Capítulo 20

¿Alguien aparte de Esta Autora ha advertido que la señorita Edwina Sheffield ha estado muy absorta últimamente? Corre el rumor de que le han robado el corazón, aunque nadie parece conocer la identidad del afortunado caballero.

No obstante, a juzgar por el comportamiento de la señorita Sheffield en las fiestas, Esta Autora se atreve a suponer que el misterioso caballero no es alguien que resida en la actualidad aquí en Londres. La señorita Sheffield no ha mostrado ningún interés especial por ningún otro caballero y, aún más grave, estuvo sentada sin bailar durante la fiesta de lady Mottram el viernes pasado.

¿Podría ser su pretendiente alguna de las personas que conoció en e/ campo el mes pasado? Esta Autora tendrá que hacer de detective un poco para desvelar la verdad.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

13 de junio de 1814


– ¿Sabes qué pienso? -preguntó Kate más tarde, aquella noche, mientras estaba sentada ante su tocador cepillándose el pelo.

Anthony se encontraba de pie junto a la ventana, con una mano apoyada en el marco, mirando al exterior.

– ¿Mmm? -fue su respuesta, más que nada porque estaba demasiado distraído con sus propios pensamientos como para formular una palabra más coherente.

– Pienso -continuó ella con voz alegre- que la siguiente vez que haya una tormenta, no me va a pasar nada.

El se volvió poco a poco.

– ¿De veras? -preguntó.

Kate asintió con la cabeza.

– No sé porque pienso eso. Es una intuición, supongo.

– Las intuiciones -dijo él con una voz que sonaba extraña y categórica, incluso para sus propios oídos – a menudo son las impresiones más acertadas.

– Tengo una sensación optimista de lo más extraña -siguió ella, y mientras hablaba agitó en el aire el cepillo del pelo con mango de plata-. Durante toda mi vida he tenido esta cosa espantosa cernida sobre mi cabeza. No te lo había contado, nunca se lo cuento a nadie, pero cada vez que había una tormenta, me hacía trizas, pensaba… o más bien no pensaba, y en cierto sentido sabía que…

– ¿El qué, Kate? -preguntó. Temía la respuesta sin tan siquiera tener una pista de por qué.

– En cierto sentido -contestó pensativa-, mientras sollozaba y temblaba, sabía que iba a morir. Lo sabía. No había manera de que pudiera sentirme tan mal y seguir viviendo al día siguiente. -Inclinó un poco la cabeza a un lado, su rostro adquirió una expresión un tanto tensa, como si no estuviera segura de cómo decir lo que necesitaba decir.

Pero Anthony la entendió de todos modos. Y aquello hizo que la sangre se le congelara.

– Estoy segura de que pensarás que es la cosa más tonta que se pueda imaginar -dijo, levantó y bajó los hombros con gesto avergonzado-. Eres tan racional, tan equilibrado y práctico que no creo que puedas entender algo así.

Si ella supiera… Anthony se frotó los ojos, sentía una extraña embriaguez. Fue tambaleándose hasta una silla para sentarse, con la esperanza de que Kate no advirtiera lo inestable que se sentía.

Por suerte, ella había vuelto su atención a diversos frascos y baratijas que tenía sobre el tocador. O tal vez estuviera demasiado ruborizada como para mirarle, tal vez temiera que él fuera a reprenderle por sus miedos irracionales.

– Cada vez que pasaba la tormenta -continuó hablando a la mesa-, sabía lo tonta que había sido y lo ridícula que era esa idea. Al fin y al cabo, había soportado tormentas antes, y ninguna de ellas me había matado nunca. Pero saber eso en mi mente racional, no parecía servirme de ayuda. ¿Sabes a qué me refiero?

Anthony intentó asentir con la cabeza. No estaba seguro de haberlo conseguido.

– Cuando llovía -le explicó Kate-, en realidad no existía nada aparte de la tormenta. Y, por supuesto, mi miedo. Luego el sol salía, y de nuevo me daba cuenta de lo tonta que había sido, pero la siguiente vez que había una tormenta, era igual que siempre. Y una y otra vez sabía que iba a morir. Lo sabía, y ya está.

