Cate se levantó a las cinco de la mañana para empezar con los preparativos del día. Lo primero que hizo fue asomarse a la ventana, que daba al aparcamiento, para comprobar si el señor Layton había regresado de noche y estaba durmiendo en el coche, puesto que no había oído ningún golpe en la puerta principal. Sin embargo, los únicos vehículos que había eran su Ford Explorer rojo y el coche de alquiler de su madre; ni rastro del señor Layton. ¿Dónde diablos estaría ese hombre? Al menos, podría haberla llamado y decirle… algo: cuándo regresaría o, en caso contrario, qué debía hacer con sus cosas.
Estaba tan enfadada que decidió empaquetar sus cosas y cobrarle una noche extra por las molestias. No tenía demasiado tiempo libre y no podía estar preocupándose por los clientes que saltaban por la ventana, ni hoy ni ningún otro día.
Pero antes tenía que encender la cafetera y prepararse para la llegada masiva de clientes para desayunar. La enorme casa estaba en silencio, sólo se oía el segundero del reloj de pie del pasillo y, a pesar de que tenía mucho trabajo, Cate disfrutaba de la paz de aquellas tempranas horas en que era la única persona despierta en la casa y podía estar sola. Esos instantes eran los únicos en que tenía la oportunidad de pensar sin las constantes interrupciones de los niños y los clientes; si le apetecía, podía hablar sola o escuchar música mientras trabajaba. Sherry llegaba poco antes de las siete y, a las siete y media en punto, los gemelos bajaban las escaleras corriendo, hambrientos como si fueran osos que acabaran de despertar del periodo de hibernación. Sin embargo, aquellas dos horas eran únicamente para Cate. De hecho, incluso se despertaba un poco antes de lo necesario para no tener que ir con prisas y poder saborear mejor aquellos instantes.
Como le sucedía a veces, se descubrió preguntándose si Derek habría aprobado su decisión de mudarse a Trail Stop.
Esta zona le gustaba mucho, pero como visitante, no como vecino. Y a los dos les había encantado la pensión cuando se alojaron en ella. Los recuerdos de los buenos momentos que compartieron allí (las eternas y duras escaladas de día, regresar a la pensión agotados y emocionados, dejarse caer en la cama y descubrir que no estaban tan agotados…) habían pesado bastante a la hora de buscar un lugar más barato que Seattle.
Aquí se sentía cerca de él. Aquí habían sido muy felices. Y, aunque también lo habían sido en Seattle, allí es donde Derek murió y la ciudad le recordaba aquellos terribles últimos días. A veces, cuando todavía vivía allí, los recuerdos la asaltaban y era como si estuviera reviviendo la pesadilla.
Por esta calle pasó camino del hospital. Allí se paró para recoger su traje en la tintorería, sin imaginar que lo enterrarían con ese mismo traje. Aquí se compró el vestido que llevó en el funeral, el vestido que había tirado a la basura en cuanto llegó a casa, llorando, maldiciendo e intentando rasgarlo desde el cuello hasta los bajos. La cama de casa era donde él estuvo tendido, hirviendo de fiebre, hasta que dejó que ella lo llevara a urgencias… cuando ya era demasiado tarde. Después de la muerte de Derek, Cate jamás había vuelto a dormir en esa cama.
Los recuerdos y los problemas económicos la alejaron de Seattle. Echaba de menos la ciudad, las actividades culturales, el bullicio de las calles, los canales y los barcos. Su familia y amigos estaban allí, pero la primera vez que pudo escaparse a visitarlos llevaba ya tanto tiempo en Trail Stop, trabajando en la casa, instalándose e intentando mejorar el negocio de cualquier forma posible, que ya era más de aquí que de allí. Ahora era una turista en su ciudad natal y su hogar estaba… aquí.
Por supuesto, para los niños Trail Stop siempre había sido su hogar. Eran tan pequeños cuando se instalaron aquí que ni siquiera tenían recuerdos de vivir en ningún otro sitio. Cuando fueran mayores y la pensión funcionara mejor (¡por favor, Señor!), tenía la intención de llevarlos a visitar a sus padres más a menudo, en lugar de obligarlos a ellos a viajar. En Seattle, podría llevarlos a conciertos, partidos de béisbol, al teatro y a museos y ampliar su abanico de experiencias para que supieran que la vida era mucho más que esta comunidad al final de la carretera.
