– Estás loco-, dijo Victoria, saltando de la cama con una velocidad impresionante.
Él avanzó hacia ella con pasos lentos y amenazadores. -Si no lo estoy, estoy bastante cerca ahora.
Eso no la tranquilizaba. Ella dio unos pasos atrás, dándose cuenta, con un estómago revuelto, que estaba en la pared. Ningún escape parecía probable.
– ¿Te he dicho lo mucho que me gustó oír que te referías a mí como tu marido?-, preguntó en voz engañosamente perezosa.
Victoria conocía aquel tono. Eso significaba que estaba furioso y lo mantenía todo en su interior. Si su mente hubiera estado un poco más calma y clara probablemente hubiera mantenido la boca cerrada y no hubiera hecho nada para provocar su mal genio. Pero le preocupaba demasiado su propio bienestar y su virtud, así que contestó, -Es la última vez que lo escucharás.
– Es una lástima.
– Robert-dijo en lo que ella esperaba que fuera un tono gentil. – Tiene todo el derecho de estar enojado…
Él comenzó a reírse.
¡Se estaba riendo! A Victoria no le hizo ninguna gracia.
– La palabra enojado no puede describirlo.-, Dijo. -Permítame que le cuente una historia.
– No seas gracioso.
Hizo caso omiso de ella. -Estaba durmiendo en mi cama, disfrutando de un sueño particularmente vívido… Tú estabas en el. – las mejillas de Victoria flamearon. Él sonrió socarronamente. -Creo que tenía una mano en tu pelo, y tus labios estaban… Hmmm, ¿cómo lo describirlo?
– ¡Robert, es suficiente!- Victoria comenzó a temblar. Robert no era del tipo de avergonzar a una dama hablando con ella en estos términos. Debía estar mucho, pero mucho más enojado de lo que ella había imaginado.
– ¿Dónde estaba yo?- Reflexionó. -Ah, sí. Mi sueño. Imagínate, si puedes, mi angustia cuando me desperté de este sueño delicioso por unos gritos-. Se inclinó hacia delante con los ojos estrechos de furia. -Tus gritos.
A Victoria no se le ocurría nada que decir. Bueno, eso no era del todo cierto. Pensó en varios cientos de cosas que decir, pero la mitad de ellas no eran adecuadas, y la mitad eran francamente peligrosas para su bienestar en ese momento.
– ¿Sabías que nunca antes me había puesto los pantalones con tanta rapidez?
– Estoy segura de que constituye un talento útil-, improvisó.
– Y tengo astillas en los pies-, agregó. -Estos pisos no son adecuados para que uno los recorra descalzo.
Ella intentó sonreír, pero descubrió que sus bravuconadas brillaban por su ausencia. -Yo estaría feliz de curar tus lesiones.
Las manos masculinas cayeron sobre sus hombros en un movimiento deslumbrantemente rápido. -Yo no estaba caminando, Victoria. Yo estaba corriendo. Corrí como si fuera a salvar mi propia vida. Pero no lo era. -Se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes con furia. -Estaba desesperado por salvar la tuya.
Su garganta convulsionó tragando nerviosa. ¿Qué quería que le dijera? Finalmente, ella abrió la boca y se desmoronó, -¿Gracias?- Fue más una pregunta que una declaración.
Él la soltó bruscamente y se alejó, claramente disgustado por su reacción. -Oh, por el amor de Dios-, farfulló.
Victoria luchó contra la sensación de ahogo que subía por la parte posterior de su garganta. ¿Cómo había descendido hasta este punto? Ella estaba peligrosamente cerca de las lágrimas, pero se negó a llorar delante de ese hombre. Le había roto el corazón en dos ocasiones, dándole la lata durante una semana, y ahora la había raptado. Seguramente se le permitía una pequeña medida de orgullo. -Quiero volver a mi propia cama-, dijo ella, su voz pequeña.
No se molestó en dar la vuelta cuando él respondió: -Ya te dije que no te permitirá volver a ese infierno en Londres.
– Me refiero en la habitación de al lado.
Hubo un largo silencio. -Te quiero aquí-, dijo él finalmente.
– ¿Aquí?- Ella chilló.
– Creo que ya he dicho lo mismo dos veces.
Ella decidió probar otra táctica y apelar a su profundo sentido del honor. -Robert, sé que no eres el tipo de hombre que toma a una mujer en contra de su voluntad.
– No es eso-, dijo con una mueca de antipática. -No confío en que te quedes ahí.
Victoria se tragó la réplica punzante que se formó en sus labios. -Te prometo que no intentaré escapar de nuevo esta noche. Yo te doy mi más solemne promesa.
– Perdóneme si no me siento inclinado a tomar en serio tu palabra.
Eso picaba, y Victoria recordó el momento en que él había resoplado con desdén que él nunca había roto una promesa.
