En cuanto Teague hizo volar el puente, Billy, Troy y Blake empezaron a disparar contra la primera línea de casas. No intentaban alcanzar a nadie de forma deliberada pero, si lo hacían, tampoco les importaba. Sencillamente, apuntaban un poco alto porque sabían que una masacre sólo conseguiría que todos los policías de Idaho los persiguieran, y no querían que eso pasara.
Blake utilizaba un Weatherby Mark V Magnum.257, una auténtica obra de arte que hacía mucho daño. Billy tenía un Winchester y Troy un Springfield M21. El Weatherby y el Winchester eran dos buenos rifles de caza, mientras que el Springfield era un arma de francotiradores. Teague tenía un Parker-Hale M85, con sistema bípedo para mayor estabilidad. Tanto el Springfield como el Parker-Hale eran rifles de larga distancia, capaces de alcanzar a alguien a un kilómetro de distancia, siempre que la persona que apretara el gatillo fuera buena.
Teague había elegido las armas pensando en sus diferencias. Blake y Billy cubrirían los turnos de noche, cuando necesitarían los visores infrarrojos. Esos visores tenían un límite físico; cualquier objetivo que estuviera a más de cuatrocientos metros no aparecería en el radar. De modo que sus rifles eran mejores para la media distancia. Troy y Teague podían utilizar prismáticos de gran precisión durante el día y sus rifles de gran alcance meterían el miedo en el cuerpo de cualquiera que vieran moviéndose por la comunidad. Estos rifles también tenían infrarrojos, pero Troy y Teague no tenían que depender únicamente de ellos.
Goss y Toxtel estaban preparados para acercarse a la posición donde antes se levantaba el puente, una vez el polvo hubiera desaparecido. Con sus pistolas, eran responsables de controlar cualquier acción de alcance próximo, algo que Teague no creía que sucediera.
El rugido de la explosión y la consiguiente lluvia de escombros todavía no habían terminado cuando la gente del pueblo salió corriendo de casa para ver qué estaba pasando. Tranquila y deliberadamente, los cuatro hombres empezaron a disparar para arrinconar a los buen ciudadanos de Trail Stop al final del pueblo.
En cuanto se fue la luz, Cal se levantó, cogió su linterna sumergible y se dirigió hacia la puerta. Si el colmado, que era uno de los primeros edificios del pueblo, se había quedado sin luz, eso significaba que casi con total seguridad el resto de la comunidad también estaba a oscuras y Cate estaba sola en casa. Estaba saliendo por la puerta cuando la fuerza de la explosión lo hizo caer de espaldas; cayó rodando, agarrando con fuerza la linterna para no perderla.
«Una bomba.»
La oscuridad, la explosión y la onda expansiva lo pusieron directamente en modo de batalla. La adrenalina invadió su cuerpo y no se paró a pensar, no tenía que pensar, porque aquello no le era extraño, era su naturaleza. Se guardó la linterna en el bolsillo de los pantalones, abrió la puerta y salió a gatas al rellano de las escaleras. No había ninguna barandilla de seguridad, sólo un pequeño zócalo. Se agarró al extremo del rellano y se quedó allí colgando un segundo antes de dejarse caer en la oscuridad. Como no veía el suelo, era difícil controlar la caída, pero al conocer la distancia le resultó más fácil. Amortiguó el golpe doblando las rodillas, dio una voltereta en el suelo y se colocó detrás de su furgoneta.
Cuando se oyó el primer disparo, él ya estaba en el suelo.
Le silbaban los oídos de la explosión, pero aún así podía identificar el punto desde donde salían los disparos… no, los puntos… cuatro puntos distintos. La explosión había venido del lado del puente; quizá había estallado un vehículo mientras lo cruzaba, pero no le daba esa sensación, el sonido había sido distinto. Como en aquella dirección no había nada más, el instinto le decía que alguien había hecho volar el puente. El por qué y el quién eran preguntas que podían esperar. Tenía que ir a por Cate.
Un fuerte disparo atravesó las paredes de su salón, lanzando astillas de madera encima de la furgoneta. Quien quiera que estuviera al otro lado del río, estaba disparando de forma sistemática contra todas las casas.
Desde el puente, el colmado era la tercera casa por la derecha; la casa de Neenah era la primera y era una de las más expuestas. Creed había ido a su casa, lo que significaba que Cal tenía que contemplar la posibilidad de que su antiguo comandante estuviera muerto o, al menos, herido. Por lo tanto, no podía contar con su ayuda.
