Capítulo 11

Al día siguiente, Goss y Toxtel estaban sentados en la habitación de Toxtel del motel donde habían dormido, con un mapa desplegado en la mesita de mimbre. Bebían café malo de la diminuta cafetera de cuatro tazas del motel y comían unos bollos de miel que habían comprado en un supermercado. En la ciudad había un restaurante donde servían desayunos, pero no podían discutir sus asuntos en medio de un lugar de reunión de la gente de la ciudad.

Toxtel colocó un dibujo encima de la mesa.

– Mira, si no recuerdo mal, esta es la distribución del pueblo. Si tú recuerdas algo distinto, dilo. Esto tiene que ser lo más exacto posible.

Toxtel había hecho un austero plano de Trail Stop y de la carretera que llevaba hasta el pueblo, con cosas como el puente, el riachuelo a la derecha y las altas montañas a la izquierda.

– Me parece que en algún punto de eso que tú llamas carretera salía un camino de tierra -dijo Goss-. Ahora bien, no sé si era una pista o un camino de cazadores.

Toxtel lo anotó y miró el reloj. Había llamado a alguien que conocía a alguien y se suponía que un tipo de por allí, que se ve que era relativamente bueno solucionando problemas de determinada índole, tenía que reunirse con ellos allí en la habitación a las nueve. Goss era lo suficientemente inteligente como para saber que aquello los sobrepasaba y que, sin ayuda de un experto, no podrían evitar que aquellos pueblerinos salieran de Trail Stop. Necesitaban a alguien que se moviera como pez en el agua en plena naturaleza y que supiera manejar un rifle. Goss se defendía muy bien con una pistola, pero nunca había cogido un rifle. Toxtel sí, pero hacía muchos años.

Ese hombre con el que tenían que encontrarse se suponía que conocía a un par de tipos a los que podía llamar para que les ayudaran. Goss no era un experto, pero incluso él sabía que aquel pueblo tenían más salidas de las que tres personas podían cubrir; aparte de que esas tres personas necesitaban dormir de vez en cuando. Para que el plan de Toxtel saliera bien, tenían que conseguir al menos dos personas más, aunque tres sería mejor.

Goss estaba encantado de poner en práctica cualquier descabellado plan que Toxtel pudiera plantear; en realidad, cuanto más descabellado mejor, porque así aumentaban las posibilidades de que toda aquella situación le estallara en la cara y de que Salazar Bandini fuera el centro de una atención no deseada, como por ejemplo la de los federales, lo que haría que estuviera muy cabreado con Yuell Faulkner.

Había intentado hacer un plan, pero había demasiadas variables. Sólo podía esperar que las situaciones se fueran presentando y él, furtivamente, pudiera empeorarlas. Lo mejor sería que pudieran conseguir el lápiz de memoria de Bandini y que nadie resultara herido o muerto… lo mejor para Bandini, claro y, por extensión, lo mejor para Faulkner. Por lo tanto, Goss tenía que asegurarse de que la segunda premisa se cumpliera, pero no la primera. Aunque no le importaría demasiado que ese cabrón de lampista recibiera algún tiro.

El hecho de que Goss no hubiera muerto durante la noche significaba que no tenía daños cerebrales, pero todavía tenía un dolor de cabeza de mil demonios. Al despertarse, se había tomado cuatro pastillas de ibuprofeno, lo que le había permitido concentrarse, aunque esperaba que hoy sólo tuviera que estar sentado y hablar, nada más.

A las nueve en punto, oyeron un golpe en la puerta y Toxtel se levantó. Abrió la puerta y se apartó para que su invitado pasara.

– Nombre -dijo el hombre muy seco.

Hugh Toxtel no solía recibir órdenes de nadie, pero tampoco era tan orgulloso como para ofenderse por un mínimo detalle.

– Hugh Toxtel -dijo, como si nada, como si le hubieran pedido la hora-. Él es Kennon Goss. ¿Y usted es…?

