El huésped que se alojaba en la habitación 3 de la pensión Nightingale, que para Cate Nightingale era la de los hombres porque desprendía un aire eminentemente masculino, apareció en la puerta del comedor, se detuvo en seco y retrocedió para esconderse tras la pared. La mayor parte de los clientes que estaban disfrutando del desayuno ni siquiera se fijaron en la breve aparición de aquel hombre y, los que lo hicieron, seguramente pensaron que no había nada raro en aquella repentina desaparición. Aquí en Trail Stop, Idaho, la gente solía ocuparse de sus asuntos y, si a uno de los huéspedes no le apetecía desayunar en el comedor, a nadie le parecía extraño.
Cate lo vio, pero sólo porque en el momento en que el huésped se volvió de forma abrupta, ella salía de la cocina, que estaba situada justo enfrente del comedor, con una bandeja de lonchas de jamón. Se dijo que, en cuanto pudiera, tendría que subir a ver si ese hombre, que se llamaba Jeffrey Layton, quería que le llevara una bandeja con el desayuno a la habitación. A algunos huéspedes no les gustaba desayunar con desconocidos, así de sencillo. Subir una bandeja a las habitaciones no era algo excepcional.
La pensión Nightingale llevaba abierta casi tres años. Tenía pocos clientes que se quedaran a pernoctar, pero el desayuno era todo un éxito. Abrir el comedor al público para el desayuno había sido una idea afortunada. En lugar de instalar una mesa grande donde todos los huéspedes se sentaran juntos (eso asumiendo que tuviera las cinco habitaciones ocupadas, algo que hasta ahora jamás había sucedido), Cate había colocado cinco mesas pequeñas, cada una con cuatro sillas, para que los huéspedes, si lo deseaban, pudieran comer con cierta privacidad. La gente de la pequeña comunidad de Trail Stop pronto descubrió que la pensión ofrecía buena comida y, antes de darse cuenta, empezaron a preguntarle si le parecía bien que fueran a tomar café allí por la mañana, acompañado de sus magdalenas de arándanos.
Como era una recién llegada, quería integrarse en la comunidad y, como le sobraban sillas, accedió, a pesar de que en su fuero interno lamentó el gasto extra que aquello supondría. Los primeros días, cuando los clientes se disponían a pagar, no sabía qué cobrarles, porque el desayuno estaba incluido en el precio de la habitación; eso la obligó a escribir a mano un menú con los precios y colgarlo en el porche, junto a la puerta lateral, que era la que utilizaban los habitantes del pueblo en lugar de dar toda la vuelta hasta la entrada principal de la vieja casa. Al cabo de un mes, había tenido que hacer sitio para una sexta mesa, con lo que la capacidad total del comedor era de veinticuatro personas. Sin embargo, a veces ni eso bastaba, sobre todo cuando tenía huéspedes. Cuando no quedaban sillas, era habitual ver a hombres tomándose un café y una magdalena apoyados en la pared.
Sin embargo, hoy era el Día de los Bollos. Un día a la semana, en lugar de magdalenas, hacía bollos. Al principio, los hombres de la comunidad, que básicamente procedían de ranchos y madererías, se mostraron recelosos ante la nueva «pastelería fina», pero los bollos enseguida se convirtieron en un éxito de la casa. Cate había probado varios sabores, pero el favorito de todos era el de vainilla, porque iba muy bien con cualquier mermelada.
Cate dejó la bandeja de lonchas de jamón justo en medio de una mesa, a la misma distancia exactamente de Conrad Moon y de su hijo, para que ninguno de los dos pudiera acusarla de favoritismos. Había cometido ese error una vez y, desde entonces, los dos hombres no habían dejado de comentar a quién prefería Cate. Gordon, el hijo, bromeaba pero ella tenía la desagradable sensación de que Conrad buscaba una tercera esposa y pensaba que ella era la candidata perfecta. Ella opinaba lo contrario, así que siempre se aseguraba de no darle alas y colocaba la comida justo en el centro de la mesa.
– Qué buena pinta tiene -dijo Gordon, como cada día, mientras alargaba la mano para coger una loncha con el tenedor.
– Mejor que buena -añadió Conrad, que no podía permitir que Gordon le ganara en los cumplidos.
– Gracias -respondió ella y se marchó, sin dar la oportunidad a Conrad de añadir nada más. Era un buen hombre, pero tenía la edad de su padre y, aunque no hubiera estado tan ocupada para pensar en salir con alguien, seguro que no lo habría escogido a él.