Anthony sintió una náusea. Todo su cuerpo le parecía extraño, como si no fuera el suyo. No podría haber dicho nada aunque lo hubiera intentado.

– De hecho -continuó ella y alzó la cabeza para mirarle-, la única vez que sentí que podía vivir hasta el día siguiente fue en la biblioteca de Aubrey Hall. -Se levantó y se fue a su lado, se arrodilló delante de él y apoyó la mejilla en su regazo-. Contigo -susurró.

Anthony levantó la mano para acariciarle el pelo. Fue un movimiento reflejo más que otra cosa. La verdad, no era consciente de sus actos.

No tenía ni idea de que Kate fuera consciente de su propia mortalidad. La mayoría de gente no lo era. Aquello le había provocado a él una peculiar sensación de aislamiento a lo largo de los años, como si entendiera una verdad básica y espantosa que el resto de la sociedad no acertaba a comprender.

Y aunque para Kate el conocimiento de su sino no era igual que el suyo -el de ella era efímero, se lo provocaban los estallidos temporales de viento, lluvia y electricidad, mientras que el suyo siempre estaba con él y le acompañaría hasta el día en que muriera- Kate, a diferencia de él, lo había vencido.

Ella había luchado contra sus demonios y había vencido.

Y Anthony estaba terriblemente celoso.

No era una reacción noble, lo sabía. Y pese a todo el cariño que sentía por ella, pese a estar emocionado y lleno de alivio, rebosante de alegría por ella, rebosante de todas las emociones puras y buenas imaginables, por que ella hubiera vencido los terrores que llegaban con las tormentas, seguía estando celoso. Muy celoso, qué diantres.

Kate había vencido.

Mientras que él, que había reconocido sus demonios pero se negaba a temerlos, ahora estaba petrificado de terror. Y todo porque lo único que juraba que nunca sucedería, a la postre había pasado.

Se había enamorado de su esposa.

Se había enamorado de su esposa, y ahora el pensamiento de morir, de dejarla, de saber que sus momentos juntos formarían un breve poema y no una novela larga y estimulante… era más de lo que podía soportar.

Y no sabía a quién echarle la culpa. Quería poner el dedo sobre su padre, por morir joven y dejarle como portador de aquella horrible maldición. Quería recriminárselo a Kate, por aparecer en su vida y hacerle temer por su propio final. Qué demonios, le habría culpado a un desconocido en la calle si hubiera pensado que tenía alguna utilidad.

Pero la verdad era que no había nadie a quien culpar, ni siquiera a sí mismo. Se sentiría mucho mejor si pudiera responsabilizar a alguien -cualquiera- y decir: «Es culpa tuya». Era infantil, lo sabía, esta necesidad de echarle la culpa a alguien, pero todo el mundo tenía derecho a emociones infantiles de vez en cuando, ¿o no?

– Estoy tan contenta -murmuró Kate con la cabeza aún apoyada sobre su regazo.

Y Anthony también quería estar contento. Deseaba tanto que todo fuera menos complicado, que la felicidad no fuera más que felicidad y nada más. Quería alegrarse de las recientes victorias de Kate sin ningún pensamiento sobre sus propias preocupaciones. Quería perderse en aquel momento, olvidar el futuro, cogerla en sus brazos y…

Con un movimiento abrupto, sin premeditar, se levantó y los dos se quedaron de pie.

– ¿Anthony? -preguntó Kate pestañeando de sorpresa.

Como respuesta, él la besó. Sus labios encontraron los de ella en una explosión de pasión y necesidad que emborronaba su mente, dejando que fuera el cuerpo el que le rigiera. No quería pensar. Lo único que quería era este preciso momento.

Y quería que tal momento durara para siempre.

