Inglaterra, Kent, junio 1809
Robert Kemble, conde de Macclesfield, nunca se había dado a los vuelos de la fantasía, pero cuando vio a la chica en el lago, se enamoró al instante.
No era su belleza. Con su pelo negro y nariz impertinente era realmente atractiva, pero él había visto mujeres muchas más hermosas en los salones de Londres.
No era su inteligencia. No tenía motivos para creer que ella era una tonta, pero como no había compartido dos palabras con ella, no podía dar fe de su intelecto tampoco.
Ciertamente no era su gracia. La primera vez que la vio ella agitaba los brazos y caía desde una roca mojada. Ella aterrizó en otra roca con un fuerte golpe, seguido por un igualmente fuerte – Oh, Dios, – se puso de pie y se frotó el trasero dolorido.
No podía poner el dedo en la llaga. Lo único que sabía era que ella era perfecta.
Él se movió hacia delante, manteniendo escondido en los árboles. Ella estaba en el proceso de pasar de una piedra a otra, y cualquier tonto podía ver que se iba a resbalar, porque la piedra que estaba por pisar estaba resbaladiza por el musgo, y…
¡Zas!
– ¡Ay Dios mío, ay Dios mío!
Robert no pudo evitar sonreír mientras ella ignominiosamente se trasladada a la costa. El borde de su vestido estaba empapado, y sus zapatillas debían que estar arruinadas.
Se inclinó hacia delante, notando que las zapatillas estaban descansando al sol, probablemente donde ella las había dejado antes de saltar de piedra en piedra. Chica inteligente, pensó con aprobación.
Ella se sentó en la orilla cubierta de hierba y comenzó a exprimir su vestido, ofreciendo a Robert una deliciosa vista de sus pantorrillas desnudas.
¿Dónde había escondido sus medias?, se preguntó. Y luego, como guiada por ese sexto sentido femenino sólo parecía poseer, ella volvió la cabeza bruscamente y miró a su alrededor. -¿Robert? – Dijo en voz alta. -¡Robert! Sé que estás ahí.
Robert se quedó inmóvil, seguro de que nunca había conocido antes, seguro de que nunca se habían presentado, e incluso algunos más que incluso si lo hubieran hecho, no sería lo llamaba por su nombre.
– Robert -dijo ella, bastante le gritaba ahora. -Insisto en que te muestres.
Dio un paso adelante. -Como usted quiera, mi lady. -Dijo haciendo una reverencia cortés.
Ella parpadeó abriendo su boca y se puso de pie. Luego se debió dar cuenta de que estaba todavía con el dobladillo de su vestido en sus manos, dejando al descubierto sus rodillas para todo el mundo las vea. Dejó caer el vestido. -¿Quién diablos es usted?
Él le ofreció su mejor sonrisa torcida. -Robert.
– No es Robert -farfulló ella.
– Lamento diferir con usted-, dijo, ni siquiera tratando de contener su diversión.
– Bueno, usted no es mi Robert.
Un inesperado ataque de los celos corrió a través de él. -¿Y quién es su Robert?
– Él es… Él es… No veo cómo eso sea de su incumbencia.
Robert ladeó la cabeza, simulando cavilar en el asunto. -Uno podría ser capaz de abordar este asunto sosteniendo que como esta es mi tierra y sus faldas están empapadas con agua de mi estanque, entonces sí es mi incumbencia.
El color desapareció de su rostro. -Oh, querido Señor, usted no es su señoría.
Él sonrió. -Soy su señoría.
– ¡Pero, pero su señoría se supone que es viejo!- Ella se veía más perpleja que angustiada.
– Ah. Veo nuestro problema. Soy el hijo de su señoría. El otro “Su señoría”. ¿Y usted es…?
– Un gran problema-, espetó ella.
Le tomó la mano, que no se la había ofrecido a él, y se inclinó sobre ella. -Me siento muy honrado de conocerla, señorita problemas.
Ella soltó una risita. -Mi nombre es Señorita gran Problema, por favor.
