Se ha rumoreado que lord y lady Bridgerton se vieron obligados a casarse. Pero aunque eso fuera cierto, Esta Autora se niega a creer que lo suyo sea otra cosa que una boda por amor.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
15 de junio de 1814
Qué extraño era, pensé Kate mientras miraba la comida del desayuno, dispuesta sobre la mesita auxiliar en el pequeño comedor, sentirse tan famélica y al mismo tiempo no tener apetito. Su estómago hacía ruidos y estaba revuelto, exigía comida ya, y no obstante todo le parecía repugnante, de los huevos a los bollos, de los arenques al cerdo asado.
Con un suspiro de desaliento, alcanzó una solitaria tostada triangular y se hundió en su silla con una taza de té.
Anthony no había vuelto anoche.
Kate dio un mordisco a la tostada y se obligó a tragar. Había confiado en que al menos él hubiera hecho aparición a tiempo para el desayuno. Había retrasado esta comida todo lo posible -ya eran casi las once de la mañana y normalmente ella desayunaba a las nueve- pero su marido seguía ausente.
– ¿Lady Bridgerton?
Kate alzó la vista y pestañeó. Un lacayo estaba de pie ante ella con un pequeño sobre de color crema en la mano.
– Ha llegado esto hace unos minutos -dijo.
Kate le dio las gracias con un murmullo de voz y cogió el sobre precintado con esmero con una cantidad de lacre rosa claro. Se lo acercó a los ojos y distinguió las iniciales EOB. ¿Uno de los parientes de Anthony? La E tenía que ser de Eloise, por supuesto. Todos los Bridgerton habían sido bautizados en orden alfabético.
Kate rompió el sello con cuidado y dejó salir el contenido: un único pedazo de papel, plegado por la mitad con pulcritud.
Kate,
Anthony está aquí Está hecho una pena. Por supuesto, no es asunto mío, pero he pensado que tal vez te gustaría saberlo.
Eloise
Kate miró la nota durante unos segundos más, luego echó hacia atrás la silla y se levantó. Era hora de hacer una visita a la mansión Bridgerton.
Para gran sorpresa de Kate, cuando llamó a la puerta de la mansión no fue el mayordomo quien abrió la puerta al instante sino la propia Eloise, quien dijo de inmediato:
– ¡Sí que te has dado prisa!
Kate miré por el vestíbulo, medio esperando que algún otro hermano Bridgerton saliera a su encuentro.
– ¿Me esperabas?
Eloise respondió con un gesto afirmativo.
– Y no tienes que llamar a la puerta, ¿sabes? La mansión Bridgerton es propiedad de Anthony al fin y al cabo. Tú eres su esposa.
Kate esbozó una débil sonrisa. No es que se sintiera una esposa aquella mañana.
– Espero que no pienses que soy una entrometida incorregible-continuó Eloise al tiempo que la cogía del brazo y la guiaba por el pasillo-, pero Anthony tiene un aspecto espantoso, y tuve la leve sospecha de que tú no sabías que se encontraba aquí.
– ¿Y por qué ibas a pensar eso? -no pudo evitar preguntar Kate.
– Bien -explicó Eloise- tampoco se molestó en contarnos a ninguno de nosotros que estaba aquí.
Kate miró a su cuñada con desconfianza.
– ¿Lo cual quiere decir…?
Eloise tuvo la discreción de sonrojarse con un débil rubor.
– Lo cual quiere decir, ah, que el único motivo de que yo sepa que está aquí es por haberle espiado. No creo que ni tan siquiera mi madre esté enterada de que se encuentra en la mansión.
– ¿Nos has estado espiando? -La propia Kate se dio cuenta de que pestañeaba con rapidez.
– No, por supuesto que no. Pero dio la casualidad de que me levanté bastante temprano esta mañana y oí que alguien entraba, de modo que fui a investigar y vi que había luz tras la puerta de su estudio.
– ¿Cómo sabes, entonces, que tiene un aspecto espantoso?
Eloise se encogió de hombros.
– Imaginé que tendría que salir en algún momento, para comer algo u orinar, de modo que esperé en los escalones una hora más o menos…
– ¿Más o menos? -repitió Kate.
– O tres -admitió Eloise-. No se hace tan largo cuando de verdad te interesa el tema, y aparte, tenía un libro conmigo para pasar el rato.
