ese momento, tenía que tomar todas las decisiones pensando en ellos.
Con los ahorros y el dinero del seguro, y con un control estricto del presupuesto de casa, podría haberse quedado en Seattle, cerca de sus padres y sus suegros. Sin embargo, no le habría quedado nada para la universidad de los niños y, además, habría tenido que trabajar tantas horas que apenas habría tenido tiempo para verlos. Había repasado sus opciones una y otra vez con su contable y lo que él le aconsejó fue irse a vivir a una zona donde el costo de la vida fuera menos elevado.
Ya conocía esta zona de Idaho, en las Bitterroots. Uno de los amigos de la universidad de Derek creció aquí y siempre le decía que era una zona estupenda para escalar. Derek y él se pasaron muchos fines de semana escalando. Más adelante, cuando Derek y ella se conocieron en un club de escalada y empezaron a salir, ella se unió a las salidas de fin de semana de forma natural. Aquella zona le gustaba mucho, las rocas escarpadas, el paisaje sorprendentemente bonito, la paz que allí se respiraba. Derek y ella se habían alojado en la pensión que ahora regentaba, así que incluso conocía la casa. La antigua propietaria, la vieja señora Weiskopf, pasaba grandes apuros para mantenerla, así que cuando Cate decidió meterse en el negocio de la hostelería y le hizo una oferta, la señora no se lo pensó dos veces y ahora vivía en Pocatello con su hijo y su nuera.
El costo de la vida en Trail Stop era más bajo y, al vender el piso de Seattle, Cate ganó algo de dinero que ingresó en la cuenta de la universidad de los niños. Estaba decidida a no tocar ese dinero a menos que fuera un asunto de vida o muerte… de los niños. Ella vivía de las ganancias de la pensión, que no le dejaba dinero para muchos caprichos. Sin embargo, el negocio de los desayunos le daba un poco más de margen, siempre que nada saliera mal ni se presentaran gastos imprevistos, como la emergencia de aquella mañana. Gracias a Dios no había sido nada, y gracias a Dios el señor Harris no había querido cobrarle.
Obviamente, la vida que había elegido para ella y para los niños tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Una de las ventajas, quizá la más importante, era que los niños estaban con ella toda la jornada, cada día. Tenían toda la estabilidad que ella podía ofrecerles y, en consecuencia, eran unos niños sanos y felices, y aquello bastaba para que decidiera quedarse. Otra ventaja era que le gustaba trabajar para sí misma. Le gustaba lo que hacía, le gustaba cocinar y le gustaba la gente de la comunidad. Sólo eran personas, quizá de mente más independiente que sus amigos metropolitanos, pero con defectos, virtudes y debilidades como todo el mundo. El aire allí era limpio y fresco y los niños no corrían ningún peligro jugando en la calle.
Uno de los inconvenientes de la lista era lo remoto del pueblo. No había cobertura para móviles, ni ADSL. La televisión funcionaba vía satélite, lo que se traducía en una imagen algo borrosa. Aquí uno no podía ir al supermercado en un momento porque se había dejado algo, porque el establecimiento más cercano estaba a una hora de camino, con lo que Cate hacía el viaje cada quince días y cargaba toneladas de comida. El médico de los niños también estaba a una hora de camino. Cuando empezaran a ir a la escuela, tendría que hacer ese trayecto dos veces al día, cinco días a la semana, lo que significaba que tendría que contratar ayuda para la pensión. Incluso recoger el correo implicaba un esfuerzo. En la carretera principal, a más de diez kilómetros de distancia, había una larga hilera de buzones rurales. Cualquier persona que supiera que iba a pasar por allí tenía la obligación de coger el correo que toda la comunidad quisiera enviar y recoger lo que hubiera en los buzones, lo que significaba tener que llevar siempre encima una buena cantidad de gomas para separar el correo de cada vecino, y luego entregarlo a sus destinatarios.
Los niños tampoco tenían demasiados compañeros de juego. Sólo había una niña que tenía aproximadamente su edad: Angelina Contreras, que tenía seis años e iba a primero, es decir, que durante el día estaba en el colegio. Durante el curso escolar, los pocos adolescentes del pueblo se quedaban a dormir en casa de amigos o familiares en la ciudad y sólo venían los fines de semana, porque la distancia era considerable.
Cate no ignoraba los problemas que acarreaba su opción de vida pero, por encima de todo, creía que había tomado la mejor decisión para los niños. Eran su principal preocupación, el motivo que se escondía detrás de cada una de sus acciones. Toda la responsabilidad de criarlos y cuidarlos era suya y estaba decidida a que no sufrieran.
