Cal estaba tendido sobre su estómago al norte del punto donde había calculado mentalmente que estaría el tirador más alejado del pueblo. Era un buen lugar. Estratégicamente hablando, si hubiera querido evitar que alguien bajara por ese lado de terreno y llegara a la grieta o quisiera acercarse a él, también habría colocado allí un tirador. La larga y estrecha grieta era como una pista de bolos, sin ningún lugar donde esconderse… al menos a los ojos de un visor térmico. Tenía razón respecto al uso de visores normales y prismáticos durante el día, aunque necesitarían un francotirador mucho más bueno para localizarlo cuando Cal no quería que lo localizaran.
Creed siempre había dicho que era un cabrón de naturaleza escurridiza. Era bueno saber que algunas cosas nunca cambiaban.
Se había esperado allí para esperar que cambiaran los turnos. La primera noche, contó cuatro posiciones de disparo pero, a partir de entonces, sólo dos, las dos más estratégicamente bien colocadas para derribar a cualquiera que quisiera llegar hasta la grieta. Nadie podía mantener aquella posición durante tres días y medio sin que lo relevaran y, al mismo tiempo, hacer un trabajo decente. Necesitabas dormir, comida, agua y el viaje ocasional a los arbustos. Si te tomabas unas cuantas pastillas de speed podías mantenerte despierto todo ese tiempo, pero estarías alucinando, disparando a fantasmas y tan paranoico que te dispararías a ti mismo, así que descartó aquella posibilidad. Bien los tiradores dormían durante el día o bien se relevaban. Cuatro tiradores la primera noche, y dos las noches siguientes. Los números eran fáciles. Se turnaban de dos en dos. No había vuelta de hoja
Eso dejaba un gran espacio sin cubrir en la zona del puente y Mellor se había tomado demasiadas molestias para cometer un error como ese. Seguro que allí también habría otra posición, con tiradores con armas de corto alcance; eso significaba que, siguiendo la teoría de los dos turnos de doce horas, había dos hombres más, lo que hacía un total de seis.
Seis hombres, seis civiles, quería decir que habría al menos dos coches, seguramente más. Estarían aparcados por allí cerca, pero fuera de la carretera por si alguien se acercaba al pueblo. Y era probable que alguien lo hiciera, si es que no lo habían hecho ya. A Conrad y Gordon Moon les encantaban las magdalenas de Cate y solían ir a la pensión al menos una vez a la semana. Quizá Cate tenía clientes para esos días. Lo del puente y la falta de luz y teléfono les funcionaría unos días, pero no demasiados.
Estos tipos tenían que saber que estaban contra las cuerdas, que el reloj jugaba en su contra y tendrían que hacer algo contra la gente de Trail Stop dentro de poco; contra Cate, porque creían que ella tenía lo que querían. Hubiera preferido no tener que enviarla de vuelta al pueblo sola, pero no podía hacer otra cosa. No podía venir con él, y no podía quedarse en las montañas, porque necesitaba comida y un techo. Al menos, si estaba en Trail Stop, Creed cuidaría de ella.
La noche sería el mejor momento para que esos hombres se movieran. Tenían visores térmicos; sabían contra qué disparaban. Sin embargo, al hacer volar el puente habían cometido un error porque la dificultad de cruzar el riachuelo ahora era la misma para todos. Él había tenido que ir medio kilómetro al norte hasta encontrar un lugar donde poder cruzarlo sin que la corriente lo arrastrara. Y esperar había sido otro error táctico; ahora la gente del pueblo ya se había organizado con las barricadas que él les había enseñado a construir, habían podido moverse por el pueblo y estaban muy enfadados.
Sin embargo, cuando empezaran los tiros, podía pasar cualquier cosa, y Cate seguía ahí abajo.
Cal tenía dos opciones: olvidarse de los tres que hacían guardia, localizar los vehículos, encargarse de los tres que seguramente estaban descansando y pedir ayuda o eliminarlos a los seis, uno a uno, hacer que pareciera que se habían traicionado entre ellos, y luego pedir ayuda. Podía hacerlo; podía llevar a cabo la segunda opción sin ningún problema. De hecho, le gustaba mucho. No quería que ni uno solo de esos cabrones saliera vivo de allí.
Normalmente, era un tipo tranquilo, pero era mejor no cabrearlo. Y ahora estaba realmente cabreado.
