También presentes en la velada musical de lady Bridgerton: la señora Featherington y sus tres hijas mayores (Prudence, Philippa y Penelope, ninguna de las cuales vestía con colores que favorecieran sus cutis); el señor Nigel Berbrooke (quien, como es habitual, tenía mucho que contar, aunque nadie salvo Philippa Featherington parecía interesada); y, por supuesto, la señora Sheffield y la señorita Katharine Sheffield.
Esta Autora supone que la invitación a las Sheffield incluía también a la señorita Edwina Sheffield, pero no se encontraba presente. Lord Bridgerton parecía de buen humor pese a la ausencia de la joven señorita Sheffield, pero, ay, su madre no podía disimular su decepción.
Pero, claro está, la tendencia de lady Bridgerton a hacer parejas es ya legendaria y sin duda no puede estar inactiva ahora que su hija ya está casada con el duque de Hastings.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
27 de abril de 1814
Anthony sabía que tenía que estar loco.
No podía haber otra explicación. Su intención era asustarla, aterrorizarla, hacerle entender que nunca podría pretender inmiscuirse sus asuntos y salir indemne, y no obstante…
La besó.
Su intención había sido intimidarla, y por eso se había acercado cada vez más, hasta que ella, una inocente, no tuviera otro remedio que sentirse acobardada ante su presencia. Ella desconocía lo que era estar tan cerca de un hombre como para que el calor de su cuerpo se filtrara a través de sus ropas, tan cerca como para no saber distinguir dónde finalizaba su aliento y dónde empezaba el de ella.
No sabría reconocer el primer ardor del deseo, ni sabría entender aquel calor lento que se extendía en espiral desde el núcleo de su ser.
Y aquel remolino de calor estaba ahí. Podía verlo.
Pero ella, una completa inocente, nunca entendería lo que él veía con tan sólo un vistazo de sus experimentados ojos. Lo único que ella sabía era que él se alzaba sobre ella, más fuerte, más poderoso, y que había cometido un espantoso error al invadir su santuario privado.
Iba a dejarlo justo entonces, iba a dejarla preocupada y sin aliento. Pero cuando les separaban menos de tres centímetros, la atracción se hizo más fuerte. El aroma de Kate era demasiado cautivador, el sonido de su respiración demasiado excitante. La comezón del deseo que él había pretendido desatar en ella de pronto se encendió en su interior y extendió una cálida garra de necesidad hasta la punta de sus pies. Y el dedo que acababa de pasar por su mejilla -sólo para torturarla, se dijo- de pronto se convirtió en una mano que la sujetó por la nuca mientras sus labios la tomaban en una explosión de rabia y deseo.
Ella jadeó contra su boca, y entonces él aprovecho la separación de sus labios para deslizar la lengua entre ellos. Aunque Kate estaba rígida entre sus brazos, daba la impresión de que aquello tenía más que ver con la sorpresa que con cualquier otra cosa, por lo que Anthony se apretó un poco más y permitió que una de sus manos se deslizara por detrás y sujetara la suave curva de su trasero.
– Esto es una locura -susurró él contra su oído. Pero no hizo ningún movimiento para soltarla.
La respuesta de Kate fue un gemido incoherente y confuso. Su cuerpo se volvió un poco más maleable entre sus brazos, permitió que lo amoldara al suyo, con más proximidad. Él sabía que debía detenerse, sabía que desde luego no tenía que haber empezado, pero su sangre se aceleraba a causa de la necesidad, y ella sabía tan… tan…
Tan bien.
Anthony soltó un gemido, apartó los labios de su boca para saborear un instante la piel salada del cuello. Había algo en ella que se adaptaba a él, como ninguna mujer había conseguido antes. Parecía que el cuerpo de Anthony hubiera descubierto algo que su mente se negaba por completo a considerar.
Algo en ella resultaba tan… perfecto.
Olía bien. Sabía bien. Daba gusto tocarla. Y sabía que si le quitara toda la ropa y la tumbara allí sobre la alfombra de su estudio, ella se adaptaría bajo él, se adaptaría alrededor de él… a la perfección.
A Anthony se le ocurrió pensar que cuando no discutía con él, Kate Sheffield bien podría ser la mejor mujer de Inglaterra, qué caray.
Sus brazos, que habían quedado atrapados entre los suyos, se dirigieron poco a poco hacia arriba, hasta que sus manos descansaron lentamente en su espalda. Y luego sus labios se movieron. Era algo mínimo, en sí fue un movimiento que apenas sintió sobre la fina piel de su frente, pero era indiscutible que ella le estaba devolviendo el beso.