Cuando pasó junto a la cafetera Bunn, comprobó los niveles de café y se detuvo para llenar de nuevo el depósito. El comedor todavía estaba a rebosar; esta mañana, la gente estaba alargando el desayuno más de la cuenta. Joshua Creed, un guía de caza, estaba con uno de sus clientes y, cuando estaba Creed, los chicos siempre se quedaban más tiempo para hablar con él. Desprendía un aire de liderazgo y autoridad al que la gente respondía de forma natural. Cate había oído que era un militar retirado, y se lo creía; todo él emanaba poder, desde la intensa y directa mirada hasta la mandíbula y los hombros cuadrados. No venía muy a menudo pero, cuando lo hacía, solía ser el centro de una respetuosa atención.
El cliente, un apuesto hombre moreno que Cate calculaba que debía de estar cerca de la cuarentena, era el tipo de forastero que a ella menos le gustaba. Era obvio que tenía dinero, porque podía permitirse pagar a Joshua Creed como guía de caza y, a pesar de que llevaba vaqueros y botas como los demás, se aseguró, de una forma sutil y otra menos sutil, de que todo el mundo supiera que era alguien importante a pesar de su actitud de camaradería. Para empezar, se había arremangado la camisa y lucía sin ruborizarse el reloj con diamantes incrustados que llevaba en la muñeca izquierda. También hablaba un poco más alto y un poco más entusiasmado que los demás, y no dejaba de mencionar sus experiencias en una cacería en África. Incluso dio una lección de geografía a todo el comedor al explicarles dónde estaba Nairobi. Cate consiguió reprimir las ganas de poner los ojos en blanco ante la asunción de que «local» equivalía a «ignorante». «Raro» quizá sí, pero no «ignorante». El tipo en cuestión también se tomó la molestia de explicar que cazaba animales únicamente para fotografiarlos y, a pesar de que a nivel emocional Cate lo aprobaba, su sentido común le susurró que sólo lo decía para tener donde escudarse en caso de volver con las manos vacías. Le sorprendería mucho que realmente fuera fotógrafo de algo.
La línea divisoria entre su vida anterior y la actual era tan definida que a veces tenía la sensación de no ser ni siquiera la misma persona. No se había producido ningún cambio gradual, nada que le diera tiempo a analizar y procesar, a crecer y convertirse en la mujer que era ahora; en lugar de eso, sólo hubo cortes profundos y cambios abruptos y traumáticos. El periodo entre la muerte de Derek y su decisión de mudarse a Idaho fue un inclinado y estrecho valle que jamás había visto el sol. En cuanto ella y los chicos se instalaron aquí, estuvo tan ocupada con las obras de la pensión y poniéndola en marcha que ni siquiera tuvo tiempo de sentirse una extraña. Y en cuanto se relajó un poco, casi sin saberlo, descubrió que ya formaba parte de las actividades de la comunidad, igual que en Seattle; incluso más, porque Seattle era como todas las grandes ciudades, llenas de extraños y donde la gente se mueve dentro de su burbuja personal. Aquí, conocía a todo el mundo, literalmente.
Justo antes de llegar a la puerta de la cocina, ésta se abrió, Sherry Bishop asomó la cabeza y dibujó una mirada de alivio en cuanto vio que Cate se acercaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó Cate en cuanto entró en la cocina. Antes que nada, miró a la mesa, donde sus gemelos de cuatro años, Tucker y Tanner, desayunaban un cuenco enorme de cereales; estaban sentados en sus tronas, exactamente en el mismo sitio donde los había dejado. Estaban parloteando, riendo y retorciéndose, como siempre; en su mundo todo estaba bien. Bueno, Tucker parloteaba y Tanner escuchaba. Cate no podía evitar preocuparse por lo poco que Tanner hablaba, pero el pediatra no lo había encontrado extraño. «Está perfecto -había dicho el doctor Hardy-. No necesita hablar, porque Tucker lo hace por los dos. Cuando tenga algo que decir, hablará.» Y puesto que Tanner era completamente normal en todo lo demás, incluyendo la comprensión, Cate tenía que asumir que el pediatra tenía razón, aunque seguía estando preocupada. No podía evitarlo; era madre.
– Se ha roto una tubería debajo del fregadero -dijo Sherry, algo nerviosa-. He cerrado la llave de paso, pero tenemos que arreglarlo lo antes posible. Los platos sucios se nos acumulan en las mesas.
– Oh, no -aparte del problema obvio de no tener agua para cocinar o fregar los platos, a Cate se le avecinaba otro problema todavía mayor: su madre, Sheila Wells, estaba de camino desde Seattle para quedarse con ella una semana y llegaba esa misma tarde. Teniendo en cuenta que su madre no estaba demasiado de acuerdo con la decisión de Cate de marcharse con los niños, ya se imaginaba sus comentarios acerca de lo remoto del pueblo y de la ausencia de comodidades modernas para que encima no hubiera agua en la casa.