Miró el reloj. Los cambios de turnos no serían a horas aleatorias, como a las nueve de la mañana y de la noche; así que los harían a mediodía y medianoche o a las seis de la mañana y de la tarde. Si no veía ningún movimiento a las seis, eso significaba que los tiradores llevaban en posición desde mediodía y que estaban cansados, pero que todavía les quedaban seis horas de guardia. Un buen estratega los habría alternado, relevando un turno a mediodía y medianoche y otro a las seis de la mañana y la tarde, de modo que siempre hubiera alguien fresco, pero la mayoría apostaba por lo simple… y predecible. Así la cabeza no se cansaba tanto.
A las seis de la tarde no oyó nada. No detectó ninguna actividad.
Lástima. Si hubiera llegado un relevo nuevo a las seis, Cal se habría esperado hasta la medianoche, habría dejado que se cansaran y habrían vivido un poco más.
Sigiloso como una serpiente, con movimientos lentos y decididos, Cal siguió subiendo la montaña, por encima de donde había marcado que estarían los tiradores y empezó una meticulosa búsqueda del primer hombre. Cal se había preocupado de camuflarse, con la manta de color verde oscuro encima. Había cortado tiras de la manta y se había cubierto las manos y los dedos, para protegerse del frío y para no dejar huellas. Cortó otra tira y se la ató a la frente, y se colocó pequeñas ramas y hojas encima de la cabeza. Si estaba quieto, el ojo humano desnudo pasaría de largo.
Los minutos pasaron y no vio nada. Empezó a preguntarse si se habría equivocado de posición o si se habrían movido; en este último caso, estaba perdido y podía tener a alguien apuntándolo a la cabeza ahora mismo. Pero su cabeza seguía intacta y continuó con sus sigilosos movimientos mientras buscaba algo, lo que fuera, que delatara la posición del tirador.
A unos tres metros delante de él, a la derecha, vio un destello metálico y luego una pequeña luz verde que enseguida se apagó. Ese estúpido había encendido la esfera del reloj para mirar la hora. «Imbécil.» No llevabas un reloj con la esfera iluminada; llevabas uno con las manecillas iluminadas y la esfera cubierta con una tapa. La perdición estaba en los detalles, y ese pequeño detalle acababa de traicionar al tirador. Por todo lo demás, la posición era buena; el tipo estaba estirado, cosa que aportaba mayor estabilidad a la hora de disparar y las rocas lo cubrían. La cabeza no sobresalía de las piedras y por eso Cal no lo había visto desde abajo.
El tipo estaba totalmente concentrado en mover el visor de un lado a otro del pueblo muy despacio, incluso después de tantas horas. No percibió la presencia de Cal, ni siquiera cuando lo tenía a escasos centímetros. Murió sin saber que la Muerte estaba llamando a su puerta, con la columna vertebral partida a la altura de la segunda vértebra.
Era una maniobra que costaba perfeccionar. Requería pericia, técnica y mucha fuerza. Otro obstáculo para llegar a dominarla era que no había demasiada gente tan estúpida como para dejar que practicaras con ellos. Por eso, se solía practicar sólo en situaciones reales, donde un error podía salir muy caro.
El tipo no se movió y Cal confirmó que estaba muerto, aunque el chasquido de la vértebra fracturada había sido prueba suficiente para él. Cacheó el cuerpo hasta que encontró el cuchillo de caza colgado del cinturón, donde Cal sabía que estaría. Lo sacó de la funda y lo inspeccionó todo lo que pudo en la oscuridad de la noche. Serviría. Se lo metió entre el cinturón y los pantalones y rezó para no clavárselo de forma accidental. Luego, levantó al tipo y lo tiró por las rocas, como si hubiera resbalado. Esas cosas pasaban. Mala suerte.
Cogió el rifle del hombre y se lo colgó del hombro, acercó el ojo al visor térmico y empezó a buscar figuras brillantes en las montañas. ¡Ajá! La siguiente posición estaba a unos cien metros, algo más abajo, para un disparo más plano y exacto. Y más lejos, donde suponía que estaba el puente, localizó otra silueta. Perfecto. Tres, como se imaginaba. Buscó arriba y abajo, para asegurarse de que ya estaban todos. Nada, excepto por algún animal pequeño y un par de reses.
El rifle era muy bonito; en sus manos, era como magia, un equilibrio perfecto. Lamentablemente, tuvo que lanzarlo por las rocas para que acompañara a su dueño. Ahora sí que parecía un accidente, como si el tipo se hubiera levantado a mear, se hubiera resbalado y hubiera caído por las rocas, llevándose consigo el rifle.
