Capítulo 1

El tema de los mujeriegos se ha tratado con anterioridad en esta columna, y Esta Autora ha llegado a la conclusión de que hay mujeriegos y Mujeriegos.

Anthony Bridgerton es un Mujeriego.

Un mujeriego (con minúscula) es joven e inmaduro. Hace alarde de sus hazañas, se comporta con suma imbecilidad y se cree peligroso para las mujeres.

Un Mujeriego (con mayúscula) sabe que es peligroso para las mujeres.

No hace alarde de sus hazañas porque no siente ninguna necesidad. Sabe que tanto hombres como mujeres murmurarán sobre él. Sabe quién es y qué ha hecho; los demás cuentos son superfluos.

No se comporta como un idiota por la sencilla razón de que no lo es (no más de lo que debe esperarse de todos los miembros del género masculino). Tiene poca paciencia con las debilidades de la sociedad, y con toda franqueza, la mayoría de las veces Esta Autora no puede decir que le culpe.

Y si eso no describe a la perfección al vizconde de Bridgerton – sin duda el soltero más cotizado de esta temporada-, Esta Autora dejará Su pluma de inmediato. La única pregunta es: ¿será 1814 la temporada en la que por fin sucumba a la exquisita dicha del matrimonio?

Esta Autora piensa…

que no.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

20 de abril de 1814


– Por favor, déjame que lo adivine -dijo Kate Sheffield a toda la habitación-, otra vez ha escrito sobre el vizconde Bridgerton.

Su hermanastra Edwina, a la que llevaba casi cuatro años, alzó la vista desde detrás del diario de una sola hoja.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque se te escapa la risa como a una loca.

Edwina soltó una risita que sacudió el sofá de damasco azul en el que las dos estaban sentadas.

– ¿Lo ves? – continuó Kate dándole un codazo en el brazo -. Siempre te ríes cuando escribe de algún libertino reprochable. -Pero Kate esbozó una sonrisa. Pocas cosas le gustaban más que tomar el pelo a su hermana. De buenas, por supuesto.

Mary Sheffield, la madre de Edwina y madrastra de Kate desde hacía casi dieciocho años alzó la vista un instante de su bordado y se subió las gafas un poco más por el caballete de la nariz.

– ¿De qué os reís vosotras dos?

– A Kate le ha dado un pronto porque lady Confidencia está escribiendo otra vez sobre ese vizconde tarambana – explicó Edwina.

– No me ha dado ningún pronto -dijo Kate, aunque nadie le hizo caso.

– ¿Bridgerton? -preguntó Mary con aire distraído.

Edwina asintió.

– Sí.

– Siempre escribe sobre él.

– Creo que la verdad es que le gusta escribir sobre mujeriegos-comentó Edwina.

– Por supuesto que le gusta -replicó Kate-. Si escribiera sobre gente aburrida, nadie compraría su periódico.

– Eso no es cierto -contestó Edwina-. La semana pasada sin ir más lejos escribió sobre nosotras, y Dios sabe que no somos la gente más interesante de Londres.

Kate sonrió ante la ingenuidad de su hermana. Kate y Mary tal vez no fueran las personas más interesantes de Londres, pero Edwina, con su cabello color mantequilla y sus ojos de aquel azul sorprendentemente claro, ya había sido nombrada la Incomparable de 1814. Por otro lado, Kate, con su vulgar pelo marrón y ojos del mismo color, era referida por lo general como «la hermana mayor de la Incomparable».

Suponía que había peores apelativos. Al menos, todavía nadie había empezado a llamarla «la hermana solterona de la Incomparable», algo que se aproximaba a la verdad muchísimo más de lo que cualquiera de los Sheffield quisiera admitir. Con veinte años (casi veintiuno, puestos a ser escrupulosamente sinceros al respecto), Kate ya estaba un poco entradita en años para disfrutar de su primera temporada en Londres.

Pero, en realidad, no había habido otra opción. La familia Sheffield no era rica ni siquiera en vida del padre de Kate, y desde su muerte cinco años atrás se habían visto obligadas a economizar aun más. Si bien era cierto que su situación no era para ingresar en la casa de caridad, tenían que mirar cada penique y cada libra.