Era notable lo desagradable que era recibir una muestra de su propia medicina. Ella hizo una mueca. -Yo no prometí no intentar escapar antes. Lo estoy haciendo ahora.
Se volvió y miró con ojos incrédulos. -Usted, señora, debería haber sido un político.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Simplemente, que posees una capacidad impresionante para usar las palabras para bailar alrededor de la verdad.
Victoria se rió, no pudo evitarlo. -Y ¿qué es exactamente la verdad?
Dio un paso adelante a propósito. -Tú me necesitas.
– Oh, por favor.
– Realmente, me necesitas en todos los sentidos que una mujer necesita a un hombre.
– No digas nada más, Robert. No me gustaría ser conducida a la violencia.
Él se rió de su sarcasmo. -El amor, el compañerismo, afecto. Tú necesitas todo eso. ¿Por qué crees que eras tan miserable como institutriz? Estabas sola.
– Podría tener un perro. Un Spaniel sería una compañía más inteligente que tú.
Él se rió de nuevo. -Mira lo rápido que se me reclamaste como marido esta noche. Tú pudiste haber inventado un nombre, pero no, me elegiste a mí.
– Te estaba usando-, ella espetó. -Use tu nombre para protegerme. ¡Eso es todo!
– Ah, pero incluso eso no era suficiente, ¿no es cierto, mi dulce?
Victoria no le gustó la forma en que dijo “mi dulce”.
– Tu necesitabas al hombre, también. Esos hombres no te creían hasta que llegué a la escena.
– De lo que te estaré agradecida por siempre-, soltó de una manera que no sonaba especialmente amable. -Tú tiene un instinto especial para rescatarme de situaciones desagradables.- Él hizo una mueca. -Ah, sí, soy siempre útil.
– Situaciones desagradables que causas-, replicó ella.
– ¿En serio?-, Dijo, su voz chorreando sarcasmo. -Supongo que me levanté de la cama, en mi sueño, nada menos, te arrastré desde tu habitación, te empujé por las escaleras, y luego te puse frente a la posada para ser abordada por dos borrachos marcados de viruela.
Ella frunció los labios en una expresión formal. -Robert, te estás comportando de una manera por más indigna.
– ¡Ah, ya salió la institutriz.
– Me secuestraste-chilló, perdiendo totalmente las riendas de su temperamento.-¡Me secuestraste! Si me hubieran dejado sola, como te he pedido en repetidas ocasiones, habría estado sana y salva en mi propia cama.
Él dio un paso adelante y la pinchó con el dedo en el hombro. -¿Sana y salva?-, Repitió. -¿En tu barrio? Hay cierta contradicción en ambos términos, me parece.
– Ah, sí, y por supuesto tú tenías magnánimamente que encargarte de rescatarme de mi locura.
– Alguien tenía que hacerlo.
La mano de ella salió disparada para darle una bofetada, pero él le agarró la muñeca con facilidad. Victoria arrancó las manos. – ¿Cómo te atreves? -, siseó. -¿Cómo te atreves a tratarme condescendientemente? Tú que dices amarme, pero me tratas como a una criatura. Tú…
Él la cortó tapando su boca con la mano. -Vas a decir algo que lamentaras.
Ella le pisoteó el pie. Fuerte. Otra vez él le estaba diciendo lo que ella quería, y lo odiaba por ello.
– ¡Eso es todo!- Rugió él. -¡He demostrado tener, contigo, más paciencia que Job! ¡Me merezco una maldita santidad! -Antes que Victoria tuviera la oportunidad de reaccionar al uso de “maldita” y “santidad” en la misma frase, Robert la levantó y la echó sin esfuerzo sobre la cama.
La boca de Victoria se abrió. Entonces ella comenzó a deslizarse fuera del colchón. Robert cogió el tobillo, sin embargo, ella se mantuvo firme. -Suéltame-, chilló ella, agarrando el extremo de la cama con las manos y tratando de safarse de su agarre. Ella no tuvo éxito. -Robert, si no sueltes mi tobillo…
El gamberro de hecho tuvo el descaro de reírse. -Dime Victoria ¿Qué vas a hacer?
En plena ebullición de frustración e ira, Victoria dejó de tirar y en su lugar usó su otro pie para darle una patada profundamente en el pecho. Robert lanzó un gruñido de dolor y le soltó el tobillo, pero antes de que Victoria podría escapar fuera de la cama, ya estaba en encima de ella, su peso clavándola contra el colchón.
Se lo veía furioso.
– Robert- ella empezó a decir, tratando de usar un tono conciliador.
Él se quedó mirándola, sus ojos con fuego y algo que no era del todo deseo, aunque había una buena dosis de eso, también. -¿Tiene usted alguna idea de cómo me sentí cuando vi a los dos hombres toqueteándote?-Preguntó, con voz ronca.
