Robert regresó a Londres y trató de sumergirse en su rutina usual. Sin embardo él se sentía miserable, tan miserable que ni siquiera se molestó en tratar de convencerse de que él no se preocupaba por el rechazo de Victoria.
No podía comer, no podía dormir. Se sentía como un personaje en un, muy malo, el poema melodramático. Veía a Victoria en todas partes, en las nubes, en las multitudes, incluso en la maldita sopa.
Si él no se hubiera sentido tan terriblemente patético, Robert reflexionó más tarde, probablemente no se habría molestado en responder la citaciones de su padre.
Cada pocos meses, el marqués de Castleford enviaba a Robert una carta solicitando su presencia en Manor. Al principio las notas eran órdenes concisas, pero últimamente se habían vuelto más conciliadoras, el tono casi suplicante. El marqués quería que Robert mostrara un mayor interés en sus tierras, quería que su hijo mostrara orgullo en el Marquesado que un día sería suyo. Pero principalmente quería que se casase y produjera un heredero que perpetúe el nombre de Kemble.
Todo estaba escrito con toda claridad, y con gracia, en sus cartas, pero Robert se limitaba a mirarlas y luego tirarlas a la chimenea. No había vuelto a Castleford Manor en más de siete años, no desde aquel tremendo día en que cada uno de sus sueño se habían hecho añicos, y su padre, en vez de confortarlo con palmaditas en la espalda, le había gritado parapetado detrás de su escritorio de caoba.
La memoria todavía se hacía apretar la mandíbula con furia. Cuando se tenía hijos había que ofrecerles apoyo y comprensión. Desde luego, no se reiría de sus derrotas.
Niños. Ahora ese era un concepto divertido. No era muy probable que dejara su huella en el mundo en forma de herederos.
No se atrevía a casarse con Victoria, y se fue dando cuenta de que no podía imaginarse a sí mismo casado con nadie más.
¡Qué porquería!
Y así, cuando la última nota de su padre llegó, diciendo que él estaba en su lecho de muerte, Robert decidió seguirle la corriente al viejo. Esta fue la tercera nota que había recibido en el último año, ninguna de ellos había resultado ser ni remotamente veraz. Sin embargo, Robert hizo sus maletas y se fue a Kent de todos modos. Cualquier cosa para conseguir alejar su mente de ella.
Cuando llegó a la casa de su infancia, no se sorprendió al descubrir que su padre no estaba enfermo, aunque él se veía bastante mayor de lo que recordaba.
– Es bueno tenerte en casa, hijo-dijo el marqués, bastante sorprendido de que Robert hubiera respondido a su citación y dejado Londres.
– Te ves bien-, dijo Robert, enfatizando la última palabra.
El marqués tosió.
– ¿Un pecho frío, tal vez?-Preguntó Robert, alzando una ceja de un modo insolente.
Su padre le lanzó una mirada molesta. -Estaba limpiando mi garganta, como tu bien sabes.
– Ah, sí, sano como un caballo, Los Kembles somos saludables como mulas, y apenas tercos como ellas también.
El marqués dejó el vaso casi vacío de whisky sobre la mesa. -¿Qué te ha ocurrido, Robert?
– ¿Cómo dice?- Dijo Robert tirándose en el sofá y poniendo los pies sobre la mesa.
– Eres una miserable excusa como hijo. ¡Y saca sus pies fuera de la mesa!
El tono de su padre era tal como había sido siempre, cuando Robert era un niño y había cometido alguna trasgresión terrible. Sin pensarlo, Robert obedeció y puso los pies en el suelo.
– Mirate-dijo con disgusto Castleford. -Holgazaneando en Londres. Copas, prostitutas, te juegas tu fortuna.
Robert sonrió sin humor. -Soy un jugador de cartas terriblemente bueno. He doblado mi porción.
Su padre se volvió lentamente alrededor. -No me importa nada, ¿verdad?
– Una vez hice-, susurró Robert, de repente sentía muy vacía.
El marqués se sirvió otro vaso de whisky y lo bebió. Y luego, como si hiciera un último esfuerzo, dijo, -Tu madre se avergonzaría de ti.