Siempre pasaba algo; aquella casa vieja parecía que necesitaba reparaciones constantes, algo lógico si uno había decidido vivir en una casa con bastantes años encima. Sin embargo, su economía estaba calculada hasta el último dólar y sólo podía permitirse hacer reparaciones tres veces al mes. «Quizá la próxima semana no pase nada…», pensó con un suspiro.
Descolgó el teléfono de la cocina y, desde la memoria, llamó a la ferretería Earl.
Respondió el propio Walter Earl, y lo hizo tras el primer tono, como siempre.
– Ferretería -dijo. No necesitaba más identificación, puesto que en el pueblo sólo había una ferretería y él era el único que cogía el teléfono.
– Walter, soy Cate. ¿Sabes dónde está hoy el señor Harris? Tengo una emergencia en la instalación de agua.
– ¡El señol Hawwis! -exclamó Tucker en cuanto oyó el nombre del manitas del pueblo. Emocionado, golpeó la mesa con la cuchara y Cate tuvo que taparse el oído libre para poder escuchar lo que decía Walter. Los dos niños la estaban mirando muy atentos, alegres ante la idea de ver al señor Harris. El manitas de la comunidad era una de sus personas preferidas porque les fascinaban sus herramientas y a él no le importaba que jugaran con las llaves inglesas y los martillos.
Calvin Harris no tenía teléfono, pero cada mañana pasaba por la ferretería para recoger todo lo que iba a necesitar durante el día, de modo que Walter solía saber dónde podían encontrarlo. Al principio de llegar a Trail Stop, a Cate le sorprendió mucho que, en estos días, alguien no tuviera teléfono, pero ahora ya se había acostumbrado al sistema y le parecía algo normal. Que el señor Harris no tenía teléfono, pues no tenía teléfono. Nada más. La comunidad era tan pequeña que encontrarlo no suponía ningún problema.
– Está aquí mismo -dijo Walter-. Te lo envío ahora mismo.
– Gracias -respondió Cate, satisfecha de no tener que ir llamando casa por casa hasta dar con él-. ¿Podrías preguntarle cuánto cree que tardará?
Escuchó cómo Walter hablaba con alguien y luego escuchó unos sonidos más suaves e incomprensibles que reconoció como la voz del señor Harris.
Volvió a escuchar a Walter con claridad.
– Dice que tardará unos minutos.
Cate se despidió, colgó y soltó un suspiro de alivio. Con un poco de suerte, el problema sería menor y volverían a tener agua dentro de unas horas, y además con un impacto mínimo en su economía. Con ese panorama, y viendo que necesitaba las reparaciones del señor Harris tan a menudo, se había empezado a plantear si no le saldría más económico ofrecerle alojamiento y comida gratis a cambio de su trabajo. Vivía en una habitación encima del colmado y, aunque era más grande que cualquiera de las de la pensión, pagaba el alquiler y ella estaba dispuesta a añadir la comida en el trato. Tendría una habitación menos para alquilar, pero como la pensión no estaba siempre llena. Lo único que la frenaba era la ligeramente indeseable idea de tener a alguien en casa de forma permanente con ella y los niños. Con lo ocupada que estaba durante el día, quería que las noches fueran sólo de los tres.
Sin embargo, el señor Harris era tan tímido que se lo imaginaba murmurar algo después de la cena, subir a su habitación y desaparecer hasta la mañana siguiente. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si los niños querían estar con él en lugar de con ella? Se sintió insignificante y mezquina por preocuparse por algo así pero… ¿y si lo preferían a él? Ella era el centro de sus jóvenes vidas y no estaba segura de estar preparada para dejar de serlo. Algún día tendría que hacerlo, pero ahora solo tenían cuatro años y eran lo único que le quedaba de Derek.
– ¿Y? -preguntó Sherry con las cejas arqueadas mientras esperaba noticias, buenas o malas.
– Viene hacia aquí.
– Entonces, lo has pillado antes de que se fuera a hacer otra cosa -añadió Sherry, tan aliviada como Cate.
Cate miró a sus hijos, que estaban sentados mirándola fijamente y con las cucharas en el aire.
– Tenéis que acabaros los cereales o no podréis ver al señor Harris -les dijo, muy seria. No era exactamente cierto, porque el señor Harris estaría allí en la cocina, pero tenían cuatro años; ¿qué iban a saber ellos?
– Nos daremos plisa -dijo Tucker, y los dos empezaron a comer con más energía que precisión.
– Prisa -dijo Cate, recalcando la «r».