Con tales apuros económicos, las Sheffield sólo podrían juntar los fondos para pagar un único viaje a Londres. Alquilar una casa -y un carruaje- y contratar el mínimo necesario de criados para pasar la temporada costaba dinero. Más del que podían permitirse gastar dos veces. Por consiguiente, tuvieron que ahorrar durante cinco años enteritos para poder permitirse este viaje a Londres. Y si las chicas no tenían éxito en el Mercado Matrimonial…, bien, nadie iba a encerrarles en la prisión de morosos, pero tendrían que contentarse con una vida discreta de digna escasez en alguna pequeña y encantadora casita en Somerset.

Por lo tanto las dos muchachas se vieron obligadas a hacer su debut el mismo año. Habían decidido que el momento más lógico sería cuando Edwina cumpliera los diecisiete y Kate casi tuviera veintiuno. A Mary le habría gustado esperar hasta que Edwina tuviera dieciocho y fuera un poco más madura, pero entonces Kate tendría casi veintidós, y cielos, ¿quién querría casarse entonces con ella?

Kate sonrió con gesto irónico. Ni siquiera había querido una tem porada en Londres. Desde el principio sabía que no era el tipo de chica que atraía la atención de la aristocracia más elitista. No era lo suficientemente guapa como para compensar la falta de dote, y nunca había aprendido a sonreír, a moverse con afectación, caminar con delicadeza y todas esas cosas que otras chicas parecían saber desde la cuna. La propia Edwina sabía de algún modo cómo estar de pie, caminar y suspirar para que los hombres se disputaran a golpes el honor de ayudarla a cruzar la calle, pese a no ser ninguna inválida.

Kate, por otra parte, siempre sobresalía por su altura y hombros erguidos; era incapaz de permanecer sentada quieta aunque su vida dependiera de ello y caminaba siempre como si participara en una carrera. ¿Y por qué no?, se preguntaba. Si una iba a algún sitio, ¿qué sentido tenía no intentar llegar a aquel punto lo más rápido posible?

En cuanto a la actual temporada en Londres, ni siquiera la ciudad le gustaba demasiado. Oh, se lo estaba pasando bastante bien y había conocido a unas cuantas personas agradables, pero todo aquello parecía una horrible pérdida de dinero para una joven que se habría quedado tan contenta permaneciendo en el campo y encontrando allí a algún hombre formal que quisiera casarse con ella.

Pero Mary no quería saber nada de todo eso.

– Cuando me casé con tu padre -decía- juré quererte y criarte con todo el cariño y atención que le daría a mi propia hija.

Kate había conseguido introducir tan sólo un único «Pero…» antes de que Mary siguiera adelante:

– Tengo una responsabilidad también con tu pobre madre, Dios la guarde en paz. Parte de esa responsabilidad es verte felizmente casada y con el futuro asegurado.

– En el campo también podrías yerme felizmente casada y con el futuro asegurado -había replicado Kate.

Mary rebatió:

– En Londres hay más hombres entre los que escoger.

Tras lo cual Edwina se había sumado a la conversación y había insistido en que se sentiría del todo desdichada sin ella, y puesto que Kate nunca podía soportar ver a su hermana infeliz, su destino quedó escrito.

De modo que aquí estaba ella, sentada en un salón un poco ajado en una casa alquilada de un sector de Londres casi elegante y…

Miró a su alrededor con aire travieso.

…porque estaba a punto de arrebatarle a su hermana el diario que sostenía en las manos.

– ¡Kate! -chilló Edwina. Los ojos se le salían de las órbitas mientras miraba el pequeño triángulo de papel que le había quedado entre el pulgar y el índice de la mano derecha-. ¡Aún no había acabado!

– Llevas una eternidad leyéndolo -dijo Kate con una mueca traviesa-. Aparte, quiero ver qué tiene que decir hoy del vizconde de Bridgerton.

Los ojos de Edwina, que muchas veces eran comparados con los plácidos lagos escoceses, se encendieron con picardía.

– Te interesa muchísimo el vizconde, Kate. ¿Hay alguna cosa que no nos cuentas?

– No seas tonta. Ni siquiera le conozco. Y si le conociera, es probable que saliese corriendo en dirección contraria. Es justo el tipo de hombre que nosotras dos deberíamos evitar a toda costa. Seguro que es capaz de camelar a un iceberg.

– ¡Kate! -exclamó Mary.

– Kate puso una mueca. Había olvidado que su madrastra estaba escuchando.

– Pues es verdad -añadió-. He oído decir que ha tenido más amantes que yo cumpleaños.

