Como bien sabe cualquier lector habitual de esta columna, hay dos sectas en Londres que siempre se mantendrán en la más extrema oposición: las Mamás Ambiciosas y los Solteros Convencidos.
Las Mamás Ambiciosas tienen hijas en edad casadera. El Soltero Convencido no quiere una esposa. La esencia del conflicto debería resultar obvia para cualquiera con un poco de cerebro o, en otras palabras, aproximadamente el cincuenta por ciento de los lectores de Esta Autora.
Esta Autora aún no ha visto la lista de invitados a la reunión social que va a celebrarse en la casa solariega de lady Bridgerton, pero fuentes informadas indican que esta próxima semana se reunirán en Kent casi todas las jóvenes candidatas en edad de casarse.
Esto no es una sorpresa para nadie. Lady Bridgerton nunca ha ocultado su deseo de ver a sus hijos bien casados. Este parecer la ha convertido en una presencia favorita entre las Mamás Ambiciosas, quienes consideran con desesperación a los hermanos Bridgerton los peores Solteros Convencidos.
Si tuviéramos que confiar en las libretas de apuestas, al menos uno de los hermanos Bridgerton debería oír campanas de boda antes de que acabe este año.
Por mucho que le duela a Esta Autora mostrar su conformidad con las libretas de apuestas (están escritas por hombres, y por consiguiente contienen errores intrínsecos), tiene que coincidir con esta predicción.
Lady Bridgerton tendrá pronto una nuera. Pero quién será ella -y con qué hermano se encontrará casada-, ay, Amable Lector, eso, quién lo sabe.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
29 de abril de 1814
Una semana más tarde, Anthony se encontraba en Kent, en concreto en el conjunto de habitaciones que ocupaba su despacho privado, esperando el comienzo de la fiesta campestre organizada por madre.
Había visto la lista de invitados. No cabía duda de que su madre había decidido organizar esta fiesta con un único motivo: casar a uno de sus hijos, a poder ser él mismo. Aubrey Hall, la residencia ancestral de los Bridgerton, se llenaría hasta los topes de jóvenes candidatas, cada cual más encantadora y más cabeza hueca que la otra. Para mantener las cosas compensadas, lady Bridgerton había tenido q invitar también a una buena cantidad de caballeros, cierto, pero ninguno era tan rico o tan influyente como sus propios hijos, a excepción de unos pocos que ya estaban casados.
Su madre, pensó Anthony atribulado, no era famosa por su sutileza. Al menos no en lo referente al bienestar (su definición de bienestar, por supuesto) de sus hijos.
No le había sorprendido ver que también se había cursado invitación a las señoritas Sheffield. Su madre había mencionado -varias veces – lo bien que le caía la señora Sheffield. Y se había visto obligado a escuchar demasiadas veces la teoría de que «los buenos padres dan buenos hijos» como para no saber qué quería decir con eso.
De hecho sintió una especie de satisfacción resignada al ver el nombre de Edwina en la lista. Estaba ansioso por proponerle matrimonio y acabar con todo aquello. Sentía cierta inquietud por lo que había sucedido con Kate, pero daba la impresión de que ahora poco podía hacer a menos que quisiera pasar por las molestias de encontrar otra posible novia.
Algo que no deseaba. Una vez que había tomado una decisión -en este caso casarse por fin- no veía motivo en demorarse con noviazgos y devaneos. La falta de decisión era para quienes tenían más tiempo para vivir la vida. Era cierto que Anthony había evitado la trampa del párroco durante casi una década, pero ahora, habiendo decidido que ya era hora de buscarse una esposa, parecía tener poco sentido entretenerse.
Casarse, procrear y morir. Ésa era la vida del noble inglés, incluso para quienes no tenían un padre y un tío que habían caído muertos de manera inesperada a la edad de treinta y ocho y treinta y cuatro años, respectivamente.
Estaba claro que lo único que él podía hacer a estas alturas era evitar a Kate Sheffield. Probablemente también fuera apropiada alguna disculpa. No sería fácil, ya que lo último que quería era humillarse ante aquella mujer, pero los susurros de su conciencia se habían transformado en un estruendo amortiguado. Sabía que ella merecía oír las palabras, «lo siento».
De buen seguro se merecía algo más, pero Anthony no tenía deseos de considerar el qué.
Por no mencionar que, a menos que fuese a hablar con ella, lo más probable era que bloqueara una unión entre él y Edwina con todo su empeño.