No negaba las ventajas de vivir aquí. En un lugar tan pequeño donde todos se conocían, los niños podían jugar tranquilamente en la calle mientras ella los vigilaba desde la ventana. Todo el mundo los conocía, sabía dónde vivían y nadie dudaría en devolverlos a casa si se los encontraba jugando demasiado lejos. Los niños sólo tenían una tarea: recoger los juguetes al final del día, y su jornada constaba de horas y hora de juegos y culminaba con un cuento y breves y repetitivas lecciones sobre letras, números, colores y las pocas palabras cortas que podían leer. Los bañaba a las siete y media, los acostaba a las ocho y, cuando los arropaba, veía a unos niños cansados y satisfechos, y muy tranquilos. Cate había trabajado mucho para ofrecerles aquella tranquilidad y estaba feliz de que, por ahora, tuviesen todo lo que necesitaban.
La otra gran ventaja de vivir aquí era la belleza que los rodeaba. El paisaje era majestuoso y sobrecogedor y casi increíblemente escarpado. Trail Stop era, literalmente, el final de la carretera. Si querías seguir, tenías que hacerlo a pie, y el camino no era fácil.
Trail Stop se levantaba en una pequeña lengua de tierra que sobresalía del valle como un yunque. A la derecha quedaba el río, ancho, helado y peligroso, con rocas puntiagudas que asomaban entre la espuma. Ni siquiera los amantes del canoismo más extremo se atrevían a navegar por estos rápidos; empezaban la aventura unos quince kilómetros más abajo. A ambos lados se levantaban las montañas Bitterroot y las paredes verticales que Derek y ella habían escalado o habían intentado escalar y habían acabado desistiendo porque eran demasiado difíciles para ellos.
Básicamente, Trail Stop estaba en una caja con una carretera de gravilla que la unía al resto del mundo. Aquella geografía tan peculiar los protegía de los aludes pero, a veces, durante el invierno, Cate oía cómo se partían los bloques de nieve y caían por las colinas y se le estremecía el corazón. La vida aquí era complicada, pero la imponente belleza natural compensaba los inconvenientes y la ausencia de oportunidades culturales. Echaba de menos estar cerca de su familia, pero aquí su dinero daba para más cosas. Quizá no había tomado la mejor decisión pero, en general, estaba satisfecha con el paso que había dado.
Su madre entró bostezando en la cocina y, sin mediar palabra, se acercó al armario, sacó una taza y fue al comedor a servirse un café. Cate miró el reloj y suspiró. Las seis menos cuarto; esta mañana, sus dos horas de soledad se habían visto reducidas considerablemente, pero la recompensa era que pasaría un rato con su madre sin los niños alrededor reclamando la atención de su Mimi. Esto también estaba compensado. Echaba de menos a su madre y deseaba que pudieran verse más a menudo.
Con la cara prácticamente escondida tras el café, Sheila volvió a la cocina y, con un suspiro, se sentó a la mesa. No era muy madrugadora, así que Cate suponía que se había puesto el despertador tan temprano para poder estar un rato a solas con su hija.
– ¿Qué magdalenas haces hoy? -preguntó Sheila con una voz muy ronca.
– De mantequilla de manzana -respondió Cate con una sonrisa-. Encontré la receta en Internet.
– Apuesto a que la mantequilla de manzana no la encontraste en el colmado de mala muerte que hay al otro lado de la calle.
– No, lo pedí por Internet en una tienda de Sevierville, en Tennessee -Cate ignoró la indirecta, en primer lugar, porque era verdad y, en segundo lugar, porque si se hubiera ido a vivir a Nueva York, su madre también habría encontrado defectos a la ciudad de los rascacielos, porque su problema era que quería tener a su hija y a sus nietos cerca.
– Tanner ya habla un poco más -comentó Sheila a continuación mientras se apartaba un mechón rubio de la cara. Era una mujer muy guapa y Cate siempre quiso haber heredado la cara de su madre y no aquella mezcla de rasgos que lucía.
– Cuando quiere. He llegado a la conclusión de que calla para que Tucker hable y se meta en líos él sólito -con una sonrisa, le explicó lo que había pasado con las herramientas del señor Harris y cómo Tanner había aprendido, no sabía cómo, las reglas básicas de la aritmética y supo que sólo le quedaban ocho minutos en la silla de castigo.
– Eso nunca se sabe -Sheila bostezó-. Dios mío, no soportaría levantarme a esta hora cada día. Es una barbaridad… Uno nunca sabe cómo le saldrán los hijos. Tú eras un terremoto, siempre jugando a pelota y subiéndote a los árboles, y encima estabas en el club de escalada, y mírate ahora: sólo haces trabajos domésticos. Limpias, cocinas, sirves mesas.
