Esa noche, Teague volvió a reunirse con Toxtel y Goss. A la reunión también asistieron los tres hombres a los que había llamado para que participaran en la operación: su primo Troy Gunnell, su sobrino Blake Hester y un viejo amigo, Billy Copeland. Troy y Billy eran casi tan buenos como Teague en la montaña; Blake no se desenvolvía mal, pero su principal habilidad, y por eso estaba en el grupo, era su puntería. Si tenían que liquidar algún blanco concreto que fuera complicado, Blake sería el tirador.
Los seis repasaron el plan una y otra vez. Teague se había pasado casi todo el día diseñándolo, literalmente, con una serie de mapas de carreteras, topográficos, imágenes de satélite y mapas que él mismo había hecho de la zona. Durante su visita a Trail Stop, había tomado fotos de forma discreta con una cámara digital y las había impreso en casa. A partir de las fotografías y de su memoria, dibujó un plano de Trail Stop donde aparecían las casas y las distancias entre ellas.
– ¿Por qué necesitamos saber dónde están las casas? -preguntó Goss sin apartar la mirada del mapa. No había impaciencia en su tono, sólo genuino interés. Tenía mejor aspecto que el día anterior; cuando Teague se lo comentó, Goss admitió que el lampista de Trail Stop, a quien Toxtel describió como un hijo de puta delgaducho con una escopeta enorme, le había golpeado en la cabeza.
– Porque esta gente no suele levantar las manos y rendirse -les explicó Teague-. Quizá uno o dos sí, pero la mayor parte se cabrearán y se defenderán. No los subestiméis. Esta gente ha crecido cazando en estas montañas y habrá algunos con muy buena puntería. Si elegimos bien nuestras posiciones, podemos neutralizar casi todos los puntos de defensa; además, necesitamos tenerlos lo más reunidos posibles. Así podremos vigilarlos mejor. ¿Veis lo separadas que están las casas? -preguntó, señalando el mapa-. Con las posiciones de disparo que he seleccionado, tenemos línea de fuego directa a veinticinco de las treinta y una casas.
– ¿Y la pensión? -preguntó Toxtel.
Teague dibujó una línea discontinua desde una de las posiciones hasta la casa. Sólo había posibilidad de disparar a la esquina superior derecha de la casa porque el resto quedaba detrás de otro edificio.
Toxtel frunció el ceño. Evidentemente, esperaba algo mejor.
– ¿No puedes mover la posición y buscar un ángulo mejor?
– No. No sin tener que subir hasta lo alto de esta montaña -Teague señaló un punto del mapa, en la parte nordeste de Trail Stop.
– ¿Y por qué no lo haces?
– En primer lugar, porque no soy una puta cabra montes; es una roca casi vertical. Y, en segundo lugar, porque no vale la pena; cualquier intento de fuga no será por este lado. Sólo les hemos dejado una salida, que es aquí -dibujó una ruta con el dedo, un camino prácticamente paralelo a la planicie donde se situaba Trail Stop, que después torcía hacia el noroeste a través de una grieta en la montaña.
– ¿Y por qué no la cierras también? -preguntó Goss.
– Porque, si no recuerdo mal, sólo somos cuatro. Con vosotros, seis, pero creo que no tenéis experiencia con los rifles, ¿verdad?
Goss se encogió de hombros.
– Yo no. Toxtel no lo sé.
– Un poco -admitió Toxtel casi a regañadientes-. No mucha.
– Entonces, resulta que nosotros cuatro tendremos que repartirnos la vigilancia en turnos de doce horas. Y eso ya es suficientemente duro. Primero, cada uno de nosotros se colocará con un rifle en estas tres posiciones de disparo pero, cuando hayamos arrinconado a la mayoría en el extremo derecho del pueblo, esta posición del puente os la dejaremos a vosotros. Ellos no sabrán que los rifles estarán concentrados en las dos posiciones de la derecha donde, de todos modos, el riachuelo ejerce como barrera natural.
– ¿Y por las noches? ¿Tienes prismáticos de visión nocturna? -preguntó Goss.
Teague dibujó una sonrisa fría como el hielo.
– Tengo algo mejor. Visores FLIR.