Mary la miró durante unos pocos segundos como si intentara decidir si quería responder o no. Luego dijo por fin:

– No es que éste sea un tema apropiado para tus oídos, pero muchos hombres las tienen.

– Oh. -Kate se sonrojó. Pocas cosas le hacían menos gracia que el hecho de que la contradijeran cuando intentaba hacer una observación importante-. Bien, entonces, él tiene el doble. Sea lo que sea, es mucho más promiscuo que la mayoría de señores, y no es precisamente el tipo de hombre que Edwina debería permitir que la cortejara.

– Tú también estás disfrutando de la temporada -le recordó Mary.

Kate le lanzó a Mary la más sarcástica de las miradas. Todas ellas sabían que si el vizconde decidía cortejar a una Sheffield, no sería a Kate.

– No creo que ese diario diga algo que vaya a alterar tu opinión-comentó Edwina encogiéndose de hombros mientras se inclinaba hacia Kate para poder ver mejor el periódico-. No dice gran cosa sobre él, a decir verdad. Más bien es un tratado sobre el tema de los libertinos.

Los ojos de Kate recorrieron las palabras impresas.

– Mmf -dijo con su expresión favorita de desdén-. Apuesto a que tiene razón. Es probable que no se retire este año.

– Siempre crees que lady Confidencia tiene razón -murmuró Mary con una sonrisa.

– Por lo general es así -contestó Kate-. Tienes que admitir que para ser una columnista de cotilleo, da muestras de una sensatez remarcable. Sin duda, hasta ahora ha acertado en su valoración de todas las personas que he conocido en Londres.

– Deberías formarte tus propias opiniones, Kate -dijo Mary en tono alegre-. No es propio de ti basar tus opiniones en una columna de cotilleo.

Kate sabía que su madrastra tenía razón, pero no quería admitirlo, y por lo tanto soltó otro «mmf» y volvió la atención al diario que tenía en las manos.

Confidencia era sin duda la lectura más interesante de todo Londres. Kate no estaba del todo segura cuándo había empezado la columna de cotilleo, en algún momento del año anterior según había oído. De todos modos, había algo seguro: fuese quién fuese lady Confidencia (y nadie lo sabía en realidad) era un miembro de la aristocracia más selecta y estaba muy bien relacionada. Tenía que ser así. Ningún simple intruso podría destapar todos los chismorreos que imprimía en su columna cada lunes, miércoles y viernes.

Lady Confidencia siempre tenía los últimos on-dits y, a diferencia de otros columnistas, no vacilaba en utilizar los nombres completos de las personas. La semana pasada, por ejemplo, tras decidir que a Kate no le quedaba bien el amarillo, escribió con la claridad de la luz del día: «El color amarillo hace que la morena señorita Katharine Sheffield parezca un narciso chamuscado».

Kate no le dio importancia al insulto. Había oído decir en más de una ocasión que uno no podía considerarse «alguien» de la sociedad hasta que lady Confidencia le dedicara un insulto. Incluso Edwina, quien tenía un gran éxito social en opinión de todo el mundo, se había sentido celosa de que Kate hubiera sido objeto del honor del insulto.

Y pese a que Kate seguía sin querer pasar en Londres la temporada, se imaginó que, ya que tenía que participar en el torbellino social, mejor intentar no ser un total fracaso. Si recibir un insulto en una columna de cotilleo iba a ser su único síntoma de éxito, pues entonces bienvenido fuera. Kate conocía sus limitaciones.

Ahora, cada vez que Penelope Featherington se jactaba de que lady Confidencia la había comparado con un cítrico demasiado maduro con su vestido de satén mandarina, Kate podía sacudir el brazo y suspirar con gran dramatismo: «Sí, bueno, yo soy un narciso chamusado».

– Algún día -anunció Mary de súbito mientras se empujaba los lentes una vez más con el dedo índice- alguien va a descubrir la verdadera identidad de esa mujer, y entonces tendrá un problema serio.

Edwina miró a su madre con interés.

– ¿De verdad crees que alguien va a descubrirla? Ha sido capaz de mantener el secreto durante un año.

– Algo así no puede permanecer en secreto eternamente -respondió Mary. Pinchó el bordado con su aguja y tiró de una larga hebra de hilo amarillo a través del tejido-. Tomad nota de mis palabras. Todo se desvelará más tarde o más temprano, y cuando suceda saltará un escándalo de tales dimensiones que jamás antes habréis conocido algo parecido.