– Llevo un negocio -la corrigió Cate-. Y me gusta cocinar. Se me da bien -casi siempre, cocinar era un placer. Y tampoco le importaba servir mesas, porque el contacto personal con los clientes era una buena forma de conseguir que regresaran. En cambio, detestaba limpiar y tenía que obligarse a hacerlo cada día.
– No lo niego -Sheila se quedó pensativa antes de añadir-. Cuando Derek vivía, no cocinabas demasiado.
– No. Nos dividíamos las tareas de casa por igual, y pedíamos la comida a domicilio. Y salíamos a comer fuera a menudo, al menos antes de que nacieran los niños -con cuidado, vertió leche en un vaso medidor y se agachó para ver mejor las marcas-. Pero, cuando murió, me pasaba todas las noches en casa con los niños y me aburrí de la comida a domicilio, así que compré varios libros de recetas y empecé a cocinar -era increíble que sólo hubieran pasado tres años de aquello; el proceso de medir alimentos y mezclarlos le resultaba tan familiar que le parecía que había cocinado desde siempre. Los primeros experimentos, cuando preparó diversos platos exóticos, también le sirvieron para mantener la mente ocupada. Aunque también hay que decir que acabó tirándolos a la basura porque no se podían comer.
– Cuando tu padre y yo nos casamos y vosotros erais pequeños, solía cocinar cada noche. No podíamos permitirnos salir a cenar fuera; una hamburguesa en una cadena de comida rápida era un lujo. Pero ahora ya no cocino tanto y no creas que lo echo de menos.
Cate miró a su madre:
– Pero si sigues preparando esas enormes comidas para Acción de Gracias y Navidad, y siempre has hecho nuestros pasteles de cumpleaños.
Sheila encogió los hombros.
– La tradición, la familia; ya sabes. Me encanta cuando nos reunimos todos pero, sinceramente, no me importaría ahorrarme las comidas.
– Entonces, ¿por qué no cocino yo para esas reuniones? Me gusta y papa y tú podéis encargaros de entretener a los niños.
A Sheila se le iluminó la mirada.
– ¿Seguro que no te importaría?
– ¿Importarme? -Cate la miró como si estuviera loca-. Pero si salgo ganando. Estos niños cada día encuentran una forma nueva de meterse en líos.
– Sólo son niños. Tú eras revoltosa, pero los primeros diez años de vida de Patrick casi acabaron conmigo, como aquella vez que hizo estallar una «bomba» en su habitación.
Cate se rió. Patrick había decidido que los petardos no hacían suficiente ruido de modo que, un cuatro de julio, consiguió reunir cien petardos. Con un cuchillo que sacó de la cocina a escondidas abrió los petardos y colocó toda la pólvora en una toallita de papel. Cuando tuvo toda la pólvora en una pila, pidió a su madre una lata vacía y Sheila, creyendo que la quería para fabricar un teléfono de lata y cuerda, se la dio encantada.
Había leído sobre el funcionamiento de los antiguos rifles de pólvora e imaginó que su bomba seguiría las mismas premisas, aunque no acertó demasiado dónde poner cada cosa. Llenó la lata con la toallita de papel, gravilla y la pólvora, luego introdujo un trozo de cuerda y lo impregnó con alcohol para que sirviera de mecha. Para evitar quemar el suelo, colocó la lata dentro de una caja de galletas y, como toque final, tapó la lata con su antigua pecera de cristal, de donde sólo salía la cuerda para poder prenderla desde fuera. Él creía que así podría disfrutar del ruido que quería sin tener que limpiar su habitación después.
Pero no fue así.
Lo único bueno que hizo fue esconderse detrás de la cama después de prender la mecha.
Con un gran estrépito, la pecera se rompió y por la habitación volaron trozos de cristal y gravilla. El papel, que había prendido fuego, empezó a desintegrarse en pequeñas llamas que iban cayendo encima de la cama, la moqueta e incluso dentro del armario, porque Patrick se había dejado la puerta abierta. Cuando sus padres entraron en la habitación, se lo encontraron intentando apagar las chispas del suelo con los pies mientras, a base de escupitajos, intentaba sofocar el pequeño incendio que se había producido con la colcha de la cama.
En aquel momento, a nadie le hizo mucha gracia, pero ahora Cate y Sheila se miraron y se echaron a reír.
– Me temo que a mí me espera lo mismo -dijo Cate, con una expresión de diversión y horror-. Multiplicado por dos.
– Quizá no -dijo Sheila, con recelo-. Si existe la justicia en este mundo, Patrick tendrá cuatro hijos como él. Rezo para que un día me llame llorando en plena noche porque sus hijos han hecho algo horrible y se disculpe conmigo desde lo más profundo de su ser.
