Cuando Teague estaba cerca de la carretera, cogió la radio y dijo:
– Milano, aquí halcón -Milano era Billy. Había designado a cada uno el nombre de un ave rapaz, porque era lo primero que se le había ocurrido. Él era Halcón, Billy era Milano, Troy era Águila y Blake era Búho. Ahora que lo pensaba, esperaba que a Blake no le hubiera sentado mal ser el Búho, porque estos animales tenían la mejor visión de todos… Joder, si estaba preocupado por esas estupideces es que estaba realmente mal.
– Adelante Halcón.
– El tiro de una escopeta impactó en una roca delante mío y tengo la cara llena de cortes. Necesito ayuda. Nos vemos en el puente -Billy era quien estaba más cerca y del que podían prescindir ahora mismo. Las dos posiciones más lejanas eran las más críticas porque vigilaban la principal vía de escape. Teague no tenía ninguna duda de que alguien, o más de una persona, intentaría escaparse para rodearlos. Puede que esta noche no, pero muy pronto.
– Diez-cuatro -respondió Billy y Teague devolvió la radio a su sitio. Dios, estaba casi inconsciente sobre sus pies, pero tenía que seguir andando durante, al menos, unos minutos más. Tenía que llegar hasta donde Toxtel y Goss pudieran verlo, y eso significaba que tenía que aguantar. No les había dado radios porque no confiaba tanto en ellos y porque no quería que escucharan todo lo que los chicos y él se decían. Se acercaría a ellos sin avisarles.
Lo malo era que, incluso después de dejarlos atrás, no podría estirarse a descansar hasta que se encontrara mejor; lo mejor que podría hacer era tomarse una aspirina y esperar a que el dolor de amainara.
Justo antes de salir del bosque, susurró:
– Hombre avisa -para que sintieran que estaban en una operación militar. Penoso. En sus tiempos, se había visto metido en operaciones complicadas, pero ninguna tan descabellada como aquella.
Toxtel y Goss habían tomado posiciones con apenas cinco metros de distancia entre ellos, otra estupidez, pero como Teague sospechaba que no habría demasiada actividad en el puente, no les dijo nada y dejó que hicieran lo que quisieran, que creyeran que seguían al mando.
Cuando se acercó, ninguno de los dos se volvió; todavía estaban con la adrenalina a tope y los músculos tensos mientras esperaban apareciera alguien al otro lado del riachuelo. No podía echarles la culpa, aunque alguien más experimentado sabría que en algún momento tenían que relajarse.
– ¿Le has dado a alguien? -le preguntó Goss-. He oído un disparo.
Aquello confirmaba las sospechas de Teague de que los dos disparos habían sido tan seguidos que habían resultado casi simultáneos.
– Puede que le haya dado a alguien, pero alguien me ha dado a mí.
Goss miró por encima del hombro e, incluso en la oscuridad, supo que lo que cubría la cara de Teague era sangre.
– ¡Joder! -se levantó de un salto y se volvió, asustando a Toxtel-. ¿Te han disparado en la cabeza?
– No, sólo son cortes, no es una herida de bala. Alguien disparó con una escopeta hacia mí y rompió la roca que tenía delante en mil pedazos -intentó no darle mayor importancia.
– ¿Escopeta? -preguntó Toxtel muy serio, mientras se levanta y se acercaba a ellos-. Quizá fue nuestro amigo -le dijo a Goss, cosa que también confirmó la sospecha de Teague de que alguien del pueblo les había dado una buena paliza.
– Sé quien ha sido -dijo Teague-. Un tipo que se llama Creed. Es un hijo de puta muy duro de pelar, antiguo militar, es guía de caza por esta zona.
– ¿Qué aspecto tiene? ¿No demasiado alto, quizá metro ochenta, tirando a delgado? ¿Pelo un poco largo y ojos raros, como si fueran de cristal?
Hmmm. Teague no recordaba haber visto a nadie que encajara con aquella descripción. Aunque una cosa estaba clara: su amigo no era Creed.
– No. Creed es un tío alto y fuerte. Pelo corto que empieza a canear. Parece que sólo le falte el uniforme.
– No es él. ¿Estás seguro de que quien te ha disparado es ese tal Creed? -preguntó Toxtel.
– Casi seguro -añadió el «casi» porque realmente no había visto a Creed, pero el instinto le decía que no podía haber sido nadie más.
– Pero has dicho que ha sido con una escopeta -insistió Toxtel.
Teague apenas pudo ocultar su enfado. Estaba delante de ellos empapado en sangre y Toxtel sólo pensaba en el tío que le había dado una paliza.