– Bien, si yo supiera quién es -anunció Kate al tiempo que pasaba a la página dos del diario de una sola hoja- es probable que la convirtiera en mi mejor amiga. Es endiabladamente divertida. Y digan lo que digan, casi siempre está en lo cierto.

Justo en ese momento, Newton, el corgi de Kate, un poco pasado de peso, entró trotando en la habitación.

– ¿No se suponía que ese perro debería quedarse fuera? – preguntó Mary -. ¡Kate! -chilló a continuación cuando el perro se fue directo a sus pies y empezó a jadear como si esperara un beso.

– Newton, ven aquí ahora mismo -ordenó su ama.

El perro miró con anhelo a Mary, luego se fue caminando hasta Kate, se subió al sofá y le puso las patas delanteras sobre el regazo.

– Te está llenando de pelo -dijo Edwina.

Kate se encogió de hombros mientras acariciaba el espeso pelaje color caramelo.

– No me importa.

Edwina suspiró, pero estiró la mano y dio también una rápida palmadita a Newton.

– ¿Y qué más cuenta? -preguntó, inclinándose hacia delante con interés-. No he podido llegar ni a la página dos.

Kate le sonrió a su hermana con sarcasmo.

– No gran cosa. Algo sobre el duque y la duquesa de Hastings, quienes por lo visto llegaron a la ciudad a principios de semana; una lista de las viandas en el baile de lady Danbury, que calificó de «sorprendentemente deliciosas»; y una descripción bastante desgraciada del vestido de la señora Featherington el pasado lunes.

Edwina frunció el ceño.

– Parece tomársela bastante con los Featherington.

– Y no es de extrañar -dijo Mary, quien dejó su bordado para levantarse-. Esa mujer no sabría escoger el color del vestido de sus hijas aunque tuviera todo un arco iris a su alrededor.

– ¡Madre! -exclamó Edwina.

Kate se tapó la boca con la palma para intentar no reírse. Era raro que Mary se pronunciara de una manera tan dogmática, pero cuando lo hacía siempre salía con afirmaciones maravillosas.

– Bien, es la verdad. Se empeña en vestir a su hija menor de naranja. Cualquiera puede darse cuenta de que esa pobre muchacha necesita un azul o un verde menta.

– Tú me vestiste de amarillo -le recordó Kate.

– Y siento haberlo hecho. Eso me enseñará a no hacer caso de las dependientas. Nunca debí haber dudado de mi propio criterio. Lo que haremos será arreglar ese vestido para Edwina.

Puesto que Edwina le llegaba a su hermana a la altura del hombro y su color de pelo era varios tonos más delicados que ios de Kate, esto no sería problema.

– Cuando lo hagáis -dijo Kate volviéndose a su hermana- aseguraos de eliminar el volante de la manga. Es una distracción horrorosa. Y pica. Estuve a punto de arrancarlo allí mismo en el baile de los Ashbourne.

Mary entornó los ojos.

– Estoy sorprendida y al mismo tiempo agradecida de que te dignaras a comedirte.

– Yo estoy sorprendida pero no agradecida -dijo Edwina con una sonrisa maliciosa-. Pensad sólo en el jugo que le habría sacado a eso lady Confidencia.

– Ah, sí -dijo Kate devolviéndole la mueca-. Me lo imagino, «El narciso chamuscado se arranca los pétalos».

– Me voy arriba -anunció Mary sacudiendo la cabeza al oír las gracias de sus hijas-. Intentad no olvidar que tenemos que asistir a una fiesta esta noche. Tal vez queráis, chicas, descansar un poco antes de salir. Estoy segura de que, una noche más, regresaremos bastante tarde a casa.

Kate y Edwina asintieron y murmuraron sus promesas de tener aquello en cuenta mientras Mary recogía el bordado y salía de la habitación. En cuanto se marchó, Edwina se volvió a Kate y le preguntó:

– ¿Has decidido qué vas a llevar hoy?

– La gasa verde, creo. Debería ir de blanco, lo sé, pero temo que no me quede bien.

– Si no vas de blanco -dijo Edwina por lealtad-, entonces yo tampoco lo haré. Llevaré la muselina azul.

Kate asintió con aprobación mientras volvía a hojear el diario que tenía en la mano, a la vez que intentaba sostener a Newton, que se había puesto patas arriba, colocado para que le frotaran la barriga.