– Prisa -repitió Tucker obedientemente. Cuando quería, podía decirlo bien pero, cuando estaba distraído, algo que sucedía con mucha frecuencia, volvía a hablar como cuando era pequeño. Hablaba tanto que a veces parecía que no se tomaba el tiempo necesario para pronunciar bien las palabras-. Viene el señol Hawwis -le dijo a Tanner, como si su hermano no lo supiera-. Jugaré con el talado.
– Taladro -lo corrigió Cate-. Y no jugarás con él. Podéis mirarlo, pero no toquéis las herramientas.
Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas y el labio inferior empezó a temblarle.
– Pero el señol Hawwis nos deja jugar con ellas.
– Sí, pero cuando tiene tiempo. Hoy tendrá prisa porque, cuando acabe aquí, tiene que ir a otro sitio.
Cuando abrió la pensión, Cate intentó impedir que molestaran al señor Harris mientras trabajaba y, como entonces sólo tenían un año, la misión debería haber sido fácil, pero ya entonces demostraron una destacable habilidad para escaparse. En cuanto se daba la vuelta, los niños se pegaban a él como imán al acero. Eran como dos pequeños monos, colgados de él, rebuscando en la caja de herramientas y llevándose todo lo que podían transportar, por lo que Cate sabía que habían puesto a prueba la paciencia del señor Harris igual que la de ella, pero él jamás se quejó, por lo que ella le estaba tremendamente agradecida. Aunque su silencio no era nada extraño; casi nunca hablaba. Ahora los niños ya eran mayores, pero su fascinación por las herramientas no había disminuido. La única diferencia era que ahora insistían en «ayudar».
«No me molestan», solía decir el señor Harris siempre que ella se los quitaba de encima, al tiempo que agachaba la cabeza y se sonrojaba. Era extremadamente tímido, apenas la miraba a los ojos y sólo hablaba cuando tenía que hacerlo. Bueno, con los niños sí que hablaba. Quizá se sentía cómodo con ellos porque eran muy jóvenes, y Cate había oído su voz mezclada con las de los niños, más agudas y emocionadas, mientras parecía que mantenían conversaciones normales.
Se asomó por la puerta de la cocina y vio que había tres clientes esperando para pagar.
– Vuelvo enseguida -dijo, y salió a cobrar. Al principio, no quería poner una caja registradora en el comedor, pero el éxito de los desayunos la había obligado a hacerlo, así que había instalado una caja pequeña junto a la puerta. Dos de las personas que esperaban eran Joshua Creed y su cliente, lo que significaba que, ahora que el señor Creed se marchaba, el comedor pronto se vaciaría del todo.
– Cate -dijo el señor Creed al tiempo que inclinaba la cabeza hacia ella. Era alto y robusto, con algunas canas en las sienes y el rostro curtido por el tiempo. Tenía unos ojos marrones pequeños y una mirada intensa; parecía como si pudiera morder uñas y escupir balas, pero siempre que hablaba con ella se mostraba amable y respetuoso-. Estos bollos están más buenos cada día. Si viniera a desayunar aquí cada día, engordaría diez kilos.
– Lo dudo, pero gracias.
Se volvió y le presentó a su cliente.
– Cate, te presento a Randall Wellingham. Randall, esta encantadora señora es Cate Nightingale, la propietaria de la pensión que, además, resulta que es la mejor cocinera del pueblo.
El primer cumplido era discutible, pero el segundo era mentira porque la mujer de Walter Earl, Milly, era una de esas cocineras naturales que apenas medía ningún ingrediente pero que cocinaba como los ángeles. No obstante, a su negocio le iría bien que el señor Creed fuera diciendo esas cosas.
– No puedo discutir ninguna de las dos cosas -dijo el señor WeIlingham, en su entusiasta tono, con la mano extendida mientras la repasaba de arriba abajo antes de volver a mirarla a la cara con una expresión que decía que no estaba impresionado con ella ni con la comida. Encajó la mano de Cate con demasiada fuerza pero la piel de su mano era demasiado suave. No era un hombre que hiciera un trabajo físico con frecuencia, algo perfectamente aceptable si no hubiera sido por su mirada de desprecio hacia los demás porque ellos sí que lo hacían. Sólo el señor Creed salió bien parado, aunque era normal porque sólo un estúpido ciego se atrevería a despreciarlo.
– ¿Se quedará mucho tiempo? -le preguntó Cate, sólo para ser educada.
– Una semana. Es lo máximo que puedo escaparme del despacho. Cada vez que me marcho, todo se va a pique -dijo chasqueando la lengua.
Ella no dijo nada. Supuso que tendría su propio negocio, teniendo en cuenta los lujos de los que presumía, pero no le importaba lo suficiente como para preguntar. El señor Creed asintió, se colocó el sombrero negro y los dos hombres salieron a la calle para dejar que los demás clientes pagaran. Había dos hombres más en la cola.