Kate meneó la cabeza con admiración a su pesar.
– ¿A qué hora llegó anoche?
– Hacia las cuatro más o menos.
– ¿Qué hacías levantada tan tarde?
Eloise volvió a encogerse de hombros.
– No podía dormir. A menudo me cuesta. Había bajado a buscar un libro de la biblioteca para leer. Al final, a eso de las siete… bien, supongo que era un poco antes de las siete, o sea, que tampoco estuve tres horas esperando…
Kate empezó a sentirse mareada.
– … antes de las siete salió. No se encaminó al comedor a desayunar, de modo que salió por otro motivo. Tras un minuto o dos, volvio a aparecer y se metió otra vez en el estudio. Donde -concluyó Eloise con una floritura- ha permanecido desde entonces.
Kate se la quedó mirando durante unos buenos diez minutos.
– ¿Alguna vez has considerado ofrecer tus servicios al Departamento de Guerra?
Eloise esbozó una amplia sonrisa, tan parecida a la de Anthony que Kate casi grita.
– ¿Como espía? -preguntó.
Kate asintió con la cabeza.
– Sería muy buena, ¿no crees?
– Magnífica.
Eloise dio un abrazo espontáneo a Kate.
– Qué contenta estoy de que te casaras con mi hermano. Ahora vete a ver qué pasa.
Kate hizo un gesto de asentimiento, enderezó los hombros y dio un paso para dirigirse al estudio de Anthony. Pero entonces se dio media vuelta y señaló a Eloise con el dedo.
– No escuches tras la puerta.
– Ni se me ocurriría -contestó Eloise.
– ¡Lo digo en serio, Eloise!
Eloise dio un suspiro.
– Ya es hora de que me vaya a la cama de todas formas. Me irá bien echar un sueñecito después de estar levantada toda la noche.
Kate esperó a que la muchacha hubiera desaparecido por la escalera y entonces se encaminó hacia la puerta del estudio de Anthony. Puso la mano en el pomo y susurró para sí:
– Que no esté cerrada. -Rogó mientras lo hacía girar. Para su alivio extremo, se movió y la puerta se abrió de par en par.
– ¿Anthony? -llamó. Su voz sonaba suave y vacilante; se percató de que no le gustaba aquel sonido. No estaba acostumbrada a ser suave y vacilante.
No hubo respuesta, de modo que Kate dio otro paso. Las cortinas estaba bien corridas y el tupido terciopelo admitía poca luz. Kate inspeccionó la habitación hasta que sus ojos repararon en la figura de su esposo, repantingado sobre el escritorio, profundamente dormido.
Kate atravesó en silencio la habitación hasta las ventanas y descorrió un poco las cortinas. No quería cegar a Anthony cuando se despertara, pero al mismo tiempo no iba a mantener una conversación tan importante en la oscuridad. Luego regresó hasta el escritorio y le sacudió el hombro con delicadeza.
– ¿Anthony? -susurró-. ¿Anthony?
Su respuesta sonó más como un ronquido que cualquier otra cosa.
Kate frunció el ceño con impaciencia y le sacudió con un poco más de fuerza.
– ¿Anthony? -dijo en voz baja-. Anthon…
– ¿Qqqueccoouuhhnn…? -Se despertó con un movimiento repentino, una ráfaga de palabras incoherentes surgió de sus labios mientras enderezaba el torso de forma brusca.
Kate le observó pestañear intentando encontrar un poco de coherencia. Luego se fijaba en ella.
– Kate -dijo con voz áspera y ronca por el sueño y algo más, tal vez alcohol-. ¿Qué haces aquí?
– ¿Qué haces tú aquí? -replicó ella-. La última vez que me fijé, vivíamos casi a una milla de distancia.
– No quería molestarte -masculló.
Kate no se lo creyó ni por un segundo, pero decidió que no iba a discutir aquella cuestión. En vez de eso, optó por el planteamiento directo y preguntó:
– ¿Por qué te fuiste anoche?
Al prolongado silencio le siguió un suspiro cansino, fatigado. Anthony dijo finalmente:
– Es complicado.
Kate contuvo el impulso de cruzarse de brazos.
– Soy una mujer inteligente -dijo procurando no alterar en nada su voz-. Por lo general soy capaz de entender conceptos complejos.
