El primer copo de nieve cayó poco después de las cinco de la tarde. Cate se detuvo en seco, observándolo consternada. Varios copos siguieron al primero; y luego desaparecieron todos en una ráfaga de viento.
– ¿Lo has visto? -le preguntó a Cal.
– Sí.
Todavía era temprano para que empezara a nevar, aunque no imposible. Con un poco de suerte, esos copos serían los únicos que verían. Ya hacía horas que había empezado a llover con ganas. Sin embargo, teniendo en cuenta lo mucho que habían bajado las temperaturas, cada vez más a partir de primeras horas de la tarde, tenían que asumir que era posible que nevara.
La nieve no era buena por un par de motivos. El principal era que no podrían continuar. El camino ya era complicado cuando veían donde pisaban de modo que, si la nieve cubría el terreno, se estarían jugando el físico y la vida. Tampoco iban preparados para la nieve ni para un clima tan frío. Se habían dejado los ponchos puestos para cortar el viento y la lluvia, pero no llevaban las capas de ropa suficientes para mantenerse calientes. Cate ya llevaba un rato temblando, a pesar de que se había puesto la chaqueta del chándal y la capucha, así como la capucha del poncho.
Cal sacó el mapa que Roy Edward les había hecho de las minas abandonadas.
– ¿Estamos cerca de alguna de ellas? -preguntó Cate mientras se colocaba a su lado para mirar el mapa. Esperaba que sí; tenían que protegerse de ese tiempo antes de que anocheciera, para lo que faltaban apenas dos horas. Si tenían que pasar la noche al raso, se congelarían.
– Creo que no -dijo. Señaló una X-. Esta es la más cercana y calculo que debemos estar por aquí -señaló otro punto-. Si las estimaciones de Roy Edward eran correctas, estamos al menos a un kilómetro de la mina y a unos ciento cincuenta metros de desnivel. Al paso que vamos, no llegaríamos antes del anochecer. Y, aunque pudiéramos llegar, tenemos que parar, secarnos y calentarnos. Tienes las zapatillas empapadas.
Por desgracia, tenía razón. Tenía los pies tan fríos y doloridos que ya había empezado a cojear. Si para tener que llegar a algún sitio tenía que escalar, no podría hacerlo.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Tú vas a quedarte en algún lugar protegido del viento y de la lluvia mientras yo investigo. Así es como siempre me he ganado la vida.
Puesto que el viento soplaba en todas direcciones, Cate no sabía dónde esconderse. Sin embargo, Cal encontró un abeto enorme con unas ramas tan gruesas que el suelo de debajo estaba seco, de modo que Cate se sentó allí, con las rodillas pegadas al cuerpo debajo del poncho para mantener el calor corporal. Lo miró a través de la lluvia, vio que tenía la cara muy roja del frío y del viento y recordó que no iba más abrigado que ella. La única ventaja era que sus botas eran impermeables y, por lo tanto, tenía los pies secos.
– Ten cuidado -le dijo, porque fue lo único que se le ocurrió.
– Si no encuentro ningún saliente en la montaña, improvisaré un cobertizo -empezó a quitarse el material de escalada, lo dejó al lado de Cate y colocó la cuerda encima de todo. Le acarició suavemente la mejilla y se marchó. Sólo se llevó la pala. Cate lo vio alejarse bajo la lluvia con tanta energía como si tuviera las piernas de acero, mientras que a ella le dolían todos los músculos del cuerpo, y no sólo por el riguroso ejercicio al que los había sometido ese día, sino también por haber estado temblando tanto tiempo.
Agotada, se colocó la parte frontal del poncho por encima de la nariz, de modo que el aire que expulsara fuera más caliente. Al instante, se sintió más capacitada para soportar el frío, a pesar de que el viento seguía silbando entre los árboles y la lluvia no cesaba. Las ramas inclinadas del abeto formaban una especie de paraguas viviente sobre su cabeza.
Llevaban veinticuatro horas ausentes de Trail Stop. ¿Qué estaría pasando allí abajo? Cal y ella no habían podido hablar, porque se habían pasado el día escalando una roca o subiendo una montaña, actividades nada propicias para la conversación. Se habían parado únicamente cuando era necesario y luego habían retomado la marcha enseguida, conscientes de que el tiempo jugaba en su contra.
