Cate deshizo la cama de la habitación número tres, incluso quitó las mantas y la funda del colchón. Quería lavarlo todo. Puede que el señor Layton no estuviera muerto, pero ella sospechaba que sí y le parecía que sería macabro volver a hacer la cama sin lavarlo todo. El siguiente huésped no lo sabría, pero ella sí.
Su madre se había llevado a los chicos de picnic, de modo que la casa estaba extrañamente en silencio. Estaban a menos de medio kilómetro, en la mesa de picnic que Neenah Dase había instalado en su jardín debajo de un gran árbol, pero para los niños era toda una aventura. Desde la ventana, Cate los había visto alejarse por la única carretera de Trail Stop, su madre cargada con una pequeña cesta llena de bocadillos de manteca de cacahuete y gelatina y una botella de limonada, con los niños revoloteando a su alrededor muy emocionados. Por cada paso que ella daba, ellos daban cinco mientras saltaban, corrían, se alejaban para mirar un insecto, una roca o una hoja y luego volvían junto a su abuela como los satélites vuelven junto al planeta. Cate esperaba que estuvieran agotados cuando regresaran; desde la llegada de su madre no había parado y sospechaba que Sheila necesitaba un descanso tanto como ella.
La llamada que había recibido de National Car Rental la había dejado algo preocupada y algo deprimida. La depresión venía porque la llamada únicamente había reafirmado que el señor Layton había desaparecido y ahora se sentía mal por haberse enfadado tanto por el hecho de que no hubiera regresado a la hora prevista. La preocupación… no sabía a qué venía. Quizá era consecuencia de toda aquella situación; ningún huésped había huido de la pensión y tenía la sensación de que al señor Layton no le había pasado nada bueno.
Casi porque se sentía en el deber de hacerlo, volvió a llamar a la oficina del sheriff para informar de la llamada que había recibido. La pusieron en contacto con el mismo agente, Seth Marbury. Por lo que Cate sabía, debía de ser el único agente del condado.
– Sé que igual soy una pesada -se disculpó ella, y le explicó lo de la llamada-. No sólo no regresó a la pensión, sino que tampoco ha devuelto el coche de alquiler. La agencia me llamó para hablar con él porque no había devuelto el coche. ¿Ha descubierto algo?
– Nada. Nadie nos ha avisado de ningún accidente y no hay ninguna víctima sin identificar. Y ni su familia ni sus amigos han denunciado su desaparición. Dijo que dejó su ropa en la habitación, ¿verdad? ¿Qué más?
– Sólo es una muda. Y también ropa interior, calcetines, una maquinilla de afeitar desechable y varios artículos de aseo. Y una bolsa de plástico del Wal-Mart. No sé qué hay dentro.
– Parece que no se dejó nada importante.
– Eso parece.
– Señora Nightingale, sé que está preocupada, pero no se ha cometido ningún crimen ni existen pruebas de que el señor Layton haya sufrido ningún accidente. A veces, la gente desaparece sin ningún motivo en concreto. Tiene su número de tarjeta de crédito, así que no se irá sin pagar, ¿correcto?
– Correcto.
– Se ha marchado por sus propios medios. No se molestó en firmar y se dejó varias cosas sin importancia en la pensión. Seguiremos investigando si se ha producido algún accidente en las carreteras principales pero, probablemente, se haya marchado sin más.
Cate no veía a Marbury, pero sabía que se había encogido de hombros.
– Pero y lo del coche de alquiler, ¿qué?
– Eso es algo entre él y la empresa. Nadie ha denunciado el robo del coche, así que tampoco podemos hacer nada a ese respecto.
Cate le dio las gracias y colgó. El policía no iba a hacer nada; como Marbury había apuntado, no se había cometido ningún crimen. El señor Layton tenía familia, así que bien se había puesto en contacto con ellos o bien no esperaban saber de él, con lo cual no estaba oficialmente desaparecido. Sólo se había esfumado.
Quizá Cate estaba exagerando. Quizá el señor Layton estaba bien y, simplemente, no se había molestado en volver a recoger las cuatro cosas que se había dejado.