Robert alzó bruscamente la cabeza y le secó la boca. Su padre rara vez mencionaba a su madre. Pasaron varios minutos antes que él fuera capaz de decir: -No sé cómo se habría sentido. En realidad, nunca la conocí. Usted no sabe qué es el amor.
– ¡Yo la amé!- Rugió el marqués. -Yo amaba a tu madre en maneras que nunca lo sabrás. Y por Dios, yo sabía cuales eran sus sueños. Ella quería que su hijo fuera fuerte, honesto y noble.
– No te olvides de mis responsabilidades con el título-, dijo Robert ácidamente.
Su padre se volvió. -Ella no se preocupaba por eso-, dijo. -Sólo quería que fueras feliz.
Robert cerró los ojos en agonía, preguntándose cómo su vida hubiera sido diferente si su madre hubiera estado viva cuando había cortejado Victoria. -Veo que usted ha hecho una prioridad para ver sus sueños hechos realidad.- Él se rió con amargura. -Está claro que soy un hombre muy feliz.
– Nunca quise decir que lo seas-, Castleford, con el rostro mostrando cada uno de sus sesenta y cinco años, sacudió la cabeza y se desplomó sobre una silla. -Nunca quise esto. Dios mío, ¿qué he hecho?
Un sentimiento muy extraño comenzó a difundirse en el estómago de Robert. -¿Qué quieres decir?-, Preguntó.
– Ella vino aquí, ¿sabes?
– ¿Quién vino?
– Ella. La hija del vicario.
Robert apretó los dedos alrededor del brazo del sofá hasta que sus nudillos se puso pálido.
– ¿Victoria?
Su padre asintió con un cortante movimiento de cabeza.
Mil preguntas corrían por la mente de Robert. ¿Acaso Hollingwoods la había echado? ¿Estaba enferma? Debía de estar enferma, decidió. Algo debía estar terriblemente mal si ella hubiera buscado a su padre. -¿Cuándo estuvo ella aquí?
– Inmediatamente después que te fuiste a Londres.
– Inmediatamente después de… ¿De qué demonios estás hablando?
– Hace siete años.
Robert se puso de pie. -¿Victoria estuvo aquí hace siete años y nunca me lo dijiste?- Él comenzó a avanzar sobre su padre. -¿Nunca me has dicho ni una palabra?
– Yo no quería verte desperdiciar tu vida-. Castleford dejó escapar una risa amarga. -Pero lo hiciste de todos modos.
Robert apretó los puños a los costados, sabiendo que sino corría el riesgo de saltar sobre la garganta de su padre. -¿Qué te dijo? – Su padre no respondió con la suficiente rapidez. -¿Qué te dijo?- Bramó Robert.
– No recuerdo exactamente, pero…- Castleford respiró hondo. -Pero ella se puso bastante mal cuando supo que te habías ido a Londres. Creo que en realidad ella quería cumplir con su cita contigo.
Un músculo se contrajo con violencia en la garganta de Robert, y dudaba que era capaz de formar palabras.
– Yo no creo que estuviera detrás de tu fortuna.- El marqués dijo en voz baja. -Todavía no creo que una mujer de su rango pueda se una condesa adecuada, pero tengo que admitir-Se aclaró la garganta. Él no era un hombre al que le gustaba mostrar debilidad. -Voy a admitir que podría haber equivocado con ella. Probablemente te quería.
Robert se quedó espantosamente inmóvil por un momento, y luego de repente se dio la vuelta y dio un puñetazo contra la pared. El marqués dio un paso atrás, nervioso, consciente de que su hijo muy probablemente había querido plantar el puño de lleno en su rostro.
– ¡Maldito seas!- Explotó Robert. -¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?
– En ese momento pensé que era lo mejor. Ahora veo que estaba equivocado.
Robert cerró los ojos, el rostro agónico. -¿Qué le has dicho a ella?
El marqués se volvió, incapaz de enfrentarse a su hijo.
– ¿Qué le has dicho a ella?
– Le dije que nunca habías querido casarse con ella.- Castleford gestionó incómodo. -Le dije que sólo perdías el tiempo con ella.
– Y pensó… ¡Oh, Dios, pensó… -Robert se sentó sobre sus cuartos traseros. Cuando ella descubrió que él se había ido a Londres, Victoria debió haber pensado que le había estado mintiendo el tiempo, que nunca la había amado.