Al cabo de media hora, la lluvia empezó a mezclarse con nieve. Cate se quedó mirando los copos y deseando que desaparecieran. Las tormentas de nieve no le molestaban, pero hubiera preferido que el tiempo se hubiera mantenido cálido como el día anterior; lo único que no quería era nieve en el suelo. Seguro que en el valle no estaba nevando.
A medida que los copos eran más grandes y el suelo de la montaña empezaba a teñirse de blanco, Cate se preguntó dónde estaría Cal y qué estaría haciendo.
Cal había cogido una rama gruesa como su pulgar y la utilizaba para hundirla en cualquier terrón con posibilidades de esconder una cueva en su interior, un saliente o algo que pudiera ofrecerles cobijo suficiente para pasar la noche. Era consciente de que los osos todavía no habrían iniciado su periodo de hibernación, porque todavía era muy temprano, de modo que se había colgado la pala en el cinturón, habría desabrochado el bolsillo derecho de la chaqueta de camuflaje y había sacado la pistola de nueve milímetros automática. Normalmente, la habría llevado colgada del cinturón, o pegada al muslo si estuviera en una misión, pero no quería llevarla en un sitio del que pudiera desprenderse mientras escalaba la roca. Así pues, se la había metido en el bolsillo de la chaqueta y había abrochado la solapa. Cuando se había quitado la chaqueta, se la había enrollado de modo que la pistola le quedara pegada al cuerpo. Sabía que no era la mejor arma para enfrentarse a un oso, pero era cien veces mejor que la pala. Estudiaba cada lugar apenas unos segundos. Había varios salientes, pero eran demasiado abiertos, o la roca estaba agrietada, o el suelo parecía poco estable. De algunos salía un riachuelo pero, como una de las condiciones era que estuviera seco, esos quedaron descartados. Si no encontraba algo pronto, tendría que aprovechar el poco rato de escasa luz del sol que quedaba para construir un cobertizo. Sin embargo, como el suelo no estaba demasiado nivelado, esperaba no tener que llegar a ese extremo.
Al final, encontró algo que tenía posibilidades. Un saliente de granito en ángulo ascendente apoyado en otra losa enorme. Era imposible que el agua arrastrara esas rocas; seguramente, llevaban tanto tiempo allí que estaban prácticamente enterradas y había varios árboles que crecían encima de ellas. Otro árbol crecía en la entrada de la cueva, bloqueando casi toda la entrada. Cal apartó las ramas que llegaban al suelo, entró y estudió el interior. Tenía unos tres metros de ancho y metro y medio de profundidad, la misma altura que tenía el punto más elevado del techo. Era perfecto, porque costaría menos de calentar que un lugar más grande.
Cal llevaba una linterna pequeña, la encendió y la utilizó para enfocar todas las esquinas, buscando serpientes, ratas muertas, o vivas… cualquier cosa con la que no le gustaría pasar la noche. Lógicamente, había hojas y algunos insectos que huyeron ante el foco de luz. El fuego se encargaría de ellos.
Rompió una rama del árbol y, a modo de escoba, lo utilizó para limpiar un poco el refugio; luego utilizó la pala para recoger ramas de otros árboles, aunque no demasiadas del mismo, y las colocó en la entrada de la cueva en capas perpendiculares. La hierba fresca alejaría el olor a humedad y también servirían de cojín debajo de la colchoneta. Él podía dormir en el suelo, envuelto en una manta, pero Cate estaría más cómoda en la colchoneta.
Al menos, esa noche podrían encender un fuego. La pendiente donde estaban quedaba mirando al este, lejos de los tiradores. Los grandes árboles de la montaña retendrían el humo entre las ramas y así no formaría una estela; además, el tiempo lo disiparía. Un poco de luz y mucho calor y los dos estarían mucho más cómodos. También, tenía que conseguir que las zapatillas de Cate se secaran.