Cate repasó la secuencia de los hechos. Ayer por la mañana, Layton bajó de la habitación pero, en cuanto vio que el comedor estaba lleno, volvió a la habitación. En algún momento entre entonces y cuando ella subió para ver cómo estaban los gemelos, ese hombre había saltado por la ventana y se había marchado con el coche.
En aquel momento, Cate pensó que seguramente no había querido desayunar con tantos extraños pero, teniendo en cuenta su forma de marcharse y que no había vuelto, ahora Cate se preguntaba si quizá había visto a alguien en el comedor que no quería que supiera de su presencia. Ayer por la mañana fue un día especialmente atareado, pero el único extraño que recordaba era el cliente de Joshua Creed, no recordaba cómo se llamaba. ¿El señor Layton lo conocía? Aunque, si sólo quería evitar encontrarse con él, algo que Cate entendía perfectamente, ¿por qué no se había quedado en su habitación hasta que Creed y su cliente se hubieran ido?
Al menos, aquel razonamiento la hacía sentirse mejor porque, viéndolo así, era más probable que el señor Layton hubiera hecho lo que Marbury decía: se había marchado sin tomarse la molestia de llevarse sus cosas. Si quería evitar a toda costa que el cliente de Joshua lo viera, seguro que dejarse cuatro piezas de ropa y el neceser no le había importado demasiado.
Pero, ¿por qué no había devuelto el coche, si no era en Boise en cualquier otra oficina de la National? Cate no solía apoyar las conspiraciones, pero Trail Stop no era el lugar más turístico del estado; si alguien a quien el señor Layton quería evitar lo había seguido hasta allí, era lógico que ese alguien hubiera descubierto que había alquilado un coche y hacia dónde se dirigía. Seguro que había numerosas leyes que prohibían facilitar ese tipo de información, pero la gente compraba y vendía información a diario y la mayor parte de esas transacciones eran ilegales. Entonces, seguro que el señor Layton sabía que el coche sería un lastre para él; si quería seguir evitando a quien fuera que lo había seguido seguro que querría deshacerse de él. Considerando su actitud hasta ahora, quizá lo había aparcado en algún sitio y se había marchado a pie, y ya se haría cargo de cualquier multa que la empresa le cargara a su tarjeta…
Cate recordó algo que le había dicho el policía. Ella ya le había cargado la noche a la tarjeta del señor Layton, así que no se había marchado sin pagar. Las agencias de alquileres de coches hacían lo mismo; de hecho, dudaba que alguien pudiera alquilar un coche sin dejar un número de tarjeta de crédito. Entonces, ¿por qué lo estaba intentando localizar la National? ¿Era una acción habitual? No conocía la política de la empresa, pero lo lógico era pensar que le cobrarían el alquiler del coche cada día mientras no lo devolviera o, al menos, durante un par de días.
Inmediatamente, comprobó su identificador de llamadas y frunció el ceño cuando, en la pantalla, leyó: «Nombre no identificado, número privado». Aquello era muy raro. ¿Desde cuándo una empresa bloqueaba su número? Y no sólo eso sino que, además, la persona que la había llamado no se había identificado. Cate creyó conveniente compartir lo que el agente Marbury le había dicho.
Llamó a información, pidió el número de teléfono de la National y luego esperó a que la conectaran de forma automática.
– National Car Rental, le atiende Melanie. ¿En qué puedo ayudarle?
– Alguien de su empresa me ha llamado hace un rato preguntándome acerca de uno de mis clientes -dijo Cate-. El señor Jeffrey Layton. El señor Layton no ha devuelto el coche que tenía alquilado y esa persona estaba intentando localizarlo. Lo siento, pero el hombre que me ha llamado no me ha dejado su nombre.
– Alguien de aquí la ha llamado preguntando por… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
– Layton. Jeffrey Layton -Cate se lo deletreó aunque el nombre parecía bastante común.
– ¿Y dice que la ha llamado un hombre?
– Sí.
