– A ver -dijo su madre como si nada por la noche, mientras hacían las maletas de los niños-, ¿hay algo entre Calvin Harris y tú?
– ¡No! -asombrada, Cate casi dejó caer el par de vaqueros que estaba doblando y miró a su madre-. ¿Por qué lo dices?
– Por… algo.
– ¿El qué?
– Por cómo estáis juntos. Un poco incómodos, y apartáis la mirada cuando el otro mira.
– Yo no aparto la mirada.
– Si no fuera tu madre, quizá ese tono indignado te serviría, pero yo te conozco demasiado bien.
– ¡Mamá! No hay nada. Yo no… No he… -se detuvo y apoyó las manos en las rodillas mientras acariciaba el pequeño vaquero con los dedos-. No desde que Derek murió. No me interesa salir con nadie.
– Pues deberías. Ya han pasado tres años.
– Lo sé -y era verdad, pero saber algo y hacerlo eran dos cosas distintas-. Es que… los niños y la pensión me roban casi todo el tiempo y la mera idea de añadir algo más, alguien más, a la mezcla sería demasiado. Y no aparto la mirada -añadió-. Estaba preocupada por tener que prestar declaración ante Marbury porque no sabía si Calvin le había dicho que golpeó a Huxley en la cabeza. Si he apartado la mirada, ha sido por eso.
– Pues él te mira.
Cate se echó a reír.
– Sí, y seguramente se sonroja mientras aparta la mirada lo antes posible. Es muy tímido. Creo que estos dos últimos días le he oído hablar más que en los últimos tres años. No quieras ver más de lo que hay. Seguramente, aparta la mirada de todo el mundo.
– No es verdad. No he notado que sea especialmente tímido. Cuando estaba cambiando la cerradura del desván y los niños estaban prácticamente encima de él, hablaba conmigo como lo hace con Sherry o con Neenah.
Cate hizo una pausa y recordó el día que oyó a Calvin hablar con Sherry. Evidentemente, había algunas personas con las que se sentía más cómodo, y estaba claro que ella no era una de ellas. Aquello le provocó una punzada de dolor en la boca del estómago. Instintivamente, se negó a estudiar el motivo del dolor y se obligó a volver a la conversación.
– Da igual. Antes de que empieces a fantasear con nosotros, piensa un momento: ninguno de los dos es un buen partido. Yo estoy eróticamente arruinada y tengo dos niños. Él se dedica a arreglar cosas. Los pretendientes no hacen cola en nuestra puerta.
Sheila apretó los labios para contener una risa.
– En tal caso, haríais muy buen pareja, puesto que sois tan iguales.
Cate no sabía si alegrarse o asustarse. ¿Ahora resulta que estaba al nivel del manitas del pueblo? Sus padres no la educaron en un sistema clasista, pero había trabajado en el mundo empresarial y tenía ambiciones. No eran muy grandes, pero existían. Por lo que sabía, Calvin estaba perfectamente satisfecho con lo que hacía. Por otro lado, teniendo en cuenta que Cate había elegido llevar una pensión, ¿qué le podría venir mejor que vivir con alguien que sabía arreglarlo todo? Dios sabe que, sin él, no habría podido sobrevivir esos tres años.
Se echó a reír.
– Bueno, en realidad he considerado la opción de pedirle que se instale aquí.
Su madre parpadeó, sorprendida.
– Darle alojamiento a cambio de los arreglos -explicó Cate, riéndose mientras se levantaba para ir a buscar la ropa interior de los niños a la cómoda. Se asomó por la puerta para ver cómo estaban los pequeños, que jugaban con sus coches y camiones en el pasillo. Los había puesto allí para que su madre y ella pudieran hacer la maleta tranquilamente sin tenerlos a ellos ayudando, porque habría sido caótico. Estaban levantando una especie de fuerte y lo tiraban al suelo empotrando los coches con él. Así estarían entretenidos un buen rato.
– Cariño, va siendo hora que empieces a plantearte volver a salir con hombres -continuó Sheila-. A pesar de que Dios sabe que las opciones aquí son tan limitadas que lo único a escoger es Calvin. Si volvieras a Seattle…
Ah, claro; ese era el motivo que se escondía detrás del interés de su madre por Calvin. Cate hizo una mueca. Sólo era una campaña más para que dejara Idaho.