La lluvia se había convertido en nieve y ahora ya caía con la suficiente fuerza como para teñir el suelo de blanco. No le hacía ninguna gracia, y no sólo por la nieve, sino porque por la noche las temperaturas serían muy frías y cualquier superficie mojada se convertiría en una capa de hielo. Su única esperanza era que fuera un frente que se desplazara deprisa y que viniera seguido de un cálido chaparrón.
Tenía otras cosas que hacer, pero no quería dejar a Cate sentada sola en medio de la nieve más tiempo del necesario. Cuanto antes llegara a su pequeño refugio y él pudiera encender un fuego, antes podría quitarse las zapatillas y los calcetines húmedos y empezar a calentarse los pies. Él podía acabar de arreglar el refugio después.
Cuando consiguió llegar donde estaba Cate, apenas les quedaban unos veinte minutos de luz y la capa de nieve estaba cada vez más resbaladiza. Cal tuvo que clavar varias veces la pala para mantener el equilibrio. Las gotas de agua que estaban en las ramas de los árboles estaban empezando a congelarse, lo que hacía que el viento tintineara.
– He encontrado un sitio -le dijo Cal, y ella levantó la cabeza, que la tenía metida entre las rodillas. Tenía el poncho subido hasta la nariz para calentar el aire que respiraba y tenía los ojos muy abiertos; habían empezado a adquirir una expresión de sufrimiento, cosa que preocupó a Cal más de lo que permitió que su rostro expresara-. Está seco y podemos encender un fuego.
– Has dicho la palabra mágica -Cate se arrastró por debajo de las ramas con más energía que cuando había entrado. El descanso le había sentado bien. Estaría mucho mejor si Cal hubiera insistido en que se pusiera botas, pero no esperaba lluvia y nieve. Cal no sufría artritis que le advirtiera de los cambios de tiempo y no había podido mirar el canal del tiempo en los dos últimos días. Por lo que sabía, habían predicho una tormenta de nieve a principios de la estación que rompería muchos récords.
– La lluvia ha empezado a congelarse -dijo Cal-. Regresar va a ser difícil, porque el suelo está muy resbaladizo. No des un paso a menos que estés agarrada a alguna cosa.
– Vale -Cate sacó el pico y lo agarró con la mano izquierda mientras Cal cargaba con todo lo que antes había dejado en el suelo. Empezó a caminar, igual de ligero que sin el peso, y ella lo siguió.
Cate todavía tenía los pies congelados pero, mientras había estado sentada bajo el árbol, no había dejado de flexionar los dedos ni un segundo, aumentando así el riego sanguíneo, de modo que ahora no estaban tan entumecidos como antes. Sin embargo, esperaba que el refugio no estuviera demasiado lejos, porque la luz iba desapareciendo muy deprisa y la nevada era cada vez más intensa y se filtraba entre los árboles en silencio.
Esperaba que en el valle también nevara. Deseaba que los tiradores tuvieran tres metros de nieve encima. Esperaba que les hubiera llovido todo el día y ahora se hubieran convertido en helados humanos. A veces, en las montañas nevaba y en el valle no, pero esperaba que esta vez no fuera así.
– Tendremos que volver, ¿no? -preguntó ella muy despacio.
– Seguramente -Cal no se lo ocultó. Y ella se lo agradeció. Se enfrentaba mejor a la realidad que a las versiones edulcoradas que escondían más un deseo que un hecho-. A menos que sea una nevada tan fuerte que tengamos que esperar a que pare.
Cal se detuvo en un terreno especialmente resbaladizo y, con la pala, formó una especie de escalón. Con todas las cosas debajo del poncho, parecía un monstruo deforme, pero Cate supuso que ella tenía el mismo aspecto.
A nivel físico, no recordaba haber estado tan mal en su vida. Cada vez que respiraba, expulsaba una nube de humo por la boca; hizo un esfuerzo por cerrarla y respirar por la nariz, lo que provocó un efecto dragón. Se distrajo pensando en que podría enseñárselo a los niños ese invierno. Les encantaría hacer el dragón.
– Es aquí -dijo Cal, mientras apartaba las ramas e iluminaba el interior de la cueva con la linterna-. La he limpiado un poco y he colocado esas ramas para que te sirvan de almohada. Entra y ponte cómoda mientras voy a buscar leña para el fuego.