– Lo siento señora, pero hoy aquí sólo trabajamos mujeres. ¿Está segura de que la llamaba desde esta oficina?
– No -admitió Cate mientras se decía que debería de haberlo preguntado-. En el identificador de llamadas me sale Número privado, pero he dado por supuesto que la llamada sería de la oficina en el aeropuerto de Boise.
– ¿Le sale Número privado? Qué raro. Deje que busque la ficha del señor Layton. -Cate oyó cómo la chica tecleaba en el ordenador, luego una pequeña pausa, más teclas y, por último, oyó cómo la chica cogía el teléfono-. Ha dicho J-e-f-f-r-e-y L-a-y-t-o-n, ¿verdad? ¿Sabe si hay alguna inicial después del nombre?
– No, no lleva iniciales -Cate estaba segura, porque había verificado su identidad antes de aceptar la tarjeta de crédito. Le preguntó por la inicial y el señor Layton, sonriendo, le explicó que no tenía segundo nombre.
– ¿Qué día se supone que tenía que haber alquilado el coche? Por ese nombre no me viene nada.
– No estoy segura -dijo Cate muy despacio, sorprendida por aquella información-. Me dio la impresión de que el señor Layton acababa de llegar a Idaho, pero puedo estar equivocada.
– Lo siento, pero no tengo nada. No aparece en nuestro sistema.
– Tranquila. Habrá sido culpa mía. Debo de haber entendido mal el nombre de la compañía -dijo Cate, le dio las gracias y colgó. Había sido tan educada porque estaba segura de que lo había entendido perfectamente; sabía perfectamente lo que había dicho ese hombre y, obviamente, le había mentido al identificarse como trabajador de la National Car Rental. Hasta los gemelos habrían deducido que sólo pretendía encontrar al señor Layton, que debía de estar metido en algún asunto turbio y que seguro que había huido y se había dejado allí sus cosas a propósito.
Sentía mucha curiosidad por todo lo que estaba pasando pero, por encima de todo, estaba muy aliviada de saber que, seguramente, el señor Layton debía de estar vivo y coleando por algún sitio y no pudriéndose en el fondo de un desfiladero. Se sintió muy bien al poder volver a estar enfadada con él.
Después de tirar las sábanas sucias al suelo del pasillo, aspiró y quitó el polvo de la habitación, limpió el baño e hizo la cama con sábanas y mantas limpias. Luego descolgó la ropa del armario, la dobló cuidadosamente y la metió en la maleta que el señor Layton se había dejado. La bolsa de plástico del Wal-Mart crujía mientras Cate la apartaba para meter la ropa en la maleta y mientras la miraba con algo más que curiosidad.
– Si no querías que la abriera, deberías habértela llevado -le dijo a un ausente señor Layton mientras con las uñas aflojaba los nudos en las asas. Al final lo consiguió, abrió la bolsa y miró en su interior.
Dentro había un móvil. No había ninguna factura, así que no sabía si lo había comprado hacía poco y no lo había sacado de la bolsa o si lo había metido allí para protegerlo en caso de que la maleta se mojara mientras la facturaban en el avión. Por otro lado, la gente suele llevar los móviles encima, no en la maleta.
Aunque claro, el señor Layton pudo haberlo llevado encima hasta que llegó a Trail Stop, donde descubrió que no había cobertura y lo metió en la maleta, cerrado en una bolsa en lugar de dejarlo por ahí encima. En circunstancias normales, Cate no solía entrar en las habitaciones de los huéspedes hasta que se marchaban, a pesar de que había unos pocos que le pedían que hiciera la cama y limpiara la habitación cada día; pero el señor Layton no tenía por qué confiar en ella, porque no la conocía.
Comprobó de nuevo el armario y encontró un elegante par de zapatos de cordones que antes no había visto y que metió en la maleta con el resto de las cosas. Entró en el baño y metió todos los artículos en el neceser, cerró la cremallera e intentó meterlo en la maleta junto a los zapatos, pero se trataba de una maleta pequeña y el neceser no cabía.