Cate esperó a respirar hondo y calmarse y luego alargó el brazo y acarició la mano de su madre.
– Mamá, de todos los consejos que me has dado, ¿sabes cuál es el que más valoré?
Sheila retrocedió un poco y miró a su hija con recelo.
– No, ¿cuál?
– Cuando Derek murió, me dijiste que habría mucha gente que vendría a darme consejos sobre vivir, salir con alguien y esas cosas, y me dijiste que no los escuchara, ni siquiera a ti, porque el dolor necesita su tiempo y ese tiempo es distinto para todo el mundo.
Si había algo que Sheila odiaba era ver cómo sus propias palabras se volvían en su contra.
– ¡Pues qué bien! -exclamó en un tono de desprecio-. ¿No me digas que te tragaste todas esas paparruchas?
Cate se echó a reír y se dejó caer en la cama de Tanner, con los puños de la victoria alzados hacia el techo.
Sheila le lanzó un par de calcetines hechos una bola.
– Desagradecida -murmuró.
– Sí, ya lo sé: estuviste veinte días de parto…
– Veinte horas. Pero me parecieron días.
Los dos niños entraron corriendo en la habitación.
– Mamá, ¿qué hace tanta gracia? -le preguntó Tucker mientras saltaba a la cama con ella.
– ¿Qué hace tanta gracia? -repitió Tanner, que se subió al otro lado.
Cate los abrazó.
– Mimi. Me ha estado explicando unas historias muy divertidas.
– ¿Qué historias?
– De cuando era pequeña.
Los niños abrieron los ojos como platos. Que su madre hubiera sido pequeña era algo increíble para ellos.
– ¿Y Mimi te conocía? -preguntó Tucker.
– Mimi es la mamá de mamá -dijo Cate, feliz por no tener que repetir ese trabalenguas diez veces seguidas-. Igual que yo soy vuestra mamá.
Vio cómo Tanner movía los labios al tiempo que repetía «Mamá de mamá». Se metió el dedo en la boca mientras observaba a Mimi escrupulosamente.
– Me siento como un animal del zoológico -se quejó Sheila.
– ¿El zoológico? -repitió Tanner, olvidándose del trabalenguas.
– ¡El zoo! ¡Mimi va a llevarnos al zoo! -gritó muy emocionado Tucker.
– Atrapada -dijo Cate mientras le dedicaba una sonrisa a su madre.
– Ja, ja, ja. Pues me parece muy buena idea. Iremos al zoo -les prometió-. Siempre que os portéis bien y os vayáis a la cama a vuestra hora.
Cuando los niños vieron que metían sus cosas en las maletas, empezaron a gritar y saltar, como Cate se imaginaba. Estaban muy ilusionados. Empezaron a sacar de las cajas los juguetes que querían llevarse, algo que habría requerido fletar otro avión sólo para los juguetes. Cate dejó que Sheila se hiciera cargo de la situación, puesto que vivirían con ella las dos próximas semanas y tenían que acostumbrarse a escucharla y hacerle caso.
Al final, cerraron las maletas, con un máximo de dos juguetes cada uno. Para entonces, ya estaban muy cansados y Cate dejó en manos de su madre la tarea de bañarlos y ponerles el pijama mientras ella iba abajo y se encargaba de cambiar las sillitas de los niños de su Explorer al coche de alquiler de su madre. Después de pelearse con las cintas y los enganches bajo la escasa luz que llegaba de la casa, se dijo que tendría que haberlo hecho de día. Al final, las sillitas estaban en su sitio y volvió a entrar en casa para hacer unas etiquetas con los nombres y las direcciones, porque tendrían que facturarlas. Volvió a salir para engancharlas a las sillitas.
Era septiembre, la noche ya era fría y Cate se dijo que tendría que haberse puesto una chaqueta antes de salir. Se detuvo y miró el cielo lleno de estrellas. El ambiente era tan limpio que parecía que había miles de estrellas, muchas más de las que había visto desde cualquier otro lugar.