Y entonces él la había insultado al pedirle que se convirtiera en su amante.
La vergüenza se apoderó de él, y preguntó si alguna vez sería capaz de mirarla a los ojos de nuevo. Se preguntó si ella incluso le permitiría el tiempo suficiente en su presencia para pedir disculpas.
– Robert-, dijo su padre. -Lo siento.
Robert se levantó lentamente, apenas consciente de sus movimientos. -Yo nunca te perdone por esto-, dijo, con voz monótona.
– Robert-gritó el marqués.
Pero su hijo ya había abandonado la habitación.
Robert no se dio cuenta por dónde iba hasta la casa del párroco apareció a la vista.
¿Por qué había estado Victoria en la cama esa noche?
¿Por qué no fue como había prometido?
Estuvo parado delante de la casa por más de cinco minutos, sin hacer nada, pero mirando a la aldaba de bronce en la puerta principal. Sus pensamientos corrían en todas direcciones, y sus ojos estaban tan fuera de foco que no vio levantarse a las cortinas en la ventana del salón.
La puerta se abrió de repente y apareció Eleanor Lyndon. -Mi lord-dijo ella, obviamente, sorprendida al verlo.
Robert parpadeó hasta que fue capaz de centrarse en ella. Parecía casi la misma, excepto que su pelo rubio rojizo, que siempre había sido como una nube alrededor de su rostro, estaba atrapado en un moño. -Ellie-, dijo con voz ronca.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Yo no lo sé.
– No te ves bien. -ella tragó -¿Quieres entrar?
Robert asintió con la cabeza vacilante y la siguió hasta la sala.
– Mi padre no está aquí-, dijo. -Está en la iglesia.
Robert se la quedó mirando.
– ¿Estás seguro de que no estás enfermo? Te ves más bien raro.
Dejó escapar un suspiro poco elegante, que habría sido una risa si no hubiera estado tan aturdido. Ellie siempre ha sido refrescante directa.
– ¿Mi lord? ¿Robert?
Él permaneció en silencio durante unos instantes más, y luego de repente se preguntó: -¿Qué pasó?
Ella parpadeó. -¿Cómo dice?
– ¿Que pasó esa noche?-Repitió, su voz adquirió una urgencia desesperada.
La comprensión iluminó la cara de Ellie y ella apartó la mirada. -¿No lo sabes?
– Creía que lo sabía, pero ahora… Ya no sé nada.
– Le ataron.
Robert sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. -¿Qué?
– Mi padre-, dijo Ellie con una golondrina nervioso. -Se despertó y encontró Victoria con sus maletas. Luego la ató. Dijo que sería su ruina.
– Oh, Dios mío.- Robert no podía respirar.
– Fue horrible. Papá estaba tan furioso. Nunca lo he visto así. Yo quería ayudar, realmente quería ayudarla. La cubrí con sus mantas para que no se resfriara.
Robert pensaba en ella estaba durmiendo en la cama. Estaba tan furioso con ella, y todo el tiempo que había estado atada de pies y manos.
De pronto se sintió intensamente enfermo.
Ellie continuó su relato. -Pero él también me amarró. Creo que él sabía que yo la habría liberado para que pudiera irse contigo. Así fueron las cosas, ella se escabulló de la casa y corrió a Castleford Manor tan pronto como estuvo libre. Cuando regresó, su piel estaba arañada de correr por el bosque.
Robert miró hacia otro lado, su boca que se movía, pero no para formar palabras.
– Ella nunca se lo perdonó, ¿sabes?,- dijo Ellie. Sus hombros temblaron con un encogimiento triste. -He hecho las paces con mi padre. No creo que lo que hizo estuvo bien, pero hemos llegado a un cierto equilibrio. Pero Victoria…
– Dime, Ellie -, instó Robert.
– Ella nunca volvió a casa. No la he visto en siete años.
Se volvió hacia ella, sus ojos azul intenso. -Yo no sabía, Ellie. Te lo juro.
– Nos quedamos muy sorprendidos cuando nos enteramos de que había dejado el distrito,-dijo ella secamente. -Pensé que Victoria podría haber muerto de un corazón roto.