El señor Layton debía de llevar más de una maleta y dejó la otra en el coche durante la noche. Cate lo vio con su equipaje cuando llegó y sólo llevaba esa maleta. Como las posesiones que se había dejado no cabían, eso significaba que había ido hasta el coche y había cogido los zapatos o el neceser de otra bolsa. Entonces se dio cuenta de que el señor Layton no se había dejado todas sus posesiones, sino únicamente aquellas que no eran tan importantes como para hacer el esfuerzo de bajarlas por la ventana. Al fin y al cabo, podría haber cerrado la maleta, haberla tirado por la ventana y haberla cogido una vez abajo, pero ni se había molestado, de modo que Cate dudaba que algún día volviera a recogerlo.
Y aquello planteaba una cuestión: ¿Qué se suponía que tenía que hacer con todo aquello? ¿Cuánto tiempo tenía que guardar sus cosas? ¿Un mes? ¿Un año? Pretendía guardarlo todo en el desván, así que no lo tendría por en medio pero, desde la muerte de Derek, se martirizaba con preguntas tipo «¿Y si…?» ¿Y si guardaba la maleta y dentro de unos años le pasaba algo? Quien quiera que hiciera limpieza de sus cosas encontraría una maleta llena de ropa de hombre y, lógicamente, daría por sentado que era de Derek y que Cate la había guardado por motivos sentimentales. Siguiendo la lógica, guardaría la maleta y su contenido para los gemelos y ella no quería que sus hijos cogieran cariño a unas cosas que pertenecían a un extraño imbécil que se había visto envuelto en un lío y había desaparecido.
Por si acaso, cogió una hoja de papel con el logotipo de la pensión y escribió el nombre del señor Layton y la fecha, junto con la información de que había olvidado sus pertenencias en la pensión; luego, metió la hoja en la maleta. Si llegaba lo peor y ella moría, eso explicaría muchas cosas.
No solía preocuparse tanto por las cosas, pero eso era antes de convertirse, en un breve periodo de tiempo, en madre de gemelos y viuda. En cuanto supo que estaba embarazada, dejó de escalar y, a pesar de que le gustaba más que a Derek, jamás se había planteado volver a hacerlo, porque ahora tenía a los niños. ¿Qué sería de ellos si ella caía y se mataba? Sí, sabía que, físicamente, estarían muy bien cuidados; de ello se encargaría su familia, y también la de Derek, a pesar de que no estaban tan unidos a los niños como a ella le gustaría. Pero, ¿y el bienestar emocional de los niños? Crecerían con la sensación de que sus padres los habían abandonado y ni la lógica sería capaz de apaciguar esa primitiva respuesta.
Así que ella tomó todas las precauciones posibles, se alejó de los deportes de riesgo, a pesar de que no podía cambiar el destino: los accidentes sucedían. Y por nada del mundo permitiría que sus hijos creyeran que los enseres de Jeffrey Layton pertenecían a su padre. Además, Derek tenía mejor gusto en cuanto a la ropa.
Con una sonrisa, levantó la maleta con una mano y cogió el neceser con la otra, salió al pasillo y los dejó en el suelo. Entró en su habitación a buscar la llave de la escalera del desván.
Como no quería que los niños subieran solos al desván, cerraba la puerta con llave y guardaba la llave en el neceser del maquillaje, que estaba en el cajón del mueble del baño. De camino al baño, pasó por su vestidor, donde había varias fotografías enmarcadas. Se detuvo, con el corazón en la boca, ante los momentos de su vida.
Le pasaba de vez en cuando; ya había pasado el tiempo suficiente para que pasara por allí delante y no se fijara en las fotografías. Cuando los niños entraban en su habitación en esos pocos días del año en que Cate podía dormir hasta un poco más tarde, casi siempre le hacían preguntas sobre las fotografías y ella les respondía con tranquilidad. Pero, a veces… era como si un afilado recuerdo saltara del pasado y le encogiera el corazón, y ella se quedaba helada y casi se dejaba llevar por una oleada de dolor.