A Anthony no pareció gustarle su sarcasmo.
– No quiero hablar de esto ahora.
– ¿Cuándo quieres hablar de esto?
– Vete a casa, Kate -dijo con voz suave.
– ¿Tienes planeado venir conmigo?
Anthony soltó un pequeño gemido y se pasó la mano por el pelo. Cristo, parecía un perro con un hueso. Le estallaba la cabeza, su boca sabía a estropajo, lo único que de verdad quería era refrescarse la cara con agua y lavarse los dientes, y ahí estaba su mujer que no dejaba de interrogarle…
– ¿Anthony? – insistió.
Eso era suficiente. Se levantó de forma tan repentina que la silla cayó al suelo con un resonante estruendo.
– Vas a dejar las preguntas al instante -soltó con brusquedad.
La boca de Kate formó una línea recta y enojada. Pero los ojos… Anthony tragó saliva para contrarrestar el ácido sabor de la culpabilidad que le llenó la boca.
Porque los ojos de Kate estaban inundados de dolor.
Y la angustia en el corazón de Anthony se multiplicó por diez.
No estaba preparado. Aún no. No sabía qué hacer con ella. No sabía qué hacer consigo mismo. Toda su vida -o al menos desde que su padre había muerto – había sabido que ciertas cosas eran verdaderas, que ciertas cosas tenían que ser verdaderas. Y ahora Kate iba y ponía su mundo patas arriba.
No había querido amarla. Diablos, no había querido amar a nadie. Era la cosa -la única cosa- que le hacía temer su propia mortalidad. ¿Y qué pasaba con Kate? Había prometido quererla y protegerla. ¿Cómo podía hacerlo y saber en todo momento que tendría que dejarla? Sin duda no podía contarle sus peculiares convicciones. Aparte del hecho de que lo más probable fuera que le tomara por un loco, lo único que conseguiría sería someterla al mismo dolor y temor que le atormentaba. Mejor que siguiera ignorándolo todo.
¿Y no sería todavía mejor que ella ni tan siquiera le amara?
Anthony desconocía la respuesta, así de sencillo. Y necesitaba más tiempo. Y no podía pensar si ella estaba ahí, de pie delante de él, con aquellos ojos llenos de dolor, estudiando su rostro. Y…
– Vete -soltó con voz entrecortada-. Simplemente, vete.
– No -dijo ella con una determinación tranquila que hizo que la quisiera aún más-. No hasta que me cuentes qué es lo que te tiene trastornado.
Anthony salió de detrás del escritorio y la cogió por el brazo.
– No puedo estar contigo en este momento -dijo con aspereza, evitando sus ojos-. Mañana. Te veré mañana. O al día siguiente.
– Anthony…
– Necesito tiempo para pensar.
– ¿Sobre qué? -chilló ella.
– No me lo pongas más difícil…
– ¿Cómo puede ser todavía más difícil? -preguntó ella-. Ni siquiera sé de lo que estás hablando.
– Sólo necesito unos pocos días -dijo, y le sonó como un eco. Unos pocos días para pensar. Para adivinar qué iba a hacer, cómo iba a vivir su vida.
Pero ella se dio la vuelta para mirarle de frente, le puso la mano en la mejilla y le tocó con una ternura que hizo que a él le doliera el corazón.
– Anthony -susurró-, por favor…
Él era incapaz de articular palabra, de proferir sonido alguno. Kate deslizó la mano hasta su nuca, y luego se fue aproximando… más… y más… y él no pudo resistirse. La deseaba tanto, deseaba sentir su cuerpo apretado contra el suyo, saborear la suave sal de su piel. Quería olerla, tocarla, oír el sonido áspero de su respiración en su oído.
Los labios de ella le tocaron, suaves, buscándole, y su lengua le hizo un cosquilleo en la comisura de la boca. Sería tan fácil perderse en ella, tumbarse sobre la alfombra y…
– ¡No! -La palabra surgió desgarrada de su garganta y, por Dios, no tenía idea de que fuera a pronunciarla.
– No -repitió y la apartó-. Ahora no.
– Pero…
No se la merecía. No ahora. Aún no. No hasta que entendiera cómo iba a vivir el resto de la vida. Y si ello suponía el negarse la única cosa que podría salvarle, pues que así fuera.