Cate no le preguntó dónde pretendía encontrar ramas secas; tenía una fe ciega en él y sabía que, si había alguna rama seca por ahí fuera, Cal la encontraría. Se detuvo en la entrada, se quitó el poncho, lo colgó en una de las ramas y se metió dentro del refugio. Una segunda linterna les habría venido de maravilla.
– Toma -le dijo Cal, mientras sacaba de la bolsa un tubito verde y estrecho. En cuanto lo vio, Cate supo qué era, porque lo había visto en tiendas para actividades al aire libre. Cal lo dobló para desencadenar la reacción química y el tubo empezó a brillar.
Tener luz era maravilloso. Cate se sintió mejor de inmediato, a pesar de que tenía tanto frío como antes.
Cal se arrodilló en la entrada y empezó a quitarse cosas de encima, intentando hacerlo con el poncho puesto ya que no quería que la manta y la colchoneta se mojaran. El material de escalada fue a parar a un extremo de la cueva; Cate también se quitó el suyo y lo colocó junto al de Cal.
Se había acostumbrado al peso de las bolsas con el agua pero, en cuanto se las quitó, soltó un gran suspiro de alivio mientras la espalda y los hombros se le relajaban. El agua era quizá lo que más pesaba, puesto que cada uno llevaba unos nueve litros de agua, equivalentes a nueve kilos de carga.
– ¿Llevas calcetines secos?
– En el bolsillo.
– Antes que nada, quítate los zapatos y los calcetines mojados, sécate los pies y ponte un par de calcetines secos -dijo Cal, y luego se marchó y volvió a perderse en la noche. Cate se quedó mirando el halo de la linterna un momento y luego hizo lo que él le había dicho. El experto en supervivencia era él, no ella.
Dejó a un lado las zapatillas y, con mucho esfuerzo, consiguió quitarse los calcetines empapados. Tenía los pies muy pálidos. Se envolvió los dedos de los pies con las manos, pero también las tenía frías y no le hicieron nada. Entonces, empezó a frotarse los pies con las manos con fuerza, para secarlos y para accionar el riego sanguíneo. Lo que necesitaba era una olla con agua caliente para meterlos dentro pero, como aquel refugio no tenía tuberías, siguió frotando y apretando hasta que, poco a poco, se le empezaron a calentar manos y pies.
La luz que el tubo desprendía era escasa y de color verde, con lo que Cate no sabía si los pies habían adquirido un tono rosado o no, pero los notaba más calientes. Sacó los calcetines del bolsillo y se los puso. Por lo visto, habían absorbido parte de su calor corporal y la sensación fue casi como si se hubiera envuelto los pies con toallas calientes. Enseguida desapareció pero, mientras duró, fue maravillosa.
Llevaba los pantalones mojados hasta las rodillas, pero no tenía otro par. Entonces recordó los pantalones del pijama largos que había metido en el bolsillo de la chaqueta. Los cogió, se sacó los que llevaba y se puso los del pijama. Estaban secos pero, como eran tan finos, parecía que no la protegían del frío, así que se envolvió con la manta y empezó a arreglar el poco espacio que quedaba libre en el refugio.
Eso implicaba desenrollar la colchoneta encima de las ramas que Cal había colocado en el suelo y colocar la manta de éste encima. Arrastró las bolsas con las botellas de agua hasta el fondo de la cueva, donde esperaba que no se congelaran, y sacó una botella para cada uno. Para comer, sólo tenían cereales, cajas individuales de pasas y barritas energéticas pequeñas. Para su sorpresa, en la bolsa de Cal había unas galletas de maíz. Cate se encogió de hombros; quizá le chiflaban esas cosas. Lo entendía. Durante ciertos días de cada mes, ella mataría por un poco de chocolate; bueno, quizá no matar, pero seguro que tiraría al suelo a las señoras mayores que se encontrara en el aparcamiento del supermercado para quitarles todas las barritas de chocolate Hershey que llevaran.
