Por la mañana, Teague se sentó y dobló la espalda, satisfecho de que la noche hubiera pasado sin ningún altercado. Se había obligado a estar alerta durante el turno nocturno porque sabía que, si Creed había planeado algo, lo llevarían a cabo esa noche; el ritmo cardíaco natural de una personal alcanzaba su punto más bajo en esas horas, al menos para aquellos que esperaban y vigilaban. Teague suponía que pasaría algo, lo que fuera, aunque se tratara de dos o tres intentos de salida. Sin embargo, hora tras hora, recorrió la zona con el visor infrarrojo y no vio ninguna señal térmica humana. Blake también estaba muy atento y llamó a Teague por radio cada dos por tres para preguntarle si había visto algo, pero ninguno de los dos vio nada.
El día se despertó nublado, con grandes nubes acostadas sobre las cimas de las montañas. Las temperaturas se habían mantenido moderadas durante la noche, pero ahora empezaba a soplar una brisa bastante fresca. En septiembre, el tiempo solía ser incierto, porque era un mes de transición entre estaciones. Teague comprobó cuánto café tenía en el termo; ya le quedaba poco. Si la brisa seguía soplando, necesitaría más.
Miró hacia Trail Stop. Parecía una ciudad fantasma, todo estaba inmóvil. No, espera… le pareció ver una columna de humo en la parte posterior del pueblo. Costaba decirlo con seguridad, porque el cielo estaba gris y, con las nubes tan bajas, todo parecía mezclarse pero… pues sí, era humo. Alguien había encendido la chimenea. Entonces, la gente estaría allí reunida, calentándose y preparando un plato de sopa o un poco de café. Cogió la radio.
– Blake. Comprueba la zona más cercana al río, las casas más lejanas. ¿Eso que veo es humo? -los ojos de Blake eran más jóvenes, más fiables.
Blake respondió a los pocos segundos.
– Es humo, no hay duda. ¿Quieres que intente disparar en esa dirección?
– No creo que tengas un buen ángulo; hay demasiados obstáculos entre nosotros y ellos. Mi ángulo no es bueno.
Al cabo de un minuto, Blake respondió:
– Ángulo negativo. He cogido los prismáticos para comprobarlo.
– Ya me lo imaginaba -Teague volvió a estirarse en la manta y volvió a observar de cerca las calles que tenía más cerca. Tenía el presentimiento de que pasaba algo. El pueblo parecía un lugar espeluznante, pero podía deberse a la mañana gris y la poca altura de las nubes. En las calles había algo raro. Se quedó observando y, de repente, se quedó de piedra. Las calles estaban vacías, totalmente vacías.
Los cadáveres ya no estaban.
No podía creérselo. Parpadeó, volvió a mirar, pero no reaparecieron por arte de magia. ¡Joder! Los cadáveres habían desaparecido. Cogió la radio.
– Blake -dijo, furioso.
– Aquí Blake.
– Los cuerpos no están.
– ¿Qué…? -Blake debió de comprobarlo con sus propios ojos, porque dijo-. Mierda.
Teague no podía apartar la mirada porque no acababa de entender cómo… Creed. El cabrón de Creed. Seguro que había adivinado que tenían visores térmicos en lugar de rifles con visión nocturna y había descubierto alguna forma para que los vecinos del pueblo pudieran moverse sin delatar su posición. Los infrarrojos no eran infalibles; el truco más conocido para evitar desprender calor era meterse en el agua. Pero, si se habían metido en el riachuelo de la derecha, el agua bajaba con mucha fuerza y era casi imposible salir vivo de allí; además, habrían tenido que caminar una buena distancia para ir a recoger los cadáveres y, en ese tiempo, los infrarrojos habrían captado alguna señal. Tampoco podían haber ido hacia la izquierda, porque habrían aparecido justo delante de Blake y los habría visto mucho antes de que llegaran al riachuelo.
Por lo tanto, tenían que haberlo hecho de otra forma.
Entrecerró los ojos, observó el lugar, luego cogió los prismáticos y deslizó la mirada, muy despacio, de casa en casa, hasta que se detuvo en lo que, desde la distancia, parecía un muro bajo. Antes, allí no había ningún muro. Lo habría visto cuando hizo el reconocimiento del pueblo. Además, la parte de arriba no estaba nivelada. Más que un muro parecía una pared de sacos de arena.