Estaba claro que había llegado el momento de pasar a la acción. Si existía un sitio romántico para una petición de mano, ése era Aubrey Hall. Construido a principios del siglo XVIII con una cálida piedra amarillenta, estaba cómodamente ubicado sobre un gran pasto verde, rodeado de sesenta acres de parque, de los cuales diez eran jardines floridos. A lo largo del verano, el jardín se llenaría de rosas, pero ahora los terrenos estaban alfombrados de jacintos y brillantes tulipanes que su madre había mandado importar de Holanda.
Anthony miró por la ventana desde el otro lado de la habitación. Los viejos olmos se alzaban majestuosos en torno a la casa y daban sombra a la calzada. Y le gustaba pensar que con ellos la casa solariega parecía integrarse en la naturaleza, en vez de asemejarse a las típicas residencias campestres de la aristocracia: monumentos artificiales a la riqueza, la posición y el poder. Había varios estanques, un arroyo e incontables colinas y depresiones, cada una de ellas con sus recuerdos especiales de la infancia.
Y su padre.
Anthony cerró los ojos y espiró. Le encantaba venir a Aubrey Hall, pero las vistas e imágenes familiares le devolvían a su padre con una claridad tan vívida que resultaba casi dolorosa. Todavía ahora, casi doce años después de la muerte de Edmund Bridgerton, Anthony continuaba esperando verle doblar la esquina, con el más pequeño de los Bridgerton chillando de deleite, montado sobre los hombros de su padre.
La imagen provocó una amplia sonrisa en los labios de Anthony. La criatura subida a sus hombros podría ser un niño o una niña; Edmund nunca había mostrado diferencias entre sus hijos a la hora de montarles a caballito. Pero fuera quien fuera el que ocupara el lugar privilegiado en lo alto del mundo, sin duda sería perseguido por una niñera que insistía en detener de inmediato aquella tontería, y en que el lugar de un niño estaba en el cuarto de juego, no a hombros de su padre, desde luego.
– Oh, padre – susurró Anthony alzando la mirada para mirar el retrato de Edmund colgado encima de la chimenea-, ¿cómo diantres conseguiré lo que tú lograste?
Y sin duda aquel fue el mayor logro de Edmund Bridgerton: presidir una familia llena de amor y risa y todo lo que se echaba a faltar con tanta frecuencia en la vida aristocrática.
Anthony se apartó del retrato de su progenitor para cruzar la habitación hasta la ventana. Durante toda la tarde no habían dejado de llegar invitados, cada vehículo parecía traer otra dama de rostro lozano, con ojos iluminados por la felicidad de haber recibido el regalo de una invitación a la reunión social en la casa solariega de los Bridgerton.
No sucedía con frecuencia que su madre se decidiera a llenar su casa de campo de invitados. Cuando lo hacía, siempre era el acontecimiento de la temporada.
Aunque, en honor a la verdad, ninguno de los Bridgerton pasaba ya demasiado tiempo en Aubrey Hall. Anthony sospechaba que su madre padecía la misma enfermedad que él: recuerdos de Edmund por cada rincón. Los hijos menores tenían pocos recuerdos del lugar, puesto que habían sido criados sobre todo en Londres. Lo cierto era que no recordaban las largas excursiones por los campos, las jornadas de pesca o la casa en el árbol.
A Hyacinth, quien sólo tenía once años, su padre ni siquiera había llegado a sostenerla en brazos. Anthony había intentado llenar ese vacío lo mejor posible, pero sabía que era una comparación muy pobre.
Con un suspiro cansino, se apoyó pesadamente en el ventanal, en un intento de decidir si quería o no servirse algo de beber. Miraba fuera, al césped, sin enfocar la mirada en nada concreto, cuando llegó un carruaje decididamente más gastado que el resto de los que aparecían por la calzada de llegada. No es que fuera de mala calidad, estaba bien hecho y era sólido. Pero carecía de los emblemas dorados que adornaban los demás carruajes, y parecía dar más sacudidas que los otros, como si no estuviera tan bien mantenido como para viajar con comodidad.
Serían las Sheffield, cayó en la cuenta. El resto de invitados incluidos en la lista poseían fortunas respetables. Sólo las Sheffield tendrían que alquilar un carruaje para la temporada en Londres.
