Teague estaba casi en posición frente a la cabaña de Creed cuando la puerta se abrió de golpe. Se quedó de piedra mientras se preguntaba si la cabaña estaba rodeada de sensores de movimiento o cámaras de visión nocturna que no había visto durante su reconocimiento del lugar y si Creed sería de los que disparaba primero y después identificaba a la víctima. Mientras tanto, Creed había subido en su camioneta y se alejó por el camino lleno de surcos antes de que Teague pudiera reaccionar.
– ¡Joder! -Teague cogió la radio Motorola CP150 que llevaba colgada del cinturón y apretó el botón para hablar-. El objetivo acaba de alejarse en su furgoneta y va hacia la carretera. Seguidlo.
– ¿Y tú? -respondió Billy, muy tranquilo pero con la voz clara.
– Envía a alguien a que me recoja. No dejes que se te escape y, sobre todo, que no te vea.
– Recibido.
Sin dejar de maldecir, Teague deshizo con mucho cuidado el camino que había hecho. Podría haber ahorrado tiempo si hubiera ido por el camino, pero habría dejado huellas y había preferido quedarse entre los arbustos. Se preguntó qué habría pasado para que Creed saliera disparado de aquella manera y si lo mejor sería quedarse aquí esperándolo y dispararle cuando volviera o seguirlo.
El problema era que Creed podía tardar días en volver y Teague no tenía ninguna intención de quedarse allí tanto tiempo. Quería saber dónde había ido. Es decir, prefería perseguir a la acción en lugar de quedarse esperándola, así era más divertido.
Menos de media hora después de que Creed le hubiera colgado el teléfono en el oído, unos fortísimos golpes en la puerta hicieron que Cal se preguntara si se saldría de las bisagras antes de que pudiera abrirla. La llave no estaba echada, así que Cal gritó:
– ¡Por el amor de Dios, gira el pomo!
Creed entró en la habitación como una avalancha, con la mandíbula apretada y los puños cerrados, justo como Cal se imaginaba.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Creed en algo parecido a un gruñido.
– Todo empezó el lunes -dijo Cal, fue a la vieja nevera verde sacó dos cervezas, las abrió y le dio una a Creed, que la agarró con tanta fuerza que Cal creyó que rompería la botella-. Un hombre que se hospedaba en la pensión de Cate saltó por la ventana y se marchó, y se dejó todas sus cosas en la habitación.
Enseguida, los ojos de Creed adquirieron aquella expresión analítica que Cal conocía tan bien.
– Yo estaba allí el lunes -dijo Creed-. El comedor estaba más lleno de lo habitual. ¿De qué huía ese hombre?
– No sabemos de quién ni de qué. No regresó. El martes, Cate llamó a la policía para denunciar su desaparición pero, como se había dejado todas sus cosas en la pensión, la oficina del sheriff sólo podía buscar por los hospitales de la zona y avisar a todos los agentes para que estuvieran atentos a cualquier señal de accidente. Ese mismo martes un tipo llamó a Cate fingiendo ser de una empresa de alquiler de coches y preguntó por el hombre en cuestión. Más tarde, Cate llamó a la compañía de coches pero descubrió que en sus archivos no aparecía el nombre de ese señor; nunca les había alquilado un coche.
– ¿No le salía el identificador de llamadas? -preguntó Creed.
– Número privado. Supongo que la compañía telefónica podría habernos dado más información pero, ¿por qué iban a hacerlo? No había cometido ningún crimen ni se había amenazado a nadie. Y con el cliente de Cate pasaba lo mismo, como Cate tenía el número de tarjeta y el hombre no se había ido sin pagar, a los policías no les interesaba.
– ¿Cómo se llamaba?
– Layton. Jeffrey Layton.
Creed meneó la cabeza.
– No me suena.