A veces, se sentía tan sola que pensaba que el estrés iba a poder con ella. Por fuera, todo parecía totalmente normal, incluso rutinario. Vivía en aquella pequeña comunidad donde todos se conocían, criaba a sus hijos, hacía la compra, cocinaba y pagaba las facturas; es decir, se enfrentaba a las mismas preocupaciones que cualquier otra persona. Cada día era prácticamente igual al anterior.
Sin embargo, desde la muerte de Derek, siempre tenía la sensación de estar caminando al borde del precipicio y que un paso en falso la lanzaría al vacío. El peso de la responsabilidad de cuidar a los niños y darles todo lo que necesitaran recaía sobre sus hombros, y no sólo ahora, sino para siempre. ¿Y si el dinero que había ahorrado para la universidad no era suficiente? ¿Y si la bolsa se desplomaba cuando cumplieran los dieciocho y los tipos de interés caían al mínimo? El éxito o el fracaso de la pensión también era responsabilidad suya; todo era responsabilidad suya, cada decisión, cada plan, cada momento. Si sólo tuviera que preocuparse por ella, no estaría aterrorizada, pero tenía a los niños y por ellos siempre vivía al borde de un ataque de nervios.
Apenas tenían cuatro años, eran poco más que bebés y dependían totalmente de ella. Ya habían perdido a su padre y, a pesar de que no se acordaban de él, seguro que ya notaban su ausencia en sus vidas y, a medida que fueran creciendo, la notarían cada vez más. ¿Cómo podía compensarles por aquella pérdida? ¿Era lo suficientemente fuerte como para guiarlos con seguridad a través de los tercos y hormonales años de la adolescencia? Los quería tanto que no podría soportar que les pasara algo pero, ¿y si las decisiones que había tomado eran todas incorrectas?
No tenía ninguna garantía. Sabía que, aunque Derek estuviera vivo, habría problemas; pero la diferencia es que no estaría sola para afrontarlos.
Cuando su marido murió, Cate se obligó a seguir adelante por los niños y encerró el dolor en una cárcel de su interior donde podía tenerlo controlado hasta que se quedaba sola por las noches. Durante semanas y meses se pasó las noches llorando. Sin embargo, durante los días se centraba en sus hijos, en sus necesidades y, tres años después, todavía seguía funcionando igual. El tiempo había moldeado el afilado cuchillo del dolor, pero no lo había hecho desaparecer. Pensaba en Derek casi cada día, cuando veía sus expresiones reflejadas en las alegres caras de sus hijos. Encima de la cómoda de su habitación tenía una foto de los tres. De mayores, los chicos la mirarían y sabrían que era su padre.
Cate había pasado siete años maravillosos a su lado y su ausencia le había dejado un vacío enorme en su vida y en su corazón. Los chicos jamás lo conocerían y eso era algo que ella no podía devolverles.
Su madre llegó poco después de las cuatro de la tarde. Cate la estaba esperando y en cuanto el Jeep Liberty negro apareció en el aparcamiento, los niños y ella salieron a recibirla.
– ¡Aquí están mis niños! -gritó Sheila Wells, mientras salía del coche y se agachaba para abrazar a sus nietos.
– Mimi, mira -dijo Tucker, enseñándole el coche de bomberos de juguete que tenía.
– Mira -repitió Tanner, enseñándole un camión basculante amarillo. Los dos habían elegido su juguete preferido para enseñárselo.
Y ella no los decepcionó.
– Madre mía. No he visto un coche de bomberos y un camión basculante tan bonitos en… bueno, en la vida.
– Escucha -dijo Tucker cuando encendió la sirena.
Tanner hizo una mueca. Su camión no tenía sirena, pero la parte de atrás se levantaba y, cuando abría la puerta, todo lo que había dentro caía. Se agachó, lo cargó con gravilla, lo colocó encima del coche de bomberos de Tucker y vació la gravilla encima del juguete de su hermano.
– ¡Eh! -Tucker gritó, indignado, y empujó a su hermano. Cate intervino antes de que empezaran a pelearse.
– Tanner, eso no se hace. Tucker, no puedes empujar a tu hermano. Apaga esa sirena. Dadme los coches. Los guardaré en mi habitación; no podréis jugar con ellos hasta mañana.
Tucker abrió la boca para protestar, pero vio cómo su madre arqueaba una ceja a modo de advertencia y se volvió hacia Tanner:
– Siento haberte empujado.
Tanner también miró a su madre y pareció pensar que, después del castigo de la mañana, no era aconsejable tirar más de la cuerda.
– Y yo siento haber vaciado las piedras sobre tu coche -dijo, con aire magnánimo.