Sonrió. Una vez, Tanner le ofreció un beso Hershey para que se alegrara. Ella se echó a reír y lo abrazó con fuerza, confirmando la sospecha del niño de que el chocolate curaba todos los males.
Cal regresó, con un puñado de ramas secas y hojas debajo del poncho. Las dejó en un lugar seco, sacó la pala y cavó un pequeño agujero en el suelo al fondo de la cueva. Cuando terminó, dijo:
– Necesito piedras -y volvió a marcharse.
Seguro que tardaría menos en encontrar piedras que ramas secas. Hizo un par de viajes y rodeó el agujero con las piedras. Luego, colocó una cama de hojas en el suelo y, encima, varias ramas.
– Esto sólo es para prender fuego; luego iré a por más leña -dijo, mientras abría la bolsa de galletas de maíz. Se metió una en la boca y luego cogió otra. La colocó de lado y cogió la caja impermeable de cerillas y encendió una pero, en lugar de acercarla a las ramas, la acercó a la galleta.
Para sorpresa de Cate, la galleta se encendió y las llamas empezaron a pasearse por el contorno.
– Si no lo veo, no lo creo -murmuró ella.
– Alto contenido en aceites -dijo Cal mientras colocaba la galleta debajo de las ramas.
Cate se acercó y observó fascinada cómo las ramas empezaban a prender fuego y el humo empezaba a subir.
– ¿Cuánto tiempo arderá?
– Nunca lo he calculado; el suficiente. No dejes que el fuego se caliente demasiado; sólo para que siga ardiendo hasta que vuelva con más leña. -y volvió a perderse en la noche.
El fuego empezó a prender y la calidez que le llegó a la cara era celestial. Observó la galleta hasta que se convirtió en cenizas y tuvo la tentación de encender otra pero, en lugar de eso, se dedicó a reunir el poco fuego que quedaba y lo alimentó con otra rama.
Cal amontonó lo que parecía una pequeña montaña de ramas y corteza seca en el fondo de la cueva y no paró hasta que le pareció suficiente. Entonces, cortó varias ramas frescas de los árboles cercanos y se sentó debajo de la entrada mientras hacía un marco grande con ramas largas y las ataba con fibras que había cogido de los propios árboles. Empezó a tejer las ramas que le quedaban en el marco, intercalándolas y atándolas. Cuando terminó, apoyó un extremo en el suelo y apoyó el otro en una rama contra el suelo para que quedara levantado. Había hecho una pantalla que bloqueaba casi toda la entrada que haría que el calor se quedara allí dentro y no entrara viento; y la había hecho en poco más de media hora.
Luego suspiró, se frotó las manos contra la cara y Cate vio lo cansado que estaba.
– Siéntate -le dijo, mientras ella se movía hasta un extremo de la colchoneta para dejarle espacio. Le dio una botella de agua y una bolsa de cereales-. También tengo pasas y barritas energéticas, si quieres.
– Las dos cosas -respondió él-. Hoy hemos quemado muchas calorías.
Comieron en silencio porque estaban tan cansados que tenían que concentrarse en el esfuerzo de masticar. Cuando se comió las pasas, Cate casi sintió cómo el azúcar se incorporaba a su riego sanguíneo. Dejó la caja de cartón junto al fuego, para quemarla más adelante.
Cal vio los zapatos de Cate y los acercó al fuego, así como los calcetines. Y entonces vio los pantalones del chándal. Se quedó inmóvil un segundo, pero luego, lentamente, también los acercó al fuego y colocó las partes húmedas más cerca de las llamas. Miró de reojo a Cate, preguntándose si estaría desnuda debajo de la manta.
Ella sonrió y apartó la manta para enseñarle los pantalones del pijama. Cal relajó un poco los hombros y le sonrió.
– Casi me da un ataque al corazón.
Después de comer, la opción más interesante era dormir. Cal se quitó las botas y escondió el tubito verde en una de ellas, de modo que la luz se redujo y se quedaron con la del fuego, que era más agradable. Se envolvió con la manta y se estiró entre Cate y la entrada del refugio.
Cate se estiró en la colchoneta y también se tapó con la manta.
– ¿Esta noche no hacemos guardia?