– A mí tampoco -Cal echó la cabeza hacia atrás y bebió un buen trago de cerveza fría-. Entonces, el miércoles, esos dos hombres llegaron a la pensión -le explicó los motivos por los que Cate sospechaba algo y que uno de ellos había escuchado la conversación que tenía con Neenah en la cocina-. Y, de repente el tipo que se hacía llamar Mellor entró en la cocina con una pistola en la mano y le pidió a Cate que le diera todo lo que Layton se había dejado.
– Espero que no se negara -dijo Creed, muy serio.
– No. Mientras tanto, yo tenía que ir a la ciudad a recoger algunas cosas, así que pasé por su casa a buscar el correo. Me dio la sensación de que estaba un poco rara, muy nerviosa y distraída y, cuando me dio las cartas, había puesto los sellos bocabajo.
Vio que Creed daba un respingo.
– Muy lista -dijo, asintiendo.
– Me arriesgué a hacer el ridículo, aparqué en la carretera y cogí la escopeta del asiento trasero. Luego regresé a pie y entré. Encontré a un tipo en el vestíbulo, pistola en mano, mirando por la ventana. Lo golpeé en la cabeza con la culata de la escopeta y fui a buscar a Cate. Escuché voces por arriba y los seguí hasta el desván. Cate tenía la maleta de Layton en la mano y el otro tipo tenía a Neenah agarrada por el pelo, ladeándole la cabeza de una forma muy forzada y con una pistola en la sien. Me enfrenté a él, lo convencí de que la única forma de que saliera de allí con vida era dejar la pistola y soltar a Neenah. Cate le dio la maleta y yo mismo vi cómo se marchaban.
Se había ahorrado muchas cosas, pero Creed lo conocía desde hacía mucho tiempo y sabía leer entrelineas; sabía exactamente cómo había conseguido echarlos de la pensión.
– Y esto fue el miércoles, ¿no?
– Sí -confirmó Cal.
– Mierda.
Aquello no necesitaba ninguna respuesta. La primera intención de Creed era perseguirlos y que pagaran, con mucho dolor, lo que habían hecho, pero el incidente había tenido lugar hacía tres días y seguro que ya estaban muy lejos.
Emitió un extraño sonido con la garganta y luego se dejó caer en el sofá de segunda mano de Cal.
– ¿Están bien? -preguntó-. ¿Neenah y Cate?
– Cate estaba algo nerviosa, pero su madre estaba aquí para ayudarla; además, los niños la mantenían ocupada y no pensaba tanto en eso. Neenah no tenía a nadie… en privado, me refiero. Todos los vecinos acudieron a la pensión para apoyarlas, pero tú y yo sabemos perfectamente lo que pasa cuando todo el mundo se va y te quedas solo.
Creed se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y dejó caer los brazos hacia delante. Cal continuó sin quitarle un ojo de encima.
– Sé que lo está pasando mal. No dice nada y tiene muchas ojeras, como si no pegara ojo en toda la noche. Además, el enorme moratón de la cara se lo recuerda cada día.
Creed cerró los puños con fuerza pero no se movió del sofá.
Cal se inclinó hacia delante, miró a su antiguo comandante a ojos y, en voz baja, le dijo:
– Eres un cobarde de mierda si no vas y abrazas a esa mujer, ahora que tanto lo necesita.
Creed se levantó y abrió la boca para ofrecer una airada respuesta, pero luego la cerró.
– Mierda -repitió-. ¡Mierda!
Y entonces, abrió la puerta, salió y Cal oyó cómo bajaba las escaleras de dos en dos.
Con una sonrisa, Cal cerró la puerta.
Teague no podía dar crédito. A veces, la suerte le sonreía a uno, ¿verdad? Ese cabrón de Creed había ido a Trail Stop.
No volverían a tener una oportunidad como aquella. No era tan tarde como había pensado, pero la mayoría de los habitantes de Trail Stop eran de mediana edad, como mínimo, y había algunos que pasaban de los ochenta, así que no eran gente que se fuera de copas cada noche y no volvieran a casa hasta altas horas de la madrugada. También había algunos más jóvenes, como la propietaria de la pensión, y una pareja que debía de tener más o menos su edad, pero nada más.
