Estaban recostados de lado, uno frente al otro, hablando y besándose y acostumbrándose al recién descubierto sentido de la familiaridad. En esos momentos, no podían hacer nada respecto a la situación en Trail Stop ni podían ir a ningún sitio. Seguía nevando pero allí, en aquel agujero de la tierra, había luz, calidez y satisfacción. No podían dejar de tocarse, cada uno dejándose llevar por sus ansias de saber más del otro. Los dedos de Cal encontraron una cicatriz en el bajo abdomen de Cate y se detuvo para acariciarla.
– ¿Qué es esto?
Puede que otras cicatrices la avergonzaran, pero aquella no, porque significaba que tenía dos hijos. Cate colocó la mano encima de la de Cal al tiempo que adoraba la ruda fuerza que podía acariciarla con tanto amor.
– Cesárea. No me puse de parto hasta dieciocho días antes de la fecha en que salía de cuentas, cosa que está muy bien cuando llevas gemelos pero, a medida que el parto iba avanzando, el primer gemelo, Tucker, entró en sufrimiento fetal. Tenía el cordón enrollado en el cuello. La cesárea le salvó la vida.
Cal parecía asustado, a pesar de que esos hechos habían sucedido hacía más de cuatro años.
– Pero, ¿le pasó algo? ¿Y a ti?
– No a las dos preguntas -Cate chasqueó la lengua-. Conoces a Tucker desde que tenía un año. Ha sido igual de revoltoso desde el día que nació.
– Ya -asintió Cal e imitó la voz de pito de Tucker-. «Mimi debería haberme vigilado mejor».
Cate se rió.
– No fue uno de sus mejores momentos, lo admito. Desde el día en que murió Derek, he vivido tan aterrada, con mucho miedo de no hacerlo bien, de no poder sacarlos adelante. De hecho, después de que nuestros amables vecinos «sabotearan» mi casa tantas veces, estaba planteándome reducir gastos y ofrecerte pensión y comida a cambio de las reparaciones.
Él se rió y meneó la cabeza.
– Es el mismo acuerdo que tengo con Neenah. Bueno, sin la comida. La comida formaba parte de tu oferta, ¿verdad?
– Sí, pero ahora ya sé la verdad -lo besó, disfrutando de la libertad para hacerlo-. En cualquier caso, ahora me arreglarás las cosas gratis, ¿no?
– Depende. Prefiero los canjes -deslizó la mano hasta las nalgas de Cate y se las apretó para demostrarle qué quería a cambio de arreglarle los desperfectos de la casa.
A Cate se le ocurrió una curiosidad.
– ¿Cómo aprendiste a hacer todos esos arreglos? Acababas de salir de los marines.
Él se encogió de hombros.
– Supongo que se me da bien trabajar con las manos. Me alisté el día que cumplía diecisiete años…
– ¡¿Diecisiete?! -Cate estaba horrorizada. Diecisiete… Pero si todavía era un crío.
– Bueno, terminé el instituto a los dieciséis y nadie quería contratar a un chaval de dieciséis años a jornada completa. No quería ir a la universidad, porque era demasiado joven para encajar. El único lugar donde encajaba era en los marines. Mientras estuve en el cuerpo, conseguí un título en ingeniería eléctrica, aparte estudié mecánica automotriz y, además, cualquier puede clavar cuatro clavos y pintar una pared. No le veo la dificultad. Ahora estoy leyendo cómo pulir una bañera. ¿Qué?
No lo entendía, pensó ella. Realmente, no lo entendía. Volvió a besarlo.
– Nada. Es que eres el mejor manitas que he conocido.
– No es que en Trail Stop escaseen los trabajos y, además, sabía que si me iba a trabajar a otro sitio y venía por la noche no te vería. Además, me gusta ser mi propio jefe.
Cate sabía a qué se refería. Por estresante que fuera estar sola y, al mismo tiempo, encargarse de la pensión y vivir de su propio esfuerzo, la recompensa era muy grande.