Como confirmación, cuando uno de los lacayos de la residencia, vestido con una elegante librea azul pastel, saltó hacia delante para abrir la puerta, Edwina Sheffield salió por ella como una verdadera visión, con un vestido de viaje amarillo claro y sombrero a juego. Anthony no estaba tan cerca como para poder ver su rostro con claridad, pero era bastante fácil de imaginar. Tenía mejillas sonrosadas y delicadas, y sus exquisitos ojos reflejaban el cielo despejado.
La siguiente en salir fue la señora Sheffield. Sólo cuando ocupó lugar al lado de Edwina se percató de cuánto se parecían la una a la otra. Ambas eran encantadoras en sus formas graciosas y menudas, y mientras hablaban pudo ver que adoptaban la misma postura. La inclinación de la cabeza era idéntica, al igual que su actitud y compostura.
Edwina no perdería su belleza. Sin duda, éste sería un buen atributo para una esposa, aunque -lanzó una mirada compungida al retrato de su padre- no era probable que Anthony estuviera presente para verla envejecer.
Finalmente descendió Kate.
Y Anthony fue consciente de que contuvo la respiración.
No se movía como las otras dos Sheffield. Ellas habían descendido con delicadeza, apoyándose en el lacayo, reposando su mano en la de éste con un gracioso arqueo de la muñeca.
Kate, por otro lado, casi había saltado del carruaje. Aceptó el brazo que le brindaba el lacayo, pero en realidad parecía no necesitar su ayuda. En cuanto sus pies tocaron el suelo se estiró en toda su altura y alzó el rostro para observar la fachada de Aubrey Hall. Todo en ella era directo y franco. Anthony no dudó ni un momento que si hubiera estado lo bastante cerca como para mirarla a los ojos, habría encontrado su mirada de frente.
No obstante, en cuanto ella le viera, aquellos ojos se llenarían de desdén y tal vez de un poco de odio. Que en realidad era lo único que se merecía. Un caballero no podía tratar a una dama como él había tratado a Kate Sheffield y esperar seguir gozando de su favor.
Kate se volvió hacia su madre y hermana y dijo algo que provocó la risa de Edwina mientras Mary sonreía con gesto indulgente. Anthony se percató de que no había tenido demasiadas oportunidades de ver a las tres relacionándose entre si.
Había algunos vínculos, acabó por comprender, que eran más fuertes que los de la sangre. Él no dejaba espacio para esos vínculos en su vida.
Era éste el motivo de que, cuando se casara, el rostro bajo el velo de la novia debería ser el de Edwina Sheffield.
Kate había esperado que Aubrey Hall la impresionara. Lo que no había esperado era quedarse encantada.
La casa era más pequeña de lo que creía. Oh, de cualquier modo era mucho, mucho más grande que cualquier cosa a la que ella hubiera tenido el honor de llamar casa, pero esta casa solariega no era una mole monumental elevándose sobre el paisaje como un castillo medieval fuera de lugar.
Más bien, Aubrey Hall parecía casi acogedora. Quizás era una palabra peculiar para describir una casa con cincuenta habitaciones, como poco, pero sus caprichosas torretas y almenas parecían casi salidas un cuento de hadas, en especial con el sol del atardecer que proporcionaba un relumbre casi rojizo a la piedra amarilla. No había nada austero o sobrecogedor en Aubrey Hall, y a Kate le gustó de inmediato.
– ¿No es preciosa? -susurró Edwina.
Kate asintio.
– Lo bastante preciosa como para hacer casi soportable una semana en compañía de un hombre espantoso.
Edwina se rió y Mary la regañó, pero ni siquiera ella pudo contener una sonrisa indulgente. De todos modos, mientras echaba una ojeada al lacayo que se fue a la parte posterior del coche para descargar el equipaje, le reprendió:
– No deberías decir esas cosas, Kate. Nunca sabes quién está escuchando y es muy poco decoroso hablar de ese modo de nuestro anfitrión.
– No temas, no me ha oído -contestó Kate-. Y aparte, pensaba que lady Bridgerton era nuestra anfitriona. Fue ella quien mandó la invitación.
– El vizconde es el propietario de la casa -respondió Mary.
– Muy bien -admitió Kate y señaló Aubrey Hall con un dramático movimiento de brazo-. En cuanto entre en esa morada sagrada, seré toda dulzura y luz.
Edwina soltó un resoplido.
– Será algo digno de ver.