– Hay más de una escopeta en el mundo -dijo, muy seco-. Y calculo que, al otro lado del riachuelo, habrá unas diez, aparte de varios rifles y pistolas.
Toxtel se dio la vuelta, evidentemente contrariado por el hecho de que a Teague le hubiera disparado alguien que no era su enemigo.
Goss miró a Toxtel y luego a Teague y se encogió de hombros.
– Estás hecho un asco. ¿Necesitas ayuda?
– No. Voy al campamento a lavarme -al menos, Goss le había ofrecido ayuda, que era más de lo que había hecho el capullo de Toxtel. Teague se volvió y se alejó caminando hacia una curva. Billy apareció entre el follaje y se unió a él en silencio. Cuando Toxtel y Goss ya no los veían, Billy le ayudó a caminar el resto del trayecto. Se colocó uno de los brazos de Teague por encima del hombro y movía la mitad del peso de Teague. Como Billy no era demasiado alto, llegar al campamento fue complicado.
Habían levantado un pequeño campamento a unos cien metros del puente o, mejor dicho, de donde antes estaba el puente, en un pequeño claro que no se veía desde la carretera. El sentido común obligaba a tener un sitio donde descansar, preparar café y comer, sobre todo si aquello se alargaba más de un día, cosa que Teague preveía.
Billy lo soltó antes de llegar a la tienda, se metió dentro, encendió la lámpara y salió para ayudar a Teague a entrar, lo que implicaba tener que agachar la cabeza, con lo que el dolor de cabeza se agudizó todavía más.
– Mierda -dijo Teague muy cansado, mientras se sentaba en la silla dentro de la tienda; demasiado cansado para pensar una palabra más original.
– Quizá deberías estirarte -sugirió Billy mientras abría una bolsa de plástico que contenía el equipo de primero auxilios que había comprado Goss y Toxtel, por lo que no sabía qué encontraría.
– Si me estiro, no podré volver a levantarme.
– Pues no te levantes durante unas horas. Ahí fuera no pasa nada. Se han escondido todos, supongo que esperando la luz del día. Hasta entonces, no pasará nada. Toallitas de bebé -dijo, riéndose, dejando a Teague muy confundido hasta que levantó la mirada y vio la bolsa de plástico que Billy tenía en la mano-. Supongo que las habrán comprado para limpiarnos. ¿Servirán para limpiar heridas? Hay algunas con alcohol, pero no muchas. Al menos, no las suficientes para lavarte la cara.
Teague intentó encogerse de hombros, pero decidió que era mejor no hacerlo.
– No veo por qué no. ¿Hay alguna aspirina por ahí?
– Sí, ¿cuántas quieres?
– Para empezar, cuatro -le pareció que dos no le harían nada.
– Las aspirinas son anticoagulantes.
– Me arriesgaré. Necesito algo.
Billy cogió una botella de agua y la abrió, luego sacó cuatro aspirinas del bote, se las colocó en la palma de la mano y se las dio a Teague, que se las tragó una a una, intentando mover la cabeza lo menos posible. Luego, Billy se puso manos a la obra con las toallitas y empezó a limpiar la sangre para poder valorar las heridas.
Mientras, con mucho cuidado, lavaba el corte más grande en la frente de Teague, murmuró:
– Es el plan más estúpido que he visto en la vida. Repíteme por qué lo hacemos.
– Dinero.
– Sí, pero no basta para jugarnos la vida en estas montañas. Volar el puente, sitiar el pueblo… esto puede irse al traste de muchas formas distintas. Sin darle muchas vueltas, se me ocurren cuatro o cinco formas mejores de conseguir lo que esos dos quieren, y con mucho menos riesgo -Billy hablaba en voz baja para que nadie lo oyera más allá de las paredes de tela de la tienda.
Les pagaban muy bien. Teague pretendía quedarse con una parte más grande, pero los demás no tenían por qué saberlo. El «honor entre ladrones» era un mito y no iba a ser él quien empezara a perpetuarlo. Los chicos sabían que iban a llevarse mil dólares, a repartir en cuatro partes iguales, por unos días de trabajo. Toxtel se hacía cargo de los gastos de aquella descabellada charada.
– El riesgo para nosotros es mínimo -dijo-. No dejamos que nos vean y nadie del pueblo sabrá jamás que hemos estado implicados en esto.
– Esos dos tíos de Chicago lo saben.
– Das por sentado que sobrevivirán.
Billy dibujó una amplia sonrisa, que luego desapareció.
– Si mueren, no nos pagan.