Hijo de puta. Los vecinos del pueblo habían estado ocupados esa noche. Sintió una perversa satisfacción al comprobar que no se habían tirado al suelo y habían fingido estar muertos; si lo hubieran hecho, lo habrían dejado en evidencia frente a los chicos de la ciudad. Teague les había dicho que eran una gente dura de pelar, y sus acciones de esa noche le daban la razón. Estaban protegiendo sus posiciones y, al mismo tiempo, conseguían una forma de desplazarse sin exponerse a los tiros. Era imposible que las balas atravesaran esos sacos.
Volvió a coger la radio.
– Blake. Echa un vistazo a esas secciones de muro bajo. No son muros. A mí me parecen sacos de arena -incluso mientras lo decía, sabía que no podían haber conseguido sacos de arena. Eran de otra cosa, algo que también viniera en sacos, como grano, cemento en polvo o algo así. Daba igual; el principio era el mismo.
Blake miró.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó, al final, aceptando la versión de los sacos de arena.
– No podemos hacer nada, aparte de lo que estamos haciendo. No dejes que nadie se te acerque y mantenlos arrinconados hasta que estén dispuestos a entregar a los chicos de la ciudad lo que es suyo -aunque quizá tardarían más de lo que él había previsto, y no le hacía demasiada gracia. Si la persona equivocada decidía asomarse a ver qué pasaba, ese castillo de cartas podía venirse abajo en cualquier momento. Era un riesgo que había aceptado, pero no iba a permitir que aquella situación se alargara indefinidamente. Él mantendría su calendario, independientemente de la opinión de los chicos de la ciudad.
– ¿Enganchada?
– Enganchada.
Después de que Cal le confirmara que la tenía enganchada por si caía, Cate se estiró y se agarró a una roca. Como se tardaba mucho en escalar la roca, Cal había intentado buscar una ruta alternativa, pero no había encontrado nada que los mantuvieran protegidos a lo largo de todo el trayecto. Subir esa cara de la roca era la forma más segura y directa. Cate se alegraba de que no fuera una de las rutas más difíciles y largas, puesto que ninguno de los dos había practicado últimamente ni llevaban el calzado adecuado. Cate tampoco estaba en forma para escalar; tenía fuerza en las piernas de subir y bajar las escaleras de casa cada día, pero en brazos y manos, seguramente tenía la mitad de fuerza que cuando escalaba de forma regular.
El tiempo tampoco les acompañaba; el viento empezaba a ser fuerte y las nubes estaban cada vez más bajas. Si empezaba a llover, no podrían bajar y esperar a que el tiempo mejorara; tendrían que seguir adelante, a pesar de que la lluvia haría que la roca estuviera más resbaladiza. Tendrían que ir con mucho más cuidado. Dio gracias a Dios porque aquella fuera lo que en su día habría considerado una ruta fácil. Había unos cien metros hasta la cima, ciento veinte como mucho, y no era totalmente vertical. Otros escaladores habían estado allí antes que ellos, porque la roca estaba llena de anclajes. Algunos escaladores los quitaban a medida que iban subiendo, para dejar la roca tal y como se la habían encontrado, pero otros no. En general, Cate no solía fiarse de un anclaje que no hubiera clavado ella, o Derek pero, para poder ir más deprisa, estaba dispuesta a utilizar aquellos que parecieran más bien fijados.
Ambos llevaban arneses y estaban atados. Como ella tenía más experiencia, era la encargada de abrir la vía y, cuando llegaba literalmente al final de la cuerda, se paraba y él la seguía. Al estar atados, si caía, él la sujetaría. Cuando se detenía, era ella quien lo sujetaría a él en caso de caída.
Parte de ella estaba muy emocionada por volver a las rocas, aunque fuera a una de las fáciles. Volvía a estirar y tensar los músculos, a comprobar su fuerza y su pericia contra la roca. Al mismo tiempo, era plenamente consciente de que sería su última escalada, al menos hasta que los niños fueran mayores, y el único motivo por el que la hacía ahora era la severidad de las circunstancias. Al saber que era la última vez que experimentaría aquella emoción tan especial, se concentró en cada segundo, en cada rasguño, olor y sonido, el roce de las cuerdas, el viento en la cara, la fría y áspera roca bajo sus manos. Cada vez que miraba a su alrededor y veía lo mucho que había subido, sentía una inmensa satisfacción.
Apoyó el pie, clavó un anclaje y se aseguró a la roca. A su señal, Cal empezó a subir siguiendo la ruta que ella había marcado. Observaba todos sus movimientos con la mano lista en el freno de la cuerda para sujetarlo en caso de que resbalara. Las botas que llevaba eran todavía menos adecuadas que las zapatillas deportivas de Cate, así que cada paso era mucho más peligroso. Sin embargo, la fuerza que tenía en el tren superior compensaba la ausencia de calzado apropiado. A pesar del frío viento, se quitó la chaqueta y se la ató a la cintura antes de empezar a subir, de modo que Cate podía ver cómo trabajaban los músculos de sus brazos desnudos. La fuerza de un escalador era nervuda y flexible, como un hilo de acero, todo lo contrario al volumen de los culturistas. A juzgar por los brazos de Cal, parecía que había escalado toda la vida.