Si Robert había tenido alguna duda sobre la perfección de la mujer que estaba delante de él, desaparecieron bajo la fuerza de su sonrisa y sentido del humor evidente.
– Muy bien-, dijo. -Señorita gran Problema. No quisiera ser descortés y privarla de su nombre completo. -Tiró de su mano y la condujo de nuevo al banco. -Vamos, sentémonos un rato.
Ella pareció vacilar. -Mi madre, Dios la bendiga, murió hace tres años, pero tengo la sensación de que ella me hubiera dicho que esta es una idea aconsejable. Parece como si usted fuera un libertino.
Esto llamó su atención. -¿Y ha conocido muchos libertinos?
– No, por supuesto que no. Pero si tuviera que conocer a alguno, me parece que se vería más bien como usted.
– ¿Y por qué es eso?
Ella arqueó los labios en una expresión más bien saber. -Vamos, ¿buscas cumplidos, mi lord?
– Por supuesto.-Sonrió hacia ella, se sentó y le acarició el suelo junto a él. -No hay necesidad de preocuparse. Mi reputación no es tan negra. Más bien es un gris oscura.
Se rió de nuevo, haciendo que Robert se sintiera como el Rey del Universo.
– Mi nombre es en realidad la señorita Lyndon-, dijo ella, sentada a su lado.
Se inclinó hacia atrás, apoyada en los codos.
– ¿Señorita gran Problema Lyndon, supongo?
– Mi padre seguramente piensa que sí-respondió ella alegremente. Luego su cara se cayó.-Me debo ir. Si él me sorprendiera aquí con ustedes…
– Tonterías-dijo Robert, de repente desesperado por mantener allí a su lado. -No hay nadie alrededor.
Ella se echó hacia atrás, su actitud siguió siendo un tanto vacilante. Después de una larga pausa dijo finalmente, -¿Es tu nombre realmente Robert?
– De verdad.
– Me imagino que el hijo de un marqués que tiene una larga lista de nombres.
– Me temo que sí.
Ella suspiró dramáticamente. -Pobre de mí. No tengo más que dos.
– ¿Y son ellos?
Lo miró de reojo, con expresión definitivamente coqueta. El corazón de Robert se disparó.
– Victoria María,-respondió ella-.¿Y tú? Si se me permite el atrevimiento de preguntar.
– Phillip Robert Arthur Kemble.
– ¿Ha perdido el título?- le recordó.
Se inclinó hacia ella y le susurró: -Yo no quiero asustarte.
– Oh, yo no soy de las que se asustan tan fácilmente.
– Muy bien. Conde de Macclesfield, pero es sólo un título de cortesía.
– Ah, sí -, dijo Victoria. -Usted no consigue un título real hasta que su padre muera. Los aristócratas son gente extraña. -Levantó las cejas.
– Estos sentimientos probablemente aún podrían ser causa de un arresto en algunas partes del país.
– Oh, pero no aquí, – dijo con una sonrisa socarrona. -en su tierra, al lado de su lago.
– No-dijo él, mirándola a los ojos azules y encontrando el cielo. -Ciertamente no aquí.
Victoria no parecía saber cómo reaccionar ante el hambre en su mirada, y ella apartó la mirada. Hubo un minuto de silencio antes de que Robert volviera a hablar.
– Lyndon. Hmmm. -Él ladeó la cabeza en el pensamiento. -¿Por qué ese nombre tan familiar?
– Papa es el vicario de la nueva Bellfield.- Victoria respondió. -Tal vez su padre le mencionó.
El padre de Robert, el marqués de Castleford, estaba obsesionado con su título y sus tierras, y con frecuencia daba conferencias a su hijo sobre la importancia de ambos. Robert no tenía ninguna duda de que la llegada del nuevo vicario había sido mencionada como una parte de uno de los sermones diarios del marqués. También no tenía ninguna duda de que él no había estado escuchándolo.
Se inclinó hacia Victoria interesadamente. -¿Y disfrutar de la vida aquí en Bellfield?
– Oh, sí. Estábamos en Leeds antes. Echo de menos a mis amigos, pero es mucho más hermosa esta parte del país.