Cate apretó los dientes para contener una carcajada y su mirada se cruzó con la de su madre. Sheila tenía los ojos muy abiertos y la mano delante de la boca; sabía perfectamente que había momentos en que una madre no puede reírse. Se le escapó la risa, pero enseguida la camufló levantándose y abrazando a su hija.
– Estoy impaciente por explicarle esto a tu padre -dijo.
– Ojalá hubiera venido contigo.
– Quizá la próxima vez. Si no puedes venir a casa por Acción de Gracias, seguro que viene conmigo.
– ¿Y Patrick y Andie? -Patrick era su hermano pequeño y Andie, diminutivo de Andrea, era su mujer. Sheila abrió el maletero del Jeep y empezaron a sacar el equipaje.
– Ya les he dicho que seguramente pasaremos Acción de Gracias aquí. Si estamos invitados, claro. Si tienes las habitaciones llenas, nada.
– Tengo dos reservas para ese fin de semana, así que todavía tengo tres habitaciones libres, o sea que ningún problema. Me encantaría que Patrick y Andie pudieran venir.
– Si Andie dice que vendrá a pasar Acción de Gracias aquí en lugar de a su casa, a su madre le da algo -comentó Sheila, muy mordaz. Quería mucho a su nuera, pero la consuegra ya era otra historia.
– Queremos ayudar -dijo Tucker mientras intentaba tirar de una maleta.
Como la maleta pesaba mucho más que él, Cate sacó una maleta con ruedas.
– Tomad, cogedla entre los dos. Pesa mucho, así que id con cuidado.
– Seguro que podemos -dijo el niño, mientras miraba a su hermano con decisión. Cada uno cogió un asa y gruñeron por el esfuerzo de transportar la maleta.
– Pero qué fuertes que sois -dijo Sheila, y los niños sacaron pecho, satisfechos.
– Hombres -murmuró Cate entre dientes-. Son tan simples.
– Cuando no le buscan tres pies al gato -añadió su madre.
Mientras subían los dos escalones del porche, Cate miró a su alrededor. El señor Layton todavía no había vuelto. No quería cobrarle una noche de más; además, como el siguiente huésped no llegaba hasta mañana, no era ningún problema que Layton no se hubiera marchado a las once, pero estaba molesta. ¿Y si regresaba por la noche, cuando ya había cerrado con llave? No daba las llaves a los huéspedes, así que tendría que despertarla, y quizá también a los niños y a su madre, o podía entrar como había salido: por la ventana. Aunque, ahora que lo pensaba, había cerrado la ventana, así que esa opción quedaba descartada. Se dijo que si los molestaba mientras dormían, le cargaría una noche extra en la tarjeta. Además, ¿en qué otro sitio iba a dormir?
– ¿Qué pasa? -le preguntó Sheila al ver su gesto de preocupación.
– Un huésped se ha marchado esta mañana y no ha vuelto para pagar -bajó la voz para que los chicos no la oyeran-. Ha salido por la ventana.
– ¿Pretendía irse sin pagar?
– No, tengo su tarjeta de crédito, así que pagará. Y sus cosas siguen aquí.
– Es muy extraño. ¿Y no te ha llamado? Aunque dudo que pudiera hacerlo, porque no hay cobertura para móviles.
– Hay teléfonos públicos -respondió Cate, con cautela-. Y no, no me ha llamado.
– Si no se ha puesto en contacto contigo mañana por la mañana, empaqueta sus cosas y véndelas por eBay -le dijo Sheila mientras seguía a los niños hasta el interior de la pensión.
Era buena idea, aunque seguramente debería darle más de un día para reclamar sus pertenencias.
Había tenido huéspedes que le habían pedido cosas muy extrañas, pero este era el primero que se marchaba y dejaba todas sus cosas en la habitación. Tuvo una sensación extraña y se preguntó si debería avisar a la policía. ¿Y si el pobre hombre había tenido un accidente y estaba tirado en alguna cuneta? Pero Cate no tenía ni idea de hacia dónde podía haber ido y, a pesar de que sólo había una carretera, a unos veinte kilómetros había una intersección a partir de la cual podría haber ido en cualquier dirección. Además, había salido por la ventana como si estuviera huyendo de algo. Quizá su ausencia era deliberada y, después de todo, no le había pasado nada.
Tenía su número de teléfono, porque era obligatorio escribirlo en el formulario de la reserva de la habitación. Si mañana no había vuelto, lo llamaría. Y cuando todo ese asunto se hubiera solucionado, le dejaría muy claro que no podía volver a alojarse en su pensión nunca más. El misterioso, o chalado, señor Layton conllevaba muchos problemas.