Se arrodilló, manteniéndose detrás del capó del coche, y abrió la puerta del copiloto. La escopeta Mossberg estaba detrás del asiento, así como dos cajas de cartuchos. Se abrió el bolsillo lateral de la pernera derecha del pantalón, metió los cartuchos dentro y luego cerró el bolsillo con el velcro. También vio otra cosa que podría necesitar, así que cogió la bolsa de deporte verde donde tenía el equipo de primeros auxilios.
Casi amortiguados por los disparos de los rifles, oyó gritos de pánico y dolor. Se dio cuenta de que todo el mundo estaba saliendo de casa, quizá incluso los tiradores los estuvieran haciendo salir de forma deliberada. Ahora estaban desprotegidos, como patitos de la feria.
– ¡Al suelo! -gritó mientras se desplazaba hacia atrás y la derecha, intentando mantener siempre un edificio, un árbol, lo que fuera, entre él y los rifles-. ¡Todo el mundo a cubierto! ¡Esconderos detrás de los coches!
Había muchos espacios abiertos entre las casas; Trail Stop era una comunidad cuyas casas estaban bastante separadas. Cuando tenía que cruzar un espacio abierto, agachaba la cabeza y corría como un loco, zigzagueando como un experto en evitar las caravanas. Uno de los tiradores lo localizó enseguida y disparó una bala que le pasó silbando justo por detrás de la nuca. Rodó por el suelo, se revolcó y, al final, se tiró detrás de la siguiente casa, se tendió en el suelo y se agarró con fuerza a un grifo exterior que se le clavaba en el hombro.
¡Mierda! Los tiradores tenían visores nocturnos o quizá incluso infrarrojos. ¿Qué coño estaba pasando? ¿Quién era esa gente? ¿Policías? ¿Algún tipo de acción militar? ¿Algún tipo de grupo de supervivencia que la tenía tomada con alguien de Trail Stop? Daba igual. No disparaban balas a ciegas. Lo veían, y veían a todo el mundo.
Sin embargo, no podían ver a través de las paredes.
Para minimizar las opciones de que le dieran, tenía que poner las máximas casas, vehículos, árboles y cualquier objeto sólido entre él los tiradores. Eso significaba alejarse de casa de Cate, porque la carretera no pasaba por el medio del pueblo, sino que hacía una curva a la izquierda, dejando dos tercios de tierra, y la mayor parte de casas, a la derecha. Nadie había dibujado un plano del pueblo; la gente se había ido construyendo la casa donde quería, sin ton ni son.
Mientras corría, iba repasando las casas por donde pasaba. La casa de Cate estaba en el extremo izquierdo de la comunidad, en el lado menos poblado de la carretera, pero no estaba tan expuesta como las demás. Tenía el garaje detrás y dos casas más a la izquierda. Si se quedará en casa, en el piso de abajo…
Pero su habitación estaba en el piso de arriba y Cal no sabía el ángulo de ataque exacto de los tiradores. Ahora mismo, podría estar en el suelo en medio de un charco de sangre…
Apretó los dientes y apartó esa imagen de su cabeza, porque no podía funcionar en un mundo en el que Cate Nightingale no estuviera.
El terreno que pisaba estaba lleno de baches que lo frenaban y, además, no veía absolutamente nada. Mientras corría, se cruzó con un grupo de gente que venían de las casas más interiores y que iban directos hacia los disparos. Casi todo el mundo llevaba una linterna y, algunos llevaban rifles o escopetas.
– ¡Apagad las linternas! -les gritó cuando pasó por su lado-. ¡No avancéis más! ¡Tienen prismáticos de visión nocturna!
El grupo se detuvo.
– ¿Quién eres? -preguntó alguien, con una mezcla de alarma y cautela.
– Cal -les gritó-. ¡Esconderos! ¡Esconderos! -entonces, un disparo fortuito, o al menos eso esperaba, que ninguno de los tiradores fuera tan bueno, se incrustó en un árbol a medio metro de él. Cal se volvió a tirar al suelo, parpadeó ante la repentina visión ensangrentada que tenía y se colocó detrás de un árbol.
Una astilla del árbol se le había clavado justo encima de la ceja izquierda. Se la sacó y se limpió la sangre con el reverso de la mano, la mano con la que sujetaba la bolsa de deportes, que le dio un golpe en la cara. «Bien hecho, Harris -se dijo a sí mismo con sorna-. Date un golpe y pierde el sentido.»
Se temía que la suerte no estaba de su lado. Había sido un buen disparo, muy bueno. Hizo un cálculo estimado de la distancia. Estaba a unos cuatrocientos metros del otro lado del riachuelo.