Mary lanzó a Kate la mirada de una madre que conoce bien a su hija:
– Dulzura y luz son términos que también se aplican en jardinería.
Kate se limitó a sonreír.
– Cierto, Mary, me voy a portar mejor que nunca. Lo prometo.
– Limítate a evitar en lo posible al vizconde.
– Así será -prometió Kate. Mientras él haga todo lo posible para evitar a Edwina.
Un lacayo apareció a su lado e indicó el vestíbulo con un espléndido movimiento arqueado de su brazo.
– Si tienen la amabilidad de entrar -dijo-. Lady Bridgerton está ansiosa por saludar a sus invitados.
Las tres Sheffield se volvieron de inmediato y se encaminaron hacia la entrada principal. Sin embargo, mientras ascendían por los escalones de poca altura, Edwina se volvió a Kate con una sonrisa maliciosa y susurró:
– La dulzura y la luz empiezan a partir de aquí, hermana mía.
– Si no estuviéramos en un lugar público -respondió Kate con voz igualmente acallada-, creo que tendría que pegarte.
Lady Bridgerton se encontraba en el vestíbulo principal cuando entraron en el interior de la mansión. Kate alcanzó a ver los dobladillos ribeteados de unos vestidos en movimiento que desaparecían por lo alto de las escaleras mientras las ocupantes del carruaje anterior dirigían a sus habitaciones.
– ¡Señora Sheffield! – saludó lady Bridgerton al tiempo que cruzaba el vestíbulo hacia ellas -. Qué alegría verla. Y la señorita Sheffield -añadió volviéndose a Kate-, cuánto me alegra que hayan podido venir a vernos.
– Ha sido muy amable al invitarnos -respondió Kate-. Y de veras es un placer escaparse de la ciudad durante una semana.
Lady Bridgerton sonrió.
– ¿Así que en el fondo es una chica de campo?
– Eso me temo. Londres es excitante, y siempre merece la pena una visita, pero prefiero los verdes campos y el aire fresco.
– A mi hijo le pasa lo mismo -dijo lady Bridgerton-. Oh, pasa el tiempo en la ciudad, pero una madre sabe lo que le gusta de verdad.
– ¿El vizconde? -preguntó Kate sin convicción. Parecía un mujeriego consumado, y todo el mundo sabía que el hábitat natural del mujeriego era la ciudad.
– Sí, Anthony. Cuando era niño vivíamos casi siempre aquí. Íbamos a Londres durante la temporada, por supuesto, ya que a mí me encanta asistir a fiestas y bailes, pero nunca pasábamos más de unas pocas semanas. Sólo tras la muerte de mi esposo, trasladamos nuestra primera residencia a la ciudad.
– Lamento mucho su defunción -murmuró Kate.
La vizcondesa se volvió hacia ella con una expresión nostálgica en sus ojos azules.
– Es muy tierno por su parte. Hace ya muchos años que sucedió pero aún le echo de menos, cada día.
Kate notó que un nudo se formaba en su garganta. Recordó cuánto se querían Mary y su padre, y supo que se encontraba en presencia de otra mujer que había experimentado el amor verdadero. Y pronto se sintió terriblemente triste. Porque Mary hubiera perdido su esposo y la vizcondesa al suyo también, y…
Y tal vez, más que nada, porque ella nunca iba a conocer la dicha del amor verdadero.
– Pero nos estamos poniendo sensibleras -dijo de pronto la Bridgerton esbozando una sonrisa tal vez demasiado alegre. Se volvió de nuevo a Mary- y aún no he conocido a su otra hija.
– ¿Aún no? – preguntó Mary frunciendo el ceño -. Supongo que tiene razón. Edwina no pudo asistir a la velada musical en su casa.
– Por supuesto la he visto de lejos con anterioridad -le dijo lady Bridgerton a Edwina mientras le dedicaba una sonrisa deslumbrante.
Mary hizo las presentaciones, y Kate no pudo evitar advertir la manera en que lady Bridgerton evaluaba a Edwina. No había ninguna duda. Había decidido que Edwina constituiría una excelente incorporación a la familia.
Tras unos momentos más de cháchara, lady Bridgerton les ofreció té mientras sus maletas eran trasladadas a sus habitaciones, pero declinaron el ofrecimiento ya que Mary estaba cansada y quería estirarse un rato.