Un gemido grave y triunfante surgió de la boca de Anthony mientras desplazaba la boca otra vez hasta los labios de ella y la besaba con ardor, desafiándola a que continuara lo que había empezado.
– Oh, Kate -se quejó, empujándola con suavidad hasta que ella se quedó apoyada contra el borde del escritorio-. Dios, qué bien sabe.
– ¿Bridgerton? -Su voz sonó trémula, aquella palabra era más una pregunta que cualquier otra cosa.
– No diga nada -susurró él-. Haga lo que haga, no diga nada.
– Pero…
– Ni una palabra -interrumpió él, y le puso un dedo sobre los labios. Lo último que quería era que ella arruinara este momento tan perfecto abriendo su boca e iniciando una discusión.
– Pero yo… -Apoyó las manos en el pecho de Anthony y se zafó de un estirón, dejándole a él tambaleante y sin aliento.
Anthony soltó una maldición, y no era leve.
Kate se escabulló rápidamente, no hasta el otro extremo de la habitación, pero sí hasta un alto sillón con orejas, lo bastante lejos como para no estar al alcance de sus brazos. Se agarró al rígido respaldo del sillón, luego se parapetó tras él, pensando que podría ser una buena idea tener un mueble sólido entre ellos.
El vizconde no dio muestras de estar de buen humor.
– ¿Por qué ha hecho eso? -preguntó ella en voz tan baja que casi era un susurro.
Él se encogió de hombros, de pronto pareció un poco menos furioso y un poco más indiferente.
– Porque quería.
Kate soltó un resuello y le miró boquiabierta durante un momento, incapaz de creer que pudiera tener una respuesta tan simple pan lo que era una pregunta tan complicada, pese a la simple formulación Finalmente soltó con brusquedad:
– Pero no es posible que haya querido.
Él sonrio.
– Pues sí.
– ¡Pero yo no le gusto!
– Cierto -admitió él.
– Y usted no me gusta a mí.
– Eso me ha estado diciendo -contestó con voz suave-. Tendré que creen en su palabra, puesto que hace unos segundos esto no era tan aparente.
Kate sintió que sus mejillas se sonrojaban de vergüenza. Había respondido a su desvergonzado beso, y se odiaba por ello, casi tanto como le odiaba a él por iniciar aquellas intimidades.
Pero no hacía falta que se burlara de ella. Había sido el acto de un canalla. Se agarró al respaldo del sillón hasta que sus nudillos se pusieron blancos, ya no estaba segura de si lo utilizaba como defensa contra Bridgerton o como medio para contenerse y no abalanzarse sobre él para estrangularlo.
– No voy a permitir que se case con Edwina -le dijo en voz baja
– No -murmuró él y se movió con lentitud hasta situarse al otro lado del sillón-. No pensaba que fuera a hacerlo.
Kate elevó la barbilla de forma casi imperceptible.
– Y tengo la certeza de que yo no voy a casarme con usted.
Anthony plantó sus manos sobre los reposabrazos y se inclinó hacia delante, hasta dejar su rostro a tan sólo unos centímetros del de ella.
– No recuerdo habérselo pedido. -dijo él.
Kate se retiró hacia atrás con brusquedad.
– ¡Pero si acaba de besarme!
Él se rió.
– Si me ofreciera en matrimonio a cada mujer a la que he besado, habrían metido en la cárcel por bígamo hace mucho tiempo. Kate notó que empezaba a temblar y se agarró al respaldo del sillón en busca de apoyo.
– Usted, señor -casi le escupe-, no tiene honor.
Los ojos de él centellearon y una mano saltó disparada para coger barbilla de Kate. La sostuvo así durante varios segundos, obligándola a mirarle a los ojos.
– Eso -dijo con voz escalofriante- no es vendad, y si fuera un hombre la desafiaría por ello.
Kate se quedó quieta durante lo que pareció demasiado rato, con la mirada fija en la de él, la piel le ardía donde sus poderosos dedos la mantenían inmóvil. Finalmente hizo lo que había jurado que nunca haría con este hombre.
Le rogó.
– Por favor -susurró-, suélteme.
Así lo hizo, la mano la soltó con sorprendente brusquedad.
– Mis disculpas -dijo, y sonaba una pizca… ¿sorprendido?
No, eso era imposible. Nada podía sorprender a este hombre.
– No era mi intención hacerle daño -añadió en tono suave.
– ¿Ah, no?
Él sacudió un poco la cabeza.
– No. Tal vez asustarla. Pero no quería hacerle daño.
Kate retrocedió con piernas temblorosas.
– No es más que un mujeriego -dijo mientras deseaba que su voz surgiera con un poco más de desdén y un poco menos de temblor.