– No lo sabía-, repitió.
– Ella pensó que había estado planeando acostarse con ella, y que cuando no lo logró, se aburrió y se fue.- Ellie mirada cayó al suelo. -No sé qué más pensar. Era lo que mi padre había previsto desde el principio.
– No-murmuró Robert. -No. Yo la quise.
– ¿Por qué te fuiste, entonces?
– Mi padre me había amenazado con cortar mis fondos. Al no aparecer esa noche, yo asumí que ella había decidido que ya no valía la pena. -Sentía vergüenza diciendo las palabras. Como si Victoria alguna vez se hubiera preocupado por una cosa así. Se puso de pie de pronto, sintiendo tan fuera de balance que tuvo que aferrarse a la final a la mesa por un momento para recobrar el equilibrio.
– ¿Te gustaría una taza de té?- Ellie le preguntó mientras se levantaba. -En realidad no te ves del todo bien.
– Ellie.-Dijo, con voz cada vez más segura por primera vez durante la conversación,- No he estado bien durante siete años. Si me disculpas.
Se fue sin decir una palabra, y con mucha prisa.
Ellie no tenía duda de a dónde iba.
– ¿Qué quieres decir con que la ha despedido?
– Sin una referencia-, dijo Lady Hollingwood con orgullo.
Robert respiró hondo, consciente de que por primera vez en su vida, estaba tentado de trompear a una mujer en la cara.
– Usted ha dejado que…-se detuvo y se aclaró la garganta, necesitaba un momento para mantener su temperamento bajo control. -Usted despidió a una mujer de buena cuna sin aviso? ¿Dónde esperaba que ella pudiera ir?
– Puedo asegurarle que no es mi preocupación. Yo no quería a una ramera cerca de mi hijo, y habría sido inconcebible que le diera referencias para que pudiera corromper a otros niños con su influencia indeseable.
– Yo le aconsejaría no llamar ramera a mi futura condesa, Lady Hollingwood-, dijo Robert con fiereza.
– ¿Su futura condesa?- Las palabras de Lady Hollingwood brotaron con pánico.-¿ La Señorita Lyndon?
– Desde luego. -Robert hacía mucho tiempo había perfeccionado el arte de la mirada glacial, y clavó en Lady Hollingwood una de sus mejores.
– ¡Pero usted no puede casarse con ella!
– ¿Realmente?
– Eversleigh me dijo que ella casi se le arrojó.
– Eversleigh es una mierda.
Lady Hollingwood se puso rígida ante su lenguaje soez. -Señor Macclesfield, debo pedirle que…
Él la cortó. -¿Dónde está ella?
– Ciertamente no lo sé.
Robert avanzó hacia ella, sus ojos fríos y duros. -¿No tienes ni idea? ¿Ni un solo mísero pensamiento en su cabeza?
– Ella, ah, ella puede ser que haya contactado a la agencia de empleo que usé cuando la contraté.
– Ah, ahora estamos llegando a alguna parte. Sabía que no era completamente inútil.
Lady Hollingwood tragó incómodamente. -Tengo la información aquí mismo. Déjame copiarlo para usted.
Robert asintió con brusquedad y se cruzó los brazos. Había aprendido a utilizar su tamaño para apabullar, y justo lo que pretendía era intimidar a la mierda de lady Hollingwood. Ella se escabulló de la habitación y sacó una hoja de papel de un escritorio. Con las manos temblorosas copió una dirección.
– Aquí tiene,- dijo ella, tendiéndole el papel. -Espero que este pequeño malentendido no afectará a nuestra amistad en el futuro.
– Mi querida señora, no puedo concebir ninguna cosa que pueda hacer que me diera ganas de mirarla siquiera otra vez.
Lady Hollingwood palideció, viendo todas sus aspiraciones sociales desvanecerse en llamas.
Robert miró la dirección de Londres en el papel en la mano, luego abandonó de la habitación sin tan siquiera un gesto hacia la dueña de casa.
Victoria había venido a buscar un trabajo, la mujer de la agencia de empleo le dijo con un gesto antipático, pero ella la había despedido. Era imposible poner una institutriz sin una referencia de carácter.
Las manos de Robert empezaron a temblar. Nunca se había sentido tan condenadamente impotente. ¿Dónde diablos estaba?