– Vete -ordenó con una voz que sonó un poco más dura de lo que era su intención-. Vete ahora. Te veré más tarde.
Y esta vez ella se marchó.
Se fue sin volver la vista atrás.
Y Anthony, que acababa de aprender lo que era amar, aprendió lo que era morirse por dentro.
A la mañana siguiente, Anthony estaba borracho. Por la tarde, tenía resaca.
La cabeza le estallaba, le zumbaban los oídos, y sus hermanos, a quienes les había sorprendido descubrirle en tal estado en su club, hablaban demasiado y demasiado alto.
Anthony se tapó las orejas con las manos y gruñó. Todo el mundo hablaba demasiado alto.
– ¿Le ha echado Kate de casa? -preguntó Colin mientras cogía una nuez de la gran fuente de peltre situada en medio de la mesa.
La cascó con un resonante crujido.
Anthony levantó la cabeza lo justo para fulminarle con la mirada.
Benedict observaba a su hermano con las cejas levantadas y un vago atisbo de sonrisita.
– Decididamente, le ha echado de casa -le dijo a Colin-. Pásame una de esas nueces, ¿quieres?
Colin se la arrojó por encima de la mesa.
– ¿También quieres el cascanueces?
Benedict negó con la cabeza y puso una mueca mientras sostenía un libro voluminoso, encuadernado en cuero.
– Es mucho más satisfactorio machacarlas.
– Ni se te ocurra -ladró Anthony mientras sacaba veloz la mano para agarrar el libro.
– Tienes un poco sensibles los oídos esta tarde, ¿verdad?
Si Anthony hubiera tenido una pistola, les habría disparado a los dos, y al cuerno el ruido.
– Si me permites que te dé un consejo… -dijo Colin masticando su nuez.
– No te lo permito -replicó Anthony. Alzó la vista. Colin estaba mascando con la boca abierta. Había sido algo prohibido en su casa mientras crecían, por lo tanto Anthony tuvo que deducir que Colin estaba exhibiendo aquellos malos modales sólo para hacer más ruido-. Cierra tu maldita boca -masculló.
Colin tragó, se relamió los labios y dio un sorbo al té para empujar el bocado.
– Hicieras lo que hicieras, pide disculpas por ello. Te conozco, y voy conociendo a Kate poco a poco, y puesto que sé lo que sé…
– ¿De qué diablos está hablando? -refunfuñó Anthony.
– Creo -explicó Benedict inclinándose hacia atrás en la silla- que está diciendo que eres un imbécil.
– ¡Eso mismo! -exclamó Colin.
Anthony sacudió la cabeza con gesto cansino.
– Es más complicado de lo que pensáis.
– Siempre lo es -dijo Benedict con una sinceridad tan falsa que casi consigue sonar sincero.
– Cuando vosotros dos encontréis mujeres lo bastante crédulas como para casarse con vosotros -soltó Anthony con desprecio-, entonces podréis atreveros a ofrecerme consejo. Pero hasta entonces… callad la boca.
Colin miró a Benedict.
– ¿ Crees que está enfadado?
Benedict movió una ceja.
– O eso o está borracho.
Colin sacudió la cabeza.
– No, borracho no. Ya no, al menos. Está claro que tiene resaca.
– Lo cual explicaría -dijo Benedict con un filosófico gesto de asentimiento- por qué está tan enfadado.
Anthony se pasó una mano por el rostro y se apretó con fuerza las sienes con el pulgar y el corazón.
– Dios de los cielos -balbució-, ¿qué hará falta para que estos dos me dejen en paz?
– Que te vayas a casa, Anthony -dijo Benedict con voz sorprendentemente amable.
Anthony cerró los ojos y soltó un largo suspiro. Nada deseaba más, pero no estaba seguro de qué podía decirle a Kate, y todavía más importante: no tenía ni idea de cómo se sentiría una vez llegara allí.
– Sí -corroboró Colin-. Vete a casa y dile que la quieres. ¿Qué puede haber más sencillo que eso?
Y de pronto fue sencillo. Tenía que decirle a Kate que la amaba. Ahora. En ese preciso día. Tenía que asegurarse de que lo sabía, y juró pasar cada uno de los últimos minutos de su miserablemente corta vida demostrándoselo a ella.