– Pero la pobre Andie también tendrá que sufrirlo.
– Bueno, quiero mucho a Andie, pero estamos hablando de justicia. Y si ella también tiene que sufrirlo, mi conciencia estará tranquila y me alegraré en silencio.
Cate se rió mientras impregnaba el molde de las magdalenas con la mantequilla de manzana y luego empezó a llenarlos con la masa. Adoraba a su madre; era una mujer tozuda, algo irascible y que quería con locura a su familia a pesar de ser muy estricta con sus hijos. Una frase que Cate pretendía utilizar con sus hijos cuando fueran mayores era la que un día le oyó decir a Patrick después de que este se pasara una hora lloriqueando porque tenía que cortar el césped: «¿Acaso crees que te llevé dentro durante nueve meses y me pasé 36 agonizantes horas de parto para traerte al mundo para que luego te quedaras ahí sentado? ¡Sal fuera y corta el césped! ¡Para eso te tuve!»
Era genial.
Después de otro segundo de duda, Sheila dijo:
– Quiero comentarte algo para que puedas pensártelo mientras esté aquí.
Aquello no pintaba bien. Su madre estaba muy seria. Inmediatamente, Cate sintió un nudo en el estómago.
– ¿Algo va mal, mamá? ¿Papá está enfermo? ¿O tú? Dios mío, no me digas que os separáis.
Sheila se la quedó mirando, boquiabierta, y luego, sorprendida, añadió:
– Madre mía, he criado a una pesimista.
Cate se sonrojó.
– No soy pesimista, pero tal como lo has dicho, como si pasara algo…
– No pasa nada, te lo prometo -bebió un sorbo de café-. Pero es que, como tu padre no ha visto a los niños desde Navidad, nos gustaría que vinieran conmigo a hacernos una visita. Ahora ya son lo suficientemente mayores, ¿no crees?
Tocada y hundida. Cate puso los ojos en blanco.
– Lo has hecho a propósito.
– ¿El qué?
– Me has hecho creer que pasaba algo grave -levantó la mano para acallar las protestas de su madre-, no por lo que has dicho sino por cómo lo has dicho, y por tu expresión. Y luego, en comparación con la cantidad de cosas terribles que se me han ocurrido, la idea de que los niños se vayan contigo a casa tendría que parecerme menos grave. Incluso bien. Mamá, ya sé cómo funcionas. Tomé notas porque pretendo aplicar las mismas tácticas con los niños.
Respiró hondo.
– No era necesario. No estoy categóricamente en contra de la idea. Tampoco es que me apasione, pero me lo pensaré. ¿Cuánto tiempo habías pensado quedártelos?
– Teniendo en cuenta la dificultad del viaje, quince días me parecen razonables.
Que empiecen las negociaciones. Cate también reconocía aquella táctica. Seguramente, Sheila quería tenerlos una semana y, para asegurársela, pedía el doble. Si Cate aceptaba las dos semanas sin rechistar quizá su madre se arrepentiría de habérselo pedido. Quince días de constante cuidado de dos incansables gemelos de cuatro años podían destrozar incluso a la persona más fuerte.
– Me lo pensaré -dijo, porque se negaba a entrar en una discusión sobre la duración de la visita cuando ni siquiera había accedido a la petición de su madre. Si no se mantenía firme, Sheila la apretaría tanto con los detalles que los niños estarían en Seattle antes de que Cate se diera cuenta de que había dicho «Sí».
– Tu padre y yo pagaremos los billetes de avión, claro -continuó Sheila, en tono persuasivo.
– Me lo pensaré -repitió Cate.
– Necesitas un descanso. Ocuparte de este lugar y de esos dos monstruos apenas te deja tiempo para ti. Podrías ir a la peluquería, hacerte la manicura, la pedicura…
– Me lo pensaré.
Sheila resopló.
– Tenemos que pulir los detalles.
– Ya habrá tiempo para eso más adelante… si decido que puedes llevártelos. Y no insistas más porque no voy a tomar una decisión hasta que me lo haya pensado durante más de los dos minutos de tiempo que me has dejado -aunque, por un segundo, se acordó de la peluquería a la que iba en Seattle. Hacía tanto tiempo que no se cortaba el pelo que ya no tenía ningún estilo definido. Hoy, por ejemplo, llevaba la melena castaña y ondulada recogida en la nuca con un clip en forma de concha. Llevaba las uñas cortas y sin pintar, porque era la forma más práctica de llevarlas teniendo en cuenta que se pasaba el día en la cocina, y ya ni se acordaba de la última vez que se pintó las uñas de los pies. El único capricho que se daba era llevar las piernas y las axilas depiladas, y lo hacía porque… bueno, porque sí. Además, sólo implicaba salir de la ducha tres minutos más tarde.