Cal levantó la cabeza, algo preocupado.
– ¿Te importaría estar casada con un manitas?
«Casada.» Ahí estaba, la gran palabra. Apenas acababa de hacerse a la idea de estar enamorada de él, y él ya estaba listo para dar el siguiente paso. Sin embargo, para él aquello no era nuevo; se había pasado los últimos tres años acostumbrándose a la idea.
– ¿Quieres casarte conmigo? -chilló.
– No te he esperado tres años sólo por el sexo -respondió él sorprendentemente práctico-. Lo quiero todo. Tú, los gemelos, boda, al menos otro niño nuestro y el sexo.
– No podemos olvidarnos del sexo -dijo ella, en voz baja.
– No. No podemos -se mostró firme en ese punto.
– Bueno. En ese caso, en sentido inverso, y a pesar de que no me has hecho una segunda pregunta, las respuestas serían: sí y no.
– ¿La respuesta a la pregunta que no te he hecho es sí?
– Exacto. Sí, me casaré contigo.
Cal empezó a sonreír por los ojos, arrugando los extremos, y luego por la boca.
– En cuanto a la primera pregunta, me casaría contigo trabajaras en lo que trabajaras, así que la respuesta a esa pregunta es: no.
– No gano mucho dinero…
– Yo tampoco.
– Pero cuando le añadamos mi pensión de militar, no estará mal.
– Además, cuando vivas en la pensión, Neenah tendrá que empezar a pagarte por las reparaciones.
– Pero el techo tendré que arreglárselo gratis, porque he sido yo quien se lo ha agujereado.
– Me parece justo -su estado de ánimo decayó, porque recordaron la situación que habían dejado atrás y los amigos que habían muerto. Ella se acurrucó junto a él, porque de repente estaba helada y necesitaba agarrarse a alguien.
– Lo que esos hombres han hecho no tiene sentido.
– No. No tiene sentido. Les diste las cosas de Layton, se llevaron lo que querían, no había motivo para…
Se detuvo, frunció el ceño y Cate vio cómo algo pasaba por su mente. Al cabo de un minuto, ella preguntó:
– ¿Qué?
– Le diste una maleta -dijo, muy despacio-, pero yo subí dos bultos al desván.
– Layton sólo llegó con una maleta… -ahora se detuvo ella y lo miró horrorizada-. ¡El neceser! No me cabía en la maleta porque estaban los zapatos. Olvidé dárselo.
– Si en una maleta faltara el neceser, me extrañaría. Así que creen que todavía tienes lo que quieren.
Todas las piezas encajaron y, de repente, todo tenía sentido. Se le llenaron los ojos de lágrimas que después le resbalaron por las mejillas. Habían muerto siete personas porque ella había olvidado darle un neceser a Mellor. Estaba furiosa y destrozada pero, si ese hombre se hubiera limitado a llamarla y pedírselo, ella se lo habría enviado. ¡Qué demonios, se lo habría enviado con un servicio de mensajería veinticuatro horas!
La mirada de Cal se tornó fría y resuelta. Se quedaron despiertos y hablando una hora más mientras él diseñaba su plan. A Cate no le gustaba; le rogó que regresaran juntos, pero esta vez Cal se mostró firme. La abrazó y la besó, pero no cambió de idea.
– Ahora tengo una ventaja sobre ellos -dijo-. Estabas preocupada por si tenía que meterme en el agua; y ahora ya no tengo que hacerlo. Bueno, tengo que cruzar el riachuelo, pero no tengo que quedarme dentro del agua -la mirada distante no lo abandonó y Cate sabía que estaba estudiando mentalmente los detalles, calculando las posibilidades y desarrollando una estrategia.