Atrajo a su esposa hacia sus brazos y se fue hacia la cama, donde la depositó sobre el colchón medio segundo antes de que su cuerpo descendiera sobre ella. Estaba asombrosa debajo de él, suave y fuerte, y consumida por el mismo fuego que rugía dentro de su propio cuerpo. Tal vez no comprendiera qué había provocado su repentina necesidad, pero Kate la sentía y la compartía de todos modos.

Kate ya estaba vestida para acostarse, y su ropa de noche se abrió con facilidad bajo los experimentados dedos de Anthony. Tenía que tocarla, sentirla, asegurarse de que estaba allí, debajo de él, y que él estaba allí para hacerle el amor. Llevaba una pequeña creación de seda azul grisáceo que se ataba con unos lazos en los hombros y que se pegaba a sus curvas. Era el tipo de vestido diseñado para reducir a los hombres a fuego líquido, y Anthony no era la excepción.

Había algo desesperadamente erótico en sentir su piel cálida a través de la seda, por tanto recorrió su cuerpo con las manos sin cesar: tocaba, apretaba, hacía cualquier cosa imaginable para unirla a él.

Si pudiera haberla introducido dentro de él, lo habría hecho y la habría mantenido ahí para siempre.

– Anthony -dijo Kate entre jadeos, en ese breve momento en que él apartaba su boca de la de ella-, ¿estás bien?

– Te deseo -dijo con un gruñido, recogiendo su vestido alrededor de la parte superior de sus piernas-. Te deseo ahora.

Ella abrió mucho los ojos, impresionada y excitada, y él se incorporó y se puso a horcajadas sobre ella, aguantando el peso sobre las rodillas para no aplastarla.

– Eres tan hermosa – susurró-. Tan preciosa que resulta increíble.

Kate resplandeció con sus palabras, y alzó sus manos hasta el rostro de él, pasándole los dedos por las mejillas cubiertas por una leve barba. Anthony le atrapó una de las manos y metió el rostro en ella para besarle la palma mientras Kate, con la otra, descendía por los tensos músculos de su cuello.

Los dedos de Anthony encontraron los delicados tirantes de los hombros, que estaban atados en unos lazos flojos. Requirió el menor tirón soltar los nudos, pero una vez que el sedoso tejido se deslizó sobre sus brazos, Anthony perdió todo aire de paciencia y tiró de la prenda hasta que quedó a sus pies, dejándola desnuda por completo bajo su mirada.

Con un gemido jadeante se estiró la camisa, y los botones volaron mientras se la sacaba. Luego necesitó tan sólo unos segundos para despojarse de sus pantalones. Y después, cuando por fin no hubo otra cosa sobre la cama que maravillosa piel, se echó otra vez encima de ella para separarle suavemente las piernas con un musculoso muslo.

– No puedo esperar -dijo con voz ronca-. No voy a poder complacerte como debiera.

Kate solté un gemido enfebrecido mientras le agarraba por las caderas y le atraía hacia su entrada.

– Me complaces -jadeó-. Y no quiero que esperes.

Y en ese momento cesaron las palabras. Anthony soltó un grito primitivo y gutural mientras se hundía en ella, enterrándose por completo con una embestida larga y poderosa. Los ojos de Kate se abrieron del todo, y su boca formó un pequeño «Oh» de sorpresa ante la impresión de su rápida invasión. Pero estaba preparada para él; más que preparada. Algo en aquel ritmo incesante había encendido la pasión en lo más profundo de su ser, hasta el punto de necesitarle con una desesperación que la dejaba sin aliento.

No fueron delicados, y no fueron tiernos. Estaban excitados, sudorosos, hambrientos, y se aferraban el uno al otro como si pudieran conseguir que el tiempo durara eternamente gracias a la fuerza pura de la voluntad. Cuando alcanzaron el clímax, fue fogoso y fue simultáneo, ambos cuerpos se arquearon mientras sus gritos de liberación se fundían en la noche.

Pero cuando estuvieron saciados, enrollados en los brazos del otro, intentando recuperar el control de sus respiraciones fatigosas, Kate cerró los ojos llena de dicha y se rindió a una lasitud abrumadora.