– Teague.

– ¿Y de nombre?

– Llámeme Teague.

Parecía el tipo de los anuncios de Marlboro, pero con un toque de depósito de chatarra y un humor de perros. Tenía la cara tan castigada que era imposible adivinar cuántos años tenía, pero Goss calculó que estaría sobre los cincuenta. Tenía el pelo canoso con un corte a lo militar. A juzgar por los pómulos altos y los ojos negros y achinados, tenía sangre india, de varias generaciones atrás. Si se había relajado un poco, nadie se había dado cuenta.

Llevaba vaqueros, botas de montaña y una camisa de cuadros verdes y marrones metida por dentro de los pantalones. Llevaba un cuchillo de dimensiones considerables en una funda encima del riñón derecho, el tipo de cuchillo que se utilizaba para desollar animales. Seguro que no entraría en la categoría de navaja de bolsillo. También llevaba una vieja bolsa de tela negra. Desprendía un aire de «cabrón peligroso», pero no por nada que dijera o hiciera, sino por la confianza con que se movía y por aquella mirada que dejaba claro que podría destripar a alguien sin ningún tipo de remordimientos, como si se tratara de matar una mosca.

– He oído que necesitan a alguien que conozca las montañas -dijo.

– Necesitamos más que eso. Vamos de caza -dijo Toxtel en tono neutro mientras señalaba el mapa de la mesa.

– Un momento -dijo Teague al tiempo que sacaba un aparato electrónico alargado de la bolsa negra. Lo encendió y caminó por la habitación. Cuando hubo comprobado que no había micros, lo apagó y encendió la televisión. Entonces, se sentó.

– Me alegro de que sea tan precavido -dijo Toxtel-, pero si los federales lo siguen quiero que me lo diga. No necesitamos ese tipo de complicaciones.

– Que yo sepa, no -respondió Teague, inexpresivo-. Pero eso no significa que las cosas no puedan cambiar.

Toxtel lo miró sin decir nada. En definitiva, pensó Goss, todo era una cuestión de confianza: ¿Toxtel confiaba en su contacto? La confianza era un lujo poco habitual en su negocio porque entre ladrones, o asesinos por ejemplo, no existía el honor. La confianza que pudiera existir nacía de una relación mutuamente destructiva. Goss sabía suficiente de Toxtel como para acabar con él, y viceversa. Y se sentía más seguro con eso que con cualquier amistad.

Al final, Toxtel se encogió de hombros y dijo:

– Muy bien -se volvió hacia el mapa y le explicó a grandes trazos la situación, sin mencionar en ningún momento el nombre de Bandini, sólo dijo que se habían olvidado algo en la pensión y que la propietaria no estaba dispuesta a entregárselo. Luego, le expuso el plan.

Teague se acercó al mapa, aferrándose con fuerza a la mesa con las manos, con el ceño fruncido mientras reflexionaba.

– Complicado -dijo, al final.

– Lo sé. Necesitaremos a varias personas que sepan lo que hacen.

– Por eso está usted aquí -intervino Goss, muy seco-. Hugh y yo no tenemos demasiada experiencia en la montaña -desde que había llegado la visita, no había dicho nada, y Teague lo miró.

– Me alegro de que lo reconozcan. Hay quien no lo haría. Muy bien. Hay varios puntos que se tiene que discutir. Primero, ¿cómo piensan aislarlos? Y no me refiero sólo en el sentido físico, sino también tecnológico: teléfonos, ordenadores, las comunicaciones por satélite.

– Cortaremos el teléfono y la electricidad -dijo Goss-. Eso descartará los teléfonos, los ordenadores y el correo electrónico vía satélite.

– ¿Y si alguien tiene un teléfono por satélite? ¿No lo han pensado?