– Como deseen -dijo lady Bridgerton e indicó a una doncella-. Mandaré a Rose para que les enseñe sus habitaciones. La cena es a las ocho. ¿Hay alguna cosa que pueda ofrecerles antes de que se retiren?
Mary y Edwina negaron con la cabeza, y Kate iba a seguir su ejemplo, pero en el último momento dijo:
– De hecho, me gustaría hacerle una pregunta.
Lady Bridgerton sonrió con afecto.
– Por supuesto.
– He advertido al llegar que tiene unos amplísimos jardines de flores. ¿Podría inspeccionarlos?
– ¿Así que usted también es jardinera? -inquirió lady Bridgerton.
– No muy buena -admitió Kate-, pero sí admiro el trabajo de un experto.
La vizcondesa se ruborizó.
– Será un honor que recorra los jardines. Son mi orgullo y alegría. No es que les dedique demasiado tiempo ahora, pero cuando Edmund viv… -Se detuvo para aclararse la garganta-. Es decir, cuando yo pasaba más tiempo por aquí, estaba todo el día con las manos llenas de tierra. Volvía loca del todo a mi madre.
– Y también al jardinero, me imagino -dijo Kate.
La sonrisa de lady Bridgerton se transformó en una risa.
– Ay, desde luego que sí! Era un hombre terrible. Siempre repetía que lo único que las mujeres sabían de flores era aceptarlas como regalo. Pero era el mejor conocedor de las plantas que una pueda imaginar, de modo que aprendí a aguantarle.
– ¿Y él aprendió a aguantarla a usted?
Lady Bridgerton sonrió con aire travieso.
– No, nunca, es la verdad. Pero no permití que eso me detuviera.
Kate esbozó una amplia sonrisa, la mujer le inspiraba simpatía forma instintiva.
– Pero no dejen que las entretenga tanto -dijo lady Bridgerton-. Que Rose las lleve arriba para que puedan instalarse. Y, señorita Sheffield -le dijo a Kate-, estaré encantada de darle una vuelta por los jardines un día de esta semana, si quiere. Me temo que ahora mismo estoy demasiado atareada recibiendo invitados, pero será un placer encontrar tiempo para usted uno de estos días.
– Me encantaría, muchas gracias -dijo Kate, y luego ella, Mary y Edwina siguieron a la doncella escaleras arriba.
Anthony salió de su reducto, de detrás de la puerta ligeramente entreabierta de su despacho, y bajó al vestíbulo para ir al encuentro de su madre.
– ¿Eran las Sheffield este grupo al que saludabas? -preguntó pese a saber a la perfección que así era. Pero su despacho estaba demasiado apartado en el pasillo como para haber oído algo de lo que el cuarteto de mujeres había dicho, de modo que decidió que precisa un breve interrogatorio.
– Cierto, eran ellas -respondió Violet-. Qué familia más encantadora, ¿no crees?
Anthony se limitó a soltar un gruñido.
– Me alegro mucho de haberlas invitado.
Anthony no dijo nada, aunque consideró responder con otro gruñido.
– Las añadí en el último minuto a la lista de invitados.
– No me había fijado -murmuró él.
Violet asintió con la cabeza.
– Tuve que conseguir otros tres caballeros del pueblo para igualar lar las cosas.
– ¿O sea que podemos esperar al párroco a cenar esta noche?
– Y su hermano, que está pasando unos días, y su hijo.
– Creo recordar que el joven John apenas tiene dieciséis años, ¿no es cierto?
Violet se encogió de hombros.
– Estaba desesperada.
Anthony consideró esto. Su madre tenía que estar de veras desesperada para tener a las Sheffield de invitadas en su casa, si eso significaba invitar a cenar a un quinceañero con granos. No es que ella nunca hubiera invitado a un muchacho así a una comida familiar; si no se trataba de actos formales, los Bridgerton rompían las costumbres establecidas y permitían que los menores comieran también en el comedor, sin tener en cuenta la edad. Por eso, la primera vez que Anthony fue a visitar a un amigo, se quedó consternado al comprobar que todo el mundo contaba con que él comería en las habitaciones infantiles.
Pero, de cualquier modo, una reunión social en el campo era una reunión social, y ni Violet Bridgerton permitía que los niños se sentaran a la mesa.
– Creo que ya conoces a las dos señoritas Sheffield -dijo Violet.
Anthony asintió.