Miró la foto de Derek y, por un segundo, pudo volver a escuchar su voz, cuyo sonido ya casi había olvidado. Había legado tanto de sí mismo a los niños: los ojos azules y pícaros, el pelo oscuro, la sonrisa fácil. Lo que a Cate le robó el corazón fue esa sonrisa, tan alegre y sexy… bueno, eso y el cuerpo esbelto y atlético.
Era ejecutivo de publicidad y ella trabajaba en un gran banco. Eran jóvenes y libres y con el dinero suficiente para hacer lo que les apeteciera. Después de la primera escalada juntos, habían empezado a verse en lugares que no fueran una escarpada roca y la cosa fue a más.
Después se fijó en una fotografía del día de su boda. Había organizado una ceremonia tradicional; él llevaba esmoquin y ella un romántico vestido de seda y encaje. Al mirarse en el espejo y comparar las dos imágenes, pensó que en la fotografía parecía muy joven. La melena castaña a la altura del hombro era lisa y sofistica, ahora sencillamente llevaba el pelo largo y el estilo… recogido con un clip o una cola de caballo. Por aquel entonces llevaba maquillaje, pero ahora con un poco de suerte tenía tiempo para ponerse bálsamo de labios. Entonces no tenía preocupaciones, y ahora las constantes tribulaciones le provocaban ojeras.
La boca no le había cambiado; seguía teniendo boca de pato, con el labio superior más grande que el inferior. A Derek le parecía sexy, pero Cate estuvo acomplejada toda la adolescencia y no lo creía. La boca de pato de Michelle Pfeiffer era más sutil y mucho más sexy. La forma de su boca solía provocar la burla de su hermano pequeño, Patrick, que imitaba los graznidos de un pato, hasta que un día ella le lanzó una lámpara.
Todavía tenía los ojos marrones, de un color más dorado que el pelo… pero marrones. Marrones normales. Y su cuerpo todavía tenía la misma silueta de siempre, excepto durante el embarazo, que fue la primera vez en su vida que tuvo pechos. Era muy delgada y con el tipo de complexión que la hacía parecer mucho más alta del metro sesenta y cinco que medía. La única parte con curvas de su anatomía era el trasero que, en comparación con el resto del cuerpo, parecía muy prominente. Tenía las piernas musculosas y los brazos delgados y nervudos. En resumen, que no era ningún bombón; era una mujer normal que había querido mucho a su marido y que, en momentos como ese, lo echaba tanto de menos que su ausencia era como un cuchillo clavado en el corazón.
La tercera fotografía era de los cuatro cuando los gemelos apenas tenían tres meses y eran idénticos. Derek y ella sostenían a un gemelo cada uno con unas sonrisas tan amplias, orgullosas y felices mientras contemplaban a sus hijos que, viéndolos ahora, Cate quería reír y llorar.
Habían tenido tan poco tiempo juntos.
Cate meneó la cabeza, regresó al presente y se secó las lágrimas de los ojos. Sólo se permitía llorar por la noche, cuando nadie podía verla. Su madre y los niños podían volver del picnic en cualquier momento y no quería que la encontraran con los ojos rojos e hinchados. Su madre se preocuparía y los niños se echarían a llorar si sabían que mamá había llorado.
Cogió la llave del cajón, se la metió en el bolsillo de los vaqueros y regresó al pasillo, donde había dejado la maleta y el neceser. Encendió la luz del pasillo, cogió la maleta y el neceser y se los llevó hasta el otro extremo del pasillo, donde estaba la escalera que subía al desván, y volvió a dejarlos en el suelo.
La puerta de las escaleras se abría hacia fuera, daba paso a tres escalones que subían hasta un rellano; luego giraban hacia la derecha e iban a parar a un punto muy extraño del desván, tan cerca del tejado inclinado que Cate tenía que inclinarse antes de subir el último escalón. Bueno, se suponía que la puerta se abría hacia fuera. Metió la llave y la giró, pero no sucedió nada. La cerradura iba un poco dura, así que no se sorprendió. Sacó un poco la llave y volvió a intentarlo, aunque sin éxito. Maldiciendo en voz baja las cerraduras viejas, sacó la llave, volvió a meterla muy despacio, intentando girarla repetidamente. Tenía que encontrar la forma de…
Le pareció escuchar un pequeño «clic» y giró la llave con un movimiento brusco de muñeca. Oyó un crujido y se quedó con la mitad de la llave en la mano, lo que significaba, obviamente, que la otra mitad se había quedado dentro de la cerradura.