Eso le decía algo de la clase de rifles que estaban utilizando y la habilidad de los tiradores. También le decía que estaba al límite del alcance de un visor infrarrojo y que estaba más allá del alcance de unos prismáticos de visión nocturna. Cualquier disparo que le rozara a partir de ahora sí que sería fortuito. Eso no significaba que no pudieran darle; sólo significaba que ninguno de los seguidores podía localizarlo con los visores.
Se olvidó de todas las técnicas evasivas y corrió.
Cate se había ido a la cama temprano, muy temprano. Siempre había tenido que preparar a los gemelos y hacerles cosas pero, sin ellos, era como si su mente le hubiera dicho a su cuerpo: «Descansa».
Había planeado pasarse el día sacando la ropa de invierno y lavándola. Lógicamente, antes de guardarla la había lavado, pero después de los meses de verano encerrada en cajas, la ropa olía a humedad. Sacó una caja, lavó la ropa y la tendió, junto con alguna ropa de verano que había sacado del armario pero, una vez hecho esto, no le apeteció seguir.
Luego pensó que podría empezar a poner piedras para señalar el perímetro del aparcamiento pero, en lugar de eso, abrió un libro que hacía tiempo que tenía y leyó un par de capítulos antes de quedarse dormida. Después de una siesta de una hora, se despertó atontada y, en aquellos momentos, lo más importante del mundo parecía ser ver la televisión, algo que nunca hacía. Descubrió que los programas de los sábados eran un rollo.
Entonces pensó en probar una receta que había encontrado para una sopa de fideos y albóndigas, porque le pareció que a los niños les gustaría, y para comprobar si era lo suficientemente fácil como para prepararla de comida para los clientes si al final se decidía a ampliar los horarios de la cocina ese invierno. Fue a la cocina y empezó a sacar los ingredientes, pero luego lo guardó todo y abrió una lata de comida preparada de los niños: fideos con albóndigas. Se comió las albóndigas y dejó los fideos.
Estaba adormilada y cansada y se le ocurrió que, si quería, podía irse a la cama. Nadie necesitaba que lo arropara, no tenía que hacer nada en casa, ni nadie con quien hablar. Así que se duchó, se puso un pijama de franela, porque las dos últimas noches había hecho frío y, con un sentimiento de abuelita decadente, estaba en la cama poco después de las siete.
Horas después, una horrible explosión la despertó de un sueño tan profundo que, por un momento, se quedó en blanco y no sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo, y se quedó en la cama parpadeando en medio de la oscuridad. Entonces, se despejó lo suficiente como para ver el reloj, aunque descubrió que los números rojos digitales no estaban. Se había ido la luz.
– Maldita sea -murmuró, porque el reloj no tenía batería, lo que significaba que tendría que levantarse a buscar el pequeño reloj de viaje a pilas que hacía años que tenía porque, si no, por la mañana no se despertaría. Eso, o quedarse sentada en la cama hasta que volviera la luz. Se quedó en la cama pensando si aquel ruido habría sido algún transformador que había explotado, lo que explicaría lo de la luz. O quizá había sido un rayo.
Y entonces oyó más ruidos, distintos al anterior porque la casa no tembló. No eran tan fuertes y eran más rápidos, con un pequeño eco. Se oían muchos. Cate deseó que pararan, tenía mucho sueño…
Y, de repente, abrió los ojos como si le hubieran pegado una bofetada y el mundo hubiera dado un vuelco. «¡Dios mío, eso son balas.»
Oyó cristales rotos en la habitación de los niños. Saltó de la cama y empezó a buscar a tientas la linterna que siempre tenía en la mesita de noche por si los niños la necesitaban en mitad de la noche. La mano rozó la mesita y la tiró al suelo; cayó con un ruido seco y rodó por el suelo.
– ¡Mierda!
Necesitaba la linterna; de noche, la casa estaba tan oscura como la tumba de Tutankamon; si intentaba moverse a oscuras, podría chocar con algo y romperse un hueso. Se arrodilló en el suelo y empezó a gatear por la habitación, buscando a tientas con las manos. Después de un par de pasadas, en las que no encontró nada más interesante que las zapatillas, tocó metal frío. Apretó el botón y un potente halo de luz iluminó la habitación, con lo que Cate se olvidó de ese molesto sentido de la desorientación.
Salió corriendo al pasillo y giró a la izquierda instintivamente, hacia la habitación de los niños. El ruido de más cristales rotos la detuvo en seco. Los niños no estaban en casa, estaban a salvo en Seattle con sus padres y… y… ¿Alguien estaba disparando contra su casa?