En silencio, ella meneó la cabeza.
– Sentí rabia-, dijo, el agarre en su brazo superior se fue aflojando tornándose en lo que se podría llamar una caricia. -Primitiva, caliente y pura.
Victoria abrió los ojos como platos.
– Furia porque debían tocarte, furia porque debían asustarte.
Su boca se secó, y se dio cuenta de que estaba teniendo dificultades para dejar de mirarle los labios.
– ¿Sabes qué más me sentí?
– No-respondió ella con voz casi como un susurro.
– Miedo.
Ella elevó sus ojos hasta los de él. -Pero sabías que no me habían herido.
Él soltó una risa hueca. -No eso, Torie. El temor de que tu sigas corriendo, que nunca admitas lo que sientes por mí. Miedo a que me odies para siempre de manera que te encuentres con el peligro sólo por huir de mí.
– Yo no te odio.- Las palabras salieron antes de que ella se diera cuenta de que estaba contradiciendo todo lo que ella le había dicho en el últimos doce horas.
Le tocó el pelo y luego acunó la cabeza con sus manos fuertes. – ¿Entonces por qué, Victoria? -, Susurró. -¿Por qué?
– No lo sé. Ojalá lo supiera. Sólo sé que no puedo estar contigo en este momento.
Bajó su rostro hasta estar nariz con nariz. Entonces sus labios rozaron los de ella, ligeros como plumas y sorprendentemente eróticos.
– ¿Ahora? ¿O nunca?
Ella no contestó. Ella no pudo responder, la boca de él ya había tomado posesión de ella en forma feroz. Su lengua se precipitó dentro, su sabor con hambre palpable. Sus caderas presionaron suavemente contra ella, recordándole su deseo. Su mano subió por la longitud de su cuerpo y se instaló en la curva de su pecho. Amasó y apretó, el calor de su piel la quemaba a través de la tela del vestido. Victoria sintió elevarse debajo de su contacto.
– ¿Sabes lo que siento en este momento?- Susurró.
Ella no contestó.
– Deseo.- Sus ojos brillaban. -Te quiero, Victoria. Quiero finalmente hacerte mía.
Presa del pánico, Victoria se dio cuenta de que le estaba dejando la decisión a ella. ¡Qué fácil sería dejarse llevar por el calor del momento! Qué conveniente para poder decirse a sí misma al día siguiente, la pasión me obligó a hacerlo, yo no pensaba con claridad.
Pero Robert la estaba obligando a enfrentarse a sus sentimientos y admitir el enorme deseo que corría por su cuerpo.
– Dijiste que querías tomar tus propias decisiones – susurró al oído. Su lengua delicadamente trazado su contorno. -No tomaré la iniciativa.
Ella dejó escapar un gemido frustrado.
Robert viajó con sus manos por la longitud de su cuerpo, haciendo una breve pausa en sus caderas suavemente redondeadas. La apretó, y Victoria pudo sentir la huella de cada uno de sus dedos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa masculina. -Tal vez debería ayudarte a aclarar la cuestión-, dijo, tocándole con los labios la delicada la piel de su cuello. -¿Me deseas?
Ella no dijo nada, pero su cuerpo se arqueó contra él, sus caderas rozándolo. Él deslizó las manos bajo su falda y las subió por las piernas hasta llegar a la piel caliente en la parte superior de sus medias. Un dedo pasó por debajo del borde, dibujando círculos perezosos en su piel desnuda. -¿Me deseas?-, Repitió.
– No-ella susurró.
– ¿No?-, Movió entonces sus labios sobre la oreja y la mordisqueó suavemente.-¿Estás segura?
– No
– No, ¿Tú no estás segura o no, no me deseas?
Ella dejó escapar un gemido frustrado. -No sé.
Él la contempló durante un buen rato, mirando como si quisiera aplastarla contra él. Su rostro tenía hambre, y sus ojos ardían bajo la luz de las velas. Pero al final lo único que hizo fue rodar fuera de ella. Se puso de pie y cruzó la habitación, la evidencia
de su deseo se apretaba debajo de los pantalones. -No voy a tomar esta decisión por ti-, repitió.
Victoria se sentó, completamente aturdida. Su cuerpo temblaba de necesidad, y en ese momento lo odiaba por haberle dado la única cosa que había estado pidiendo todo el tiempo, control.
Robert se detuvo ante la ventana y se apoyó en el alféizar. -Toma tu decisión-, dijo en voz baja.
El único sonido que hizo ella fue un grito ahogado.
– ¡Hazlo!
– No lo sé-, dijo, con palabras sonaban lamentables y patéticas incluso a sus propios oídos.
Él se dio la vuelta. -Entonces lárgate de mi vista
Ella se estremeció.