– ¡Hija de puta! -exclamó, aunque luego se giró para comprobar que los gemelos no se habían acercado en silencio y estaban detrás de ella. No es que hubiera muchas posibilidades de que hicieran algo en silencio pero, si lo hacían, seguro que era cuando ella decía palabrotas. Al ver que estaba sola, añadió-. ¡Joder!
Bueno, de todos modos la puerta necesitaba una cerradura nueva. Y las cerraduras no eran terriblemente caras, pero es que siempre tenía que arreglar o reparar algo. Necesitaba abrir la puerta para quitarse de en medio aquella maleta.
Maldiciendo en voz baja, bajó las escaleras corriendo y entró en la cocina. Justo cuando estaba a punto de descolgar para intentar localizar al señor Harris, oyó que se detenía un coche frente a la puerta. Se asomó por la ventana y, ¡oh, milagro!, era el señor Harris.
No sabía para qué venía, pero no podía haber sido más oportuno. Mientras él subía las escaleras del porche, ella abrió la puerta de la cocina con una mezcla de alivio y frustración en la cara.
– ¡Cuánto me alegro de verle!
Él se paró en seco y, con las mejillas totalmente sonrojadas, se volvió hacia la camioneta.
– ¿Necesitaré las herramientas?
– Se me ha roto la llave del desván en la cerradura, y necesito abrirla.
Él asintió y volvió a la camioneta, donde cogió la pesada caja de herramientas. A Cate se le pasó por la cabeza que debía de ser más fuerte de lo que parecía.
– Mañana voy a la ciudad -dijo él mientras subía las escaleras-. Se me ha ocurrido pasarme y decírselo, por si necesita algo.
– Tengo algunas cartas que hay que enviar -dijo ella.
Él asintió mientras ella se apartaba para dejarlo pasar.
– Por aquí -dijo ella, guiándolo por el pasillo y hacia las escaleras.
El pasillo estaba oscuro incluso con la luz encendida, porque no había ventanas en ninguno de los dos extremos. Las puertas abiertas de las habitaciones dejaban entrar algo de luz natural, que permitía manejarse tranquilamente a menos que tuvieras que realizar una tarea específica, como maniobrar una vieja cerradura o sacar una llave rota de su interior. El señor Harris abrió la caja de herramientas, sacó una linterna negra y se la entregó a Cate.
– Ilumine la cerradura -murmuró mientras apartaba la maleta y se arrodillaba frente a la cerradura.
Cate encendió la linterna y se sorprendió por el poderoso rayo de luz que emitía. Era terriblemente ligera, con un mango de goma. La miró por todos los lados para ver si encontraba la marca, pero no vio nada. Dirigió la luz hacia la puerta, justo debajo del pomo.
Sirviéndose de unas pequeñas pinzas, el señor Harris sacó la llave rota y luego cogió una especie de púa de la caja de herramientas y la insertó en la cerradura.
– No tenía ni idea que sabía forzar cerraduras -dijo ella, en un tono divertido.
La mano del señor Harris se quedó inmóvil un segundo, como si se estuviera preguntando si realmente tenía que responderle; luego emitió un sonido parecido a «hmmm» y siguió manipulando la púa.
Cate se colocó justo detrás de él y se inclinó para ver más de cerca lo que estaba haciendo. La luz le iluminaba las manos, resaltándole cada vena. Cate se fijó en que tenía unas manos bonitas. Estaban llenas de callos y manchas de grasa, y la uña del pulgar izquierdo estaba morada, como si se la hubiera golpeado con un martillo, pero llevaba las uñas cortas y limpias y tenía las manos largas, fuertes y bonitas.
Cate tenía debilidad por las manos fuertes; las de Derek eran muy fuertes, consecuencia de la escalada.