La sangre de las venas se le heló y creyó que iba a desmayarse, así que alargó la mano y se apoyó en la pared. Sin saber ningún detalle de lo que estaba pasando, su mente dio un instintivo vuelco y le dijo: «¡Mellor!»
Mellor y Huxley. Habían vuelto.
Temía que lo hicieran; por eso había enviado a los niños con su madre. No sabía por qué habían vuelto ni qué querían pero sabía, con absoluta certeza, que ellos estaban detrás de todo aquello. ¿Estarían abajo esperándola? ¿Estaba atrapada aquí arriba?
No. Si estaban disparando contra la casa tenían que estar fuera. Aquello era su casa, su hogar, y Cate conocía cada rincón, cada ángulo, cada salida. No la atraparían allí dentro. Conseguiría escapar; de alguna forma lo conseguiría.
Se dio cuenta de que la linterna delataba su posición y la apagó. La noche parecía todavía más oscura que antes, puesto que la luz de la linterna la había cegado momentáneamente. Pensó que tenía que arriesgarse, y volvió a encenderla.
Lo primero era lo primero. Tenía que vestirse e ir al piso de abajo.
Corrió a la habitación, cogió unos vaqueros, un jersey y unas zapatillas deportivas mientras escuchaba esperando algún ruido que delatara que no estaba sola en la casa. Los disparos no se detenían, pero ahora parecían más lejanos. De fuera, llegaban gritos de pánico y dolor. Desde dentro de casa no oía nada.
Cuando llegó a las escaleras, las iluminó con la linterna. No veía nada raro, así que bajó los primeros escalones mientras iluminaba el pasillo y el vestíbulo. Lo que alcanzaba a ver estaba vacío. Bajó las escaleras más deprisa, con una horrible sensación de vulnerabilidad, y las tres últimas casi ni las pisó.
Arma. Necesitaba algún tipo de arma.
Joder, tenía dos niños de cuatro años en casa; no guardaba armas por los cajones.
Excepto los cuchillos. Era cocinera. Tenía muchos cuchillos, también tenía la típica arma de mujer: el rodillo. Perfecto. Cualquiera de las dos cosas serviría.
Con el halo de luz de la linterna enfocando al suelo, para que fuera más difícil de localizar, entró en la cocina, fue hasta el contenedor de cuchillos y cogió el más grande, el del chef. El mango se adaptaba a su mano como un viejo amigo.
En silencio, volvió al pasillo, que estaba en el centro de la casa. Desde aquí tenía más opciones de escapar, porque podía ir en cualquier dirección.
Apagó la linterna y se quedó en la oscuridad, escuchando, esperando. El tiempo que estuvo allí no importaba. Oía su propia respiración entrecortada y notaba la garganta seca. Empezó a marearse. Notó cómo el pánico le aceleraba el corazón y notó el latido del corazón contra los pulmones. No, no podía perder los nervios… no iba perder los nervios. Respiró hondo, lo más hondo que pudo, mantuvo los pulmones llenos y los utilizó para aprisionar el corazón e intentar obligarlo a latir más despacio. Era un viejo truco que utilizaba cuando escalaba, siempre que las respuestas automáticas del cuerpo amenazaban su disciplina y concentración.
Despacio… Despacio… Ya podía pensar mejor… Más despacio… Más despacio… lentamente, vació el aire de los pulmones y volvió a inspirar, esta vez controlando más su cuerpo. El mareo desapareció. Pasara lo que pasara ahora podría afrontarlo mejor que hacía unos minutos.
Golpes en la puerta, fuertes y repetidos, y el pomo que giraba de forma violenta.
– ¡Cate! ¿Estás bien?
Dio un paso adelante, pero luego se quedó inmóvil. Un hombre. No reconoció la voz. Mellor y Huxley sabían cómo se llamaba, porque ella misma se lo había dicho cuando se había presentado.
– ¡Cate!
La puerta tembló cuando algo sólido chocó contra ella, luego otro golpe. El marco parecía que estaba a punto de ceder.
– ¡Cate, soy Cal! ¡Contéstame!
De repente, el alivio se apoderó de ella y gritó. Se dirigió hacia la puerta justo cuando ésta cedió y golpeó contra el tope del suelo. Se encontró con una potente luz en la cara que la cegaba. Levantó un brazo para protegerse los ojos y se detuvo mientras intentaba recuperar la visión. Sólo distinguía la figura de un hombre detrás del halo de luz y se movía deprisa, tanto que era imposible apartarse de su camino.