Al final, agotada, Cate se durmió y se despertó al amanecer mientras Cal le hacía el amor. Él se movía con mucha suavidad y lentitud, como si no pudiera soportar que aquel momento terminara. Estaba dolorida pero, si el placer venía acompañado por alguna incomodidad, no le importaba. Estaba aterrada ante la posibilidad de perderlo cuando hacía tan poco que lo había encontrado, de modo que se aferró a él y rezó.
A más de mil quinientos kilómetros, Jeffrey Layton estaba frente al espejo del baño de un motel de mala muerte en Chicago, afeitándose con una maquinilla de usar y tirar. Estaba de mal humor. La jugada tendría que haberle salido bien. Estaba seguro de que saldría bien. Sin embargo, ya era el undécimo día y el dinero que le había pedido a Bandini todavía no estaba en su cuenta.
Le había dicho a Bandini que tenía catorce días para hacerle una transferencia, pero la verdad es que Layton nunca tuvo intención de esperar tanto tiempo. Sabía que Bandini estaría haciendo todo lo posible para encontrarlo, y no pretendía echarle una mano. Antes de empezar con esa aventura, había decidido que, como máximo, esperaría diez días. Si en diez días no tenía el dinero, eso quería decir que ya no lo tendría.
Vale. Pues no lo tendría.
Había dejado una pista muy clara en Podunk, Idaho, mientras calculaba lo que tardarían en seguir el rastro de su tarjeta de crédito hasta allí. Su intención siempre había sido volver a Chicago y esconderse en la ciudad en la que Bandini jamás lo buscaría, aunque estuviera escondido ante sus narices. No sabía si el tipo extranjero que había oído en el comedor de la pensión era empleado de Bandini, pero era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. El acento de ese hombre era distinto, eso seguro, y con un tono de falsa amabilidad que Layton vio que a los locales no gustaba demasiado. En lugar de arriesgarse a que lo viera o a alertar a ese hombre abriendo y cerrando la puerta principal, Layton prefirió dejar en la pensión las cosas que había comprado, saltar por la ventana con el lápiz de memoria en el bolsillo y huir mientras pudiera.
Había sacado la matrícula de Idaho y la había sustituido por una de Wyoming y, cuando llegó a Illinois, dio una vuelta hasta que encontró un coche idéntico al de alquiler que él conducía y sustituyó la matrícula de Wyoming por la de Illinois del otro coche. Había pagado la habitación del motel en metálico, había dado un nombre falso, comía en los restaurantes de comida rápida donde se podía recoger el encargo desde el coche o pedía comida china a domicilio, y cada día verificaba el estado de su cuenta corriente desde su BlackBerry.
No iba a pasar. Ayer fue el décimo día. Debería haber ido a la policía ayer mismo, pero había decidido esperar un día más. Hoy le demostraría a Salazar Bandini que debería haber prestado más atención cuando Jeffrey Layton le decía algo.
Nunca conviene hacer enfadar al tipo que lleva la contabilidad.
Ya tenía pensado qué diría al FBI. Cuando encontró los documentos ocultos, se asustó, sobre todo cuando vio los nombres de la lista. Se descargó los documentos en un lápiz de memoria, pero Bandini lo descubrió y, desde entonces, se había escondido para intentar salvar su vida. Al final, había conseguido despistar a los hombres de Bandini y estaba seguro de que el FBI estaría más que interesado en saber qué había dentro del lápiz de memoria. Quizá se preguntaran por qué no había marcado el número del FBI y había pedido protección, pero también tenía respuesta para eso: había oído que Bandini tenía un infiltrado en el FBI y, por lo tanto, no podía saber de ninguna manera si la persona que fuera a recogerlo sería la fuente de Bandini. En realidad, lo había oído, de modo que no estaba mintiendo. Imaginó que si entregaba el lápiz de memoria delante de varios agentes, eso evitaría que las pruebas, y él, desaparecieran.