El señor Harris gruñó, sacó la púa y giró el pomo. La puerta se abrió unos centímetros.
– Muchas gracias -dijo ella, llena de sincera gratitud. Señaló la maleta que él había apartado-. El hombre que se marchó sin recoger sus cosas todavía no ha vuelto, así que tengo que guardarle la maleta durante un tiempo, por si algún día decide venir a buscarla.
El señor Harris miró la maleta mientras recuperaba la linterna, la apagaba y la dejaba en la caja de herramientas junto con la púa.
– Qué raro. ¿De qué huía?
– Creo que quería evitar a alguien que estaba en el comedor -le extrañaba que lo primero que se le había ocurrido al señor Harris fuera algo que ella ni se había planteado de buenas a primeras. Al principio, ella sólo pensaba que Layton estaba loco. Quizá los hombres eran más suspicaces que las mujeres.
Volvió a gruñir, como gesto de asentimiento a su comentario. Señaló la maleta con la cabeza.
– ¿Hay algo extraño en el interior?
– No. La dejó abierta. He metido toda la ropa y los zapatos, y los artículos de aseo en el neceser.
El señor Harris se levantó, apartó la caja de herramientas, abrió la puerta del desván, se agachó y cogió la maleta.
– Dígame dónde quiere que la deje.
– Puedo hacerlo yo -protestó ella.
– Ya lo sé, pero ahora ya estoy aquí.
Mientras subía las escaleras, Cate reflexionó que, en los últimos diez minutos, había oído hablar al señor Harris más que en los últimos meses, y seguro que era una de las pocas veces en que él había ofrecido un comentario sin que nadie le preguntara nada. Normalmente, solía responder a las preguntas directas con una respuesta breve, y ya estaba. Quizá había desayunado lengua o se había tomado una pastilla para la locuacidad.
En el desván hacía calor y todo estaba cubierto de polvo, con aquel olor a humedad que desprendían los objetos abandonados a pesar de que no hubiera humedad por ningún sitio. La luz de tres buhardillas llenaban el desván de luz, pero las paredes no estaban pulidas y el suelo estaba hecho de placas de madera que crujían a cada paso.
– Aquí mismo -dijo ella, señalando un rincón vacío junto a la pared más lejana.
Él dejó la maleta y el neceser en el suelo y luego miró a su alrededor. Vio el material de escalada y se detuvo.
– ¿De quién es eso? -preguntó.
– De mi marido y mío.
– ¿Los dos escalaban?
– Así nos conocimos, en un club de escalada. Aunque yo lo dejé cuando me quedé embarazada -pero no se había deshecho del material. Seguía allí, perfectamente limpio y conservado: los pies de gato, los arneses y las bolsas de tiza, las poleas, los cascos y los metros de cuerda, a pesar de que sabía que no volvería a escalar nunca más. Pero ni se le pasaba por la cabeza deshacerse del equipo.
Él se quedó dubitativo y Cate vio cómo volvía a sonrojarse. Luego dijo:
– Yo también he hecho algo de escalada pero, básicamente, montañismo.
¡Le había dado información sobre él de forma voluntaria! Quizá había decidido que era tan inofensiva como los niños y que era seguro hablar con ella. Tenía que marcar en rojo ese día en el calendario porque el día que el señor Harris se había decidido a hablar de sí mismo tenía que ser especial.
– Yo sólo escalaba rocas -dijo ella, intentando alargar la conversación. ¿Cuánto rato más seguiría hablando?-. No hacía montañismo. ¿Ha subido alguna montaña de las grandes?
– No hacía ese tipo de montañismo -murmuró él mientras se dirigía hacia las escaleras, y entonces Cate supo que la locuacidad se había terminado. Y entonces, justo dos pisos debajo de ellos, oyó el ruido de voces infantiles en plena discusión y supo que su madre y los niños habían vuelto a casa.
– Oh, oh, parece que tenemos problemas -dijo, dirigiéndose hacia las escaleras.