Varias semanas después, Victoria tarareaba alegremente mientras llevaba sus elementos de costura para trabajar. Ella no podía recordar la última vez que se había sentido tan feliz. Oh, todavía estaba el dolor persistente sobre Robert, pero había llegado a aceptar que sería siempre una parte de ella.
Pero estaba contenta. Hubo un momento de pánico desgarrador cuando la señora de la agencia de empleo le había declarado que era imposible hallarle otro empleo, pero Victoria se había acordado de la costura que había hecho mientras crecía. Si había una cosa que podía hacer, era una puntada de costura perfecta, y pronto encontró trabajo en un taller de costura.
A ella le pagaban por pieza, y encontró el trabajo inmensamente satisfactorio. Si ella hacía una buena costura, hacía un buen trabajo, y nadie podía decirle lo contrario. No había Ladys Hollingwoods inclinadas sobre su hombro quejándose de que sus hijos no pudieran recitar el alfabeto con la suficiente rapidez y luego culpar a Victoria cuando se tropezara con la M, la N, o la O. Y a Victoria le gustaba el aspecto de impersonal de su nuevo trabajo. Si cosía una costura recta, nadie podría decir que estaba torcida.
Así que, a diferencia de cuando era institutriz, Victoria no podía estar más contenta.
Había sido un golpe terrible cuando Lady Hollingwood la despidió. Esa rata de Eversleigh había reaccionado rencorosamente y propagó cuentos que, por supuesto, Lady H. no tardó en tomar como verdad. Jamás la palabra de una institutriz valdría más que la de un mentiroso par del reino.
Y Robert se había ido, así que no pudo defenderla. No es que ella quisiera o esperara eso de él. Ella no esperaba nada de él después de que la insultara terriblemente al pedirle que fuera su amante.
Victoria negó con la cabeza. Trató de no pensar en ese encuentro horrible. Sus esperanzas se habían volado tan alto y, a continuación cayeron tan bajo. Ella nunca, nunca le perdonaría por ello.
¡Ja! Como si alguna vez volvería ese gamberro a pedirle perdón.
Victoria encontró que la hacía sentir mucho mejor pensar en él como Robert, el gamberro.
Lamentó no haber pensado en ello, siete años antes.
Victoria, equilibrando sus elementos de costura en la cadera, abrió la puerta trasera de la tienda de Madame Lambert.
– ¡Buenos días, Katie! -Gritó, saludando a la otra costurera.
La rubia la miró con alivio en los ojos. -Victoria, estoy tan contenta de que finalmente estés aquí.
Victoria bajó su paquete. -¿Hay algo mal?
– La señora es… -Katie se detuvo, miró por encima del hombro, y luego continuó en un susurro:-La señora está desesperada. Hay cuatro clientes adelante, y ella…
– ¿Victoria está aquí?- Madame Lambert entró a la trastienda, sin molestarse en adoptar el acento francés que utilizaba con los clientes. Ella espió a Victoria, que organizaba los elementos de costura que había traído la noche anterior. -Gracias al cielo. Te necesito adelante.
Victoria rápidamente bajó la manga sobre la que estaba trabajando y salió apresuradamente. Madame Lambert le gustaba usar a Victoria en la parte delantera del la tienda porque hablaba con un acento culto.
Madame Victoria la llevó hasta una muchacha de unos dieciséis años quien estaba haciendo todo lo posible por ignorar a una mujer, muy probablemente su madre, de pie junto a ella.
– Viictoria-, dijo la señora, de repente con acento francés, -esstas ess la Señorrita Harriet Brightbill. Su madre-se le señaló a la otra dama – necessita asistencia parra el vestido de essta joven.
– Sé exactamente lo que quiero,- dijo Lady Brightbill.
– Y sé exactamente lo que quiero-, agregó Harriet, las manos firmemente plantados en las caderas.
Victoria contuvo una sonrisa. -Tal vez podría ser capaz de encontrar algo que le guste a las dos.
Lady Brightbill dejó escapar un suspiro sonoro, lo que causó que Harriet adquiriera una expresión atribulada al quejarse: -¡Madre!