La noche la envolvía, pero no estaba en silencio. Siempre se oía el rugir del riachuelo, acompañado del crujir de las hojas agitadas constantemente por el viento. Las ramas de las copas ya habían empezado a cambiar el color; el otoño se acercaba muy deprisa y, cuando llegara el invierno, el negocio se frenaría de tal forma que habría semanas en que no tendría ni un solo huésped pernoctando en la pensión. Quizá debería plantearse preparar comidas durante la temporada baja. Cosas sencillas, como sopas, estofados o bocadillos; no eran platos complicados y seguiría ingresando algo de dinero. Cuando la nieve llegaba casi a las rodillas, la idea de un plato de sopa caliente, un estofado o una buena salsa picante atraería a los ciudadanos de Trail Stop. Qué demonios, quizá hasta sacara a Conrad y Gordon Moon de su rancho.
De repente, la pregunta de Sheila sobre Cal le vino a la cabeza. Jamás lo había relacionado con ningún sentimiento romántico, pero es que no había tenido esos pensamientos con nadie. Todavía no sabía adaptarse a ese concepto pero, cuando volvió a preguntarse por qué se mostraba tan reservado frente a ella, volvió a sentir la punzada de dolor en la boca del estomago. Si hablaba con los demás, ¿por qué no hablaba con ella? ¿Acaso le había hecho algo? ¿Acaso se mantenía alejado de ella porque no quería que pensara mal de él? La idea era casi de risa y, al mismo tiempo, no lo era. Cate tenía dos niños pequeños. Muchos hombres no querían salir con una mujer con hijos de un matrimonio anterior.
Pero, ¿qué hacía pensando en Cal de esa forma? No tenía ninguna base para suponer eso. Nunca había estado interesada en él y, si él estaba interesado en ella, era el mejor actor del mundo porque nunca había demostrado nada.
Se olvidó de ese asunto. Era una locura, y debía de estar loca por obsesionarse con eso. Debería estar haciendo planes para las próximas dos semanas.
Con los niños en Seattle, podría aprovechar para hacer algunas cosas, como limpiar el congelador y la despensa o marcar con piedras la zona de aparcamiento de la pensión, para que pareciera más oficial que la poca gravilla que había tirado hacía tiempo. Podría hacer limpieza de sus armarios y guardar lo que se les había quedado pequeño, o lo que estaba demasiado viejo en el desván. Sabía que debería dar la ropa a algún asilo, pero todavía no estaba preparada para separarse de sus cosas. Tenía guardada toda la ropa de cuando eran bebés: los diminutos pantalones, los baberos, los calcetines y esos preciosos patucos. Quizá lo superaría cuando se fueran a la universidad porque, si no, veía que la casa entera sería un almacén.
Sí, tenía muchas cosas que hacer mientras los niños estuvieran fuera. Quizá por la noche estaría tan cansada que no lloraría de lo mucho que los echaba de menos.
Eso le recordó que, si no entraba enseguida, cuando subiera a su habitación ya estarían dormidos. Durante las próximas dos semanas, no podría arroparlos ni leerles cuentos, así que no quería perdérselo esta noche.
Cuando entró en el baño lleno de vapor, Sheila estaba terminando de ponerles el pijama.
– Todo limpio -dijo Tucker, con una enorme sonrisa.
Cate se agachó para darle un beso en la cabeza, lo abrazó y se incorporó con el niño en los brazos. Él apoyó la cabeza en el hombro de su madre y a Cate se le encogió el corazón al pensar que esos días pasarían volando y que pronto serían demasiado grandes para cogerlos en brazos, y tampoco querrían que lo hiciera. Para entonces, seguramente tampoco querrían que los abrazase y los besase.
Cate cogió a Tanner, que le rodeó el cuello con un brazo y le dedicó una sonrisa encantadora. Ella se separó un poco y entrecerró los ojos, algo que habría sido mucho más eficaz si no le hubiera estado acariciando la espalda al mismo tiempo:
– Tú tramas algo -dijo, con suspicacia.
– No -le aseguró él, y bostezó.
Estaban cansados y listos para acostarse, pero también demasiado emocionados para caer rendidos. Primero, no acababan de decidir qué cuento querían escuchar; luego Tanner quería uno de sus dinosaurios, lo que significaba que Tucker también tenía que decidir qué muñeco quería. Al final, escogió a Batman y lo metió debajo de la colcha con él.
Tanner dejó el dinosaurio y, muy serio, dijo:
– Cuando sea mayor, me apuntaré al ejército -le anunció a su madre.
Tucker asintió, demasiado entretenido en un bostezo para decir algo.
La semana pasada querían ser bomberos, así que lo único que sorprendió a Cate fue la velocidad a la que cambiaban de opinión.