– Está todo pensado. Cobraremos cuando esa mujer de la pensión les dé lo qué quieren. Toxtel quería esperar a tener la mercancía para pagarnos, pero me negué en redondo. Si consigue lo que quiere, nos dispararía en un santiamén para no tener que pagarnos. Así que nos pagará antes.
– ¿Y confía en que nos quedemos una vez tengamos la pasta?
– Lo dudo, pero no tiene otra opción.
– ¿Cuándo vas a hacerlo?
¿Cuándo tenía pensando matar a Toxtel y Goss? Se lo pensó.
– Cuando tengan lo que buscan. Si están dispuestos a pagar tanto dinero por eso, puede que a nosotros también nos interese tenerlo. Verás, acordarán una hora para la entrega, porque tendremos que recoger nuestras cosas y no dejar rastro para salir corriendo en cuanto el asunto esté cerrado. Los habitantes del pueblo tardarán un tiempo en cruzar el riachuelo para ir a buscar ayuda y, mientras tanto, nosotros desapareceremos. Cuando Toxtel tenga lo que quiere, ellos también se marcharán, pero nosotros los estaremos esperando. Los sorprenderemos y abandonaremos sus cuerpos. Son los dos únicos implicados de los que sospechan. Nosotros estamos limpios.
– ¿Y quién se supone que los habrá matado, si sólo eran dos?
– La deducción más lógica es pensar que lo hizo un tercer socio que los ha traicionado. Funcionará. Confía en mí.
Billy se quedó en silencio mientras examinaba la herida de la frente.
– Este corte necesita puntos -dijo, al final-, pero ya no sangra. Por la mañana, quizá quieras ir a la clínica de la ciudad. No es una herida de bala, así que no informarán a la policía.
– A lo mejor. Ya lo decidiré mañana -unos antibióticos le vendrían bien, y el doctor también le daría calmantes. La gente caía en estas montañas cada día; nada nuevo para ellos.
Billy impregnó el corte con antibiótico líquido y lo cubrió con una gasa.
– Espero que no hayamos querido abarcar más de lo que se puede. Teague, hoy ha muerto gente ahí abajo; cuando esto salga a la luz y lleguen los polis, destinarán a todos los investigadores del estado al caso, y puede que también a varios federales. Esto saldrá en las noticias nacionales y pondrán precio a nuestras cabezas.
– Puede que deduzcan que había más personas implicadas, pero me he asegurado de que no me vieran con esos dos, y no hay nada escrito, ningún registro telefónico que tenga que preocuparnos. Si están muertos, no pueden implicarnos. Nos pagarán en efectivo. Si no metemos la pata y dejamos que nos identifiquen, somos libres.
Billy se quedó pensativo y acabó asintiendo.
– Eso lo entiendo pero… ¿A quién coño se le ocurrió todo esto?
– A Toxtel. Goss y él se presentaron allí creyéndose los más duros del mundo y descubrieron que no era así. Toxtel tiene entre ceja y ceja a alguien del pueblo que lo apuntó con una escopeta. Supongo que nunca había estado en el lado perdedor hasta ahora, porque tiene un ego enorme que no le permite ver más allá de su nariz.
Billy gruñó. Ellos ya habían visto el lado malo de las cosas, y en nueve de cada diez casos, la situación acababa en desastre. Si Teague no hubiera visto una posibilidad de que él y sus chicos salieran airosos de aquello, no los habría implicado.
– ¿Cuánto crees que durará?
– Me imagino que, al menos, cuatro o cinco días -respondió Teague. Quizá Toxtel creyera que los habitantes del pueblo se rendirían enseguida y lanzarían a Cate Nightingale a los lobos, pero Teague sabía que no. Esta gente era tozuda y cerraría filas alrededor de ella. Sin embargo, en algún momento, pesaría el precio de la resistencia y la propia señora Nightingale cedería y les daría a esos dos lo que querían.
La única posibilidad de un desenlace más rápido era que ella cediera enseguida pero, por experiencia, sabía que la gente que intentaba engañar a otro no tenían demasiado sentido del deber cívico, que digamos. No, si esa mujer estaba intentando hacer algo deshonesto, no cedería tan deprisa. Mentiría, lo negaría, intentaría ganar tiempo… hasta que viera que había ido demasiado lejos sin que sus vecinos se le echaran encima, y entonces empezaría a poner excusas, a intentar explicarse y a ofrecer una imagen lo más positiva posible, hasta que al final cedería.
Aunque Teague esperaba que se resistiera un poco, lo suficiente para recuperarse y poder encargarse del cabrón de Creed.
Ese desgraciado se arrepentiría de haber apretado el gatillo esta noche. La venganza es un plato que se sirve frío.