– Los teléfonos por satélite no son habituales -respondió Goss-, pero en el caso de que uno de esos pueblerinos tuviera uno, tendremos que saberlo. En un lugar tan pequeño será fácil descubrir esas cosas. Además, también podremos localizar los coches que sean nuevos y que, por tanto, puedan tener bluetooth o algo así.

– Aquí no funcionan -dijo Teague-. No hay cobertura. En eso pueden estar tranquilos.

Menos mal, porque la situación ya era complicada de por sí.

Como sólo había dos sillas, arrastraron la mesa hasta la cama. Toxtel se sentó en la cama y Goss y Teague en las sillas. Se pasaron una hora estudiando el mapa mientras Teague iba indicándole detalles topográficos.

– Tendré que hacer un reconocimiento del terreno, asegurarme de que todo está como creo, pero pienso que el plan es factible -concluyó Teague-. Las líneas eléctricas y de teléfono terminan en Trail Stop, de modo que es posible que las compañías eléctrica y telefónica no se den cuenta de que el servicio se ha interrumpido y, si lo hacen, si destruimos el puente no podrán hacer nada para arreglarlo. Así que tenemos que poner señales de «Puente fuera de servicio» aquí -dijo, señalando el punto donde la carretera de Trail Stop se unía a la grande-, y cortar el camino con caballetes, y ya está. Aunque seguramente sólo nos sirva durante un par de días. Lo suficiente para presionar a esa mujer y que se rinda. Quizá sus propios vecinos la lancen a los lobos, ¿quién sabe? ¿Ha dicho que tiene un hijo?

– Vimos juguetes, pero no vimos a ningún niño.

– Podía estar en el colegio. Para asegurarnos de que el crío esté en casa, empezaremos con el baile por la tarde o un sábado. La gente suele evitar poner en riesgo a sus hijos. Una vez hayan encontrado lo que buscan, tendrán que desaparecer muy deprisa. Mis hombres y yo podemos frenarlos un poco pero en algún momento tendré que esfumarme y desaparecer en el bosque. Si para entonces no se han ido, estarán solos.

– Entendido -dijo Toxtel. Y luego frunció el ceño-. Si hacemos saltar el puente por los aires, ¿cómo conseguiremos lo que queremos?

– El riachuelo se puede vadear por otros puntos. Lo que tenemos que hacer es evitar que ellos lo hagan hasta que nosotros queramos. Y ahora vamos a hablar de dinero.


Una hora más tarde, cuando Teague salió de la habitación del motel, tenía su dinero y estaba tan satisfecho y risueño que hizo un esfuerzo sobrehumano para no reírse en la cara de esos dos. El plan de Toxtel era una de las estupideces más grandes que jamás había escuchado pero, si Toxtel estaba dispuesto a pagarle una pequeña fortuna por seguir con aquella farsa, él estaba encantado de aceptar el dinero.

El plan era factible, pero suponía muchos problemas y gastos. Y también era innecesariamente complicado. Si se lo hubieran encargado a Teague, se habría llevado a dos hombres y se habría presentado en la casa a las dos de la madrugada; esa mujer les daba lo que querían o mataban a su hijo. Sencillo. Pero en lugar de eso, Toxtel había diseñado un plan para aislar a toda la comunidad.

Toxtel y Goss debían de haber ido en persona y los habían sacado a patadas. Seguro que no era conveniente tenerlos como enemigos, pero no estaban en su elemento. Debían de estar acostumbrados a ser los únicos con armas; y aquí hasta las abuelas tenían un arma. Ahora el ego ofendido y el orgullo herido les ofuscaban el pensamiento, eso no era bueno.

Por otro lado, que aquel plan funcionara era un reto y a Teague le encantaban los retos. Tenían que estudiarlo todo, encajar mucha piezas, controlarlo todo. Quizá Toxtel y Goss no eran los únicos que se dejaban llevar por el orgullo a la hora de tomar decisiones. La diferencia era que Teague lo reconocía y jugaba con ello. Sin embargo, a él lo movía la avaricia: le gustaban las cifras de las que habían estado hablando.