Aunque él ya tenía pensado desaparecer. Los del FBI seguramente creerían que Bandini lo había matado. No le importaba, no le importaba si tenía que dejar escrita una declaración o algo similar. Lo que hicieran con la información del lápiz de memoria era asunto de ellos; Layton supuso que podrían obtener pruebas para una condena por varios delitos sin su testimonio.
No era problema suyo.
Le encantaría ser una mosca, posarse en la pared y ver caer a Bandini, pero tenía que protegerse. Ya tenía elegido su escondite. Ya tenía elegida su nueva identidad. La vida sería estupenda… no tanto como podría haberlo sido si Bandini le hubiera dado el dinero, pero no estaría mal.
Cuando terminó de afeitarse, se puso un traje, uno conservador, escogido especialmente para no llamar la atención. Eran trajes buenos y no demasiado caros. Estaban hechos con gusto, pero no tenían clase. Esos trajes le permitían mezclarse con la gente y ser casi invisible. Los odiaba.
A las diez en punto, pagó la cuenta en el hotel, se subió al coche y fue hasta las oficinas locales del FBI en Dearborn. Debería haber sido más listo; debería haber ido en taxi, y así no hubiera tenido que perder el tiempo buscando aparcamiento. Odiaba buscar aparcamiento, era una pérdida de tiempo. Dio varias vueltas, miró y pasó varios aparcamientos con el cartel de «Libre» en la entrada porque estaban más lejos de lo que él quería. No quería aparcar lejos y llegar sudado, porque esa no era la impresión que quería dar. Espera, quizá sí. Quizá llegar sudado era una buena idea. Quizá así parecería nervioso.
Sí. Era una buena idea. Con eso en mente, aparcó en el siguiente aparcamiento que encontró.
Había dos manzanas hasta el edificio Dirksen, donde estaban las oficinas del FBI. El cálido y húmedo aire de septiembre no tardó en hacerlo sudar. Luego tuvo que pasar por el marco de seguridad y luego se encontró con que la recepción era un hueso duro de roer. Cuando consiguió lo que quería, tener delante a dos agentes especiales de la división anti-mafia, o como quiera que la llamen, ya casi había dejado de sudar y estaba enfadado. Tanto esfuerzo y el efecto era nulo.
Sacó el lápiz de memoria del bolsillo de los pantalones, lo sujetó con dos dedos para que vieran qué era, y luego se lo lanzó al agente que tenía más cerca.
– La contabilidad real de Salazar Bandini -dijo, muy brusco-. Que lo disfruten.
Había unos quince centímetros de nieve en el suelo, pero el cielo estaba despejado y el aire era claro. A la derecha, veían las montañas y parte de la forma de paramecio de Trail Stop. La nieve llegaba hasta unos trescientos metros más abajo; el valle no estaba nevado.
Cate había desistido en su empeño de convencer a Cal para que volviera con ella. El razonamiento de él era lógico. El viaje que ellos habían calculado que duraría cuatro días, ahora duraría seis como mínimo, y eso si no tenían ningún problema por el camino. No podían tomar ninguna ruta que implicara escalar roca porque estaría congelada. Puede que el hielo se derritiera, o puede que no; no sabían cuál era la previsión del tiempo. Y si el tiempo mejoraba y el hielo y la nieve se derretían, eso provocaría otro problema.
Habían traído agua y comida para cuatro días y para dos personas, y un día y medio de provisiones ya habían desaparecido. Si continuaban, se quedarían sin comida dos días antes de llegar a la cabaña de Creed.
El hecho de que no llevaran la ropa adecuada también suponía un problema. Se habían arriesgado y habían traído lo mínimo porque ya llevaban suficiente peso con el equipo de escalada, y habían perdido. No podían continuar.
Cate estaba de acuerdo con todo aquello. Lo que la preocupaba era la solución que Cal proponía.
La enviaba a ella de vuelta sola. Bajar sería más rápido que subir, porque podría descender haciendo rápel. Estaría en Trail Stop en unas horas.