Los chicos estaban tan contentos con la visita de su Mimi que bajaron trotando por las escaleras y en pijama media hora antes de su horario habitual. Sherry acababa de llegar y, con ella los tres primeros clientes, y Cate dejó a los niños con su madre para que los entretuviera y les diera el desayuno. Ella sólo desayunaba una magdalena, a la que iba dando bocados cuando podía.
Hacía buen día, con el aire de principios de septiembre frío y claro, y le pareció que, aquella mañana, vinieron todos los habitantes de Trail Stop. Incluso Neenah Dase, una mujer que había sido monja y que, por motivos personales, había abandonado la orden y ahora regentaba el colmado del pueblo, lo que significaba que era la casera del señor Harris, puesto que él dormía en la habitación que había encima de la tienda, vino a por una magdalena. Neenah era una mujer tranquila y serena, que debía de tener cuarenta y pico años, y era una de las vecinas preferidas de Cate. No tenían demasiadas ocasiones de hablar, y esta mañana no fue una excepción, porque ambas llevaban un negocio. Neenah la saludó con la mano, le gritó «¡Hola!» y salió por la puerta.
Y, entre una cosa y la otra, se hizo la una antes de que Cate tuviera la ocasión de subir a las habitaciones. Su madre seguía con los niños, así que ella podía encargarse de preparar las cosas para los huéspedes que llegaban por la tarde. El señor Layton no había vuelto ni llamado, y Cate ya estaba tan preocupada como enfadada. ¿Habría tenido un accidente? La carretera de gravilla podía ser muy peligrosa si un conductor que no la conocía tomaba una de las curvas demasiado deprisa. Ya hacía más de veinticuatro horas que había desaparecido y no había dado señales de vida.
Tomó una decisión y entró en su habitación, desde donde llamó a la oficina del sheriff del condado y, tras una breve pausa, la pusieron en contacto con un agente.
– Soy Cate Nightingale de Trail Stop. Tengo una pensión en el pueblo y uno de los huéspedes se marchó ayer por la mañana y todavía no ha vuelto. Sus cosas siguen aquí.
– ¿Sabe dónde iba? -le preguntó el policía.
– No -Cate recordó a la mañana anterior, cuando lo había visto volver a subir las escaleras justo después de asomarse al comedor-. Se marchó entre las ocho y las diez. No hablé con él. Pero no ha llamado y se suponía que tenía que marcharse ayer por la mañana. Temo que haya sufrido un accidente.
El agente anotó el nombre del señor Layton y su descripción y, cuando le pidió el número de la matrícula, Cate bajó a su despacho para buscarlo entre todos los papeles de la mesa. Igual que ella, el policía también creía que habría tenido un accidente y dijo que lo primero que haría sería llamar a los hospitales de la zona y que la informaría por la tarde.
Cate tenía que contentarse con eso. Cuando volvió a subir, entró en la habitación del señor Layton y miró a su alrededor para ver si había alguna pista sobre dónde podía haber ido. Encima de la cómoda de la habitación 3 sólo había unas monedas. En el armario, había colgados unos pantalones y una camisa y, en la maleta abierta había ropa interior, calcetines, una bolsa de plástico del Wal-Mart con las asas atadas, un bote de aspirinas y una corbata de seda enrollada. Cate quería saber qué había en la bolsa de plástico, pero tenía miedo de que el sheriff del condado se lo recriminara. ¿Y si el señor Layton había sido víctima de un crimen? Cate no quería que sus huellas aparecieran en la bolsa.
Entró en el baño de la habitación y, en el lavabo, vio una cuchilla desechable, un bote de espuma de afeitar y un desodorante en aerosol junto al grifo del agua fría. Encima de la cisterna había un neceser abierto y, dentro, Cate vio un peine, un tubo de pasta de dientes, el tapón de un cepillo de dientes y varias tiritas.
No había nada de valor que ella pudiera aprovechar pero, claro, la gente solía llevar encima los objetos que más apreciaba. Si se había dejado todo esto, seguro que pretendía volver. Aunque, por otro lado, había salido por la ventana, como si estuviera huyendo en lugar de simplemente marcharse.
Quizá era eso. Quizá no estaba loco. Quizá había huido.
Pero ahora la pregunta era: ¿De qué? ¿O de quién?