Apostaría a que todos estaban en casa, calentitos en la cama. No, mejor dicho, apostaba a que estaban en casa, apostaba por el éxito de su plan a juzgar por lo que descubría observando a la gente y a su habilidad para leerles la mente.
– Date prisa -susurró con la radio pegada a la boca.
– Ya me estoy dando prisa -susurró Billy. Estaba debajo del puente colocando detonadores en los paquetes de explosivos que habían robado de una obra en construcción hacía unos meses. A Teague le gustaba estar preparado; nunca sabías cuándo tendrías que hacer volar algo por los aires. Billy tenía que ir con mucho cuidado porque las rocas que había debajo del puente estaban mojadas y resbalaban; un paso en falso y la poderosa corriente lo arrastraría a una muerte segura.
Lentamente, Billy salió de debajo del puente y fue desenrollando la mecha que llevaba en la mano. Teague podía haber utilizado detonadores a distancia pero, por experiencia, sabía que no eran tan fiables y, además, podían dispararse accidentalmente. Mal asunto. Colocar la mecha llevaba tiempo, un tiempo durante el cual Creed podía marcharse pero, como casi todo lo demás en esta vida, utilizar mecha era una decisión personal y Teague la había tomado.
Su sobrino Blake estaba apostado en la posición de disparo más cercana, con el visor infrarrojo acoplado al rifle de caza. En cuanto Billy le entregara la mecha a Teague, iría a ocupar la siguiente posición de disparo.
Su primo Troy estaba junto al poste de electricidad más cercano, esperando la señal de Teague. Como Trail Stop era tan pequeño y estaba tan aislado, la compañía eléctrica y la del teléfono compartían los postes. Troy cortaría primero los cables de la electricidad, luego los del teléfono y luego Teague volaría el puente.
Creed se quedó de pie en el porche de Neenah, con el puño levantado y listo para llamar a la puerta. Estaba tan nervioso que, en lugar de conducir, había ido hasta su casa a pie, que estaba a unos cien metros del colmado, y con una casa en medio, pero los cien metros no habían servido para relajar la tensión que sentía.
No había llamado a la puerta porque sabía que la asustaría mucho. ¡Qué diablos! Seguramente lo había oído pisar el porche con la delicadeza de un toro y había huido corriendo por la puerta trasera. Hizo una mueca. ¿Qué diantre le pasaba? ¿Se había pasado la vida deslizándose sigilosamente tras las líneas enemigas y por aquellas montañas y ahora, de repente, se le olvidaba todo?
Claro que sabía qué le pasaba. Era haber descubierto, de forma repentina y cruel, que Neenah podía haber muerto el miércoles y no solo no habría podido hacer nada por salvarla sino que, además, ella habría muerto sin saber lo que él sentía. Creed habría tenido que vivir el resto de su vida sabiendo que no se había lanzado y que ahora era demasiado tarde. Todas las excusas que se había estado dando a lo largo de los últimos años, todas muy buenas, de repente parecían sencillamente pobres. Cal tenía razón. Era un cobarde de mierda.
Creed había tenido miedo antes; todo buen soldado había tenido miedo. Había vivido situaciones tan tensas que incluso había llegado a pensar que su esfínter jamás volvería a relajarse, pero nunca en su vida se había quedado petrificado sin saber qué hacer.
Intentó calmarse. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Que Neenah lo rechazara, nada más.
Y aquella sola idea bastó para que le entraran ganas de dar media vuelta y salir corriendo. Podía rechazarlo. Podía mirarlo y decir: «No, gracias», como si estuviera rechazando un chicle. Al menos, si no se lo preguntaba, no tendría que enfrentarse a la realidad de que ella no lo quería.
Mierda. Joder. Mierda. Respiró hondo y llamó a la puerta… con suavidad.