En silencio, empezó a acercarse al segundo tirador.
Goss sabía que aquello se iba a pique. Estaba en la tienda jugando a cartas con Teague y su primo Troy Gunnell, pero no tenía la cabeza en el juego y siempre perdía.
Toxtel estaba al borde de un ataque de nervios. Después de decirle al anciano ese lo que querían, no habían vuelto a saber nada más. Ni una palabra. No podías negociar con gente que no quería hablar. Tampoco habían visto ningún movimiento, pero Goss sabía perfectamente que se estaban moviendo detrás de aquellas barricadas que habían construido. Habían conseguido recuperar los cuerpos de los muertos. Teague dijo que o bien se habían empapado en agua congelada o habían conseguido construir una especie de barricada móvil detrás de la cual esconderse, cosa que parecía sacada de una película de guerras medievales, así que Goss se quedó con la explicación más sencilla: agua.
Teague estaba muy orgulloso de sus visores térmicos, y resulta que podían anularse con agua. Genial.
Teague también se estaba poniendo nervioso. Tenía una pinta horrible y se tomaba pastillas de ibuprofeno como si fueran caramelos. Sin embargo, seguía funcionando y, aparte de esa obsesión suya con el tal Creed, lo que decía tenía sentido. Sus tres amigos no parecían notarlo extraño, así que igual todavía estaba acostumbrándose a los efectos de la conmoción. Goss, que había sufrido lo mismo hacía justo una semana, lo entendía perfectamente.
Esta mañana, dos chicos se habían acercado al puente tan alegremente, como si no hubieran visto la señal. Sí, la habían visto pero creían que quizá estaba allí por error. ¿Alguien sabía cuándo lo arreglarían? ¿En un par de días, quizá?
Goss se dijo que eran el tipo de tarados que irían a quejarse airadamente y a gritos ante cualquiera que creyeran que podía arreglar el puente. En cualquier momento, aparecería un camión del servicio de carreteras.
Quizá existía una especie de ley cósmica por la cual todos pensaban lo mismo porque, justo en ese momento, Teague dijo:
– Tu amigo parece a punto de perder los nervios.
Goss se encogió de hombros.
– Está bajo mucha presión. Jamás ha fallado en un trabajo y, además, el jefe y él hace mucho tiempo que trabajan juntos.
– Se ha dejado llevar por el ego.
– Lo sé -él había contribuido a eso alentando a Toxtel siempre que había podido, apoyándolo en las ideas más descabelladas, adoptando el punto de vista más extremo en cada cosa que se le ocurría a Toxtel. Su compañero no era idiota, ni mucho menos, pero se estaba jugando su orgullo y no sabía retirarse a tiempo porque nunca había tenido que hacerlo. Una racha de éxitos ininterrumpida podía llegar a ser un hándicap si duraba demasiado, porque la persona en cuestión perdía la perspectiva.
Y Toxtel la había perdido.
Quizá ya era hora de terminar con aquello y seguir adelante, pensó Goss, animado por aquella idea. Era imposible esconder ese fiasco. Había muerto demasiada gente y se habían provocado demasiados daños. Sólo tenía que asegurarse de que aquello salpicaba a Faulkner y, sinceramente, hacerlo era lo más fácil del mundo.
– Yo me planto -dijo, bostezando, cuando terminaron esa partida-. Creo que iré a hablar con Hugh por si está cansado y quiere que le releve antes.
– Todavía faltan un par de horas para la medianoche. Te quedará un turno muy largo -dijo Teague.
– Ya, bueno, no le digas a Toxtel que he dicho esto, pero yo soy más joven -se levantó y se estiró, cogió el abrigo y se aseguró de llevar guantes y gorro. El tiempo aquí podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Había pasado de despejado y frío a nublado y cálido, y luego a nublado y frío, después a lluvioso y frío y ahora volvía a estar despejado y frío, y todo esto en unos pocos días. Esta mañana, las montañas habían amanecido nevadas. El invierno se acercaba y él no quería pasarlo en Idaho.
El bueno de Hugh. Iba a echarlo de menos. Bueno, en realidad no.
Tenía que asegurarse de que aquello salpicaba a Faulkner. Quizá podría esconder una nota en el cuerpo de Hugh donde pusiera: «Yuell Faulkner me pagó para hacer esto». Sí, claro. Tenía que ser algo que la policía encontrara, pero no tan obvio como para que lo descartaran como pista. Implicar a Bandini también estaría bien; garantizaría que tanto los buenos como los malos pondrían precio a la cabeza de Faulkner.