Conocía la zona de Trail Stop. El terreno que rodeaba el pueblo era accidentado, casi inaccesible. En algunos puntos, las montañas eran casi verticales, llenas de rocas y barrancos. El riachuelo bloqueaba el paso por el otro lado, y era un señor riachuelo. No conocía a nadie, ni siquiera los aventureros más atrevidos, que se lanzara a navegar esas aguas. Trail Stop existía porque los mineros que excavaban la montaña en busca de oro en el siglo xix y principios del xx necesitaban un lugar donde vivir y, cuando se marcharon, dejaron el lugar lleno de minas abandonadas. Aquel saliente de tierra entre el riachuelo y las montañas era el único terreno llano en kilómetros a la redonda, de modo que instalaron un colmado para servir a los mineros. El colmado seguía allí, pero los mineros no y, aparte de las pocas personas que tenían el poco sentido común de vivir allí todo el año, los únicos que se veían eran turistas, cazadores y escaladores.

Hmmm. Escaladores. Algo que añadir a la lista: asegurarse de que no hubiera escaladores en la pensión, porque podrían fácilmente ofrecer una salida que él no podría bloquear. No creía porque, aunque alguien escalara la cara de la montaña hacia el noreste, todavía le separaban varios kilómetros hasta el siguiente pueblo, pero prefería cubrir todas las posibilidades.

En su opinión, el principal problema sería Joshua Creed. No había muchas personas a las que Teague respetara, pero Creed era el primero de la lista. El antiguo comandante de los marines tenía una cabaña en la zona de Trail Stop, para guardar allí las provisiones y no tener que conducir treinta kilómetros hasta la ciudad. Si había alguien que podía fastidiarles los planes, ese era Creed.

Tenían dos opciones: encerrarlo junto con los demás en el pueblo y arriesgarse a que organizara a los habitantes del pueblo y contraatacaran o sellar la zona con Creed fuera y esperar que la excusa de estar haciendo obras en el puente lo mantuviera alejado. Teague se imaginó que tendría que emplearse a fondo para controlar a Creed si estaba con los demás, pero al menos sabría dónde estaba. Si no estaba en Trail Stop, Teague no tenía forma de controlarlo y era perfectamente posible que Creed decidiera acercarse a ver qué estaba pasando.

Teague decidió que la mejor opción era encerrar a Creed con los demás. Eso significaba que tendría que tomar más precauciones y traer equipo especial para asegurarse de que Creed no hacía de las suyas.

Escoger el momento era esencial. Todos los habitantes de Trail Stop tenían que estar en el pueblo y todos los visitantes tenían que estar fuera. Seguro que un turista tenía familia que esperaría una llamada o que regresara a casa a una hora determinada. Y seguro que alguien del pueblo empezaría a hacer preguntas incómodas si no podía volver a casa. Aunque, obviamente, ese alguien podía sufrir un accidente, de modo que aquella opción era mejor que no dejar a alguien que no era del pueblo encerrado allí dentro.

Sin embargo, lo primero que tenía que hacer era reconocer el terreno.


Cate se quedó dormida y, por lo tanto, tuvo que correr cuando por fin se despertó para tener las magdalenas preparadas cuando llegara la marabunta de clientes matinales. Por supuesto, después de los acontecimientos del día anterior, parecía que todo el mundo se había levantado con ganas de comerse una magdalena, incluso Milly Earl, la mejor cocinera del pueblo.

En cuanto los gemelos se levantaron, empezaron a pedirle a Cate si podían visitar la casa de Mimi así que, por lo visto, Sheila había hecho su trabajo a la perfección. Cate fingió reticencia, para que todavía tuvieran más ganas de ir. Lo último que quería era tener que meter a sus hijos en el coche de su madre a rastras antes de que se fueran. Pero tampoco quería aceptar la propuesta a la primera y darles la idea que estaba deseando que se fueran. Engañar a niños de cuatro años era todo un ejercicio de equilibrio.