Era demasiado tarde para cambiar el destino de su corazón. Había intentado no enamorarse, y no lo había conseguido. Puesto que no era probable que pudiera dar marcha atrás en su enamoramiento, también podía intentar que la situación saliera lo mejor posible. La premonición de su propia muerte seguiría obsesionándole tanto si Kate sabía que la amaba como si no. ¿Acaso esos últimos años no serían más felices si los pasaba amándola con sinceridad y sin tapujos?
Estaba bastante seguro de que Kate también se había enamorado de él; seguro que le alegraría oír que sentía lo mismo por ella. Y cuando un hombre amaba a una mujer, cuando la amaba de verdad, desde lo más profundo de su alma hasta la punta de los pies, ¿no era su obligación divina intentar hacerla feliz?
De todos modos, no iba a explicarle sus premoniciones. ¿Qué sentido tendría? Ella sufriría si supiera que su tiempo juntos iba a verse interrumpido, pero ¿por qué iba a saberlo? Mejor que la sorprendiera el dolor repentino y agudo de su muerte que padecer la anticipación de todo ello por adelantado.
Iba a morir. Todo el mundo moría, se recordó. Él simplemente iba a tener que morir más pronto de lo normal. Pero, por Dios, iba a disfrutar de cada instante en sus últimos años. Tal vez hubiera sido más conveniente no enamorarse, pero ahora que había sucedido, no iba a esconderlo.
Era sencillo. Su mundo era Kate. Si lo negaba, tal vez dejara de respirar en aquel mismo momento.
– Tengo que marcharme -espetó al mismo tiempo que se ponía en pie de forma tan repentina que se dio con los muslos en el borde de la mesa, con lo cual las cáscaras de nuez salieron impulsadas por encima del tablero.
– Eso me parecía a mí -murmuró Colin.
Benedict sonrió y dijo:
– Vete.
Sus hermanos, se percató Anthony, eran un poco más listos de lo que dejaban entrever.
– Ya volveremos a hablar, ¿la semana que viene tal vez? -preguntó Colin.
Anthony tuvo que sonreír. Sus hermanos se habían reunido con él a diario en el club durante la última quincena. La pregunta tan inocente de Colin sólo podía implicar una cosa: era obvio que Anthony había perdido completamente la cabeza por su esposa y que planeaba pasar al menos los siguientes siete días demostrándoselo. Y que la familia que ahora estaba creando resultaba tan importante como la familia en la que había nacido.
– Dos semanas -contestó Anthony, echándose la levita-. Tal vez tres.
Sus hermanos se limitaron a sonreír.
Pero cuando Anthony cruzó el umbral de la puerta de su hogar, algo sofocado después de subir de tres en tres los escalones de la entrada, descubrió que Kate no estaba en casa.
– ¿A dónde ha ido? -preguntó al mayordomo. Era estúpido por su parte, pero en ningún momento había considerado que pudiera no estar en casa.
– Ha salido a dar un paseo por el parque -contestó el mayordomo- con su hermana y un tal señor Bagwell.
– El pretendiente de Edwina -murmuró para sí. Maldición. Se suponía que tenía que alegrarse por su cuñada, pero aquella visita inoportuna era de lo más molesta. Acababa de tomar una decisión que alteraba toda su vida; hubiera sido agradable que su esposa se encontrara en casa.
– El animal también iba con ellos -dijo el mayordomo con un estremecimiento. Nunca había podido tolerar lo que consideraba una invasión de su hogar por parte del corgi.
– Se ha llevado a Newton, ¿eh? -murmuró de nuevo Anthony.
– Imagino que regresarán dentro de una hora o dos.
Anthony golpeó con la punta de la bota el mármol del suelo. No quería esperar una hora. Demonios, no quería esperar ni un minuto.
– Ya les encontraré -dijo con impaciencia-. No puede ser tan difícil.
El mayordomo hizo un ademán con la cabeza e indicó a través de la puerta abierta de la calle el pequeño carruaje en el que Anthony había llegado a casa.
– ¿Va a necesitar otro carruaje?
Anthony negó una vez con la cabeza.
– Iré a caballo. Es más rápido.
– Muy bien. -El mayordomo se inclinó con una pequeña reverencia.
– Pediré que le traigan una montura.
Anthony observó que el mayordomo se dirigía con sus andares lentos y reposados hacia la parte posterior de la casa durante dos segundos, pero la impaciencia pudo más.