Anthony observó cómo se iba quedando dormida y luego se quedó mirándola en su sueño. Observó la manera en que sus ojos se movían a veces bajo los párpados soñolientos. Calculó el ritmo de su respiración contando las suaves ascensiones y caídas de su pecho. Escuchó cada suspiro, cada sonido entre dientes.

Hay ciertos recuerdos que un hombre quiere grabar en su cerebro, y éste era uno de ellos.

Pero justo cuando estaba seguro de que estaba dormida del todo, ella soltó un gracioso sonido afable mientras se acurrucaba aún más en su abrazo, y agitó con lentitud los párpados hasta abrir los ojos.

– Aún no estás dormido -murmuró, su voz áspera y plácida a causa del sueño.

Él hizo un ademán con la cabeza y se preguntó si la abrazaba con demasiada fuerza. No quería soltarla. No quería soltarla nunca.

– Deberías dormir -dijo Kate.

Él volvió a hacer un gesto afirmativo, pero Anthony no parecía capaz de cerrar los ojos.

Ella bostezó.

– Qué bien…

Anthony le besó la frente con un «Mmm» de conformidad.

Ella arqueó el cuello y le devolvió el beso, de lleno en los labios, y luego se acomodó en las almohadas.

– Espero que estemos siempre así -murmuró, y bostezó otra vez mientras el sueño volvía a apoderarse de ella-. Siempre, eternamente.

Anthony se paralizó.

Siempre.

Ella no podía saber lo que esa palabra significaba para él. ¿Cinco años? ¿Seis? Tal vez siete u ocho.

Eternamente.

Era una palabra que no tenía sentido, algo que no podía comprender, así de sencillo.

De pronto le costó respirar.

La colcha parecía un ladrillo encima de él, y el aire parecía cargado.

Tenía que salir de ahí. Tenía que irse. Tenía que…

Saltó de la cama y, luego, dando un traspiés y ahogándose, buscó con la mano sus ropas, arrojadas al suelo de forma imprudente, y empezó a meter sus extremidades por los agujeros correctos.

– ¿Anthony?

Levantó la cabeza de golpe. Kate se estaba incorporando en la cama, entre bostezos. Incluso bajo la luz mortecina, distinguió que su mirada era confusa. Y le dolió.

– ¿Estás bien?

Le hizo un gesto cortante de asentimiento.

– Entonces ¿por qué intentas meter la pierna por la manga de la camisa?

Bajó la vista y soltó una maldición que nunca antes había considerado siquiera pronunciar ante una dama. Con otro improperio exquisito, hizo una bola con la ofensiva pieza de lino, que acabó arrojada al suelo en una masa arrugada. Se detuvo apenas un segundo antes de dar un tirón a sus pantalones.

– ¿A dónde vas? -pregunté con ansia Kate.

– Tengo que salir -gruñó.

– ¿Ahora?

No respondió porque no sabía cómo contestar.

– ¿Anthony? -salió de la cama y se le acercó con un brazo estirado, pero, justo una milésima de segundo antes de que su mano le tocara la mejilla, él se resistió y se tambaleó hacia atrás hasta darse con la espalda en el poste de la cama. Vio el dolor en el rostro de Kate, el dolor por su rechazo, pero sabía que si ella le tocaba con ternura estaría perdido.

– Maldición -espetó-. ¿Dónde diablos tengo las camisas?

– En tu ropero -respondió ella nerviosa-. Donde están siempre.

Se apartó para ir a buscar una camisa limpia, incapaz de soportar el sonido de su voz. Dijera lo que dijera, él no dejaba de oír «siempre» y «eternamente».

Y eso le estaba matando.

Cuando salió del vestidor, con la levita y los zapatos en los lugares correctos del cuerpo, Kate estaba de pie y recorría el cuarto de un lado a otro, toqueteando con ansia la amplia faja azul de su bata.

– Tengo que salir -dijo él en tono apagado.

Ella no hizo ni un sonido, y Anthony creía que era lo que prefería en aquel momento, pero se encontró allí de pie, esperando a que ella hablara, incapaz de moverse hasta que ella lo hiciera.