– Justo la semana pasada, el señor Berbrooke dijo que eras un ángel vestido de azul, por lo bien que le va este color a tus ojos.

Edwina pestañeó llena de sorpresa.

– ¿El señor Berbrooke dijo eso? ¿Te lo dijo a ti?

Kate volvió a alzar la vista.

– Por supuesto. Todos tus pretendientes intentan trasmitir sus cumplidos a través de mí.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué iban a hacerlo?

Kate sonrió lentamente, con aire de indulgencia.

– Bien, para tu conocimiento, Edwina, podría tener algo que ver con cierta ocasión en la que anunciaste a todo el público presente en la velada musical de los Smythe-Smith que nunca te casarías sin la aprobación de tu hermana.

Las mejillas de Edwina se sonrosaron un poco.

– No fue a todo el público -balbució.

– Pues casi. La noticia se propagó más rápido que el fuego por los tejados. Yo ni siquiera estaba en la sala en ese momento y tardé sólo dos minutos en enterarme.

Edwina cruzó los brazos y soltó un «mmf» que hizo que pareciera su hermana mayor.

– Bien, es la verdad, o sea que no me importa quién lo sepa. Sé que todo el mundo espera de mí que haga una boda grandiosa y esplendorosa, pero no tengo que casarme con alguien que no se porte bien conmigo. Alguien con condiciones para impresionarte a ti sin duda sería satisfactorio.

– ¿Así que soy tan difícil de impresionar?

Las dos hermanas se miraron la una a la otra y contestaron al unísono.

– Sí.

Pero mientras Kate se reía junto con Edwina, creció en su interior una preocupante sensación de culpabilidad. Las tres Sheffield sabían que iba a ser Edwina la que conseguiría enganchar a un noble o la que lograría casarse con una fortuna. Sería Edwina quien garantizaría el futuro a su familia, y les permitiera salir de su digna escasez. Edwina era una belleza, mientras Kate era…

Kate era Kate.

A Kate no le importaba. La belleza de Edwina era un hecho de la vida. Hacía tiempo que Kate había acabado por aceptar ciertas verdades. Kate nunca aprendería a bailar el vals sin ser ella la que intentara guiar a su pareja; siempre tendría miedo de las tormentas eléctricas, por mucho que se repitiera que estaba siendo tonta; y se pusiera lo que se pusiera, no importaba cómo se peinara o aunque se pellizcara las mejillas, nunca estaría tan guapa como Edwina.

Por otro lado, Kate no estaba segura de si le gustaría recibir toda la atención de la que Edwina era objeto. Y estaba acabando por comprender que tampoco le deleitaría la responsabilidad de tener que hacer una buena boda para mantener a su madre y a su hermana.

– Edwina -dijo Kate con voz suave y unos ojos que de repente se habían tornado serios-, no tienes que casarte con alguien que no te guste. Eso lo sabes.

Edwina asintió y de repente parecía que fuera a llorar.

– Si decides que no hay un solo caballero en Londres que no sea lo bastante bueno para ti, pues ya está. Regresaremos a Somerset y disfrutaremos de nuestra propia compañía, sin más. De todos modos, no hay nadie con quien yo me lo pase mejor.

– Ni yo -susurró Edwina.

– Y si encuentras a un hombre que te haga perder el sentido, entonces Mary y yo estaremos encantadas. Tampoco tiene que preocuparte dejarnos a nosotras dos. Disfrutaremos la una de la compañía de la otra.

– Es posible que tú también encuentres a alguien con quien casarte -indicó Edwina.

Kate notó que sus labios formaban una pequeña sonrisa.

– Es posible -concedió, aunque sabía que lo más probable era que no fuera así. No quería quedarse soltera para toda la vida, pero dudaba que fuera a encontrar un marido aquí en Londres-. Tal vez uno de tus pretendientes enfermos de amor recurra a mí una vez que se percate de que eres inalcanzable -bromeo.

Edwina intentó darle con el cojín.

– No seas tonta.

– ¡Y no lo soy! -protestó Kate. No lo era. Con toda franqueza, aquélla parecía la vía más probable para que ella encontrara un marido en la capital.

– ¿Sabes con qué tipo de hombre me gustaría casarme? -preguntó Edwina y de pronto puso ojos soñadores.

Kate sacudió la cabeza.

– Un intelectual.

– ¿Un intelectual?

– Un erudito -dijo Edwina con firmeza.