Hizo una pausa. -Dime, ¿quién es su misterioso Robert?
Ella ladeó la cabeza. -¿Está usted verdaderamente interesado?
– En verdad-. Cubrió su pequeña mano con la suya. -Me gustaría saber su nombre, ya que parece que debo causarle gran daño corporal si alguna él intenta encontrarse, vez otra, contigo a solas en el bosque.
– Oh, no siga.- Ella se echó a reír. -No sea tonto.
Robert llevó su mano a los labios y le dio un beso ardiente en el interior de la muñeca.
– Lo digo en serio.
Victoria hizo un débil intento de sacar su mano, pero su corazón no estaba en ello. Había algo en la forma en que este joven señor la miraba, con los ojos brillantes con una intensidad que la asustaba y la excitaba. -Fue Beechcombe Robert, mi lord.
– ¿Y él tiene derechos sobre usted?-, Murmuró.
– Robert Beechcombe tiene ocho años de edad. Habíamos quedado en ir a pescar. Pero supongo que él desistió. Me había dicho que su madre podría tener alguna tarea para que él haga.
Robert de pronto se echó a reír. -Estoy más que aliviado, la señorita Lyndon. Detesto los celos. Es una emoción muy desagradable.
– No-no me imagino porque debería sentir celos, Señor-, balbuceó Victoria. -Usted no me ha prometido nada.
– Pero tengo la intención.
– Y yo no le he prometido nada a usted,- ella dijo, su tono firme finalmente en crecimiento.
– Una situación que tendrá que rectificar-, dijo con un suspiro. Él levantó la mano, esta vez la besó los nudillos. -Por ejemplo, me gustaría mucho tu promesa de que nunca más volverás a tan siquiera mirar a otro hombre.
– No sé lo que estás hablando-, dijo Victoria, totalmente desconcertada
– No me gustaría compartir.
– ¡Mi Lord! ¡Acabamos de conocernos!
Robert se volvió hacia ella, mostrando en sus ojos una asombrosa dulzura. -Lo sé. Sé, en mi mente, que apenas hace diez minutos te conozco, pero mi corazón te ha conocido toda mi vida. Y mi alma, incluso hace más tiempo.
– Yo no sé qué decir.
– No digas nada. Simplemente siéntate aquí a mi lado y disfrutar del sol.
Y así que se sentaron en la orilla cubierta de hierba, mirando las nubes y el agua. Permanecieron en silencio durante varios minutos hasta que los ojos de Robert se centraron en algo en la distancia, y de repente se puso de pie.
– No te muevas-le ordenó, con una sonrisa tonta desmintiendo la dureza de su voz. -No se mueva ni un centímetro.
– Pero.
– ¡Ni una pulgada!-Llamó por encima del hombro, corriendo por el descampado.
– Robert-, protestó Victoria, olvidando por completo que se le debe a llamarle -mi lord.
– ¡Ya casi he terminado!
Victoria estiró el cuello, tratando de entender lo que estaba haciendo. Se había escapado a un lugar detrás de los árboles, y todo lo que pudo ver era que él se inclinaba hacia abajo. Miró a su muñeca, casi sorprendida al ver que no ardía roja donde la había besado.
Había sentido ese beso a lo largo de su cuerpo.
– Aquí estamos.- Robert salió del bosque e hizo en una reverencia cortés con un pequeño ramo de violetas silvestres en su mano derecha. -Para mi lady.
– Gracias-susurró Victoria, sintiendo las lágrimas picar sus ojos. Se sentía increíblemente emocionada, como si este hombre tuviera el poder de llevarla a través del mundo, a través del universo.
Él dejo a todas, excepto una violeta, en su mano. -Esta es la verdadera razón por la que las recogí,- murmuró, metiendo los últimos flor detrás de la oreja. -Ya está. Ahora está perfecto.
Victoria se quedó mirando el ramo de flores en la mano. -Nunca he visto nada tan bonito.
Robert miró a Victoria. -Yo tampoco.