– ¿Flir? ¿Qué coño es eso?
– Visores infrarrojos. Captan el calor corporal. La ropa de camuflaje puede engañar a la visión nocturna, pero no a los infrarrojos. Nuestro campo de visión estará limitado por la mirilla de los rifles, así que tendremos que ir con mucho cuidado, pero al concentrar a todo el mundo en un punto, compensaremos ese punto débil.
Teague se había pensado mucho eso de los visores. En primer lugar, porque pesaban mucho, al menos un kilo y medio. Eso significaba que él y los demás no podrían aguantar los rifles durante mucho tiempo; tendrían que estar estirados en el suelo. Y las baterías duraban seis horas en óptimas condiciones, es decir, a unos veintisiete grados. Se dijo que, con suerte, les durarían cinco horas. Teniendo en cuenta que cada día había menos horas de luz, cada hombre tendría que cambiar la batería al menos una vez durante su turno y, si hacía más frío, seguramente dos. La noche anterior, las temperaturas había bajado de los diez grados. No era extraño que nevara en septiembre, de modo que el tiempo podía empeorar en cualquier momento. Para estar tranquilo, había conseguido doce baterías recargables y unos cargadores muy potentes que podían cargar más de una batería a la vez.
– Billy ha conseguido varias vallas plegables y las ha pintado para que parezcan las que utiliza la policía; con ellas cortaremos la carretera y evitaremos que alguien se acerque al pueblo. También hemos pegado el cartel de una empresa de construcción en una camioneta que podemos utilizar nosotros, para fingir que se están haciendo obras en el puente. El gobierno estatal no me preocupa, pero sí las compañías de la luz y el teléfono. Lo tienen todo informatizado. ¿Sabrán si Trail Stop se queda a oscuras?
Blake habló por primera vez. Era un chico de veinticinco años, medía dos metros y tenía el pelo y los ojos negros, como su tío.
– No necesariamente. No saben cuando un cliente en particular tiene problemas, a pesar de que sea un problema de la línea. Alguien tiene que llamar e informar. Además, las líneas terminan en Trail Stop, a partir de allí no van a ningún sitio. Y si aparecen, el puente estará inutilizable, así que no podrán cruzar. ¿Qué harán? Esperar a que el estado arregle el puente, ya está.
Teague se quedó pensativo un buen rato y al final asintió.
– Podría funcionar. Lo que vosotros tenéis que hacer -dijo, volviéndose hacia Toxtel y Goss-, si aparecen, es convencerlos de que trabajáis para el estado o para la empresa de construcción. Ninguno tiene pinta de trabajar en la construcción, así que lo del estado es más creíble… pero tienes que dejar el traje en el coche -le dijo concretamente a Toxtel-. Pantalones de algodón, botas, camisas de franela, chaquetón. En este trabajo se viste así. Y compraros un par de cascos para que parezca oficial.
– ¿Plazo? -preguntó Goss.
– Tengo que encargarme de un último pequeño detalle -Creed no era tan «pequeño», pero no podían poner el plan en marcha hasta que Teague localizara al guía-. Aprovechad mañana para comprar la ropa y el equipaje que necesitéis. Yo lo tengo todo. Y no olvidéis material de acampada. Ninguno se irá de aquí hasta que el baile termine, y eso significa comida, agua, linternas y estufas. Por la noche puede hacer mucho frío y el tiempo está cambiando. Ropa térmica. Calcetines y ropa interior de recambio. Todo lo que se os ocurra. Preparadlo todo para que mañana a mediodía podamos empezar. Cortaré la electricidad y el teléfono a las dos y, luego, nos encargaremos del puente.
No tenía sentido llamar a la cabaña de Creed cuando sabía que no estaba allí, pero el domingo por la mañana Harris calculó que el guía habría enviado a su cliente a casa y estaría descansando un poco. El viejo Roy Edward Starkey dijo que aquel cliente parecía un chulo inaguantable y Roy Edward era muy bueno definiendo a la gente. Eso significaba que Creed necesitaría más horas a solas de las habituales para felicitarse por no haber ahogado a ese cabrón.