En cuanto les hubo cobrado y hubo llenado de café las tazas de los que quedaban en el comedor, Conrad y Gordon Moon terminaron y Cate regresó a la caja registradora, donde esquivó los insistentes cumplidos de Conrad e ignoró el regocijo de Gordon, a quien parecía hacerle mucha gracia que su padre se hubiera encaprichado de ella.
A Cate no le hizo demasiada gracia que Conrad se detuviera en la puerta cuando su hijo ya había salido al porche. Se detuvo y tragó saliva, moviendo la nuez.
– Señorita Cate, quería preguntarle si… bueno… ¿querría recibir una visita esta noche?
Aquella propuesta a la antigua le gustó y la alarmó; le gustaba cómo lo había hecho, pero le horrorizaba que se lo hubiera preguntado. Ahora fue Cate quien tragó saliva y decidió agarrar el toro por los cuernos, porque creyó que darle largas sólo provocaría más intentos.
– No. Paso las noches con mis hijos. Estoy tan ocupada durante el día, que la noche es el único momento que me queda para estar con ellos, y no me parece correcto dejar de hacerlo.
Pero Conrad insistió:
– No puede pretender perderse los mejores años de su vida…
– No me los estoy perdiendo -lo interrumpió ella con firmeza-. Los estoy viviendo de la forma que considero mejor para mí y mis hijos.
– ¡Pero es que cuando hayan crecido yo quizá ya habré muerto!
Aquel era un argumento que convencería a cualquier chica, seguro. Cate le lanzó una mirada incrédula y luego asintió.
– Sí, quizá sí. Sin embargo, dejaré pasar esta oportunidad. Estoy segura de que lo entiendes.
– No mucho -murmuró él-, pero supongo que puedo aceptar un rechazo igual que cualquier otro hombre.
Sherry asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
– Cal ha llegado -dijo.
Conrad desvió su mirada hacia ella y le dijo:
– Señorita Sherry, ¿por casualidad querría recibir una visita…?
Cate dejó a Sherry con el seductor de geriátrico y entró en la cocina.
El señor Harris ya estaba de rodillas en el suelo y con la cabeza metida en el armario debajo del fregadero mientras que los niños habían bajado de las sillas y le estaban vaciando la caja de herramientas.
– ¡Tucker! ¡Tanner! -colocó los brazos en jarra y les lanzó la más severa mirada de madre-. Dejad las herramientas en la caja. ¿Qué os he dicho antes sobre no molestar al señor Harris hoy? Os he dicho que podíais mirar pero que no os acercarais a las herramientas. Los dos, a vuestra habitación. Ahora.
– Pero mamá… -empezó a decir Tucker, que siempre estaba más que dispuesto a construir una sólida defensa para lo que fuera que lo hubiera descubierto haciendo. Tanner se limitó a retroceder, con una llave inglesa en la mano, y esperó a que Tucker se rindiera o plantara cara. Cate sabía que la situación estaba a punto de descontrolarse; su instinto maternal le decía que los chicos estaban a punto de rebelarse. Esta situación se repetía a menudo, porque ellos llegaban al límite para comprobar hasta dónde los dejaba llegar ella. «Jamás muestres debilidad.» Fue el único consejo que le dio su madre para enfrentarse a maleantes, animales salvajes y niños de cuatro años desobedientes.
– No -dijo con firmeza mientras señalaba la caja-. Poned las herramientas en la caja. Ahora.
Con una mueca, Tucker tiró un destornillador a la caja. Cate apretó los dientes con fuerza; su hijo sabía que no tenía que tirar sus cosas, y mucho menos las de los demás. Apresuradamente se acercó hasta la caja de herramientas, le cogió el brazo y le dio un cachete en el culo.
– Jovencito, sabes que no puedes tirar así las herramientas del señor Harris. Primero, vas a pedirle perdón y luego, subirás a tu habitación y te sentarás en la silla de los castigos durante quince minutos -Tucker empezó a gritar y a llorar, pero Cate se limitó a alzar la voz mientras señalaba a Tanner-. Tú. La llave, a la caja.
El niño hizo una mueca, con aspecto de amotinado, pero acabó soltando un suspiro mientras dejaba la llave en la caja de herramientas.
– Vaaale -dijo, en un tono tan catastrofista que Cate tuvo que morderse el labio para no reírse. Había aprendido, de la forma más dura, que si les daba un dedo, ellos se tomaban todo el brazo.
– Tú también tienes que sentarte en la silla de castigo diez minutos, después de Tucker. También me has desobedecido. Ahora, recoged esas herramientas y dejadlas en la caja. Con cuidado.