Durante la hora siguiente, Victoria mostró rollo a rollo de sedas, satenes, muselinas y todos fueron inspeccionados con gran atención. Prontamente fue evidente que Harriet tenía un gusto mucho mejor que su madre, y Victoria se encontró tratando de convencer a Lady Brightbill que los volantes no eran necesarios para el éxito social.
Finalmente Lady Brightbill, que realmente amaba a su hija y estaba, obviamente, tratando de hacer lo que ella creía era el mejor, se excusó y se fue a la sala de retiro. Harriet se hundió en una silla cercana con un gran suspiro.
– Es agotador, ¿no?-le preguntó a Victoria.
Victoria se limitó a sonreír.
– Gracias a Dios mi primo se ha ofrecido a llevarnos a una pastelería. No sería capaz de soportar otra pelea de compras en este momento. Y todavía tenemos que ir a la modista y al fabricante de guantes.
– Estoy segura de que la pasarás muy bien-, dijo Victoria diplomáticamente.
– El único momento hermoso que tendré será cuando todos los paquetes lleguen a casa y pueda abrirlos… ¡Oh, mira! Es mi primo asomándose por la ventana. ¡Robert! ¡Robert!
Victoria ni siquiera se detuvo para reaccionar. El nombre de Robert hizo cosas extrañas en ella, y de inmediato se escondió detrás de una maceta. El timbre de la puerta sonó, y ella se asomó entre las hojas.
Era Robert, su Robert.
Ella casi gruñó. Su vida sólo necesitaba esto. Justo cuando había empezado a tener un poco de alegría, que tenía que aparecer y poner su mundo patas arriba nuevamente. Ya no podía estar segura de lo que sentía por él nunca más, pero una cosa estaba segura, no quería un enfrentamiento en ese lugar y en ese momento.
Comenzó como a retroceder hacia la puerta de la habitación trasera.
– El primo Robert.- Harriet oyó decir cuando se agachó detrás de una silla, -gracias a Dios que estás aquí. Declaro que Madre va a volverme loca.
Él se rió entre dientes, un sonido rico y cálido que le hizo doler el corazón a Victoria.
– Si ella no te ha vuelto loca hasta el momento, yo diría que ya eres inmune, querida Harriet.
Harriet dejó escapar un suspiro cansado, del tipo que sólo una adolescente de dieciséis años de edad, que no ha visto el mundo, puede hacer. -Si no hubiera sido por la encantadora vendedora de aquí -Hubo una pausa incomoda, y Victoria se escurrió detrás de la parte trasera del sofá.
Harriet puso las manos en las caderas. -Yo digo, ¿qué pasó con Victoria?
– ¿Victoria?
Victoria tragó saliva. No le gustaba el tono de su voz. Sólo cinco metros más allá estaba la puerta de salida. Ella lo podía hacer. Poco a poco se puso de pie detrás de un maniquí que llevaba puesto un vestido de raso verde oscuro, y, escrupulosamente se mantuvo de espaldas a la sala, esquivó los últimos metros a la trastienda.
Ella lo podía hacer. Ella sabía que podía…
Su mano se extendió para tomar el picaporte. Ya estaba allí. Era casi demasiado fácil.
¡Lo había hecho! Respiró un gran suspiro de alivio y se hundió en la pared dando las gracias al Señor. Tratar con Robert hubiera sido terrible.
– ¿Victoria?-, Dijo Katie, mirándola cuestionadoramente. -Creía que ibas a ayudar…
La puerta se abrió con estrépito atronador. Katie gritó. Victoria se quejó.
– ¿Victoria?-, Gritó Robert. -¡Gracias a Dios, Victoria!
Saltó sobre un montón de rollos de tela y derribó un maniquí. Se detuvo cuando apenas estaba a un pie de ella.
Victoria lo miró, desconcertada. Respiraba con dificultad, su rostro estaba demacrado, y parecía desconocer por completo que un trozo de encaje español estaba encima de su hombro derecho.
Y luego, sin importarle el público presente, o simplemente sin darse cuenta que Katie, Madame Lambert, Harriet, Lady Brightbill, y otros tres clientes lo estaban mirando, él extendió la mano como un hombre muerto de hambre y tiró de ella aprisionándola.
Entonces comenzó a besarla en todas partes.