Kate se aclaró la garganta.

– No estoy segura de que vayas a encontrar muchos de estos en la ciudad durante la temporada.

– Lo sé. -Edwina soltó un pequeño suspiro-. Pero lo cierto es que, y tú lo sabes, aunque se supone que no debería soltarlo en público, soy todo un ratón de biblioteca. Preferiría pasarme el día entre libros que dando vueltas por Hyde Park. Creo que disfrutaría de la vida con un hombre que también tuviera aspiraciones intelectuales.

– Cierto. Hummm… -La mente de Kate funcionaba con frenesí. Tampoco era probable que Edwina encontrara a un intelectual en Somerset-. ¿Sabes, Edwina? Podría ser difícil encontrar un verdadero erudito fuera de las ciudades universitarias. Tal vez tengas que contentarte con un hombre al le guste leer y aprender tanto como a ti.

– Eso estaría bien -aceptó feliz Edwina-. Estaría muy contenta con un intelectual amateur.

Kate soltó un suspiro de alivio. Sin duda podrían encontrar en Londres a alguien a quien le gustara leer.

– ¿Y sabes qué? – añadió Edwina -. Nunca te puedes fiar de las apariencias. Todo tipo de personas son intelectuales en sus ratos libres. Vaya, incluso el vizconde de Bridgerton, del que no deja de hablar lady Confidencia podría ser en el fondo un erudito.

– Cuidado con lo que dices, Edwina. No vas a tener nada que ver con el vizconde de Bridgerton. Todo el mundo sabe que es un mujeriego de la peor clase. De hecho, es el peor de los mujeriegos, y sanseacabó. De todo Londres. ¡De todo el país!

– Lo sé, sólo le estaba poniendo de ejemplo. Aparte, no es probable que escoja esposa este año. Eso dice lady Confidencia, y tú misma has dicho que casi siempre está en lo cierto.

Kate dio una palmadita en el brazo a su hermana.

– No te preocupes. Te encontraremos un marido apropiado. Pero no, desde luego que no, ¡no el vizconde de Bridgerton!


En aquel preciso momento, su tema de conversación se encontraba pasando el rato en White’s con dos de sus tres hermanos más jóvenes, disfrutando de una copa por la tarde.

Anthony Bridgerton se recostó en su sillón de cuero y contempló su whisky escocés con expresión pensativa mientras lo hacía girar. Luego anunció:

– Estoy pensando en casarme.

Benedict Bridgerton, quien llevaba un rato entregado a un vicio que su madre detestaba -oscilar tambaleante sobre las dos patas traseras de su silla- se cayó al suelo.

Colin Bridgerton se atragantó.

Por suerte para Colin, Benedict volvió a incorporarse a tiempo para darle una sonora palmada en la espalda y mandar una aceituna verde volando por encima de la mesa.

Por poco alcanza la oreja de Anthony.

Anthony dejó pasar aquella humillación sin comentarios. Era demasiado consciente de que su repentina declaración había provocado un poco de sorpresa.

Bueno, tal vez algo más que un poco. Completa, total y absoluta, eran las palabras que vinieron a su mente.

Anthony sabía que no daba la imagen de un hombre que había sentado la cabeza. Había pasado la última década como un vividor de la peor clase, buscando placer donde podía. Como bien sabía, la vida era corta y sin duda había que disfrutarla. Oh, desde luego que había mantenido un cierto código de honor. Nunca había coqueteado con jovencitas de buena familia. Cualquier muchacha que tuviera algún derecho a exigirle matrimonio quedaba estrictamente relegada a territorio prohibido.

Puesto que tenía cuatro hermanas menores, Anthony mostraba un grado saludable de respeto por la buena reputación de las mujeres de buena cuna. Ya casi se había batido en duelo por una de sus hermanas, y todo por un desaire a su honor. Y en cuanto a las otras tres… tenía que admitir sin reparos que sentía un sudor frío sólo de pensar en que se enredaran con un hombre con una reputación parecida a la suya.

No, era cierto, no iba a aprovecharse de la hermana menor de otro caballero.

Pero en cuanto a otros tipos de mujeres -viudas y actrices, que sabían lo que querían y dónde se estaban metiendo- disfrutaba de su compañía y disfrutaba a tope. Desde el día en que salió de Oxford y partió hacia al oeste, a Londres, nunca le había faltado una amante.