– Las dos me parecen encantadoras -continuó su madre-. No se puede decir que dispongan de una fortuna, pero siempre he mantenido que a la hora de buscar esposa la fortuna no es tan importante como el carácter, siempre que el interesado no tenga apuros financieros, por supuesto.
– Que, desde luego, no es -añadió Anthony arrastrando las palabras-, como estoy seguro de que vas a indicar, mi caso.
Violet resopló y le lanzó una mirada altiva.
– No deberías burlarte de mí con tanta ligereza, hijo mío. Sólo estoy comentando la realidad. Deberías postrarte de rodillas a diario y agradecer a tu Creador no tener que casarte con una rica heredera. La mayoría de hombres no gozan del lujo del libre albedrío a la hora de contraer matrimonio, ¿sabes?
Anthony se limitó a sonreír.
– ¿Debería agradecer a mi Creador o a mi madre?
– Eres un bruto.
Le cogió la barbilla con ternura.
– Un bruto que tú criaste.
– Y no fue una tarea fácil -masculló-. Te lo puedo asegurar.
Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.
– Que te diviertas recibiendo a tus invitados, madre.
Violet le puso un ceño, pero estaba claro que su corazón no participaba en aquel gesto.
– ¿A dónde vas? -preguntó mientras él empezaba a alejarse.
– A caminar un poco.
– ¿Ah sí?
Anthony se dio media vuelta, un poco desconcertado por su interés.
– Pues sí. ¿Algún problema?
– No, en absoluto -contestó su madre-. Es sólo que hace siglos que no vas a andar… por el mero placer de andar…
– Hace siglos que no vengo al campo -comentó él.
– Cierto -concedió la vizcondesa-. En tal caso, tienes que ir antes que nada a mis jardines. Están empezando a florecer las primeras especies, es sencillamente espectacular. No hay nada comparable en Londres.
Anthony hizo un ademán con la cabeza.
– Te veré a la hora de cenar.
Violet sonrió y le despidió con la mano. Observó cómo desaparecía por el interior de sus oficinas, que ocupaban la esquina de Aubrey Hall y tenían ventanales que daban al césped lateral.
El interés de su hijo mayor por las Sheffield era muy intrigante. Ay, si al menos pudiera adivinar por qué Sheffield estaba interesado.
Un cuarto de hora más tarde Anthony había salido a pasear por los jardines de flores de su madre. Estaba disfrutando de la contradicción del cálido sol y la fresca brisa cuando oyó el leve sonido de las pisadas de una segunda persona por un sendero cercano. Aquello le picó la curiosidad. Los invitados estaban todos instalándose en sus habitaciones y el jardinero tenía fiesta. Con franqueza, había contado con estar solas.
Se volvió en dirección a las pisadas y avanzó en silencio hasta que llegó al extremo del sendero. Miró a la derecha, luego a la izquierda entonces vio a…
Ella.
¿Por qué, se preguntó, le sorprendía aquello?
Kate Sheffield, vestida con un vestido azul lavanda claro que conjuntaba de un modo encantador con los iris y jacintos, estaba de pie al lado de un arco decorativo de madera que dentro de poco quedaría cubierto de rosas blancas y rosadas.
La observó durante un momento mientras ella acariciaba con los dedos alguna planta vellosa cuyo nombre nunca recordaba, luego se inclinó para olisquear un tulipán holandés.
– No huelen -dijo en voz alta mientras se acercaba despacio hacia ella.
Kate se enderezó al instante, todo su cuerpo reaccionó antes de volverse a mirarle. Anthony se dio cuenta de que le había reconocido la voz, lo cual hizo que sintiera una satisfacción peculiar.
Mientras se aproximaba, indicó con un gesto la brillante floración roja y dijo:
– Son preciosos y bastante raros de ver en un jardín inglés, pero, ay, no tienen perfume.
Kate se demoró en contestar más tiempo de lo que él esperaba, luego dijo:
– Nunca antes había visto un tulipán.
Algo en aquella frase le hizo sonreír a él.
– ¿Nunca?
– Bueno, nunca plantado en la tierra -explicó-. Edwina ha recibido muchos ramos: las flores bulbosas crean sensación este último año. Pero en realidad nunca había visto crecer ninguno.
– Son las flores favoritas de mi madre -dijo Anthony mientras estiraba el brazo para coger uno-. Y los jacintos, por supuesto.
Ella sonrió con curiosidad.