– No hace falta -la voz de Cal fue un murmuro adormecido.
– Podemos turnarnos para dormir en la colchoneta.
– Aquí estoy bien. He dormido en el suelo más noches de las que recuerdo.
Ella abrió la boca para protestar, pero los ojos le pesaban demasiado. Luego suspiró y se quedó dormida.
Se despertó al cabo de un rato, podría ser una hora después o varias, temblando por el frío que entraba por debajo de la manta. Abrió los ojos y vio a Cal sentado junto al fuego y alimentándolo con otra rama, de modo que supuso que también se había despertado por el frío. La luz aumentó cuando la rama prendió fuego y empezó a arder, pero Cate no notó la diferencia en la temperatura.
La noche era mucho más fría. Lo sabía por el aire que entraba por los laterales de la pantalla que Cal había construido. ¿Habrían tenido mucho más frío si no la hubiera construido? Se colocó de lado y pegó las rodillas al pecho para intentar conservar su calor corporal. Él la miró y vio que tenía los ojos abiertos.
– ¿Tienes frío? -le preguntó, y ella asintió. Cal añadió otra rama y el fuego adquirió más vigor.
Cate miró el reloj con los ojos entrecerrados pero, con tan poca luz, no podía ver nada.
– ¿Qué hora es?
Cal debía de haber mirado el suyo hacía poco, porque dijo:
– Pasan pocos minutos de medianoche -como mínimo, habían dormido un par de horas.
– ¿Sigue nevando? -tenía sed, así que se levantó a beber un sorbo de agua, y enseguida volvió bajo la manta.
– Sí. Hay una capa de unos ocho o diez centímetros en el suelo.
No era mucho pero, en aquellas circunstancias, perfectamente podía haber sido una tempestad de nieve.
Cal volvió a la cama, de espaldas a Cate, como habían dormido en el sótano, aunque esta vez no estaban acurrucados juntos. En la colchoneta sólo cabía una persona, pero había otras opciones.
Cate las consideró mientras se preguntaba si realmente estaba lista para dar ese paso. Miró la nuca de Cal, su pelo rubio y revuelto, y la respuesta fue un simple «sí». Sí, le encantaría despertarse cada mañana y ver esa cabeza a su lado durante el resto de su vida. Lo quería. Quería explorar los misterios de su persona, qué lo había convertido en quien era, cada detalle de él, por complicado que fuera. Quería hacer el amor con él, reír con él, compartir su vida con él. Primero tendría que descubrir si estaba dispuesto a aceptar a una viuda con dos hijos, pero estaba segura de que, al menos a un nivel básico, estaba interesado en ella.
– Cal -susurró ella mientras alargaba el brazo para acariciarle la espalda.
Y ya está. Él se dio la vuelta y la miró, con una mirada clara y directa. Aquel momento se hizo eterno y la tensión se apoderó de los músculos de Cate, cuyo cuerpo desprendía una silenciosa necesidad que encontró respuesta.
Cal apartó la manta y se pegó a ella mientras buscaba debajo de su manta hasta que consiguió quitarle los pantalones del pijama y la ropa interior, que dejó encima del equipo de escalar. Su repentina desnudez hizo que el corazón de Cate latiera con fuerza y que ella apretara las piernas para reprimir el calor y la excitación que sentía. Estaba tan excitada que tenía miedo de tener un orgasmo en cuanto Cal la tocara. Y no quería eso, quería sentirlo dentro, sentir los deliciosos envites que aumentaban su placer hasta que ya no pudiera más.
A su lado, de rodillas, Cal se desabrochó los pantalones y se los bajó. El pene salió disparado, con las venas marcadas y el prepucio de color rojo intenso. Ella alargó una mano para tocarlo, pero él le cogió la mano en un movimiento tan rápido que Cate apenas vio nada.
– No -Cal tenía los ojos entrecerrados mientras apartaba la manta y se colocaba encima de Cate, separándole las piernas con los muslos y colocando su cadera entre ellas-. He esperado todo este tiempo para hacerte el amor; no quiero correrme en tus manos.