– Lo sé -dijo encogiéndose de hombros. El intenso fuego en sus ojos pareció apagarse hasta denotar una leve diversión-. Va con mi manera de ser.
Kate dio otro paso hacia atrás. No le quedaban energías para enfrentarse a los abruptos cambios de humor de él.
– Me voy ahora mismo.
– Váyase -dijo él en tono afable, y le hizo una indicación hacia la puerta.
– No puede detenerme.
Él sonrió.
– Ni lo soñaría.
Kate empezó a apartarse, retrocedió con lentitud, temerosa de que si le quitaba la vista de encima durante un segundo, él tal vez se abalanzara sobre ella.
– Me voy -repitió de modo innecesario.
Pero cuando tenía la mano a un centímetro del pomo de la puerta, él dijo:
– Supongo que la veré la próxima vez que vaya a visitar a Edwina.
Kate se puso pálida. No es que pudiera verse a sí misma, por supuesto, pero por primera vez en su vida, de hecho había notado que su piel perdía la sangre.
– Ha dicho que iba a dejarla en paz -dijo en tono acusador.
– No -replicó él mientras se apoyaba con postura bastante insolente en un lado del sillón-. He dicho que no pensaba que fuera permitir que me casara con ella. Lo cual no quiere decir lo mismo, desde luego no tengo planes de permitir que controle mi vida.
Kate de pronto se sintió como si tuviera una bala de cañón alojada en su garganta.
– Pero es imposible que quiera casarse con ella después de que usted… después de que yo…
Anthony dio unos pasos hacia ella con movimientos lentos y elegantes como los de un gato.
– ¿Después de que me besara?
– Yo no… -Pero las palabras le quemaron la parte posterior de la laringe pues era obvio que eran mentira. Ella no había iniciado aquel beso pero al final sí había participado en él.
– Oh, vamos, señorita Sheffield -dijo estirándose y cruzándose de brazos-. No sigamos por ahí. No nos gustamos, hasta ahí es verdad, pero la respeto de un modo peculiar, pervertido, y sé que usted no es una mentirosa.
Kate no dijo nada. La verdad, ¿qué podía decir? ¿Qué podía responder a una afirmación que contenía las palabras «respeto» y «pervertido»?
– Me devolvió el beso -dijo con una leve sonrisa de satisfacción-. No con gran entusiasmo, lo admito, pero eso sería cuestión de tiempo.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de dar crédito a lo que oía.
– ¿Cómo puede hablar de ese tipo de cosas tan sólo un minuto después de haber declarado su intención de casarse con mi hermana?
– Esto no obstaculiza lo más mínimo mis planes, es la verdad – comentó con voz reflexiva pero despreocupada, como si considerara la compra de un nuevo caballo o decidiera qué pañuelo ponerse en el cuello.
Quizá fuera su postura desenfadada, quizá la manera en que se frotaba el mentón como si fingiera estar pensándose un poco aquella cuestión, pero algo encendió una mecha en el interior de Kate. Sin tan siquiera pensar, se lanzó hacia delante, todas las furias del mundo reunidas en su alma mientras se arrojaba contra él y le golpeaba el pecho con los puños.
– ¡Nunca se casará con ella! -chilló-. ¡Nunca! ¿Me oye? Él levantó un brazo para parar un golpe contra su cara.
– Haré oídos sordos a sus afirmaciones. -Luego atrapó con habilidad sus muñecas y se las inmovilizó mientras su cuerpo temblaba de rabia.
– No permitiré que la haga una desdichada. No permitiné que arruine su vida -continuó, aunque las palabras se le atragantaban -. Ella representa todo lo bueno, honrado y puro. Y se merece algo mejor que usted.
Anthony la observó de cerca, recorrió su rostro con la mirada, en cierto modo se había puesto muy hermosa con la fuerza de su ira.Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos le brillaban con las lágrimas que se esforzaba por contener. Él empezaba a sentir que podía ser el peor canalla del mundo.
– Vaya, señorita Sheffield -dijo en tono suave-. Me da la impresión de que quiere de verdad a su hermana.
– Por supuesto que la quiero! -soltó-. ¿Por qué cree que he empleado tantos esfuerzos para mantenerla alejada de usted? ¿Cree que lo he hecho por diversión? Porque, le aseguro, milord, que se me ocurren cosas mucho más divertidas que estar retenida en su estudio.
Él le soltó las muñecas de forma brusca. Kate se frotó la carne enrojecida y maltratada mientras continuaba hablando:
– Pensaba que al menos mi amor por Edwina era una faceta que usted podía entender con perfecta claridad -dijo gimoteando-. Usted, quien supuestamente siente tal devoción por su familia.