Se puso los guantes y se acercó al Tahoe, abrió la puerta y sacó el móvil de Toxtel de la guantera. Aquí no tenía cobertura, pero no quería llamar a nadie. Lo encendió y grabó el número de Faulkner en la agenda. Sin nombre, sólo un número. Los policías ya seguirían la pista. Apagó el móvil y lo dejó en la guantera, aunque luego se lo pensó mejor, lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Luego tuvo otra idea, sonrió, y volvió a dejar el móvil en la guantera. Sí. Eso sería mucho mejor.
El Tahoe estaba lleno de papeles, mapas, listas y planos. Una de las hojas de papel había caído al suelo del coche, alguien la había pisado y estaba sucia. Goss cogió un bolígrafo, escribió el nombre de Bandini en el papel, lo encerró entre signos de interrogación y luego lo tachó para que fuera prácticamente ilegible; prácticamente, pero no imposible. Tiró todos los papeles a la parte de atrás y lanzó el bolígrafo en algún punto entre el asiento del conductor y el volante.
Después, silbando, se dirigió por el oscuro camino hacia donde estaba Toxtel, sentado, haciendo guardia solo mientras esperaba que alguien del otro lado quisiera hablar con él.
Cal se camufló en la sombra de un árbol, confundiéndose con el suelo del bosque. Estaba a un escaso metro y medio del tercer tirador, al que reconoció como Mellor, cuando oyó que alguien se les acercaba… silbando.
Se quedó inmóvil, con la cabeza agachada y los ojos prácticamente cerrados. Se había impregnado la cara con barro para camuflar la piel pálida, porque camuflarse para salir de caza no le costaba, pero si el instinto le decía que tenía que agachar la cabeza y cerrar los ojos, lo hacía. Estaba tan cerca que el brillo de los ojos podría delatarlo.
El segundo tirador estaba en medio de un charco de sangre, con el cuchillo del primero clavado en el cuello. Dos menos; todavía le quedaban cuatro. Tuvo la tentación de eliminar a estos dos al mismo tiempo, pero no lo hizo. Sería demasiado complicado controlar el ruido y el movimiento. Se ceñiría al plan original y los eliminaría de uno en uno.
– Llegas temprano -dijo Mellor, mientras se levantaba de su posición protegida. Llevaba un abrigo muy grueso y, en lugar de rifle tenía una pistola. Cal meneó la cabeza al ver cómo se estaba exponiendo ese idiota a un posible disparo. Debía de sentirse a salvo en la noche pensando que nadie de Trail Stop podía verlo.
– He pensado que podía relevarte antes -dijo el otro tipo. Cal también lo reconoció. Era Huxley-. Teague y su primo están jugando a cartas en la tienda. Te lo digo por si quieres relajarte antes de acostarte -mientras hablaba, se inclinó, cogió una manta del suelo, la sacudió y empezó a doblarla.
– Yo no juego a cartas -respondió Mellor mientras se volvía hacia las siluetas oscuras de las casas-. ¿Qué le pasa a esa gente? -preguntó, de repente-. ¿Están locos? Yo ya habría intentado saber qué pasa, descubrir qué queremos, algo. Se han escondido y se han encerrado. Nada más.
– Teague dijo que están…
– A la mierda Teague. Si hubiera sabido lo que tenía entre manos, ya tendríamos ese lápiz de memoria y estaríamos en Chicago.
«Un lápiz de memoria.» Así que eso era lo que querían. Cate tenía ordenador; si hubiera encontrado alguna cosa electrónica entre las pertenencias de Layton, la habría reconocido y habría sabido que, seguramente, era lo que querían. Y no lo había encontrado porque no estaba allí. Layton se lo había llevado.
– Pensaba que habías dicho que te lo habían recomendado -Huxley había colocado la manta doblada encima de su brazo derecho. Curiosa forma de sostenerla, con la mano debajo de la manta.
– Llamé a un tipo que conocía -dijo Mellor mientras se volvía-. Confi…
Huxley disparó tres tiros y la manta amortiguó el ruido, de modo que era como si hubiera utilizado silenciador. Mellor retrocedió cuando los dos primeros tiros le impactaron en el pecho, y luego Huxley le dio el disparo de gracia en la frente. Mellor cayó como un saco de grano. Huxley no se molestó en comprobar si estaba muerto, ni siquiera le dedicó otra mirada. Se volvió y se marchó por donde había venido.