Y Cate lo sabía, vaya si lo sabía. Quería relajarse pero no podía, su cuerpo entero estaba tenso. Lo tenía agarrado con las piernas, y sólo quería atraerlo hacia ella. Alzó las caderas, salió a buscarlo, pero el ángulo no era el bueno y la erección de Cal sólo se interponía entre ellos, alejándola y haciéndola gritar de dolor. Él intentó detenerla y se separó lo suficiente como para interponer su mano entre los dos cuerpos mientras ella intentaba acercarlo desesperadamente.
– Por favor -dijo Cal con los dientes apretados-. Cate… ¡Por Dios! Déjame que… -cogió la punta del pene, lo colocó en posición y la penetró.
Cate se oyó respirar de forma entrecortada, casi llorando. Le dolía. La sorprendió lo mucho que dolía. Estaba húmeda y excitada, pero con los músculos muy tensos. Quería llorar. Quería gritar. Quería que saliera y olvidarse de aquella sensación cálida y tensa pero, al mismo tiempo, quería que Cal se moviera deprisa hasta que aquella horrible tensión desapareciera y pudiera relajarse. Clavó los dedos en la espalda de Cal y descubrió que estaba tan tenso como ella.
Cal estaba respirando hondo, con el cuerpo tembloroso como si estuviera luchando contra una fuerza irresistible. Cate giró la cabeza y vio los dedos de Cal hundidos en las ramas de debajo de la colchoneta y los músculos de los antebrazos estirados y temblorosos.
Él emitió un gruñido y apoyó la frente en la de Cate:
– Si me muevo, me correré.
Y si no lo hacía, ella se moriría.
Se frotaron el uno contra el otro, intentando desesperadamente controlar la salvaje urgencia que los tenía atrapados. Ella gimoteó, con la sensación de que estaba atrapada en un torbellino que estaba a punto de romperla en mil pedazos, acercándola cada vez más a una destrucción insoportable. Gritó y sus músculos internos se tensaron alrededor de Cal. Perdió el mundo de vista y llegó al orgasmo.
Cal también perdió el control, levantó el tronco y empezó a moverse, a doblarse, a penetrarla y a empujar con tanta fuerza que ella volvió a gritar. Cal tembló con la fuerza del orgasmo, se agitó y maldijo y gruñó con tanta desesperación que parecía que las palabras le salían directamente del pecho.
Luego, muy despacio, se dejó caer encima de ella.
Cate se dio cuenta de que, para alguien que parecía tan delgado, era increíblemente fuerte. Y estaba caliente, y el calor de su cuerpo contrarrestaba el aire frío de su pequeño refugio. Cate todavía seguía agarrada a su espalda y obligó a sus manos a relajarse. Se deslizaron por su espalda y acariciaron la suavidad de sus nalgas desnudas.
Tenía las mejillas húmedas. No sabía por qué estaba llorando, y en realidad no lloraba; estaba intentando respirar y ralentizar el ritmo de su corazón, pero las lágrimas siguieron resbalándole por las mejillas. Cal se las secó con un beso, le acarició las sienes, la mandíbula y, al final, llegó a la boca. Cate notó como el semen resbalaba de su interior, pero Cal no salió de su interior a pesar de que Cate sabía que ya no estaba erecto. Quedarse dentro de ella les ahorró tiempo.
La segunda vez fue mucho más lenta. Ella volvió a alcanzar el orgasmo pero, aunque Cal se excitó, no pudo llegar, aunque no pareció preocuparle demasiado. Él siguió moviéndose contra ella como el viento contra un lago, elevándola hasta un tercer orgasmo antes de que ella le pidiera que parara. Cate sabía que estaría dolorida, y él también pero, a pesar de eso, detestó el momento en que sus cuerpos se separaron y tuvo que morderse el labio para reprimir un sonoro quejido.
Se limpiaron con un poco del agua embotellada, luego Cal se puso los pantalones y, con un gruñido, se colocó encima de la colchoneta y atrajo a Cate encima de él. Tapados con las dos mantas y compartiendo su calor corporal, ella estaba mucho más caliente y se durmió enseguida, aunque se despertó al cabo de unas horas cuando él se movió debajo de ella.