Una niebla se posó sobre ellos y, en cuestión de segundos, la visibilidad de redujo a cero a medida que la nube engulló a la montaña.
Cate sabía que Cal seguía ahí, lo notaba en la cuerda, pero no podía verlo.
– ¡Cal!
– Sigo aquí.
Parecía tan tranquilo como si estuvieran dando un paseo. Algún día, Cate tendría que mantener una conversación con él acerca de eso; no era normal.
– No puedo verte, así que háblame. Dime todo lo que haces, cada paso que das. Tengo que poder anticiparme.
Él accedió y no dejó de hablarle hasta que el viento aclaró la niebla y Cate volvió a verlo. Y la cosa siguió igual durante la siguiente hora, con la niebla apareciendo y desapareciendo a medida que las nubes se posaban sobre las montañas. En un momento, la niebla fue muy densa y ambos se detuvieron para ponerse los ponchos que, al menos, les mantendrían la ropa seca. Como pesaban tan poco, era la única pieza impermeable que habían traído, aunque con ellos no podían escalar. De modo que, sencillamente, esperaron a que volviera a aclararse. Cuando pudieron sacarse los ponchos, volvieron a escalar.
El tiempo los frenó bastante y llegaron a la cima de la roca, que no era ni de cerca su destino final, poco después de las diez de la mañana. Ante ellos, se levantaba una pendiente con vegetación muy densa; la geografía los obligaría a ir hacia el norte, en lugar de hacia el noroeste, que es donde tenían que ir, pero tenían que seguir el terreno y sus restricciones.
Después de beber un poco de agua y comer unos cuantos cereales y separarse para acudir a la llamada de la naturaleza en privado, recogieron las cuerdas, se las colgaron de los hombros y volvieron a emprender la marcha, esta vez con Cal abriendo vía. Cuando empezó a llover, se volvieron a poner los ponchos y siguieron caminando.
– ¡Tenemos que hablar! -gritó Toxtel, colocando las manos frente a la boca en forma de altavoz.
Lo peor, pensó Goss, era que no sabían si alguien estaba lo suficientemente cerca para oírlos. Esa gente había desaparecido, los habían perdido de vista como si nunca hubieran existido. Incluso los cadáveres habían desaparecido. Cuando Toxtel y él se habían dado cuenta por la mañana, se habían alterado un poco, porque Teague había depositado mucha fe en sus visores térmicos y ahora resulta que esos pueblerinos lo habían dejado en ridículo. Había llegado la hora de dar un paso más, antes de que esa gente tuviera tiempo de inventarse otra cosa.
Toxtel llevaba un cuarto de hora gritando, y todavía no habían visto ni un movimiento al otro lado del puente. Visto el éxito, bien podría ahorrarse los gritos.
Al cabo de media hora, Toxtel ya empezaba a estar afónico pero, al final, de la puerta principal de la primera casa salió una mano agitando un pañuelo blanco. Toxtel volvió a gritar, agitó su propia bandera blanca y un anciano salió al porche.
El hombre debía de tener noventa años, se dijo Goss algo incrédulo, mientras lo observaba acercarse, bajar las escaleras y cruzar los cien metros de terreno hasta los restos del puente con todas las dificultades del mundo. ¿Era lo mejor que tenían para enviar a negociar? Aunque, ¿por qué iban a enviar lo mejor? ¿Para qué arriesgarse? Pensándolo bien, el anciano era una elección perfecta.
– ¿Qué queréis? -preguntó, con voz quejumbrosa y algo contrariado por tener que realizar todo ese esfuerzo.
Toxtel fue directo al grano.
– La señora Nightingale tiene lo que queremos. Dígale que nos lo dé y nos marcharemos.
El anciano miró el barranco que los separaba mientras movía las mandíbulas como si masticara, como si se lo estuviera pensando.
– Trasladaré el mensaje -dijo, al final, y se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos como si no le interesara si esos hombres tenían algo más que añadir. Toxtel y Goss se pusieron a cubierto y observaron al hombre hasta que lo perdieron de vista.
– ¿Qué coño significa eso? -preguntó Toxtel retóricamente.
– Están cabreados -respondió Goss.