– Huelen celestial.- Ella se inclinó y olió nuevamente. -Adoro el olor de las flores. Hay cada vez más madreselva a las afueras de mi ventana, en casa.
– ¿De verdad?-, Dijo distraídamente, casi tocando su rostro, pero retiró la mano justo a tiempo. Ella era inocente, y él no quería asustarla.
– Gracias,- dijo Victoria, de repente mirando hacia arriba.
Robert se puso de pie. -¡No te muevas! Ni una pulgada.
– ¿Otra vez?- Se echó a su rostro en erupción en la más amplia de las sonrisas. -¿A dónde vas?
Él sonrió. -Para encontrar a un artista del retrato.
– ¿Un qué?
– Quiero que este momento sea capturado por la eternidad.
– Oh, mi lord-, dijo Victoria. Su cuerpo se estremecía de risa cuando ella se puso de pie.
– Robert-corrigió.
– Robert.- Ella era terriblemente informal, pero su nombre cayó con tanta naturalidad de sus labios. -Eres tan divertido. No puedo recordar la última vez que me reí tanto.
Él se inclinó y puso un beso sobre su mano.
– ¡Dios mío,- dijo Victoria, mirando al cielo. -Es muy tarde. Papa podría venir a buscarme, y si él me encontró a solas contigo.
– Lo único que podía hacer es obligarnos a casarnos-, Robert interrumpió con una sonrisa perezosa.
Ella lo miró fijamente. -¿Y eso no es suficiente para enviarle apresuraran a viajar al condado vecino?
Se inclinó hacia delante y acarició suavemente sus labios con un beso. -Shhhh. Yo ya he decidido que voy a casarme contigo.
La boca de ella se abrió en sorpresa. -¿Estás loco?
Él retrocedió con una expresión mezcla entre diversión y asombro. -En realidad, Victoria, no creo que jamás haya estado más cuerdo que en este mismo momento.
Victoria abrió la puerta de la casa que compartía con su padre y su hermana menor.
– ¡Papá!- Gritó. -Lo siento, llego tarde. Yo estaba explorando. Todavía hay mucho de la zona no he visto.
Ella asomó la cabeza en el estudio. Su padre estaba sentado detrás de su escritorio, trabajando duro en su próximo sermón. Agitó la mano en el aire, presumiblemente señalándole que todo estaba bien y que él no quería ser molestado.
Salió de puntillas de la habitación.
Victoria se dirigió a la cocina a preparar la cena. Ella y su hermana, Eleanor, se turnaban para hacer la cena, y esta noche era su turno. Probó el caldo de res que, antes, había puesto en la estufa, añadió un poco de sal, y a continuación, se dejó caer en una silla.
¡Quería casarse con ella!
Seguro que había estado soñando. Robert era un conde. ¡Un conde! Y él se convertiría en un marqués. Los hombres de títulos elevados no se casaban con la hija de un vicario.
Sin embargo, él la había besado.
Victoria se tocó sus labios, sin sorprenderse que le temblaran las manos. Ella no podía imaginarse si el beso habría sido tan importante para él como lo había sido para ella. Él era, después de todo, mucho mayor que ella. Él habría besado, sin duda, a decenas de mujeres antes que a ella.
Sus dedos trazaron círculos y corazones en la mesa de madera, mientras su mente soñadora rememoraba lo ocurrido esa tarde. Robert. Robert. Ella pronunció su nombre, entonces lo escribió sobre la mesa con el dedo.
Phillip Robert Arthur Kemble. Trazó todos sus nombres.
Él era terriblemente apuesto. Su cabello oscuro y ondulado era un poquito demasiado largo para la moda. Y sus ojos, uno supondría que un hombre de cabello oscuro tendría ojos oscuros, pero su mirada había sido clara y azul. Azul claro, parecían de hielo, pero su personalidad se había mantenido caliente.
– ¿Qué estás haciendo, Victoria?
Victoria alzó la vista para ver a su hermana en la puerta. -Oh, hola, Ellie.
Eleanor, tres años más joven que Victoria exactamente, cruzó la habitación y tomó la mano de Victoria sacándola de la mesa.