Cal fue a la pensión de Cate a por una magdalena y un café, sólo para verla moverse entre los clientes y oír su voz. Su madre se había llevado a los gemelos a su casa unos días, algo que despertaba sentimientos contradictorios en Cal. Por un lado, los echaba de menos. Pero, por el otro, en los tres años que hacía que conocía a Cate, era la primera vez que los niños no estaban cerca de ella, la primera oportunidad real que tenía para establecer algún tipo de conversación más profunda, eso si era capaz de enlazar más de dos palabras seguidas sin tartamudear ni sonrojarse como un tonto.
Mientras le servía la magdalena, Cate apenas lo miró aunque, cuando él la miró, vio que se había sonrojado y que parecía nerviosa. Cal quería que se fijara en él, pero no quería incomodarla. Eso no podía ser bueno, ¿no?
La comunidad entera sabía de sus sentimientos, y les divertían. Además, todos estaban de su lado, a pesar de que Cal les había advertido que dejaran de sabotear de forma deliberada las tuberías, la electricidad, el coche de Cate y cualquier otra cosa que se les pudiera ocurrir para que estuvieran juntos, como si tener la cabeza bajo su fregadero y el culo en pompa fuera a despertar su interés. Además, todas esas pequeñas «averías» la ponían todavía más nerviosa y la pobre ya tenía suficiente sin la ayuda de nadie. Por el amor de Dios, era una viuda joven con gemelos de cuatro años intentando sacar adelante una vieja pensión en el medio de la nada.
Cuando Cal estaba seguro de que una de esas averías era obra de un pequeño sabotaje, como cuando Sherry aflojó la tuerca del desagüe del fregadero, Cal no aceptaba el dinero de Cate. Y aún cuando se trataba de una avería real, le cobraba sólo los gastos. Quería que el negocio le fuera bien; no quería que cerrara la pensión y volviera a Seattle. Si no tuviera que ganarse la vida de alguna forma, no le habría cobrado nada. Teniendo en cuenta lo pequeña que era la comunidad, había mucho trabajo; se había convertido en el hombre que solucionaba cualquier problema que pudiera surgir en el pueblo. Siempre se le había dado bien trabajar con las manos y, aunque lo suyo era la mecánica, había descubierto que podía reparar el alféizar de una ventana o instalar una puerta mosquitera tan bien como cualquiera. Neenah le había pedido que le puliera la vieja bañera de hierro fundido, así que leyó cómo hacerlo y supuso que, a partir de ahora, también sería pulidor de bañeras.
Menudo trabajo para un hombre que se había pasado gran parte de su vida con un rifle en las manos.
Aquello le recordó el motivo por el cual tenía que llamar a Creed.
Los dos formaban un dúo perfecto, pensó con una sonrisa. Les ponían un arma en la mano, les decían dónde estaba el enemigo y reaccionaban con la precisión de los relojes suizos. Sin embargo, si tenían delante una mujer que les gustaba, ninguno de los dos era capaz de encontrarse el culo con las dos manos y una linterna. Creed era todavía peor que Cal; al menos, Cal tenía un motivo para esperar porque Cate todavía se estaba recuperando de la muerte de su marido. Tres años de espera eran muchos, pero el dolor necesitaba su tiempo, incluso después de haberse rehecho y haber vuelto a sonreír, se había protegido con un muro que la separaba de cualquier posible pretendiente. Cal lo entendía y, como consideraba que el premio valía la pena, había esperado. Su paciencia se había visto recompensada y ahora aquella pared mostraba algunas grietas, y él estaba más que dispuesto a ayudar a derribarla.
En cambio, cuando se trataba de la mujer por la que Creed bebía los vientos, el hombre más duro que Cal había conocido en su vida resultaba ser un cobarde.
A las diez de la noche, cuando Cal consideró que Creed podría sacrificar unas horas de descanso, lo llamó. Y le saltó el contestador automático.
– Comandante, soy Cal. Llámame. Es importante -se imaginó a Creed frunciendo el ceño mientras escuchaba el mensaje y decidir si lo cogía o no. Normalmente, Creed ignoraría una llamada hasta que estuviera listo para responder, por eso Cal había añadido el «Es importante», para despertar su curiosidad. Creed sabía que había pocas cosas en el mundo que Cal consideraba importantes; si estaba en casa, lo llamaría dentro de unos minutos.