– ¿Por supuesto? -repitió ella.
– Mi hermana pequeña se llama Hyacinth -dijo él tendiéndole la flor-. Oh, ¿no lo sabía?
Negó con la cabeza.
– No.
– Ya veo -murmuró él-. Nuestros nombres siguen ordenadamente las letras del alfabeto, desde Anthony hasta Hyacinth. Es un detalle bastante conocido. Pero, claro, tal vez yo sé mucho más de su vida que usted de la mía.
Los ojos de Kate se agrandaron de sorpresa ante aquella frase enigmática, pero lo único que dijo fue:
– Tal vez sea así.
Anthony alzó una ceja.
– Estoy consternado, señorita Sheffield. Me he puesto toda mi armadura y esperaba que me contestara, «ya sé suficiente».
Kate intentó no poner una mueca al oír la imitación de su voz pero su expresión se torció para decir:
– Le he prometido a Mary que mi comportamiento iba a ser impecable.
Anthony dejó ir una risotada.
– Qué extraño -masculló Kate-. Edwina ha tenido la misa reacción.
Anthony apoyó una mano en el arco, con cuidado de evitar 1as espinas de la enredadera de rosas trepadoras.
– Siento una curiosidad desmedida por saber qué entiende por comportamiento impecable.
Se encogió de hombros y jugueteó con el tulipán que tenía en la mano.
– Espero poder adivinarlo sobre la marcha.
– Pero se supone que no debe discutir con su anfitrión, ¿correcto?
Kate le miró arqueando las cejas.
– Hemos mantenido cierto debate sobre si podemos considerarle nuestro anfitrión. Al fin y al cabo, la invitación fue cursada por su madre.
– Cierto -admitió- pero yo soy el propietario de la casa.
– Sí -masculló ella-, Mary ha dicho lo mismo. Él sonrió con una mueca.
– ¿Esto la está matando, verdad que sí?
– ¿Ser amable con usted? Anthony asintió.
– No es que me resulte la cosa más fácil del mundo.
La expresión de él cambió un tanto, tal vez como si ya se hubiese cansado de bromear con ella. Como si tuviera algo por completo diferente en la cabeza.
– Pero tampoco es lo más difícil, ¿cierto? -murmuró.
– No me cae bien, milord -soltó ella.
– No -dijo él con sonrisa divertida-. Eso pensaba.
Kate empezó a sentir algo muy extraño, parecido a la sensación experimentada en su estudio, justo antes de que él la besara. De repente notó una opresión en la garganta y las palmas de las manos se calentaron. Y sus entrañas… bien, no tenía palabras para describir la sensación de tensión, como un picor, que le comprimía el abdomen.
De forma instintiva, tal vez como un impulso de supervivencia, dio un paso atrás.
Él parecía divertido, como si supiera con exactitud qué estaba pensando.
Kate jugueteó un poco más con la flor, luego manifestó de forma brusca:
– No la debería haber cortado.
– Debe tener un tulipán -dijo él como si tal cosa-. No es justo que Edwina reciba todas las flores.
El estómago de Kate, con la tensión y hormigueo que ya sentía, se revolvió un poco.
– De todos modos -consiguió decir-, no hay duda de que su jardinero no apreciará la mutilación de su obra.
Él sonrió con expresión maliciosa.
– Culpará a uno de mis hermanos pequeños.
Kate no pudo evitar sonreír.
– Pues aún tendré peor opinión de usted por recurrir a tretas de este tipo -manifestó ella.
– ¿No la tiene ya?
Kate sacudió la cabeza.
– Ya le digo, no creo que mi opinión de usted pueda hundirse mucho más.
– ¡Oh! -Anthony agitó un dedo en su dirección-. Pensaba que su comportamiento iba a ser impecable.
Kate miró a su alrededor.
– No cuenta si no hay nadie cerca que pueda oírme, ¿no cree?
– Yo puedo oírla.
– Usted sí que no cuenta, de eso tengo la certeza.
Él inclinó la cabeza un poco más en dirección a Kate.
– Y yo que pensaba que era el único que contaba.
Kate no dijo nada, ni siquiera quería mirarle a los ojos. Cada vez que se permitía una mirada a esas profundidades aterciopeladas, su estómago se revolvía de nuevo.
– ¿Señorita Sheffield?
Ella alzó la vista. Gran error. El estómago otra vez.
– ¿Por qué me va detrás? -preguntó ella.