– Te vas a clavar alguna astilla.- Ella soltó la mano de Victoria y se sentó frente a ella.
Victoria miró la cara de su hermana, pero sólo vio a Robert. Sus labios finamente moldeados, siempre con una sonrisa, una sombra de barba insinuada en el mentón. Se preguntó si tenía que afeitarse dos veces al día.
– ¡Victoria!
Victoria levantó la vista sin comprender. -¿Has dicho algo?
– Te preguntaba, por segunda vez, si querías venir conmigo mañana para llevar alimentos a la señora Gordon. Papá está compartiendo nuestro diezmo con su familia mientras ella está enferma.
Victoria asintió con la cabeza. Como vicario, su padre recibía una décima parte de la décima parte de lo que producían las la granjas de la zona. Gran parte de esta se vendió a la iglesia del pueblo, pero siempre había más que suficiente comida para la familia Lyndon.
– Sí, sí-dijo distraídamente. -Por supuesto que iré.
Robert. Ella suspiró. Tenía una risa encantadora.
– ¿… más?
Victoria levantó la vista. -Lo siento. ¿Me estabas hablando?
– Yo decía,- dijo Ellie con una definitiva falta de paciencia, -que he probado el estofado y necesita sal. ¿Quieres que le ponga más?
– No, no. He añadido un poco hace unos minutos.
– ¿Qué te sucede, Victoria?
– ¿Qué quieres decir?
Ellie exhaló en un gesto exasperado. -No has oído dos palabras de lo que he dicho. Sigo tratando de hablar contigo, y todo lo que haces es mirar por la ventana y suspirar.
Victoria se inclinó hacia delante. -¿Sabes guardar un secreto?
Ellie se inclinó hacia delante. -Tú sabes que puedo.
– Creo que me estoy enamorando.
– No te creo ni por un segundo.
La boca de Victoria se abrió con consternación. -¿Te he dicho que he sido objeto de las más asombrosa transformación en la vida de una mujer, y no me crees?
Ellie se burló. -¿De quién se te ocurre enamorarte en Bellfield?
– ¿Sabes guardar un secreto?
– Ya dije que podía.
– El señor Macclesfield.
– ¿El hijo del marqués?- Ellie casi gritó. -Victoria, es un conde.
– ¡Baja la voz!- Victoria miró por encima del hombro para ver si había llamado la atención de su padre. -Y yo soy muy consciente de que es un conde.
– Ni siquiera lo conozco. Él estaba en Londres cuando el marqués nos trajo hasta Castleford.
– Lo conocí hoy.
– ¿Y tú crees que estás enamorada? Victoria, sólo los tontos y los poetas se enamoran a primera vista.
– Entonces, supongo que soy una tonta -, dijo Victoria con altanería-, porque Dios sabe que no soy poeta.
– Estás loca, hermana. Completamente loca.
Victoria alzó la barbilla y miró por encima del hombro a su hermana. -En realidad, Eleanor, no creo que jamás haya estado más cuerda que en este mismo momento.
Le tomó horas a Victoria poder conciliar el sueño esa noche, y cuando lo hizo ella soñó con Robert.
Él la estaba besando suavemente en los labios y luego viajó a lo largo de los planos de su mejilla. Él pronunció en voz baja su nombre.
– Victoria… Victoria…
Ella se despertó de repente.
– Victoria…
¿Estaba todavía soñando?
– Victoria…
Se arrastró de debajo de la cubrecama y se asomó por la ventana que se cernía sobre su cama. Él estaba allí.
– ¿Robert?
Él sonrió y la besó en la nariz. -El mismo. No puedo decirte cuánto me alegro de que tu casa sea sólo de un piso de altura.
– Robert, ¿qué estás haciendo aquí?
– ¿Enamorándome locamente?
– ¡Robert!- Ella se esforzó por dejar de reír, pero su buen humor era contagioso.-Realmente, mi lord. ¿Qué estás haciendo aquí?