– Yo mismo me ocuparé -ladró.
Y lo siguiente que supo era que salía como una flecha de la casa.
El ánimo de Anthony era alegre para cuando llegó a Hyde Park. Estaba ansioso por encontrar a su esposa, estrecharla en sus brazos y observar su rostro mientras le decía que la amaba. Rogó para que le respondiera con palabras que correspondiesen a aquel sentimiento. Pensaba que sería así; había visto su corazón en sus ojos en más de una ocasión. Tal vez ella estuviera esperando a que fuera él quien dijera algo primero. No podía culparla si fuera así; justo antes de la boda, él había dado mucho la lata con lo de que su matrimonio no sería por amor.
Qué idiota había sido.
Una vez que entró en el parque, tomó la decisión de encaminarse con su montura hacia Rotten Row. El concurrido paseo parecía el destino más probable del trío; sin duda Kate no tenía motivos para sugerir una ruta más íntima.
Empujó un poco al caballo para que adoptara un trote todo lo rápido que permitiera el circular dentro de los confines del parque, e intentó hacer caso omiso de las llamadas y gestos de saludo que le hacían otros jinetes y paseantes.
Entonces, justo cuando pensaba que había conseguido que nadie le entretuviera, oyó una voz anciana, femenina y muy imperiosa que le llamaba por su nombre.
– ¡Bridgerton! ¡Eh, Bridgerton! Deténgase de inmediato. ¡Le estoy hablando!
Soltó un gruñido y se dio media vuelta. Lady Danbury, el ogro de la aristocracia. No había manera de continuar sin hacerle caso. No tenía ni idea de cuántos años tenía. ¿Sesenta? ¿Setenta? Fueran los que fuesen, era una fuerza de la naturaleza, y nadie se atrevía a no hacerle caso.
– Lady Danbury -dijo intentando no sonar resignado al frenar el caballo-. Qué placer verla.
– Pardiez, muchacho -ladró-. Suena como si acabara de tomarse una horrible medicina. ¡Anímese!
Anthony sonrió con debilidad.
– ¿Dónde está su esposa?
– La estoy buscando en este mismo momento -contestó- o al menos estaba buscándola.
Lady Danbury era demasiado perspicaz como para que se le pasara por alto la directa insinuación, por lo tanto Anthony dedujo que no le hizo caso a propósito.
– Me cae bien su esposa.
– A mí también.
– Nunca pude entender por qué ponía tanto empeño en cortejar a su hermana. Una muchacha encantadora, pero está claro que no era para usted. -Entornó los ojos y soltó un resoplido indignado-. El mundo sería un lugar mucho más feliz si la gente me escuchara antes de coger y casarse -añadió-. Podría dejar decididas todas las parejas del Mercado Matrimonial en tan sólo una semana.
– Estoy seguro de ello.
La dama entrecerró los ojos.
– ¿No me estará tratando con condescendencia?
– Nunca se me ocurriría -dijo Anthony con total sinceridad.
– Bien. Siempre me había parecido un tipo sensato. Yo… -Se quedó boquiabierta-. ¿Qué diablos es eso?
Anthony siguió la mirada horrorizada de lady Danbury hasta que sus ojos repararon en un carruaje descubierto que doblaba un recodo sobre dos ruedas, avanzando sin control y a toda velocidad. Aún estaba demasiado lejos para ver los rostros de los ocupantes, pero entonces oyó un chillido, y luego el ladrido aterrorizado de un perro.
A Anthony se le heló la sangre en las venas.
Su esposa estaba en ese carruaje.
Sin una sola palabra a lady Danbury, dio un puntapié al caballo y se lanzó a todo galope en pos del carruaje. No estaba seguro de lo que iba a hacer una vez lo alcanzara. Tal vez le arrebatara las riendas al desafortunado conductor. Tal vez consiguiera poner a alguien a salvo. Pero sabía que no podía quedarse quieto observando mientras el vehículo se estrellaba ante sus ojos.
Y no obstante, eso fue exactamente lo que sucedió.
Anthony se encontraba a medio camino del desbocado carruaje cuando éste hizo un viraje que le sacó del camino y continuó hasta darse contra una gran roca, que lo desestabilizó, dejándolo tumbado de lado.
Y Anthony no pudo hacer otra cosa que observar con horror cómo moría su esposa ante sus ojos.