Los segundos de silencio se hicieran tan eternos que Creed tuvo que reprimir un grito de desesperación. Las luces de la casa estaban encendidas, ¿por qué no abría la puerta? Quizá lo había visto en el porche tanto rato y no quería hablar con él. Pero, ¿por qué no iba a querer? No era nada para ella; Creed se había asegurado de ello evitándola durante muchos años. Nunca le había dicho nada, excepto unas cuantas palabras educadas las pocas veces que había ido al colmado.
Qué diablos. Volvió a llamar.
– Un momento -se oyó a lo lejos, y Creed escuchó unos pasos que se acercaban.
A medio metro de la puerta, Neenah se detuvo y preguntó:
– ¿Quién es?
Seguramente, era la primera vez que preguntaba eso antes de abrir la puerta, al menos en Trail Stop, pensó Creed, y le repugnaba la idea de que Neenah hubiera visto amenazada su seguridad.
– Joshua Creed.
– Dios mío -la oyó decir para ella misma; luego giró la llave y abrió la puerta.
Se estaba preparando para acostarse. Llevaba un camisón blanco y una bata azul con un cinturón atado a la cintura. Creed siempre la había visto con el pelo castaño canoso recogido con un pañuelo, cosa que le parecía muy antigua, o en un moño. Pero ahora lo llevaba suelto, recto y liso alrededor de la cara y encima de los hombros.
– ¿Sucede algo? -preguntó ella, algo nerviosa, al tiempo que se apartaba para dejarlo entrar. Cerró la puerta tras él.
– Acabo de enterarme de lo que pasó el miércoles -dijo él, algo seco, y observó cómo el rostro de Neenah perdía toda expresión. Ella cerró los ojos y se encerró en sí misma; a Creed se le encogió el corazón cuando vio que Cal tenía razón, no lo estaba llevando demasiado bien y no tenía en quien apoyarse. Pensó que Neenah llevaba mucho tiempo sola, algo muy extraño porque todos en Trail Stop la consideraban una amiga. Ella ya estaba aquí cuando él se retiró del ejército y había cambiado muy poco a lo largo de los años. Por lo que él sabía, no salía con nadie. Llevaba el colmado, a veces visitaba a alguna amiga y, por la noche, volvía sola a casa. Y eso era todo. Esa era su vida.
– ¿Estás bien? -le preguntó, con un hilo de voz que no parecía propio de él. Antes de poder evitarlo, alargó la mano y le apartó el pelo para ver el moretón de la sien derecha.
Ella se estremeció y Creed pensó que quizá se apartaría, pero no lo hizo.
– Estoy bien -respondió Neenah de forma automática, como si hubiera dado esa misma respuesta muchas veces.
– ¿Seguro?
– Claro que sí.
Él se acercó un poco más y deslizó la mano por su espalda.
– ¿Por qué no nos sentamos? -sugirió, acompañándola hacia el sofá.
Creed no podría decirlo con seguridad, porque el salón estaba iluminado por dos pequeñas lámparas, pero diría que Neenah se había sonrojado. «
– Lo siento, debería haber… -se detuvo e hizo ademán de sentarse en una silla pero, con un sutil movimiento de cuerpo, Creed lo evitó y la condujo hasta el sofá. Neenah se dejó caer en el cojín del medio, como si, de repente, las piernas le hubieran flaqueado.
Creed se sentó a su lado, lo suficientemente cerca como para que, si se movía un poco, su muslo rozaría el de Neenah. No lo hizo porque, de repente, recordó que había sido monja.
¿Significaba eso que era virgen? Empezó a sudar, porque no lo sabía. No es que fuera a acostarse con ella esa misma noche ni nada de eso pero, ¿alguna vez la había tocado algún hombre? ¿Nunca había salido con nadie, ni siquiera de adolescente? Si era inexperta, Creed nos quería hacer nada que pudiera asustarla pero, ¿cómo diantre se suponía que tenía que averiguarlo?