Recorrió su cuerpo en una galante reverencia. -He venido a hacerle la corte, señorita Lyndon.
– ¿En medio de la noche?
– No puedo pensar en un mejor momento.
– Robert, ¿qué pasa si hubieras ido a la habitación equivocada? Mi reputación estaría hecha trizas.
Se apoyó en el alféizar de la ventana. -Hablaste de madreselva. Olí hasta que encontré la habitación. -Hizo una demostración oliendo el aire. -Mi sentido del olfato es muy refinado.
– Eres incorregible.
Él asintió con la cabeza. -Eso, o quizá tan sólo enamorado.
– Robert, no me puedes amar. -Pero incluso mientras decía las palabras, Victoria escuchó su corazón diciéndole lo contrario.
– ¿No puedo? -Entró por la ventana y le tomó la mano. -Ven conmigo, tonita.
– N-nadie me llama tonita-, dijo, tratando de cambiar de tema.
– Me gusta-, susurró. Movió la mano a la barbilla y la atrajo hacia él. -Voy a besarte ahora.
Victoria asintió con la cabeza temblorosa, incapaz de negar el placer que había estado soñando toda la noche.
Sus labios se rozaron en una caricia ligera como una pluma. Victoria se estremeció contra el hormigueo que le recorrió por la espalda.
– ¿Tienes frío?-Susurró sus palabras con un beso en los labios.
En silencio, ella sacudió la cabeza.
Se echó hacia atrás y acunó su rostro entre las manos. -Eres tan bella.- Tomó un mechón de pelo entre los dedos y examinó su sedosidad. Luego acercó de nuevo sus labios a los de ella, acercándose y alejándose, lo que le permitió a ella acostumbrarse a su proximidad. Él se volvió a acercar, podía sentir su temblor, pero ella no hizo ademán de retirarse, y él sabía que ella estaba tan excitada como él.
Robert movió la mano sobre la nuca de ella, hundiendo los dedos en su grueso pelo mientras su lengua trazaba el contorno de los labios femeninos. Ella sabía a menta y limón, y era todo lo que él podía hacer para no sacarla a través de la ventana y hacer el amor allí mismo, sobre la blanda hierba. Nunca en sus veinticuatro años se había sentido esa manera particular de necesidad. Era deseo, sí, pero con un pico increíblemente poderoso de ternura.
A regañadientes él se apartó, consciente de que él quería mucho más de lo que podía pedirle que por la noche. -Ven conmigo-, le susurró.
Ella se llevó la mano a los labios.
Él le tomó la mano y tiró de ella hacia la ventana abierta.
– Robert, es la mitad de la noche.
– El mejor momento para estar solos.
– ¡Pe-pero yo estoy en camisón!- Ella miró hacia abajo, a sí misma, como si recién entonces se diera cuenta de lo indecentemente vestida que estaba. Agarró sus mantas y trató de envolverla alrededor de su cuerpo.
Robert hizo su mejor esfuerzo para no reírse. -Ponte la capa-, le ordenó con suavidad. -Y date prisa. Tenemos mucho que ver esta noche.
Victoria vaciló un segundo, ir con él era el colmo del absurdo, pero ella sabía que si cerraba la ventana se preguntaría por el resto de su vida lo que podría haber sucedido esa noche de luna llena.
Ella salió corriendo de la cama y sacó un manto largo y oscuro de su armario. Era demasiado pesada para el clima cálido, pero podía muy bien enrollarlo alrededor de su camisón. Se abotonó el abrigo, se subió de nuevo en su cama, y con la ayuda de Robert se arrastró por la ventana.
El aire nocturno era fresco y cargado con el olor de la madreselva, pero Victoria sólo tuvo tiempo de tomar una respiración profunda antes de que Robert tiró de la mano y echó a correr. Victoria se rió en silencio mientras corrían por el césped y en el bosque. Nunca se había sentido tan vivo y libre. Ella quería gritar su alegría a la copa de los árboles, pero era consciente de la ventana abierta la recámara de su padre.