Sheila llamó a la compañía aérea para preguntar si podía cambiar la fecha de regreso y si podía comprar dos billetes más para los niños. El único vuelo que podía coger era al día siguiente a las once de la mañana, lo que significaba que los niños y ella tendrían que salir, como mínimo, a las seis de la mañana. Tenía que ir hasta Boise, devolver el coche y llevar a los niños y las maletas hasta la puerta de embarque, aparte de encontrar un momento para darles de comer antes de subir al avión. También llamó al padre de Cate para decirle que volvía antes de lo previsto y que traía a los niños. «Prepárate», le dijo, entre risas.

El agente Marbury vendría a las once de modo que, en cuanto se marcharon todos los clientes, Cate limpió la cocina y el salón a toda prisa. Los escaladores habían cogido una magdalena y se habían marchado temprano, ansiosos por disfrutar de otro día de montaña. Cate recordaba cuando Derek y ella eran así, con un único objetivo en la cabeza: poner a prueba su fuerza y su habilidad en las rocas. Se marchaban al día siguiente, así que era su último día para disfrutar de su deporte preferido.

A las once menos cuarto, subió a su habitación a cambiarse, cepillarse el pelo y ponerse un poco de brillo de labios. A medio camino, oyó ruido y a los niños riéndose a carcajadas en su habitación. Como la experiencia le decía que una lucha de cojines y ver plumas volando por toda la habitación les parecía muy divertido, subió el resto de las escaleras corriendo.

Se detuvo en seco en la puerta, parpadeando. Los dos niños estaban desnudos, pegando saltos y riéndose tanto que caían al suelo cada dos por tres. Tras ella, oyó a Sheila que también subía las escaleras corriendo.

– ¿Están bien?

– ¿Qué diantre… Qué estáis haciendo? -preguntó Cate, absortamente perpleja. Se volvió hacia Sheila y le dijo-. Están bien. Se han desnudado y están saltando -miró a los chicos-. Niños, ya basta ¡Dejad de saltar! Decidme qué estáis haciendo.

– Hacemos bailar nuestras pililas -dijo Tanner que, por una vez, se adelantó a su hermano, pero sólo porque Tucker estaba riendo tanto que no podía hablar.

– Vuestras… -empezó a decir Cate, pero luego se echó a reír. Hacían tanta gracia saltando y señalándose la «pilila», y se lo estaban pasando tan bien que Cate sólo pudo menear la cabeza y reír con ellos.

Vio un destello a su lado y dio un respingo. Era Sheila, con una cámara digital en la mano.

– Ya está -dijo, satisfecha-. Ya tienes algo con qué chantajearlos cuando tengan dieciséis años.

– ¡Mamá, se morirán de vergüenza!

– Eso espero. Habría dado cualquier cosa por tener algo así para frenar a tu hermano. Haré un par de copias cuando llegue a casa. Espera, algún día me lo agradecerás.

Sonó el timbre y Cate miró el reloj. Si era Marbury, llegaba temprano, y ya no tendría tiempo de arreglarse. Gruñó y dijo:

– ¿Los vistes, por favor, mientras yo voy abajo? Seguramente será el policía del condado.

Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta. Vio a Calvin Harris con una caja de la ferretería de Earl en una mano y la caja de herramientas en la otra; a su lado había un fornido hombre que no conocía pero, al ver que llevaba una pistola en el cinturón, estuvo convencida de que se trataba de Marbury. Tenía el pelo castaño y llevaba vaqueros, un polo y una cazadora azul marino.

– ¿Señora Nightingale? -sin dejarla responder, añadió-. Soy Seth Marbury, agente de la oficina del sheriff.

– Sí, pase por favor -mientras lo dejaba entrar, Cate lanzó una rápida mirada al piso de arriba, donde todavía se oían risas infantiles. También oía a su madre, que parecía cada vez más frustrada, diciéndoles a los niños que dejaran de hacer bailar las pililas y se vistieran y, evidentemente, veía cómo los niños la ignoraban. Los golpes de los saltos resonaban en el piso de abajo.