Vaya, vaya. ¿Una pelea o alguien tenía otros planes? Con mucho sigilo, Cal lo siguió camuflándose entre las sombras del bosque, integrándose en el paisaje nocturno. A Huxley parecía no importarle hacer ruido; subió por la carretera como si estuviera caminando por una acera de la gran ciudad. Después de una curva, dejó la carretera principal y tomó un camino recién abierto hacia la izquierda. Cal se dijo que los vehículos debían de estar aparcados allí detrás; los arbustos estaban chafados como si algo bastante grande les hubiera pasado por encima.
Había una tienda plantada en un claro del bosque, con cinco vehículos aparcados a su alrededor: cuatro camionetas y un Tahoe. Dentro de la tienda, había una linterna de gas encendida, enfocando a dos hombres que estaban jugando una intensa partida de póquer. Cal pudo ver, a través de la lona abierta, varios sacos de dormir enrollados en el suelo de la tienda.
– ¿Qué pasa? ¿A Toxtel le gusta hacer guardia o qué? -dijo un hombre corpulento y con un gran moretón en la cara mientras levantaba la cabeza-. ¿O acaso cree que empezarán a hablar esta noche, como por arte de magia?
– Supongo que es demasiado aplicado -dijo Huxley, que estiró el brazo y empezó a apretar el gatillo. O bien había pensado mucho cómo iba a eliminar a los dos hombres a la vez o bien lo había hecho tantas veces que aquello era casi natural en él. Sus movimientos eran mecánicos: no dudaba, no se alteraba, no mostraba ninguna emoción. Dos disparos al tipo corpulento, y luego dos más al otro, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Después, el cañón volvió al primer hombre, con un movimiento perfectamente controlado y le dio el disparo de gracia. Después se volvió hacia el otro hombre e hizo lo mismo, con frialdad. «Taptap, tapatap, tap, tap.» Casi como si fuera un baile.
Huxley se arrodilló junto al hombre más corpulento, metió los dedos enguantados en el bolsillo correcto de los pantalones y sacó un juego de llaves. Tiró la pistola al suelo entre los dos cuerpos, salió de la tienda y se dirigió hacia una de las camionetas.
Cal lo observó alejarse, con la mirada entrecerrada y pensativa. Podría haberlo eliminado, pero Huxley había hecho el trabajo por él y, al mismo tiempo, lo había librado de cargar con las otras dos muertes, así que dejarlo marcharse parecía lo más lógico. Ya descubriría la policía lo que había pasado. En todo caso, en los planes de Huxley no estaban incluidos sus socios.
Cal entró en la tienda y cogió un juego de llaves del bolsillo del segundo cadáver. Miró la llave y vio que era de un Dodge así que, sin dudarlo, salió de la tienda y se subió al potente Dodge Ram. Estaría en la cabaña de Creed en quince minutos.
Neenah se pasó el día en el hospital junto a Creed mientras le hacían una radiografía de la pierna y evaluaban el trabajo manual de Cal. Cuando el doctor le preguntó quién le había suturado, Creed se limitó a decir que un antiguo amigo que había recibido clases de medicina en los marines. Bastó, porque el médico enseguida asumió que debió de ser otro médico y se quedó tranquilo.
Resulta que tenía una mínima fractura, como si Cal no se lo hubiera dicho ya, y le colocaron un vendaje blando en lugar de uno duro. Tenía que llevarlo durante dos semanas, hasta que volviera al hospital a que le hicieran más radiografías, pero el doctor creía que para entonces la fractura estaría curada. En resumen, todo buenas noticias. Le dieron un par de muletas; el médico le recomendó que las utilizara y que descansara la pierna lo máximo posible y le dijo que, si hacía lo que debía hacer, dentro de dos semanas volvería a caminar utilizando las dos piernas.
Neenah sonrió aliviada cuando escuchó el diagnóstico.
– Tenía miedo de que, cojeando de aquella forma, te hubieras hecho una lesión crónica -le dijo, mientras lo ayudaba a subir al coche que había alquilado. Creed no tenía ni idea de cómo había conseguido uno tan deprisa. Quizá la había ayudado alguien de la oficina del sheriff. Lo había aparcado a la puerta del hospital, para evitar que él caminara más de lo necesario.