Tanner se mordió el labio inferior con gesto triste mientras Tucker seguía llorando pero, para tranquilidad de Cate, hicieron lo que les había dicho. Miró a su alrededor y vio que el señor Harris había sacado la cabeza de debajo del fregadero y estaba abriendo la boca, seguro que para defender a los pequeños culpables. Ella levantó el dedo índice de la mano.
– Ni una palabra -le dijo, muy seria.
El señor Harris se sonrojó, murmuró: «No, señora» y volvió a esconder la cabeza en el armario. Cuando todas las herramientas estuvieron en la caja, aunque seguramente no en su sitio, Cate le dijo a Tucker:
– ¿Qué tienes que decirle al señor Harris?
– Lo ziento -dijo, sorbiéndose la nariz a media frase.
El fontanero no asomó la cabeza.
– Tran… -empezó a decir, pero luego se interrumpió. Por un momento, parecía que se había quedado mudo, pero luego añadió-. Chicos, deberíais hacerle caso a vuestra madre.
Cate cortó una toallita de papel y la colocó frente a la nariz de Tucker.
– Suénate -le dijo, sujetando el papel mientras él obedecía y lo hacía con la excesiva energía que utilizaba para todo-. Ahora, subid a vuestra habitación. Tucker, a la silla de castigo. Tanner, juega en silencio mientras Tucker está castigado, pero no hables con él. Yo subiré después, cuando, tengáis que intercambiar los puestos.
Con la cabeza gacha, los dos niños se arrastraron escaleras arriba como si estuvieran a punto de enfrentarse a un destino terrible. Cate miró el reloj para calcular a qué hora tenía que levantarle el castigo a Tucker.
Sherry había entrado en la cocina y estaba observando a Cate con una mezcla de compasión y diversión.
– ¿De verdad se quedará sentado en la silla hasta que subas?
– Ahora ya sí. Las últimas veces que lo he castigado en la silla ha visto cómo, por no hacerme caso, le he ampliado el castigo varias veces, así que ahora ya lo ha entendido. Tanner ha sido incluso más terco -y, mientras recordaba lo mucho que le había costado conseguir que le hiciera caso, pensó que aquello era el mayor eufemismo de la historia. Tanner no hablaba demasiado pero era la terquedad personificada. Los dos eran muy activos, decididos y absolutamente brillantes a la hora de descubrir nuevas y diferentes formas de meterse en líos, o peor… en peligro. Antes de ser madre, la idea de darle un cachete en el culo a un niño le horrorizaba pero, antes de que sus hijos tuvieran dos años, ya había cambiado la mayor parte de sus opiniones sobre cómo criar a los hijos. Sin embargo, jamás les había pegado fuerte, pero ya no se cerraba ante la posibilidad de que llegaran a la pubertad sin hacerlo. La idea le retorcía el estómago, pero tenía que criarlos sola y mantenerlos a salvo al mismo tiempo que intentaba que se convirtieran en seres humanos responsables. Si se permitía el lujo de pensar demasiado en los largos años que le esperaban, casi le daba un ataque de pánico. Derek no estaba. Tenía que hacerlo sola.
El señor Harris se levantó con mucho cuidado y la miró mientras mentalmente evaluaba si ya era seguro hablar. Decidió que sí y se aclaró la garganta:
– La fuga ya está solucionada; era una tuerca que se había aflojado -mientras hablaba, se fue sonrojando y, al final, agachó la cabeza y se quedó mirando la llave inglesa que tenía en las manos.
Ella suspiró aliviada y empezó a caminar hacia la puerta.
– Gracias a Dios. Voy a buscar el monedero para pagarle.
– No ha sido nada -murmuró él-. Sólo la he apretado.
Sorprendida, Cate se detuvo en seco.
– Pero tendré que pagarle algo por su tiempo.
– He tardado un minuto.
– Un abogado cobraría una hora entera por ese minuto -comentó Sherry, que parecía divertirse con aquella situación.
El señor Harris dijo algo en voz baja que Cate no entendió, pero Sherry sí que lo hizo, porque enseguida sonrió. Cate se preguntó qué era eso tan divertido, pero no tenía tiempo para averiguarlo.
– Por lo menos deje que le sirva una taza de café. Invita la casa.
Él dijo algo parecido a «gracias», aunque también podría haber sido «no se moleste». Cate prefirió pensar que había dicho lo primero; fue al comedor, llenó un vaso de papel grande para llevar y le colocó una tapa de plástico. Se acercaron dos hombres más para pagar; a uno lo conocía pero al otro no, aunque en temporada de caza no era extraño. Les cobró, echó un vistazo a los pocos clientes que quedaban, que parecían tener todo lo que necesitaban, y se llevó el café a la cocina.
El señor Harris estaba de rodillas, ordenando la caja de herramientas. Cate se sintió culpable.