Él iba tras la pista de los hombres con rifles.
Ella le dijo que tendría que atravesar solo un terreno muy accidentado, que estaría nevado, que no llevaba la ropa adecuada y que las condiciones peligrosas no habían desaparecido. En algún momento, tendría que cruzar el riachuelo y se mojaría y estaría congelado; las quejas del principio seguían inamovibles.
Él no estaba de acuerdo. Dijo que saber que Mellor quería algo en concreto, algo que él creía que tenía Cate, lo cambiaba todo. Si Mellor estaba dispuesto a llegar hasta esos extremos, entonces ellos tenían que asumir que no se detendría ante nada ni estaría dispuesto a esperar demasiado tiempo. No podía permitírselo, porque mantener a una comunidad entera aislada y bajo ataques constantes era muy delicado; no podía controlar las interferencias externas. Marbury podía volver para hacerles más preguntas. Podía aparecer un camión de reparaciones de la compañía de la luz. Podía suceder cualquier cosa.
A estas alturas, Mellor ya debía de haber hecho su petición. Si no obtenía lo que pedía, no tendría ningún motivo para ser paciente. Podía empezar a lanzar bombas incendiarias contras las casas y prenderles fuego a todas. Mellor podía hacer esto. Mellor podía hacer aquello. A Cate la sorprendía que Cal tuviera en la cabeza una enciclopedia tan amplia de violencia y destrucción. Sin embargo, todo se resumía en que Cal creía que faltaba poco tiempo para que la situación estallara del todo y murieran más amigos suyos.
Cate no podía alcanzarlo. Se había encerrado en una especie de postura mental fortificada; estaba concentrado en lo que tenía que hacer. Al final, Cate se sentó en un silencio desesperado y lo observó construir una especie de raquetas para poder caminar sobre la nieve y mantener secos los zapatos.
Las zapatillas deportivas de Cate no estaban completamente secas y la piel todavía estaba rígida por haber estado tan cerca del fuego toda la noche, pero Cal había guardado las bolsas de cereales que habían ido vaciando y la hizo meter los pies en las bolsas antes de ponerse las zapatillas. Era una sensación entraña, y Cal tuvo que cortar el auto-cierre, porque se le clavaba en los talones, pero el plástico evitaría que la humedad le traspasara los calcetines. Las raquetas de nieve evitarían que las zapatillas se hundieran en la nieve, con lo que habrían estado empapadas al cabo de nada.
Cal se sentó en la colchoneta con las piernas cruzadas y la expresión de concentración mientras trabajaba. Había cortado varias ramas jóvenes, del grosor de un pulgar, y las podó con la navaja suiza multiusos. También cortó otras ramas y les hizo una muesca en los extremos. Por último cortó un trozo de cuerda de sesenta centímetros. Después, la destrenzó y obtuvo varias cuerdas individuales.
A continuación, dobló las ramas jóvenes en forma de U, junto los extremos y los ató con una cuerda. Colocó las ramas con muescas en el interior de la U de forma intercalada y las ató. La raqueta de nieve resultante era primitiva pero duradera. Cortó más cuerda y le ató la raqueta al pie derecho. En cuestión de minutos, había construido la raqueta izquierda e hizo caminar a Cate para que se la probara.
Cate nunca había llevado raquetas de nieve y enseguida descubrió que impedían dar un paso normal. No caminabas con raquetas de nieve, sólo ibas balanceándote de un lado a otro porque, o mantenías las piernas rectas todo el rato como los esquiadores de fondo o tenías que levantar la raqueta hasta la altura del rodilla para evitar que la parte delantera se quedara enganchada en la nieve. Sin embargo, sus raquetas improvisadas funcionaban. En lugar de hundirse, se mantenía encima de la nieve.
Como pudo, entró en la cueva y vio que Cal estaba sentado fabricándose un par para él. Con los ojos entrecerrados, Cal revisó las raquetas de Cate para comprobar que las ramas y las cuerdas aguantaban.