– Es la única forma de cojear que sé -respondió él, y ella se echó a reír. Le encantaba su risa, cómo echaba la cabeza hacia atrás y le brillaban los ojos. La tensión y el sufrimiento de los últimos días le habían provocado unas oscuras ojeras y, en ocasiones, Creed había visto el dolor reflejado en su cara pero, por un momento, aquello desapareció. Le gustaría mantenerlo así siempre, alejar cualquier tipo de dolor de ella. Sabía que no podía, sabía que todos los que estaban en Trail Stop tendrían que enfrentarse a lo que había pasado, cada uno a su manera. Él no había salido indemne, pero no se refería a la pierna. A consecuencia de la violencia que les había tocado de cerca, había revivido viejos recuerdos. Ya se había enfrentado a ellos antes y ahora volvería a hacerlo; los recuerdos de todos aquellos hombres que habían ido a la guerra. Los detalles eran distintos, pero los muertos igualmente eran amigos.
La Masacre de Trail Stop, como la describía la prensa amarillista, estaba en todas las noticias. No dejaban de llegar periodistas a la ciudad, lo que provocó una considerable carencia de habitaciones de hotel, porque los habitantes de Trail Stop también estaban allí porque necesitaban dormir en algún sitio.
Al final, todo se calmaría pero, por ahora, la oficina del sheriff estaba tomando declaración a todo el mundo e intentando encontrar camas para tanta gente hasta que la comunidad recuperara la luz y el teléfono, que había quien decía que no sucedería hasta que reconstruyeran el puente. Los puentes no se levantaban de hoy para mañana, ni siquiera los más pequeños. Se decía que quizá no podrían volver a casa para Navidad. Pero Creed tenía más información. Ya había hecho algunas llamadas a gente que conocía a más gente y le habían dicho que la reconstrucción del puente de Trail Stop había pasado a ocupar la primera posición en la lista de proyectos del condado. Por lo tanto, Creed esperaba que el nuevo puente estaría listo dentro de un mes.
A pesar de todo, una vez reconstruido el puente, las cosas en el pueblo seguirían estando destrozadas. La comida en neveras y congeladores se habría estropeado, la lluvia habría entrado por las ventanas rotas y habría causado daños en suelos y paredes, aparte del pequeño asunto de los múltiples agujeros de bala en las paredes, las posesiones dañadas o destrozadas, vehículos irrecuperables… las compañías de seguros estarían ocupadas durante un buen tiempo.
Al menos, la policía parecía apuntar hacia la teoría de que había habido problemas en el bando de los malos y que uno de ellos había traicionado al resto. A menos que Cal dijera lo contrario, aquella era la teoría que Creed defendía en público.
En privado era otra cosa. Había compartido demasiadas misiones con ese escurridizo marine para no reconocer sus acciones. Cal siempre hacía el trabajo. Independientemente del trabajo que fuera, Cal siempre era el elegido de Creed en situaciones mucho más complicadas que aquella. Nunca era el tipo más corpulento, ni el más rápido, ni el más fuerte, pero siempre era el más duro.
– Sonríes como un lobo -le dijo Neenah, que quizá lo dijo para advertirle que podría haber gente mirando.
Aquella comparación lo sorprendió.
– ¿Los lobos sonríen?
– En realidad, no. Más bien enseñan los dientes.
Vale, la comparación era válida.
– Estaba pensando en Cal y Cate. Es muy bonito verlos juntos -sólo era una mentira a medias. Estaba pensando en Cal. Pero, qué demonios, era muy bonito cómo Cal había visto a Cate hacía tres años y había decidido quedarse en el pueblo, esperando a que ella se fijara en él y, mientras esperaba, fue estableciendo lazos con sus hijos y colándose en su vida hasta tal punto que ella ya no sabría qué hacer sin él. Típico de Cal. Decidía lo que quería y luego hacía que sucediera. De repente, Creed sintió una inmensa alegría de que Cal no se hubiera enamorado de Neenah, porque entonces habría tenido que matar al mejor amigo que tenía en el mundo.
Creed le indicó a Neenah el camino para llegar a su casa y, por primera vez en su vida, se preguntó si había dejado algún calzoncillo tirado por el suelo. Sabía que no, porque el entrenamiento militar todavía pesaba en su conducta pero, si alguna vez lo hubiera hecho, seguro que sería el día en que Neenah fuera a ver la casa por primera vez.
Se acercó a la puerta y metió la llave en la cerradura, pero entonces vio el cristal que Cal había roto para entrar, sonrió, metió la mano, abrió desde dentro y se apartó para que Neenah entrara.