¿Y por qué había dejado la orden religiosa? Lo único que sabía de las monjas era cuando de pequeño te decían: «Te llevaremos a una casa de monjas», pero que no significaba nada en concreto. Bueno, de pequeño había visto un par de capítulos de La novia rebelde, pero todo lo que aprendió fue que cuando el empuje supera el peso, uno consigue volar. Menuda ayuda.
Vale, estaba hecho un flan. Pero no se trataba de él. Se trataba de Neenah. De Neenah aterrada y sin tener a nadie con quien hablar.
Se relajó, se reclinó en el sofá y se dejó envolver por los cojines. Mientras miraba las lámparas, las plantas, las fotografías, los libros, los adornos y una especie de marco de madera con una costura a medias pensó que era un salón de mujer. Había un televisor de diecinueve pulgadas colocado entre libros en lo que parecía un viejo aparador. La pared izquierda estaba ocupada por la chimenea y las brasas ardiendo delataban que había encendido el fuego para combatir el frío de la noche.
Ella no se había relajado; todavía estaba sentada con la espalda recta; Creed sólo le veía la espalda. No pasaba nada. Quizá ella necesitaba aquella sensación de anonimato.
– Hice carrera en los marines -dijo él, al final, mientras observaba cómo ella tensaba los hombros y lo escuchaba atentamente-. Veintitrés años. Vi mucha acción y me vi atrapado en medio de muchas situaciones tensas. De algunas pensé que no saldría con vida y, cuando lo hacía, a veces temblaba tanto que creía que se me iban a romper los dientes. La mezcla de miedo y adrenalina pueden dejarte tocado y quizá necesites un tiempo para recuperarte.
Se quedaron en silencio, un silencio palpable como una caricia. Creed la oía respirar, cada suave inhalación y espiración, el delicado ruido de la tela que retorcía con los dedos. Entonces, ella murmuró:
– ¿Cuánto tiempo?
– Depende.
– ¿De qué?
– De si tienes a alguien en quien apoyarte o no -respondió él, mientras alargaba los brazos y, con delicadeza, la agarraba por los hombros y la echaba hacia atrás.
Ella no se resistió, pero Creed percibió su sorpresa y su reticencia inicial. La colocó con cuidado en el hueco de su brazo y la acercó a él. Ella lo miró y parpadeó, con la expresión de sus azules ojos solemne, interrogante y dubitativa.
– Shhh -murmuró él, como si ella hubiera protestado-. Relájate.
Neenah debió de ver algo en su cara que la tranquilizó, (Señor, ¿cómo podía estar tan ciega?), porque suspiró levemente, relajó el cuerpo y se amoldó al cuerpo de Creed, se perdió en su calidez mientras él la iba acercando más a su pecho.
Era suave, cálida y olía muy bien. Todos los sentidos de Creed despertaron ante aquella proximidad, ante el delirio de tenerla por fin entre sus brazos, sentirla, olerla. Ella hundió la cabeza en su hombro, temblorosa. Sus hombros se agitaron un poco y él le murmuró algo tranquilizador mientras la abrazaba.
– No estoy llorando -respondió, con la voz apagada y triste.
– Si quieres, llora. Total, ¿qué son unos pocos mocos entre amigos?
Ella se echó a reír, el sonido se perdió en el cuerpo de Creed y levantó la cabeza para mirarlo.
– No me puedo creer que hayas dicho eso.
La besó. Llevaba años queriendo hacerlo y, cuando la vio levantar la cabeza y que sus labios quedaban a escasos centímetros de los suyos, se dijo, al diablo, y lo hizo. Le agarró la cara con las manos y la besó con toda la ternura del mundo, dejándole espacio de sobra por si quería apartarse, pero no lo hizo. En lugar de eso, Neenah apoyó una mano en su hombro y le devolvió el beso, abrió los labios y lo buscó con la lengua.
La tierra tembló; una gigantesca explosión sacudió la casa. Una pequeña parte de Creed quiso atribuirlo a la emoción del beso, pero era más realista y abrazó a Neenah con las dos manos mientras la lanzaba al suelo y se colocaba encima de ella para protegerla.