Y en ocasiones, pensó con ironía, no le habían faltado dos.

Podía decirse que había participado en todas las carreras de caballos que la sociedad organizaba, había boxeado en Jackson’s y había ganado más partidas de cartas de las que podía recordar. (Había perdido unas cuantas también, pero esas no las consideraba.) La década de los veinte a los treinta había transcurrido en una búsqueda consciente de placer, atenuada sólo por su abrumador sentido de la responsabilidad para con su familia.

La muerte de Edmund Bridgerton había sido repentina e inesperada; no había tenido ocasión de manifestar ninguna petición final a su hijo mayor antes de fallecer. Pero Anthony estaba seguro de que, si lo hubiera hecho, le habría pedido que cuidara de su madre, hermanos y hermanas con la misma diligencia y afecto que Edmund había mostrado.

Por lo tanto, entre las rondas de fiestas y las carretas de caballos de Anthony, había enviado a sus hermanos a Eton y a Oxford, había asistido a una cantidad apabullante de recitales de piano ofrecidos por sus hermanas (toda una proeza, tres de las cuatro carecían de oído para la música), y había seguido de cerca las finanzas familiares. Con siete hermanos y hermanas, consideraba su deber garantizar que hubiera dinero suficiente para asegurar el futuro de todos.

Según se acercaba a los treinta años, se había percatado de que pasaba cada vez más y más tiempo atendiendo su herencia y a su familia y cada vez menos en su antigua búsqueda de decadencia y placer. Y había comprendido que le gustaba de este modo. Aún tenía amantes, pero nunca más de una cada vez, y descubrió que ya no sentía la necesidad de participar en cada carrera de caballos que se organizaba o de quedarse hasta tarde en una fiesta sólo para ganar esa última mano de cartas.

Por supuesto, conservaba la misma reputación que años atrás. Eso era algo que en sí no le importaba. Había ciertas ventajas en que se le considerara el vividor más censurable de toda Inglaterra. Por ejemplo, le temían casi en todas partes.

Todo tenía un lado bueno.

Pero ahora era el momento de casarse. Tenía que sentar cabeza, tener un hijo. Al fin y al cabo, tenía que transmitir a alguien su título. Sintió una penetrante punzada de lástima -y tal vez también un toque de culpabilidad- porque era poco probable que viviera para ver a su hijo convertido en adulto. Pero ¿qué podía hacer? Era el primogénito Bridgerton de un primogénito Bridgerton de un primogénito Bridgerton, hasta ocho veces. Tenía la responsabilidad dinástica de ser fértil y multiplicarse.

Aparte, le producía cierto consuelo saber que dejaba tres hermanos competentes y bondadosos. Ellos se ocuparían de que su hijo fuera criado con el amor y el honor del que todos los Bridgerton habían disfrutado. Sus hermanas mimarían al niño, y su madre tal vez lo malcriaría…

Anthony sonrió un poco mientras pensaba en su numerosa y a veces ruidosa familia. Su hijo no necesitaría un padre para ser querido.

Y tuviera los hijos que tuviera, bien, era probable que no le recordasen una vez faltara. Serían pequeños, aún no formados. No le había pasado por alto que, de todos los niños Bridgerton, a él, el mayor, le había afectado más profundamente la muerte de su padre.

Dio otro trago a su whisky y enderezó los hombros, apartando cavilaciones tan desagradables de su mente. Necesitaba concentrarse en el tema que tenía entre manos, a saber, la búsqueda de una esposa.

Puesto que era un hombre bastante exigente y en cierto modo organizado, había hecho una lista mental de los requisitos para aquel puesto. En primer lugar, ella tenía que ser razonablemente atractiva. No hacía falta que fuera una belleza despampanante (aunque eso sería agradable), pero si tenía que acostarse con ella, imaginaba que un poco de atracción física haría la faena más agradable.

En segundo lugar, no podía ser estúpida. Esto, reflexionó Anthony, tal vez fuera el más difícil de sus requisitos. No le impresionaba demasiado la destreza mental de las debutantes londinenses. La última vez que había cometido el error de entablar conversación con una mocosa recién salida del colegio, ella no había sido capaz de hablar de otra cosa que no fuera de comida (tenía un plato de fresas en aquel momento) y del tiempo (y ni siquiera se aclaró entonces: cuando Anthony le había preguntado si le parecía que iban a tener tiempo inclemente, ella había contestado que no tenía ni idea. «Nunca he estado en Clemente.»)