A Creed le gustaba su casa. Era de estilo rústico, suficientemente pequeña para vivir solo, pero no demasiado pequeña, puesto que tenía dos dormitorios. La cocina era moderna, aunque no la usaba mucho, y los muebles eran los que necesitaba para vivir y dormir. Eran muy sencillos, estaban colocados donde él quería y la cama estaba hecha a medida. Lo que se veía allí era el resultado de sus habilidades, o inclinaciones, domésticas.
Se dio cuenta de que Neenah no tenía dónde vivir. Su casa estaba destrozada y, encima, todavía no podían acceder al pueblo. La oficina del sheriff llevó un helicóptero para que trasladara a los habitantes del pueblo hasta la ciudad, porque consideró que era la forma más segura y rápida.
– Se parece a ti -dijo Neenah con su serena sonrisa-. De verdad. Me gusta.
Creed le acarició la suave piel de la mejilla con un dedo.
– Podrías quedarte aquí conmigo -dijo él, yendo directamente al grano de lo que quería.
– ¿Quieres acostarte conmigo?
Creed estuvo a punto de caer porque, de repente, las muletas parecían incontrolables, pero descubrió que era incapaz de mentirle a esa mujer, de mirar esos ojos azules y decir algo que no fuera la verdad absoluta.
– Claro que sí, pero quiero hacerlo vivas donde vivas.
– ¿Sabes que fui monja?
¿Cómo podía estar tan tranquila cuando a él el corazón le latía tan deprisa que creía que iba a desmayarse?
– Lo he oído. ¿Eres virgen?
Ella sonrió ligeramente.
– No. ¿Cambia algo?
– Cambia en que ahora estoy mucho más tranquilo. Tengo cincuenta años; no podría soportar esa presión.
– ¿No quieres saber por qué ya no soy monja?
Él mordió el anzuelo y se lanzó con una posible respuesta:
– ¿Porque te gustaba demasiado el sexo para dejarlo?
Ella soltó una carcajada. Le pareció tan gracioso que, al final, se sentó en el sofá de Creed riendo tanto que acabó llorando. Creed empezó a sospechar que el sexo no le gustaba tanto. Aunque estaba seguro de que podía hacerla cambiar de opinión. Ahora todo iba más despacio y sabía muchas más cosas y, aplicado al sexo, aquello era maravilloso.
– Me hice monja porque tenía miedo de la vida, tenía miedo de vivir -dijo ella, al final-. Y dejé el convento porque me di cuenta de que aquellos eran los motivos equivocados para estar allí.
Él se acomodó junto a ella y dejó las muletas a un lado. Le rodeó los hombros con un brazo y le levantó la barbilla.
– ¿Recuerdas dónde lo dejamos cuando el puente explotó y alguien empezó a disparar contra tu casa?
– Vagamente -dijo, con un brillo en los ojos que decía que le estaba tomando el pelo.
– ¿Quieres que sigamos desde allí o quieres ir directamente a la cama y hacer el amor?
Neenah se sonrojó y lo miró muy seria.
– La cama.
«Gracias, Señor.»
– Vale, pero primero quiero dejar claras un par de cosas.
Ella asintió, con sus ojos azules clavados en los de él.
– Hace años que estoy enamorado de ti, te quiero y quiero casarme contigo.
Ella se quedó boquiabierta. Palideció, se sonrosó, Creed esperaba que de alegría, y dijo:
– Eso son tres cosas.
Creed se quedó pensativo una décima de segundo y se encogió de hombros antes de agarrarla y sentarla en sus rodillas para besarla.
– En realidad, creo que son partes separadas de una misma cosa.
– ¿Sabes qué? Creo que tienes razón -se contoneó contra él y acabó sentada a horcajadas encima de Creed con los brazos alrededor de su cuello mientras se besaban con locura.
Al cabo de un rato, Neenah estaba medio desnuda, la cremallera de los pantalones de Creed estaba abierta y ella respiraba de forma agitada contra el pecho sudoroso de él. Tenía la mano dentro de sus pantalones, subiendo y bajando y Creed tenía la espalda tan tiesa que parecía una tabla. La cama era lo último que tenía en la cabeza.
– Será mejor que esté bien -dijo ella con fiereza.
– Te lo aseguro -le prometió él mientras la colocaba en posición.
– Si después de tanto tiempo sin sexo esto resulta ser un petardo, yo…
– Cariño -dijo él muy despacio, expresando su último pensamiento lúcido en los siguientes veinte minutos-. Los marines no tiramos petardos.