– ¿Cuándo regresarás? -preguntó por fin.

– Mañana.

– Está… bien.

Él asintió con la cabeza.

– No puedo estar aquí -soltó-. Tengo que irme.

Kate tragó saliva con nerviosismo.

– Sí -dijo, con voz dolorosamente baja-, ya lo has dicho.

Y luego, sin una mirada atrás y sin ninguna pista de a dónde ir, se marchó.

Kate se acercó despacio hasta la cama y se la quedó mirando. En cierto modo, no parecía correcto meterse sola en el lecho, echar las colchas alrededor de una y acurrucarse. Pensó que debería llorar, pero ninguna lágrima escoció sus ojos. De modo que se fue hasta la ventana, descorrió los cortinajes y se quedó mirando, sorprendida por su propio rezo en voz baja pidiendo una tormenta.

Anthony se había ido, y aunque estaba segura de que regresaría en cuerpo, no estaba tan segura de que lo hiciera en espíritu. Y se percató de que necesitaba algo -necesitaba la tormenta- para demostrarse que podía ser fuerte, por sí sola y para sí sola.

No quería estar a solas, pero seguramente no tendría otra opcion en aquella cuestión. Anthony parecía decidido a mantener las distancias. Había en su interior demonios, y se temía que eran demonios a los que él jamás se decidiría a hacer frente en su presencia.

Pero si su destino era estar sola, incluso con un marido a su lado, entonces juraba que sería fuerte en su soledad.

La debilidad, pensó mientras dejaba que su frente descansara sobre el liso y frío vidrio de la ventana, nunca llevaba a ningún lado.


Anthony no recordaba haber cruzado aturdido la casa, pero de algún modo se encontró en la calle, bajando a trompicones la escalera de la entrada, resbaladiza a causa de la leve niebla suspendida en el aire. Cruzó la calle sin la menor idea de a dónde iba, tan sólo sabía que necesitaba alejarse. Pero cuando llegó a la acera de enfrente, alguna voz dentro de él le obligó a alzar la vista hacia la ventana de su dormitorio.

No debería haberla visto, fue su estúpido pensamiento. Debería haber estado en la cama o las cortinas deberían haber estado corridas o él para entonces debería haber estado ya camino a su club.

Pero la vio y el dolor sordo en su pecho se agudizó, cada vez más implacable. Era como si le hubieran atravesado el corazón; tenía la muy perturbadora sensación de que la mano que esgrimía el cuchillo era la suya.

La observó durante un minuto, o tal vez fuera una hora. Pensó que ella no le había visto; nada en su postura dio indicios de ser consciente de su presencia. Estaba demasiado lejos como para que él pudiera verle el rostro, pero le pareció que tenía los ojos cerrados.

Seguramente rogando para que no estalle una tormenta, pensó mientras levantaba la mirada al cielo encapotado. Era poco probable que tuviera esa suerte. La bruma y la niebla ya estaban fusionándose en gotas de humedad sobre su piel, daba la impresión de que no tardaría mucho en llover a cántaros.

Sabía que debía marcharse, pero un cordón invisible le mantenía clavado en el suelo. Incluso después de que ella abandonara su puesto junto a la ventana, continuó en el mismo sitio, observando la casa. No podía negar el impulso de volver a entrar ahí. Quería regresar corriendo, caer de rodillas ante ella y rogarle perdón. Quería cogerla entre sus brazos y hacerle el amor hasta que los primeros rayos del amanecer tocaran el cielo. Pero sabía que no podía hacer ninguna de esas cosas.

O tal vez, no debería. Ya no lo sabía.

Tras permanecer paralizado en el mismo sitio casi durante una hora, Anthony, una vez que llegó la lluvia y el viento descargó rachas de un aire helador por la calle, se marchó por fin.

Se fue sin sentir el frío, sin sentir esa lluvia que justo empezaba a caer con fuerza sorprendente.

Se fue, sin sentir nada.

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