Cal esperó la llamada, pero el teléfono no llegó a sonar.
Mierda. Era posible que, después de cinco días cazando, Creed hubiera ido a la ciudad a reponer provisiones para tenerlas listas para el siguiente cliente. Las cosas pequeñas podía comprarlas en Trail Stop, pero para volver a preparar una excursión de caza larga tenía que ir a un lugar más grande. Incluso podía estar reunido con otro cliente, aunque Cal lo dudaba. Creed casi nunca enlazaba dos salidas de caza. Ofrecía sus servicios de guía a unos precios estratosféricos para poder permitirse la solitaria pero lujosa vida que llevaba; demasiadas salidas no le habrían permitido disfrutar de esa vida. Lo irónico era que, cada vez que subía sus tarifas, más gente demandaba sus servicios. Creed rechazaba trabajos a destajo y eso, a su vez, parecía que lo hacía más deseable y la gente que lo contrataba optaba por llamarlo antes y más a menudo.
Como Cal le había dicho un día, el éxito era un círculo vicioso, a lo que Creed le había respondido que hiciera algo que era anatómicamente imposible. Cal le respondió que, aunque el miembro de Creed puede que fuera lo suficientemente flexible y fláccido para hacer eso, el suyo no lo era y, a partir de ahí, la conversación llegó a un punto en que incluso dos antiguos marines curtidos en mil batallas hicieron una mueca de asco.
Después de esperar todo lo que pudo, Cal se marchó para seguir con su trabajo: sustituir una tabla del escalón del porche de la señora Box. Cuando terminó allí, ayudó a Walter a colgar una nueva estantería en la ferretería. Y, después, volvió a su casa, encima del colmado, miró el contestador automático y vio que Creed todavía no le había devuelto la llamada.
Neenah estaba moviendo sacos de grano por la tienda y, a pesar de que era más fuerte que la mayor parte de mujeres, Cal le pidió que le dejara hacerlo a él. A veces, no tenía tiempo de levantar las pesas que tenía en la habitación, así que levantar sacos de veinte kilos le ayudaba a estar en forma.
Desde el episodio de los dos hombres en casa de Cate, Neenah había estado callada y retraída. Normalmente ya era tranquila y callada, pero muy simpática. Cal sospechaba que ese día fue la primera vez que había experimentado la violencia en primera persona y la había dejado muy alterada. Estaba intentando llevarlo sola y como podía, aunque Cal no creía que debiera ser así, pero él no era la persona adecuada para ayudarla.
Ya era de noche cuando Creed llamó y Cal estaba enfadado.
– Ya era hora -le soltó.
Creed hizo una pausa y Cal se imaginaba cómo debía estar entrecerrando los ojos y apretando lo dientes.
– Joder, me he pasado seis días con el mayor cabrón a este puto lado de las Rocosas -dijo, al final-. Se suponía que tenía que marcharse ayer, pero el muy hijo de puta se torció un tobillo y tuve que llevarlo a cuestas cinco putos kilómetros hasta el campamento base, luego tuve que sujetarle la mano de mierda hasta que pude llevarlo al hospital para que le hicieran una radiografía y subirlo hasta un puto avión para su casa a las cinco de la tarde. ¿Así que qué coño es tan importante?
A lo largo de los años, Cal y otros miembros del equipo habían aprendido a calibrar el estado de ánimo de Creed a partir de la cantidad de tacos que decía en una sola frase. Y viendo los que acababa soltar, estaba a punto de matar a alguien
– Dos hombres asaltaron a Neenah y a Cate -dijo Cal-. Hace un par de días.
El silencio al otro lado de la línea era oscuro y frío; después, tranquilo, Creed preguntó:
– ¿Qué pasó? ¿Están heridas?
– Básicamente, asustadas. Uno puso una pistola en la sien de Neenah y tiene un moretón. Golpeé al otro en la cabeza con la culata de mi Mossberg y luego subí a por el que tenía a Neenah.
– Voy enseguida -dijo Creed, y colgó dejando casi sordo a Cal.