– Cuando ya no haya nieve -le dijo-, desátatelas cortando la cuerda. Tienes una navaja, ¿verdad?
– En el bolsillo.
– Vuelve hasta casa de los Richardson por el mismo camino por donde vinimos. La ruta está totalmente protegida. Dile a Creed lo que hemos descubierto; tendrá que saberlo, porque la situación podría cambiar en cualquier momento.
– De acuerdo -estaba temblorosa, tanto por el miedo como por el clima, y echó otro tronco al fuego. No estaba asustada por ella, a pesar de que tenía que volver sola y bajar la cara de una montaña haciendo rápel. Podían pasarle cientos de cosas, pero todas esas posibilidades eran accidentes. Cal iba a exponerse de forma deliberada a una situación en la que intentarían matarlo. Cate jamás había estado tan aterrada, y no podía proteger a Cal más de lo que había podido proteger a Derek contra la bacteria que acabó quitándole la vida.
Si le pasaba algo, ella se quedaría emocionalmente destrozada. No podía volver a pasar por eso, no podía volver a perder al hombre que quería y volver entera a la superficie. Nadie más volvería a entrar en su corazón. Lo sabía, pero no lo dijo, porque no quería colgarle esa responsabilidad a la espalda. Era un héroe, pensó muy triste; un auténtico héroe que arriesgaba su vida para salvar el mundo. Bueno, el mundo entero no, pero sí a las personas que le importaban. ¡Qué ojo que tenía para los hombres! ¿Por qué no se habría podido enamorar de un profesor de matemáticas?
– Eh -dijo él con mucha suavidad y, cuando Cate lo miró, sorprendida, descubrió que la estaba mirando con tanta ternura que estuvo a punto de echarse a llorar-. Sé lo que hago, y ellos no. Son buenos tiradores, puede que incluso sean buenos cazadores, pero yo soy mejor. Pregúntaselo a Creed. Estaré bien. Te prometo que celebraremos esa boda, tendremos ese hijo nuevo del que hemos hablado y disfrutaremos de muchos años juntos. Te lo prometo. Ten en mí la misma fe que yo tengo en ti.
Cate consiguió mirarlo a través de la capa de lágrimas que le nublaban la vista.
– No puedo creerme que juegues tan sucio cuando discutes. Decirme eso justo ahora.
– Yo no discuto -dijo él.
– Claro.
Pronto, demasiado pronto, Cal apagó el fuego con un puñado de nieve y luego repartió las cenizas por el suelo. Cuando vio cómo el fuego moría, Cate estuvo a punto de echarse a llorar otra vez. Cal iba a dejar allí gran parte de material de escalada, para ir más ligero. Únicamente cogió su cuerda y la pala. Cate se tranquilizó un poco al ver la pistola automática y la funda que se enganchó al cinturón y el cuchillo en su respetiva funda. Cal se metió algo de comida en los bolsillos y cogió una botella de agua. Luego, con el cuchillo cortó un agujero en medio de la manta, para envolverse con ella y asomar la cabeza por dicho agujero.
Cortó varias tiras de la parte inferior de la manta y le indicó a Cate que se acercara. Con suavidad, le envolvió las manos con las cintas, a modo de guantes. Luego, cortó dos troncos para que le sirvieran de bastones para mantener el equilibrio encima de las raquetas. Hasta que no se agarró a los palos, Cate no supo lo mucho que necesitaba la protección para las manos.
– Te quiero -dijo él, mientras se inclinaba para darle un beso. Tenía los labios fríos y suaves, y las mejillas cubiertas de barba-. Y ahora vete.
– Yo también te quiero -respondió ella, y se marchó. Tuvo que obligarse a caminar aunque, cuando hubo recorrido cincuenta metros, se detuvo y se volvió.
Cal ya no estaba.