– Lo siento mucho. Les dije que no se acercaran a las herramientas pero… -levantó un hombro, un gesto de frustración, y le ofreció el café.
– No pasa nada -respondió él mientras cogía el vaso con la mano rugosa y sucia de grasa. Ladeó la cabeza-. Me gusta su compañía.
– Y a ellos la suya -replicó ella, algo seca-. Voy a subir a ver qué hacen. Gracias otra vez, señor Harris.
– Todavía no han pasado los quince minutos -dijo Sherry, mirando el reloj.
Cate sonrió.
– Ya lo sé, pero no saben calcular el tiempo así que, ¿qué importan unos minutos menos? ¿Puedes vigilar la caja un rato? En el comedor todo estaba en orden, nadie necesitaba café; así que no hay nada que hacer hasta que se marchen todos.
– Yo me encargo -dijo Sherry, y Cate salió de la cocina por la puerta lateral y subió el largo y empinado tramo de escaleras. Para ella y los niños había elegido las dos habitaciones de delante y había dejado las que gozaban de mejores vistas para los huéspedes. Tanto las escaleras como el pasillo estaban enmoquetados, así que llegó arriba sin hacer ruido. La puerta de la habitación de los niños estaba abierta, pero no los oyó. Sonrió; buena señal.
Se detuvo en la puerta y se los quedó mirando un minuto. Tucker estaba sentado en la silla de castigo, con la cabeza agachada mientras se mordía las uñas. Tanner estaba sentado en el suelo, subiendo uno de sus coches de juguete por la pendiente que había fabricado apoyando uno de sus cuentos en la pierna al tiempo que imitaba el sonido de un motor con la boca cerrada.
Un recuerdo le asaltó la memoria y se le encogió el corazón. Su primer cumpleaños, a los pocos meses de la muerte de Derek, les había traído una avalancha de juguetes. Ella jamás les había enseñado a hacer ruidos de motor; apenas empezaban a caminar y sus juguetes eran blandos, como animales de peluche, o juegos educativos con los que ella les enseñaba palabras y coordinación. Cuando Derek murió, ellos eran demasiado jóvenes y no les pudo enseñar a jugar a cartas y Cate sabía que su padre tampoco lo había hecho. Su hermano, que quizá lo habría hecho, vivía en Sacramento y sólo lo había visto una vez desde la muerte de Derek. Sin nadie que les hubiera enseñado a hacer ruido de motor, cada uno de ellos había cogido uno de sus coloridos coches de plástico y los movían adelante y atrás, al tiempo que hacían un ruido parecido a «wroomm, wroomm», e incluso hacían la pausa del cambio de marchas. Cate se los quedó mirando embobada porque, por primera vez, se dio cuenta de que gran parte de su personalidad estaba ya formada; puede que ella supiera satisfacer sus instintos más básicos, pero no tenía la capacidad de moldear sus mentes. Eran quienes eran y adoraba cada centímetro y cada molécula de su ser.
– Hora de cambiar -dijo, y Tucker saltó de la silla de castigo con un gran suspiro de alivio. Tanner soltó el coche de plástico y bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho, la imagen perfecta de penoso abatimiento. Se levantó del suelo y parecía que llevaba unos pesos invisibles colgados de las piernas, porque apenas podía avanzar. Se movía tan despacio que Cate llegó a pensar que tendría edad para ir al colegio antes de llegar a esa silla. Sin embargo, al final llegó y se dejó caer en el asiento.
– Diez minutos -dijo ella, reprimiendo otra vez las ganas de reír. Estaba claro que Tanner creía que era un desdichado; su lenguaje corporal gritaba que no tenía ninguna esperanza de que le levantaran el castigo hasta el día de su muerte.
– Me he portado bien -dijo Tucker, mientras se abrazaba a la pierna de su madre-. No he dicho nada.
– Has sido muy valiente -dijo Cate mientras le acariciaba el oscuro pelo-. Has cumplido el castigo como un hombre.
El niño la miró, con aquellos ojos azules muy abiertos.
– ¿De veras?
– Sí. Estoy muy orgullosa.
Irguió la espalda y miró de forma pensativa a Tanner, que parecía que fuera a expirar en cualquier momento.
– ¿Soy más vaguiente que Tannel?
– Valiente -lo corrigió Cate.
– Vallliente.
– Muy bien. Y es Tanner.
– Tannerrr -repitió el niño, haciendo especial hincapié en la última consonante.
– Recuerda: tómate tu tiempo para pensar y te saldrá de un tirón.
El niño, extrañado, ladeó la cabeza.
– Quién es el cabrón.
– ¡Tucker! -horrorizada, Cate se quedó de una pieza y boquiabierta-. ¿Dónde has oído esa palabra? El niño la miró todavía más extrañado.