Le acarició la cara; le encantaba la barba de tres días que llevaba y cómo le plantó un beso en la palma de la mano antes de cerrar los ojos.
– Dejaste de sonrojarte -murmuró ella mientras le dibujaba la curva del labio superior con el dedo. De repente, aquel asunto parecía muy importante-. ¿Por qué dejaste de sonrojarte?
Él abrió los ojos y la miró fijamente.
– Porque empezaste a hacerlo tú.
Era cierto, se había sonrojado en su presencia varias veces, últimamente; el abrupto cambio en sus sentimientos hacia él la había confundido tanto que se había quedado totalmente desconcertada.
– Cuando te instalaste aquí -dijo él-, supe que no estabas preparada -su dulce voz la envolvió como una caricia. La nieve de fuera había silenciado cualquier ruido, menos el crujir del fuego y su voz-. Todavía estabas dolida por la pérdida de tu marido, todavía estabas de luto. Tenías un muro a tu alrededor que ni siquiera te permitía verme como hombre.
– Te veía -respondió ella-. Pero es que parecías tan tímido…
Cal dibujó una sonrisa.
– Ya. Todo el pueblo se partía de risa al ver cómo me sonrojaba y tartamudeaba como un adolescente siempre que estabas cerca.
– Pero, ¿eso fue… desde el principio? ¿Hace tres años? -estaba sorprendida. No, estaba atónita, y completamente horrorizada. Era imposible que hubiera estado tan ajena a todo, tan ciega ante algo que incluso un niño de trece años sabría.
– Desde la primera vez que te vi.
– ¿Y por qué no dijiste nada? -estaba indignada de que todo el mundo lo supiera y ella no.
– No estabas preparada -repitió él-. Sólo había dos hombres a los que te dirigías como «Señor»: Creed y yo. Piénsalo.
No tenía que pensarlo. La verdad estaba allí delante como un panel luminoso de la autopista. Ellos dos eran los únicos hombres realmente candidatos a robarle el corazón, porque Gordon Moon no contaba, y ella los había mantenido a distancia.
– Cuando me llamaste por mi nombre propio, supe que el muro había caído -dijo él, mientras levantaba la cabeza para besarla.
– Pero todos lo sabían -Cate no acababa de creérselo.
– Eh… Y no sólo eso. Me parece que tengo que confesarte otra cosa. Tu casa no necesitaba tantas reparaciones. Ellos la saboteaban; cortaban un cable o aflojaban una tuerca, para que tuvieras un escape y tuviera que ir a tu casa. Les parecía gracioso ver cómo me venía abajo cuando me hablabas.
Ella lo miró mientras intentaba decidir si debería reír o enfadarse.
– Pero… Pero… -tartamudeó.
– No pasa nada -él le sonrió-. Soy un hombre paciente. Y hacían lo que podían para juntarnos. No querían perder a un buen manitas.
Vale, ahora sí que estaba completamente perdida.
– ¿Por qué iban a perderte?
– Cuando llegaste a Trail Stop, hacía un mes que había dejado los marines. Estaba viajando por el país y, como no estaba seguro de lo que quería hacer, vine a visitar a Creed. Él era mi comandante en el cuerpo y nos hicimos amigos. Él se licenció hará… unos ocho años, creo, y no lo había visto desde entonces, así que vine a buscarlo. Llevaba un par de semanas aquí y me estaba preparando para marcharme cuando llegaste. Te vi y me quedé. Tan sencillo como eso.
¿Qué tenía eso de sencillo?
– ¡Pensaba que vivías aquí! ¡Pensaba que llevabas años aquí! -Cate casi gritaba, pero no sabía por qué. Seguramente, porque se sentía imbécil.
– No. Llevo en el pueblo quince días más que tú.
Ella miró la tierna expresión de sus ojos, vio la dureza y la plenitud de él como hombre, su fuerza, y le vinieron ganas de llorar. Abrió la boca para intentar decir algo importante y profundo, pero las palabras que salieron no eran ni una cosa ni la otra:
– ¡Pero si tengo boca de pato!
Él parpadeó y, muy serio, respondió:
– Me gustan los patos.