Anthony no dijo nada, se limitó a observarla y preguntarse si tal vez esta mujer escondía mucho más de lo que en un principio había estimado.
– Si usted fuera hermano de Edwina -dijo Kate con escalofriante precisión-, ¿permitiría que se casara con un hombre como usted?
Él se quedó callado durante un largo instante, lo bastante largo como para que el silencio resonara con incomodidad en sus oídos. Por fin dijo:
– Esto no viene a cuento.
En favor de Kate había que decir que no sonrió. No alardeó, no se mofó. Cuando volvió a hablar sus palabras sonaron tranquilas y francas.
– Creo que ya me ha contestado. -Luego se giró sobre sus tal nes y empezó a alejarse.
– Mi hermana -dijo entonces él, con voz lo bastante alta como para que Kate detuviera su avance hacia la puerta- se ha casado con el duque de Hastings. ¿Está familiarizada con su reputación? Kate se detuvo, pero no se volvió.
– Es conocido por su evidente devoción a su esposa.
Anthony soltó una risita.
– Entonces no está familiarizada con su reputación. Al menos con la que tenía antes de casarse.
Kate se volvió poco a poco.
– Si intenta convencerme de que los mujeriegos reformados se transforman en los mejores esposos, no va a conseguirlo. Ha sido en esta misma habitación, ni siquiera hace quince minutos, donde ha dicho a la señorita Rosso que no veía motivos para renunciar a una querida por una esposa.
– Creo que especifiqué que en el caso de que uno no ame a esposa.
Un sonido peculiar salió de la nariz de Kate: no era en sí un refunfuño, más bien una respiración, pero dejaba muy claro, al menos en este momento, que no sentía ningún respeto hacia él. Con una expresión de profunda diversión en los ojos, Kate pregunto:
– ¿Y ama a mi hermana, lord Bridgerton?
– Por supuesto que no -contestó-. Y nunca se me ocurriría insultar a su inteligencia diciendo lo contrario. Pero -añadió alzando voz, para frustrar la interrupción que estaba seguro se iba a producir – tan sólo hace una semana que conozco a su hermana. No hay motivo para creer que no pueda enamorarme de ella si pasáramos muchos años unidos en santo matrimonio.
Kate se cruzó de brazos.
– ¿Por qué será que no puedo creerme ni una palabra de lo que sale de su boca?
Él se encogió de hombros.
– Desde luego que no lo sé. -Pero sí lo sabía. Precisamente el motivo por el que había elegido a Edwina para esposa era saber que nunca se enamoraría de ella. Le gustaba, la respetaba y estaba seguro de que sería una madre excelente para sus herederos, pero nunca la amaría. Aquella chispa no se había encendido entre ellos.
Kate sacudió la cabeza con decepción en la mirada. Una decepción que en cierto modo a él le hizo sentirse menos hombre.
– Tampoco pensaba que fuera un mentiroso -dijo en voz baja- Un mujeriego y un vividor sí, y tal vez un montón de cosas más, pero no un mentiroso.
Anthony sintió sus palabras como puñetazos. Algo desagradable estrujó su corazón, algo que le dio ganas de arremeter contra ella, de hacerle daño o al menos mostrarle que no tenía el poder de herirle.
– Oh, señorita Sheffield -su voz se arrastraba con cierta crueldad no irá muy lejos sin esto.
Antes de que ella pudiera reaccionar, metió la mano en el bolsillo, sacó la llave de la puerta de su estudio y la tiró en su dirección, apuntando en de forma intencionada a sus pies. La cogió desprevenida, sus reflejos no estaban preparados, y cuando ella se estiró para cogerla, erró por completo. Cuando sus manos se juntaron, sonaron con una palmada hueca, seguida del ruido sordo de la llave al caer sobre la alfombra.
Kate permaneció allí de pie durante un momento contemplando la llave. Anthony se percató del instante en que ella comprendió que no era su intención que la atrapara. Se quedó del todo quieta y luego alzó la mirada para mirarle directamente a los ojos. Los ojos de Kate centelleaban de odio y algo peor.
Desdén.
Anthony sintió que le daban un puñetazo en las tripas. Sintió el más ridículo impulso de saltar hacia delante, coger la llave de la alfombra hincarse sobre una rodilla y tendérsela a ella, para disculparse por su conducta y rogarle perdón.
Pero no hizo nada de esto. No quería enmendar esa falta, no quería ganarse una opinión favorable.
Porque aquella chispa tan esquiva, cuya ausencia era tan patente con su hermana, con quien se había propuesto casarse, refulgía con tal fuerza que la habitación parecía estar iluminada como si fuera de día.