– ¿Sabéis dónde guardan los reyes el oro? -les preguntó, muy seria y con los ojos abiertos.
Los gemelos menearon la cabeza, con los ojos también muy abiertos.
– En la jaula del loro, claro.
Los niños la miraron unos segundos sin decir nada, y luego se echaron a reír cuando entendieron la broma. A veces, Cate les explicaba cosas de esas, y les frustraba mucho no entenderlas a la primera pero, cuando al final las entendían, se echaban a reír. Detrás de ella, Sheila gruñó levemente, seguramente porque recordaba que, a la edad de los gemelos, lo que más les gusta es repetir las cosas y ahora sabía que oiría esa broma unas cien veces en los próximos quince días.
Cate les leyó el cuento, con lo que se durmieron en cinco minutos. Les dio un beso de buenas noches y salió de la habitación de puntillas.
Sheila vio las lágrimas en sus ojos y la abrazó.
– Todo irá bien, te lo prometo. Espera al primer día colegio; allí sí que llorarás.
Cate se rió a través de las lágrimas.
– Gracias, mamá. Ahora me quedo mucho más tranquila.
– Ya, pero es que si te dijera que no te afectaría, cuando llegara el día sabrías que te había mentido y no volverías a confiar en mí. Aunque claro -añadió algo pensativa añadió-, el día que dejé a Patrick en el colegio no solté ni una lágrima. Si no recuerdo mal, empecé a dar volteretas por el jardín.
Sheila siguió explicando anécdotas sobre Patrick y haciendo reír a Cate hasta que se acostaron. Sin embargo, en cuanto Cate dio las buenas noches a su madre y cerró la puerta de su habitación, se le humedecieron los ojos y le tembló la barbilla. Los niños nunca habían pasado una noche fuera de casa. Aquella idea le partía el corazón. Estarían tan lejos; si les pasaba algo, tardaría horas en llegar a su lado. No los oiría jugar durante el día, sus gritos, exclamaciones y risas, el ruido de sus pies mientras corrían de un sitio a otro. No podría abrazarlos con fuerza, sentir sus pequeños cuerpos cerca del suyo y saber que estaban bien.
Con amargura, deseó no haber dicho nada a su madre sobre eso de llevarse a los niños, pero en aquel momento era presa del pánico, una reacción perfectamente normal después de que alguien la encañonara con una pistola. Su único pensamiento era alejar a sus hijos de cualquier peligro.
Jamás hubiera imaginado que cortar el cordón umbilical fuera tan difícil. Aunque no tenía intención de cortarlo inmediatamente. Puede que cuando tuvieran cinco años. O seis. O quizá incluso siete.
Se rió de sí misma y, entre las lágrimas y las risas, le entró hipo. Una parte de ella quería que sus hijos fueran más independientes. Tenía la sensación de que no le habían dado tregua, como si tuviera que estar alerta cada minuto de cada día porque podían meterse en un lío en cualquier momento. Si fueran mayores, más responsables, podría relajarse un poco. El problema era que no quería que fueran mayores ni más responsables, todavía.
Intentar animarse no servía de nada; ni razonar consigo misma. Lloró hasta que se quedó dormida y ya echaba tanto de menos a los niños que le dolía el corazón.
Al día siguiente, Cate se levantó todavía más temprano de lo habitual para ayudar a su madre a meter a los niños y las maletas en el coche y para empezar a preparar el desayuno. Preparó un porridge para los niños, porque todavía no había amanecido y el aire era fresco, pero aun estaban adormilados y apenas probaron unos bocados. Como sabía que antes de llegar a Boise tendrían hambre, preparó una bolsa con cierre hermético de cereales y una manzana para cada uno, por si acaso.
Cuando salieron fuera, todavía estaba oscuro. Ni siquiera el aire frío despejó a los niños. Se sentaron en sus sillitas, adorables con sus vaqueros, sus zapatillas deportivas y sus pequeñas camisas de franela abiertas encima de la camiseta. No habían querido ponerse chaqueta, así que Cate había salido, había encendido el coche y había puesto en marcha la calefacción, de modo que ahora el coche estaba calentito. Cate les abrochó los cinturones y cada uno se agarró al juguete que habían decidido llevarse. Cate les dio un beso a cada uno, les dijo que se lo pasaran bien y que hicieran caso a Mimi en todo lo que les dijera, y luego abrazó a su madre.