Tal vez pudiera evitar conversar con una esposa que no fuera del todo lista, pero no quería unos niños estúpidos.

En tercer lugar -y éste era el punto más importante- no podía tratarse de alguien de quien él pudiera enamorarse.

Esta regla no podía quebrantarse bajo circunstancia alguna.

Tampoco era tan cínico: él sabía que el amor verdadero existía. Cualquiera que hubiera estado en la misma habitación que sus padres sabía que existía el amor verdadero.

Pero el amor era una complicación que deseaba evitar. No deseaba que se produjera aquel milagro en concreto en su vida.

Y puesto que Anthony estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, no albergaba dudas de que iba a encontrar una mujer atractiva e inteligente de la que nunca se enamoraría. ¿Qué problema había en ello? Eran muchas las posibilidades de que nunca encontrara el amor de su vida pese a buscarlo. De hecho la mayoría de los hombres no lo conseguían.

– Santo cielo, Anthony, ¿por qué frunces el ceño así? No puede ser por la aceituna. He visto con claridad que ni siquiera te ha tocado.

La voz de Benedict le sacó de su ensueño. Anthony pestañeó unas pocas veces antes de contestar.

– No es nada. Nada en absoluto.

Por supuesto, no había compartido con nadie sus ideas sobre su propia mortalidad, ni siquiera con sus hermanos. No era el tipo de cosa que alguien quisiera anunciar por ahí. Diablos, si alguien le hubiera venido a él con una historia así, era más que probable que le hubiera mandado al cuerno entre risas.

Pero nadie más podía entender la profundidad del vínculo que mantenía con su padre. Y sin duda nadie más podía comprender lo que Anthony sentía en sus carnes y lo que sabía con convicción: que simplemente no viviría más de lo que había vivido su padre. Edmund lo había sido todo para él. Siempre había aspirado a ser un hombre tan importante como su padre pese a saber que aquello era improbable; de todos modos lo intentaba. Alcanzar más de lo que había logrado Edmund -en cualquier sentido- era del todo imposible.

El padre de Anthony era, en pocas palabras, el hombre más grande que había conocido nunca, posiblemente el hombre más grande que había vivido jamás. Pensar que podía ser más que eso parecía presuntuoso en extremo.

Algo le había sucedido la noche en que su padre había muerto, cuando permaneció en el dormitorio de sus padres a solas con el cadáver, simplemente sentado allí durante horas, observando a Edmund e intentando con desespero recordar cada momento que habían compartido. Sería tan fácil olvidar las cosas pequeñas: cómo apretaba el brazo de Anthony cuando le hacía falta ánimo o cómo podía recitar entera de memoria la canción «Sigh No More» de Balthazar de Mucho ruido y pocas nueces, no porque le pareciera significativa sino porque le gustaba, sin mas.

Y cuando por fin Anthony salió de la habitación, con los primeros rayos del amanecer tornando el cielo de rosa, en cierto modo sabía que tenía los días contados, contados del mismo modo que lo habían estado para Edmund.

– Suéltalo -dijo Benedict, interrumpiendo una vez más sus pensamientos -. No voy a ofrecer nada por saber lo que piensas, ya que sé que es imposible que tus pensamientos valgan algo, pero ¿en qué diantres estás pensando?

De repente Anthony se sentó más erguido, decidido a volver su atención al tema que tenían entre manos. Al fin y al cabo, tenía que elegir esposa, y sin duda eso constituía un asunto serio.

– ¿A quién se considera el diamante de esta temporada? -preguntó.

Sus hermanos se pararon a pensar un momento en esto y enseguida Colin dijo:

– Edwina Sheffield. Sin duda la has visto. Bastante menuda, con el pelo rubio y ojos azules. Puedes distinguirla por el rebaño de pretendientes enfermos de amor que van tras ella.

Anthony pasó por alto los intentos de su hermano de resultar sarcástico.

– ¿Es inteligente?

Colin pestañeó, como si la pregunta sobre si una mujer era lista fuera una cuestión que nunca se le hubiera pasado a él por la cabeza.

– Sí, creo que sí. En una ocasión la oí discutir de mitología con Middlethorpe, y sonaba cómo si supiera de lo que hablaba.

– Bien -dijo Anthony mientras dejaba su copa de whisky sobre la mesa con un sonido seco-. Pues entonces me casaré con ella.

Загрузка...