Los dos hombres miraron hacia arriba. Cate se sonrojó.

– Yo eh… tengo gemelos -le explicó a Marbury-. Tienen cuatro años -y, al parece aquella era toda la explicación necesaria.

– ¡Tannel, mira! -oyó gritar a Tucker con su voz de pito-. ¡La mil, hace zigzag!

¿Zigzag?

Sheila perdió la paciencia y se hartó de las buenas maneras y, con su voz más severa, parecida a la de un sargento del ejército, les dijo:

– ¡Ya basta! No quiero ver más pililas haciendo zigzag. No quiero ver vuestras pililas bailando, saltando, cantando ni nada por el estilo. Quiero ver esas pililas dentro de los calzoncillos, ¿entendido? Si vais a venir a casa conmigo, tenemos que hacer muchos planes, y no puedo hacer planes si veo vuestras pililas haciendo cosas.

«Una verdad como un templo», pensó Cate mientras reprimía una carcajada. Intentó no mirar a los hombres que tenía delante porque sabía que si lo hacía, se echaría a reír. ¿Pililas camarinas? Sheila estaba en plena forma.

Evidentemente, ella no era la única que estaba a punto de echarse a reír. Calvin se dirigía hacia las escaleras, sin ni siquiera mirar a Cate.

– Yo… eh… voy al desván a cambiar la cerradura -dijo, y subió las escaleras casi corriendo.

Cate respiró hondo y expulsó el aire hacia arriba, por si eso le ayudaba a refrescarse la cara.

– Vayamos a la sala. Mi madre los tranquilizará en un minuto.

Marbury chasqueó la lengua mientras la seguía hasta la sala.

– No deben dejarla ni respirar.

– Hay algunos días peores que otros, y hoy es uno de ellos -dijo, muy seria. Por suerte, el alboroto en el piso de arriba se calmó. Seguro que la ilusión por hacer planes para ir a casa de Mimi había podido más que la ilusión por hacer bailar las pililas.

Afortunadamente, Marbury no le preguntó qué estaba pasando arriba, aunque era bastante obvio. Además, él también había sido pequeño. Pero Cate no quería imaginárselo haciendo algo ni siquiera remotamente parecido a lo que hacían sus hijos. Quería verlo estrictamente como un agente de la ley.

– Ya le he tomado declaración al señor Harris -dijo y, de repente, Cate vio el peligro de tener que hacer una declaración, porque no sabia lo que Calvin le había dicho. ¿Le había dicho que había golpeado a Huxley en la cabeza? Apostó a que no lo había hecho, y en realidad ella no lo había visto, así que empezó por el principio e incluso le dijo que tuvo la sensación de que había alguien escuchándola mientras hablaba con Neenah en la cocina y que enseguida sospechó de esos dos hombres.

Cuando terminó, Marbury suspiró y se frotó los ojos. Cate se dio cuenta de que parecía cansado; debía de tener mucho trabajo y, a pesar de todo, había encontrado tiempo para venir y tomarles declaración.

– Seguro que esos dos hombres ya están muy lejos de aquí. Ayer no volvió a verlos, ¿verdad?

Cate meneó la cabeza.

– Debí de haberle llamado antes -admitió-, pero no lo pensé. Estábamos bien, sólo un poco asustadas, ya me entiende. Todo el mundo hablaba de eso y los niños estaban escuchando y yo… -levantó las manos, impotente-. Si le hubiera llamado, podría haberlos atrapado.

– Podría haberles acusado de algo, sí, pero habríamos tenido que ponerlos en libertad bajo fianza, se habrían marchado y no hubiéramos vuelto a saber de ellos. Me desespera, pero el condado no tiene los recursos para perseguir a acusados que se marchan a otro estados, sobre todo cuando nadie ha resultado herido y lo único que se han llevado es una maleta que ni siquiera era suya, señora Nightingale. ¿Está segura de que no había nada de valor dentro?