– Que tengáis un buen viaje -dijo, intentando que la voz no le temblara demasiado.
Sheila la abrazó y le dio unos golpecitos en la espalda, igual que cuando era pequeña.
– Estarás bien -le dijo, muy cariñosa-. Te llamaré cuando lleguemos, y te llamaré o te enviaré un correo electrónico cada día.
Cate no quería pronunciar la palabra «nostalgia» por si los niños la oían, no quería arriesgarse a que supieran lo que quería decir y se pusieran tristes, así que dijo:
– Si lloran…
– Yo me encargaré -la interrumpió Sheila-. Sé que accediste a hacer esto cuando estabas asustada y luego no ha sucedido nada y quizá estás pensando que estabas preocupada sin motivo pero… lo siento. Aceptaste y te tomé la palabra. No me gusta acortar la visita, pero me quedaré unos días cuando te devuelva a los niños.
Lo mejor para alegrarle el día era un comentario realista de los de su madre, pensó Cate, mientras se reía y volvían a abrazarse. Luego su madre se colocó detrás del volante y Cate se inclinó para dar un último vistazo a los niños. Tucker ya estaba dormido. Tanner parecía adormilado, pero le dedicó una pícara sonrisa y le lanzó un beso. Cate fingió que la fuerza del beso la había hecho retroceder y él se rió.
Estarían bien, se dijo mientras veía cómo las luces del coche desaparecían por la carretera. Aunque tenía dudas de cómo estaría ella.
Desde el punto de observación, Teague vio al coche aminorar la marcha cuando se acercó al puente y luego acelerar. Las luces del salpicadero iluminaban a una señora de mediana edad al volante. El asiento; del copiloto estaba vacío.
La suposición lógica era que salía tan temprano porque tenía que coger un avión. Teague no entendía por qué una mujer sola venía de vacaciones al medio de la nada, pero quizá era una alta ejecutiva que quería alejarse del mundanal ruido y, para eso, Trail Stop era el lugar, idóneo.
Durante la noche, había bajado para estudiar a la comunidad. En el aparcamiento de la pensión había dos coches de alquiler, lo que significaba que ahora sólo quedaba uno. Estaría atento a cuando se marchara el otro. Se había paseado entre las casas y había decidido qué ángulos eran los mejores para colocar a sus hombres para que tuvieran una mejor línea de fuego. Ladraron un par de perros, pero era muy bueno camuflándose y no pasó nada; no se había encendido ninguna luz, así que supuso que los habitantes del pueblo ya estaban acostumbrados a algún ladrido ocasional.
Esta gente no se tiraría al suelo y fingiría estar muerta. Lucharían con lo que tuvieran y, casi con toda seguridad, en cada casa había armas. En esta zona, con osos, serpientes y otros animales que viven en las montañas, siempre había que tener una pistola a mano. Pero las pistolas no le preocupaban, porque no les alcanzarían desde la distancia donde estarían. Igual que las escopetas. Pero los rifles sí que podrían causarles problemas y seguro que algunos hombres salían a cazar de forma regular y tendrían rifles capaces de disparar lejos y con precisión.
Había señalado los edificios desde donde la gente del pueblo podría responder a los ataques con cierta eficacia aunque, si colocaba bien a sus hombres, esa lista se reducía considerablemente. Las casas estaban demasiado separadas entre sí, con mucho espacio abierto entre ellas, un espacio que las personas no podrían cruzar de forma segura. En total, habría unos treinta o treinta y cinco edificios. La carretera giraba a la izquierda de aquel terreno con forma de coma, lo que dejaba a la mayor parte de casas junto al río, a la derecha, y eso era positivo porque encerraba a la gente en un punto donde no tenían salida, literalmente. No sólo había un desfiladero de unos doscientos metros sino que, además, el propio riachuelo actuaba como eficaz barrera.
Cualquier intento de huida tendría que producirse en el lado izquierdo, donde había menos casas. En ese lado, las montañas eran prácticamente infranqueables pero, antes de empezar el baile, tenía la intención de explorarlas él mismo y buscar posibles vías de escape. Seguro que esta gente conocía el terreno; quizá había alguna mina abandonada que atravesaba la montaña. Si existía, quería saberlo.
El próximo paso era localizar a Joshua Creed.