– ¡Cate! -Sheila salió corriendo de casa, llorando como una magdalena a pesar de que Cate la había llamado hacía dos días, en cuanto había podido tener acceso a un teléfono. Quería hablar con su madre antes de que todo aquello llegara a las noticias, y quería hablar con los niños. Estaban dormidos, pero Cate insistió en que Sheila los despertara para oír sus adormecidos lamentos hasta que supieron que mamá estaba al teléfono.
Con todas las preguntas de la policía que Cal había tenido que responder, no habían podido salir hasta esa mañana. Hasta que restablecieran la luz y reconstruyeran el puente, no podían ir a casa, así que los padres de Cate los invitaron a quedarse con ellos en Seattle hasta que pudieran volver a su casa.
Sheila abrazó a su hija con mucha fuerza, luego la besó, y luego volvió a abrazarla. Su padre salió de casa y también la abrazó con fuerza y, detrás de él, salieron dos pequeños saltarines, gritones y sucios que no acababan de decidirse si gritar «¡Mamá!» o «¡Señor Hawwis!», así que gritaron las dos cosas.
Cal le dio la mano al padre de Cate, luego se arrodilló y los niños se le echaron encima. Después de tres años de lo mismo, Cate ya estaba acostumbrada a que sus hijos la abandonaran por Cal que, a fin de cuentas, les había enseñado palabrotas. ¿Qué madre podía competir con eso? Empezó a reír como una tonta viéndolo atrapado entre dos pares de diminutos brazos mientras los niños le explicaban las novedades de su visita a casa de Mimi. Parecía que Cal se iba a quedar sin aire, porque los niños lo abrazaban con mucha fuerza y entusiasmo.
– Veo que tenía razón -dijo Sheila, mirándolo con satisfacción.
– ¿En qué? -consiguió responder Cal.
– En que había algo entre Cate y tú.
– Sí, señora, tenía razón. Llevo tres años detrás de ella.
– Bueno, pues buen trabajo. ¿Pensáis casaros?
– ¡Mamá!
– Sí, señora -dijo Cal, sin sonrojarse.
– ¿Cuándo?
– ¡Mamá, por favor!
– Lo antes posible.
– En ese caso -concluyó Sheila-, dejaré que te quedes aquí con ella. Pero nada de hacer manitas con mi hija bajo mi techo.
El padre de Cate parecía que iba a estallar de risa en cualquier momento. Cal parecía que iba a estallar si los niños no lo soltaban. Y Cate parecía que iba a estallar de indignación.
– Ni se me ocurriría, señora -le aseguró Cal.
– Mentiroso -le dijo ella.
Cal le guiñó el ojo a su futura suegra.
– Sí, señora -respondió, muy decidido, y sonrió.
Un par de semanas después, el hombre que había sido Kennon Goss, y que antes había sido Ryan Ferris, se paseó tranquilamente por un cementerio a las afueras de Chicago. Parecía caminar sin ningún destino en concreto; se detenía a leer algunos nombres y luego seguía.
Pasó frente a una tumba bastante nueva. La lápida era provisional y el nombre inscrito en ella era Yuell Faulkner, con las fechas de su nacimiento y su muerte. El hombre no se detuvo, no pareció prestar ninguna atención especial a la tumba. Siguió y se detuvo frente a la tumba de un niño que había muerto en 1903 y frente a la de un veterano de guerra decorada con dos pequeñas banderas estadounidenses.
Una de las ironías de la vida, pensó el hombre. Esa noche, Faulkner había muerto unas horas antes. El bueno de Hugh Toxtel no tenía que haber muerto; después de todo, su sacrificio involuntario no había sido necesario. El de los demás tampoco, pero poco le importaban Teague y su primo Troy. En cambio, sí que se preguntaba por Billy Copeland y el chaval joven, Blake; él no los había matado. Entonces, ¿quién había sido?
Al recordar esa noche, a veces creía rememorar una sensación de suave brisa, como si algo o alguien se le hubiera acercado mucho. A veces, el sentido común le decía que sólo había sido una brisa, una brisa de verdad provocada por el movimiento del aire. Sin embargo, eso no explicaba por qué, desde entonces, se había despertado varias veces en plena noche, confuso por una sensación que tenía en sueños de que alguien lo estaba vigilando.
Estaba encantado de ya no estar en Idaho, pero no podía quedarse en Chicago. Tenía que seguir adelante. Quizá iría a algún sitio cálido. Quizá Miami. Había oído en las noticias que se habían producido una serie de violentos asesinatos ahí abajo. El asesino se dedicaba a coleccionar los ojos de sus víctimas.
¿Qué posibilidades había?