Y nada podía aterrorizarle más.
Kate continuó inmóvil durante más tiempo del que él hubiera pensado, obviamente resistiéndose a arrodillarse delante de él aunque sólo fuera para recoger la llave que le permitiría la huida que tanto deseaba.
Anthony forzó una sonrisa entonces, bajó la mirada al suelo y luego volvió a su rostro:
– ¿No quiere marcharse, señorita Sheffield? -dijo con demasiada suavidad.
Continuó observando a Kate mientras le temblaba la barbilla y tragaba saliva con nerviosismo. Y también, cuando de forma abrupta se agachó y cogió la llave.
– Nunca se casará con mi hermana -juró con una voz grave e intensa que le provocó un escalofrío en los mismísimos huesos-. Nunca.
Y luego, con un chasquido decisivo en la cerradura, ya se había marchado.
Dos días después, Kate aún continuaba furiosa. También ayudó el hecho de que la tarde siguiente a la velada llegara un gran ramo de flores para Edwina, cuya tarjeta decía: «Con mis deseos de una rápida recuperación. La velada de anoche estuvo muy apagada sin su rutilante presencia. Bridgerton».
Mary había soltado un montón de exclamaciones extasiadas al leer la nota; tan poética, suspiró, tan encantadora, sin duda las palabras un hombre locamente enamorado. Pero Kate sabía la verdad. La nota era más un insulto dirigido a ella que un cumplido a Edwina.
Y tanto que apagada, pensó echando chispas mientras contemplaba la tarjeta -ahora expuesta encima de una mesa del salón-, y se preguntaba cómo podría arreglárselas para que apareciera de algún modo rota en pedazos y pareciera un accidente. Tal vez no supiera mucho de temas del corazón y asuntos de hombres y mujeres, pero habría apostado cualquier cosa a que, sintiera lo que sintiera el vizconde la noche anterior en el estudio, no había sido aburrimiento.
No obstante, no había venido de visita. Kate no podía imaginarse por qué, ya que sacar a pasear a Edwina iba a ser una bofetada aún más ofensiva que la nota. En sus momentos más fantasiosos, le gustaba pensar ufana que él no se había dejado ver porque tenía miedo de enfrentarse a ella. Pero sabía que aquello no era verdad, estaba claro.
Aquel hombre no tenía miedo a nadie. Y mucho menos a una vulgar solterona entrada en años a la que probablemente había besado por una mezcla de curiosidad, rabia y lástima.
Kate cruzó la habitación hasta la ventana y se quedó mirando Milner Street. No era la vista más pintoresca de Londres, pero al menos así conseguía no mirar la nota. Era la lástima lo que de verdad la consumía. Rogó para que, fuera cual fuera el motivo de aquel beso, la curiosidad y la rabia superaran la lástima.
Pensó que no podría soportar que él sintiera lástima de ella.
Pero Kate no tuvo mucho tiempo para obsesionarse con el beso y su posible significado, porque aquella tarde -la tarde siguiente a las flores- llegó una invitación mucho más inquietante que cualquier cosa que el propio lord Bridgerton pudiera haber enviado. Al parecer se requería la presencia de las Sheffield en una reunión campestre que organizaba lady Bridgerton de forma bastante espontánea en su casa solariega.
La madre del mismísimo diablo.
Y no había manera de que Kate pudiera escabullirse y no acudir. A no ser que se produjera un terremoto combinado con un huracán, combinado con un tornado; cosas que difícilmente podrían suceder en Gran Bretaña, aunque ella seguía abrigando alguna esperanza en cuanto al huracán, siempre que no hubiera truenos o relámpagos de por medio. Nada impediría que Mary se presentara en la bucólica entrada de la residencia de los Bridgerton con Edwina a la zaga. Y desde luego, Mary no iba a permitir que Kate se quedara sola en Londres, sin nadie cerca.
El vizconde no tenía escrúpulos. Lo más probable era que besara a Edwina igual que la había besado a ella, y Kate no podía imaginar que su hermana tuviera la fortaleza para resistirse a una insinuación así. Seguro que le parecería lo más romántico del mundo y se enamoraría de él allí mismo.
Incluso Kate había encontrado dificultades para mantener la mente clara cuando él puso sus labios en su boca… Durante un momento de dicha lo había olvidado todo. No existía otra cosa que la experiencia exquisita de sentirse acariciada y querida; no, necesitada. Había sido algo de veras embriagador. Casi tanto como para que una dama olvidara que el hombre que la estaba besando era un canalla indigno.
Casi… pero no del todo.