A los pocos minutos salieron a un pequeño claro. Robert se detuvo en seco, causando que Victoria tropezara con él. La sostuvo con firmeza, la longitud de su cuerpo indecentemente presionado contra el suyo.
– Torie,- murmuró. -Oh, Torie.
Y él volvió a besarla, la besó como si fuera la última mujer que quedara en la tierra, la única mujer que había nacido.
Eventualmente, ella se apartó, con sus ojos azul oscuro centelleando nerviosamente. -Todo esto es tan rápido. No estoy segura si lo entiendo.
– Yo no lo entiendo, tampoco,- dijo Robert con un suspiro de felicidad. -Pero no quiero hacerme preguntas.- Se sentó en el suelo, tirando de ella para que se sentara con él. Luego se recostó de espalda.
Victoria estaba todavía en cuclillas, lo miraba con un dejo de duda.
Él palmeó el suelo a su lado. -Acuéstese y mira al cielo. Es espectacular.
Victoria miró su rostro iluminado por felicidad, y se recostó en el suelo. El cielo parecía enorme desde esa posición.
– ¿No son las estrellas de la cosa más asombrosa que hayas visto?-Preguntó Robert.
Victoria asintió y se acercó a él, encontrando el calor de su cuerpo extrañamente convincente.
– Ellas están ahí para ti, ya sabes. Estoy convencido de que Dios las puso en el cielo sólo para que se las pueda ver esta noche.
– Robert, eres tan imaginativo.
Rodó a su lado y se apoyó en un codo, usando su mano libre para cepillar un mechón de pelo de la cara. -Yo nunca fantaseaba antes de este día, -dijo con voz grave. -Nunca lo quise ser. Pero ahora…-hizo una pausa, como buscando esa mezcla imposible de palabras que, precisamente, transmitiera lo que había en su corazón. -No puedo explicarlo. Es como si pudiera decírtelo todo.
Ella sonrió. -Por supuesto que puedes.
– No, es más que eso. Nada de lo que diga suena extraño. Incluso con mis amigos más cercanos no puedo ser completamente yo mismo. Por ejemplo, -De repente se levantó de un salto. -¿No resulta sorprendente que los seres humanos puedan balancearse en sus pies?
Victoria intentó incorporarse, pero su risa la forzó hacia abajo.
– Piense en ello-, dijo, meciéndose con la punta del talón. -Mira tus pies. Son muy pequeños en comparación con el resto de ti. Uno podría pensar que te caerías cada vez que intentas ponerse de pie.
Esta vez, ella fue capaz de sentarse, y ella observó detenidamente a sus propios pies. -Supongo que tienes razón. Es bastante asombroso.
– Nunca he dicho eso a nadie, -dijo. -Lo he pensado toda mi vida, pero yo nunca se lo dije a nadie hasta ahora. Supongo que temía que la gente creyera que fuera una estupidez.
– Yo no creo que seas estúpido.
– No- Él se agachó junto a ella y le tocó la mejilla. -No, suponía que no.
– Creo que eres brillante por haber, siquiera, considerado la idea, -dijo ella con lealtad.
– Torie. Torie. No sé cómo decir esto, y ciertamente no lo entiendo, pero creo que te amo.
Ella volteó su cabeza para mirarlo.
– Yo sé que te amo-dijo con mayor fuerza. -Nada como esto me había sucedido antes, y que me condenen si me dejara regir por la precaución.
– Robert-ella susurró. -Creo que también te amo.
Él sintió el aliento abandonar su cuerpo, se sintió superado por una felicidad tan poderosa que no podía estarse quieto. Tiró de ella obligándola a parase. -Dímelo otra vez.
– Te amo.- Ella estaba sonriendo ahora, atrapada en la magia del momento.
– Una vez más.
– Te quiero-, fueron las palabras mezcladas con la risa.
– Oh, Torie, Torie. Te haré muy feliz. Te lo juro. Quiero darte todo.
– ¡Yo quiero la luna!-, Gritó de repente creyendo que tal fantasía eran en realidad posible.
– Te voy a dar todo y la luna-, dijo con fiereza.
Y entonces él la besó.