– La acabas de decir tú, mami. Has dicho: «Te saldrá el cabrón».
– ¡De tirón, no el cabrón!
– Ah -el niño frunció el ceño-. De tirón. ¿Y quién es el tirón?
– Da igual -quizá había sido una coincidencia; quizá el pequeño ni siquiera había oído la palabra «cabrón» en ningún sitio. Después de todo, el alfabeto sólo tenía veintiocho letras, por lo que no debía de extrañarle que confundiera unas con otras. Si ella no le hubiera dicho nada, quizá el crío lo habría olvidado al cabo de unos segundos. Sí, claro. Lo perfeccionaría en privado y lo soltaría en el peor momento, sólo para avergonzarla, seguramente delante de su madre.
– Siéntate y juega mientras Tanner está en la silla de castigo -le dijo, dándole una palmadita en el hombro-. Volveré dentro de diez minutos.
– Ocho -dijo Tanner, que revivió lo suficiente como para lanzarle una mirada de rabia.
Cate miró el reloj; tenía razón, le faltaban ocho minutos. Ya llevaba dos minutos en la silla de castigo.
Sí, a veces sus hijos le daban miedo. Podían contar hasta veinte, pero todavía no les había enseñado a restar; además, su concepto del tiempo se limitaba al «ahora mismo» y al «dentro de mucho, mucho tiempo». En algún momento, mientras escuchaba en lugar de hablar, Tanner había aprendido algunas operaciones matemáticas.
Divertida, pensó que quizá el próximo año su hijo podría hacerle la declaración de la renta.
Cuando se volvió, se fijó en el 3 que estaba colgado de la puerta que quedaba al otro lado del pasillo. ¡El señor Layton! Entre la avería y el castigo de los niños, se había olvidado de subirle una bandeja con el desayuno.
Se acercó a la puerta; estaba entreabierta, así que golpeó el marco.
– Señor Layton, soy Cate Nightingale. ¿Quiere que le suba el desayuno?
Esperó, pero no obtuvo respuesta. ¿Acaso había salido y bajado mientras ella estaba en el cuarto de los gemelos? La puerta chirriaba, así que si la hubiera abierto lo habría oído.
– ¿Señor Layton?
Nada. Con cuidado, empujó la puerta y esta chirrió.
Las sábanas y la colcha estaban arrugadas a un lado de la cama y la puerta del armario estaba abierta, con lo que Cate pudo ver varias piezas de ropa colgadas de la barra. Cada habitación tenía su propio baño y, en este caso, la puerta del baño también estaba abierta. En la banqueta, había una maleta de piel abierta, con la parte superior apoyada en la pared. Sin embargo, el señor Layton no estaba. Seguro que había bajado mientras ella estaba con los niños y no había oído el chirrido de la puerta.
Dio media vuelta para salir, porque no quería que el huésped regresara y pensara que estaba husmeando entre sus cosas, pero entonces vio que la ventana estaba abierta y la cortina ligeramente torcida. Extrañada, cruzó la habitación, colocó bien la cortina y la fijó. ¿Cómo demonios se había soltado? ¿Acaso los niños habían estado jugando allí dentro, intentando saltar por la ventana? La idea le congeló la sangre y se asomó para comprobar la distancia hasta el tejado del porche. Una caída así les rompería todos los huesos del cuerpo; seguramente los mataría.
Estaba tan horrorizada ante aquella posibilidad que tardó unos segundos en darse cuenta de que el aparcamiento estaba vacío. El coche de alquiler del señor Layton no estaba allí. O no había subido antes o bien… o bien había saltado por la ventana hasta el tejado del porche, se había deslizado hasta el suelo y se había marchado. La idea era ridícula, pero preferible a pensar que los gemelos habían intentado saltar por la ventana.
Salió de la habitación número 3 y volvió a la de los niños. Tanner seguía sentado en la silla de castigo y todavía parecía que esperaba su inminente final. Tucker estaba dibujando en la pizarra con una tiza de color.
– Niños, ¿alguno de vosotros ha abierto alguna ventana?
– No, mamá -dijo Tucker sin dejar de dibujar.
Tanner levantó la cabeza y la agitó con fuerza.
Decían la verdad. Cuando mentían, abrían mucho los ojos y la miraban como si fuera una cobra y los estuviera hipnotizando con el movimiento de su cabeza. Cate esperaba que siguieran haciéndolo cuando fueran adolescentes.
La única explicación para aquella ventana abierta era que, realmente, el señor Layton había saltado y se había marchado.
¿Por qué diantre haría una cosa así?
Además, si se hubiera hecho daño, ¿el seguro de la pensión lo cubriría?