– Lo más caro era el par de zapatos y yo misma los metí allí dentro. Cuando entré en la habitación, no estaban en la maleta.

Marbury cerró su libreta.

– Entonces, eso es todo. Si vuelve a verlos, llámeme inmediatamente pero, ahora que tienen lo que querían, seguro que no volverán.

Con la distancia de una noche entre ayer y ahora, Cate estaba de acuerdo con él. Hoy estaba mucho más tranquila y empezaba a arrepentirse de haberle pedido a su madre que se llevara a los niños, pero ahora los planes ya estaban en marcha y los niños estaban muy ilusionados ante la idea de ir a casa de Mimi.

De repente, volvieron a oír gritos y Cate, que ya estaba acostumbrada a los distintos gritos de sus hijos, interpretó que esos eran de alegría.

– Seguro que han visto al señor Harris -le dijo a Marbury-. Les encanta la caja de herramientas.

– Es comprensible -respondió él con una sonrisa-. Un niño, un martillo… claro que les encanta.

Salieron de la sala y vieron cómo Calvin bajaba las escaleras, precedido de los niños, que revoloteaban a su alrededor.

– ¡Mamá! -dijo Tucker en cuanto la vio-. ¡El señor Hawwis me ha dejado coger la llave ingleza?

– Inglesa -lo corrigió Cate de forma automática, mientras miraba a Calvin, que tenía una mirada tranquila y serena como siempre.

– Inglesa -repitió Tucker mientras agarraba el mango del martillo, que estaba en el bolsillo de los pantalones de Calvin, y estiraba.

– Deja de tirar de la ropa del señor Harris -dijo Cate-, antes de que se la arranques.

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, Cate notó que se sonrojaba. ¿Qué le pasaba? Hacía años que no se sonrojaba y ahora parecía que, desde ayer, no hacía otra cosa. Todo parecía tener un doble sentido, o parecía abiertamente sexual y, sí, la idea de arrancarle la ropa a Calvin parecía definitivamente sexual.

Aquello la sorprendió.

¿Calvin? ¿Sexual?

¿Porque las había salvado ayer? ¿Acaso le estaba atribuyendo un papel heroico y, siguiendo el modelo histórico de las relaciones hombre-mujer, respondía de forma inconsciente a aquella demostración de fuerza?

Había asistido a clases de antropología, porque le parecían interesantes, así que conocía la dinámica de los instintos sexuales. Tenía que ser eso. Las mujeres respondían ante los hombres fuertes, poderosos o heroicos.

En los tiempos de las cavernas, eso significaba mayores posibilidades de supervivencia. Las mujeres ya no tenían que hacerlo, pero los viejos instintos permanecían intocables; ¿cómo, si no, podría explicarse que Donald Trump resultara atractivo a tantas mujeres?

Aquello la relajó. Ahora que sabía qué provocaba aquella repentina sensibilidad, podía controlarla.

Presentó los gemelos a Marbury y, lógicamente, enseguida vieron la pistola y quedaron maravillados de estar frente a un policía, aunque los decepcionó un poco que no llevara uniforme. Al menos, estaban distraídos y Cate pudo preguntar a Calvin:

– ¿Qué te debo?

Él sacó la factura de la cerradura del bolsillo y se la dio. Sus dedos se rozaron y Cate contuvo un escalofrío que quería estremecerla de arriba abajo, al tiempo que recordó esas poderosas manos sujetando la escopeta y el dedo fijo en el gatillo. También recordó cómo las había abrazado a Neenah y a ella, con sus cálidos y acogedores brazos, con su esbelto cuerpo sorprendentemente musculoso y duro debajo del mono vaquero.

Maldita sea. Ya volvía a sonrojarse.

Y él no.

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