Anthony se apartó del poste de madera y se irguió.
– Lo cierto es que no era mi intención. A mí me ha sorprendido tanto encontrarla como a usted encontrarme a mí. -Aunque, pensó con mordacidad, no debería de haberle sorprendido. Tendría que haberse percatado de que su madre andaba detrás de algo desde el momento en que sugirió por dónde debería ir a pasear.
Pero ¿era posible que su madre le dirigiera hacia la otra señorita Sheffield? Sin duda ella no prefería a Kate antes que a Edwina como futura nuera.
– Pero ahora que la he encontrado -dijo-, hay algo que quiero decirle.
– ¿Algo que aún no me ha dicho? -preguntó en broma-. No puedo imaginármelo.
Él paso por alto aquella pulla.
– Quería disculparme.
Eso acaparó toda la atención de Kate.
– Disculpe, ¿cómo ha dicho? -preguntó. A Anthony le pareció que su voz había sonado como un graznido.
– Le debo una disculpa por mi conducta de la otra noche -dijo él-. La traté con suma rudeza.
– ¿Se disculpa por el beso? -preguntó ella, quien aún parecía bastante perpleja.
¿El beso? Ni siquiera había considerado disculparse por el beso. Nunca se había disculpado por un beso, nunca antes había besado a alguien con quien fuera necesario disculparse por eso. De hecho, había estado pensando más bien en las cosas desagradables que le había dicho después del beso.
– Err… sí -mintió-. El beso. Y también por lo que dije.
– Ya veo -murmuró ella-. Creía que los mujeriegos no se disculpaban.
Anthony dobló la mano y luego formó un puño. Era francamente incordiante esta maldita costumbre de ella: siempre llegando a conclusiones sobre él.
– Pues este mujeriego sí lo hace -dijo en tono cortante.
Kate respiró hondo, luego soltó una exhalación lenta y prolongada.
– Entonces acepto la disculpa.
– Excelente -respondió él y le dedicó una sonrisa victoriosa. ¿Me permite que la acompañe de regreso a la casa?
Ella asintió.
– Pero no crea que eso quiere decir que voy a cambiar de opinión en lo que respecta a usted y Edwina.
– Jamás se me ocurriría pensar que sea tan fácil de convencer -dijo y hablaba con sinceridad.
Kate se volvió con una mirada sorprendentemente directa, incluso en ella.
– Los hechos siguen siendo que me besó a mí -dijo sin rodeos.
– Y usted a mí -no pudo resistirse a responder.
Las mejillas de Kate adquirieron un matiz sonrosado delicioso.
– Los hechos siguen siendo -repitió ella con decisión- que sucedió. Y si se casara con Edwina, a pesar de su reputación, que no me parece algo intranscendente…
– No -murmuró él interrumpiéndola con un suave tono aterciopelado-, no pensaba que le pareciera…
Ella le fulminó con la mirada.
– A pesar de su reputación, el incidente perduraría entre nosotros. Una vez que ha sucedido algo, no se puede borrar.
El demoniejo que Anthony llevaba dentro le instó a preguntar arrastrando las sílabas «¿algo?» para que ella repitiera, «el beso», pero finalmente sintió lástima de ella y lo dejó pasar. Además, Kate tenía razón. El beso siempre quedaría entre ellos. Incluso en este instante, en que ella tenía las mejillas sonrojadas por el azoramiento y los labios apretados por la irritación, no pudo evitar preguntarse qué se sentiría al estrecharla en sus brazos, cómo sabría ella si bordeaba el contorno de labios con su lengua.
¿Olería como el jardín? ¿O conservaría en su piel esa fragancia enloquecedora a lirio y jabón? ¿Se fundiría ella en su abrazo? ¿O le apartaría para salir corriendo hacia la casa?
Sólo había una manera de enterarse, una manera que acabaría para siempre con sus opciones de conseguir la mano de Edwina.
Pero, como había comentado Kate, casarse con Edwina tal vez le acarreara demasiadas complicaciones. Al fin y al cabo no tenía que ser demasiado cómodo estar deseando siempre a la cuñada de uno.
Tal vez había llegado el momento de besar de nuevo a Kate Sheffield, aquí, entre la belleza perfecta de los jardines de Aubrey Hall, con las flores rozándoles las piernas y el olor a lilas suspendido en el aire.
Tal vez…
Tal vez…