Cuando llegó abajo, a juzgar por las caras que traían, supo que había pasado algo. Los tres parecían enfadados. Su madre llevaba la cesta del picnic en la mano y tenía los labios apretados, con un niño a cada lado. Los gemelos estaban colorados de la furia y llevaban la ropa sucia, como si se hubieran estado revolcando por el suelo.
– Se han peleado -dijo Sheila.
– ¡Tannel me ha insultado! -replicó Tucker, con expresión de terquedad.
Tanner miró a su hermano.
– Me has empujado. Me has tirado al suelo -su rabia era evidente. A Tanner no le gustaba perder ni a las canicas.
Cate levantó la mano como si fuera un policía de tráfico y los hizo callar a los dos en mitad de la explicación. Tras ella, el señor Harris bajó las escaleras, con la caja de herramientas en la mano, y los niños empezaron a ponerse nerviosos; su héroe estaba aquí y no podían lanzarse encima de él como hacían habitualmente.
– Mimi me dirá qué ha pasado -dijo Cate.
– Tanner se ha comido el último trozo de naranja, pero lo quería Tucker. Tanner no se lo ha dado y Tucker lo ha empujado. Tanner lo ha llamado «imbécil». Y entonces han empezado a rodar por el suelo pegándose puñetazos -Sheila miró a los niños con el ceño fruncido-. Y han tirado la limonada y me han puesto perdida.
Ahora que se fijaba, Cate vio las manchas húmedas en los vaqueros de Sheila. Se cruzó de brazos y miró a sus hijos con la expresión más severa que podía mientras fruncía el ceño.
– Tucker… -empezó.
– ¡No ha sido culpa mía! -exclamó el niño, obviamente furioso por ser el primer a quien se dirigía su madre.
– Empujaste primero a Tanner, ¿no es cierto?
Ahora parecía todavía más rebelde. Se sonrojó y casi estaba saltando en el mismo lugar.
– ¡Ha sido… Ha sido culpa de Mimi!
– ¡¿De Mimi?! -repitió Cate, estupefacta. Su madre parecía igual de sorprendida por aquel giro en la historia.
– ¡Debería haberme vigilado mejor!
– ¡Tucker Nightingale! -rugió Cate, alterada por aquel atrevimiento de su hijo-. ¡Sube inmediatamente a tu habitación y siéntate en la silla de castigo! ¿Cómo te atreves a echar la culpa a Mimi? Me avergüenza tu actitud. ¡Un hombre decente nunca jamás se atrevería a culpar a otro por sus errores!
El niño lanzó una mirada buscando apoyo y ayuda del señor Harris. Cate se dio la vuelta y le lanzó una severa mirada al hombre, por si se le ocurría decir algo a favor de Tucker. El señor Harris parpadeó, después miró al niño y meneó la cabeza muy despacio.
– Tu madre tiene razón -dijo.
Los pequeños hombros de Tucker se relajaron y empezó a subir, casi arrastrándose, las escaleras hacia su habitación, cada paso lo más lento y pesado que podía un niño de cuatro años. Empezó a llorar. Cuando llegó arriba, se detuvo y sollozó:
– ¿Cuánto tiempo?
– Mucho -respondió Cate. No pensaba dejarlo allí más de media hora, pero para alguien con la energía de Tucker eso sería una eternidad. Además, a Tanner también le tocaría su turno por haber llamado «imbécil» a su hermano. Vale, eso significaba que los dos conocían aquella palabra y sabían cómo utilizarla. Sus hijos ya decían palabrotas.
Cate levantó la barbilla e hizo una mueca hacia Tanner. El niño suspiró y se sentó en el último escalón, esperando su turno para la silla de castigo. Las palabras sobraban.
El señor Harris se aclaró la garganta.
– Mañana en la ciudad compraré una cerradura nueva -dijo, y salió por la puerta.
Cate respiró hondo y se volvió hacia su madre, que parecía realmente alterada.
– ¿Seguro que te los quieres llevar unos días? -le preguntó Cate, cansada.
Sheila también respiró hondo.
– Ya te lo diré mañana -respondió.