Robert se acercó a la cama y tiró del brazo de ella. -Dime que sí o dime que no-, expresó -, pero no me exijas que te deje elegir y luego no lo haces.
Victoria estaba demasiado asustada para reaccionar, y antes de que se diera cuenta había sido empujada nuevamente a su propia habitación, la puerta se cerró de golpe. A ella le faltó el aire, sin poder creer lo miserable y rechazada se sentía en ese momento. ¡Dios, era tan hipócrita! Las palabras de Robert la había lastimado profundamente. Ella le había pedido una y otra vez que no tratara de controlar su vida, pero cuando por fin tenía una decisión en sus manos, ella fue incapaz de actuar.
Se sentó en la cama durante varios minutos hasta que sus ojos se posaron sobre el paquete que había arrojado a un lado de manera inconsciente varias horas antes.
Parecía que toda una vida había pasado desde entonces. ¿Cual, se preguntó con una risa temblorosa, sería la idea de Robert de un camisón de dormir apropiado?
Desató las cintas de alrededor de la caja y levantó la tapa. Incluso en la tenue luz de su vela, pudo ver que la ropa interior era de la más fina seda. Con los dedos Victoria levantó cuidadosamente la prenda de la caja.
Era de color azul oscuro, una sombra parpadeante entre real y medianoche. Victoria no creía que fuera un accidente que la seda sea del color exacto de sus ojos.
Con un suspiro se sentó en la cama. Su mente pintó a Robert examinando un centenar de camisones, hasta encontrar el que él consideraba perfecto. Él hacía todo con mucho cuidado y precisión.
Ella se preguntó si él haría el amor con la misma callada intensidad.
– ¡Basta!-, Se ordenó en voz alta, como si eso sostuvieran las riendas de sus pensamientos díscolos. Ella se puso de pie y cruzó la habitación hacia la ventana. La luna estaba alta, y las estrellas brillaban de una manera que sólo podía ser llamado amistoso. De pronto, más que nada, Victoria necesitaba a una mujer a su lado con quien hablar. Sus amigas de la tienda, su hermana, incluso la tía Robert Lady Brightbill o su prima Harriet.
Sobre todo, necesitaba a su madre, que había muerto muchos años antes. Se quedó mirando a los cielos y le dijo: -Mamá, ¿me estás escuchando?- Luego se reprendió por la tonta esperanza de que una estrella parpadeara en la noche. Sin embargo, había algo tranquilizador en hablar con el cielo oscurecido.
– ¿Qué debo hacer?- Dijo en voz alta. -Creo que podría amarlo. Pienso que realmente no dejé de amarlo. Pero lo odio, también.
Una estrella destelló con simpatía.
– A veces pienso que sería tan hermoso tener a alguien que cuide de mí. Para sentirme protegida y amada. Estuve tanto tiempo sintiéndome desprotegida. Sin siquiera un amigo. Pero también quiero ser capaz de tomar mis propias decisiones, y Robert me está quitando eso de mí. No creo que lo haga apropósito. Simplemente no puede evitarlo. Y entonces me siento tan débil e impotente. Todo el tiempo que fui una institutriz estaba a merced de los demás. Dios, cómo odiaba eso.
Hizo una pausa para limpiarse una lágrima de la mejilla. -Y entonces me pregunto, ¿todas estas preguntas significan nada, o solo estoy asustada? Tal vez no soy más que una cobarde, con demasiado miedo a aferrarme a una oportunidad.
El viento le susurraba en su rostro, y Victoria respiró profundamente el aire limpio y fresco. – Si le permito amarme, ¿va a romper mi corazón otra vez?
El cielo nocturno no respondió.
– Si me permito amarlo, ¿podré ser yo misma?
Esta vez una estrella centelleó, pero Victoria no estaba segura de cómo interpretar ese gesto. Se puso de pie ante la ventana durante varios minutos más, simplemente contenta de que la brisa acariciara su piel. Por último el agotamiento la reclamó, y completamente vestida se metió en la cama, sin darse cuenta de que estaba aún sostenía en entre sus dedos el camisón azul que Robert le había dado.
A diez metros de distancia Robert se instaló en su propia ventana, contemplando en silencio lo que había oído. El viento había traído las palabras de Victoria hasta él, y, por mucho que fuera en contra de su naturaleza científica, no podía evitar creer que algún espíritu benevolente había empujado el viento.
Su propia madre. O a lo mejor la madre de Victoria. O tal vez ambas trabajando juntos desde el cielo para darles a sus hijos otra oportunidad de felicidad.
Había estado tan cerca de perder las esperanzas, pero entonces le habían dado un regalo más precioso que el oro, un breve vistazo a el corazón de Victoria.
Robert alzó los ojos al cielo y dio las gracias a la luna.