Contrariamente a la opinión popular, Esta Autora es consciente de que se la considera una especie de cínica.
Pero, Querido Lector, eso no podría estar más lejos de la verdad. Pocas cosas gustan más a Esta Autora que un final feliz. Y si eso la convierte en una tonta romántica, pues bienvenido sea.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
15 de junio de 1814
Para cuando Anthony alcanzó el carruaje volcado, Edwina había conseguido salir arrastrándose de los restos del vehículo y estiraba un trozo destrozado de madera en un intento de abrir un hueco en el otro lado del carruaje. Tenía rota la manga del vestido y el dobladillo raído y sucio, pero no parecía darse cuenta de ello mientras tiraba desesperadamente de la puerta atascada. Newton saltaba y se revolvía a sus pies con ladridos agudos y frenéticos.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Anthony con voz cortante y nerviosa mientras descendía del caballo.
– No sé -contestó Edwina entre jadeos, secándose las lágrimas que surcaban su rostro-. El señor Bagwell no es un conductor demasiado experimentado, creo, y luego Newton se soltó y entonces… yo ya no sé qué sucedió. Estábamos circulando y a continuación…
– ¿Dónde está el señor Bagwell?
Ella indicó el otro lado del carruaje.
– Salió disparado. Se dio en la cabeza. Pero se pondrá bien. Pero Kate…
– ¿Qué sucede con Kate? -Anthony se puso de rodillas para intentar ver entre los restos. Todo el vehículo se había volcado y el lado derecho se había aplastado mientras seguía rodando-. ¿Dónde está?
Edwina tragó saliva con nerviosismo y su voz prácticamente no pasó del susurro:
– Creo que está atrapada dentro del carruaje.
En ese momento Anthony saboreó la muerte. Sabía amarga en su garganta, metálica y dura. Le arañaba la carne como un cuchillo, le atragantaba y comprimía, se llevaba el aire de sus pulmones.
Anthony zarandeó con brutalidad el carruaje, en un intento de abrir un hueco de mayor tamaño. La situación no era tan atroz como le había parecido durante el accidente, pero aquello no sirvió demasiado para calmar su corazón acelerado.
– ¡Kate! -aulló, aunque intentaba sonar calmado, poco preocupado-. Kate, ¿puedes oírme?
El único sonido que oyó como respuesta, no obstante, fue el relincho de los caballos. Maldición. Tendría que librarles de los arneses y soltarlos antes de que se pusieran nerviosos y empezaran a estirar de los restos del vehículo.
– ¿Edwina? -llamé Anthony bruscamente por encima del hombro.
Ella se apresuró a acercarse a su lado retorciéndose las manos.
– ¿Sabes quitar los arreos a los caballos?
Hizo un gesto afirmativo.
– No soy demasiado rápida, pero puedo hacerlo.
Anthony indicó con la cabeza a los mirones que se acercaban corriendo.
– Intenta que alguien te ayude.
Ella volvió a asentir y se puso rápidamente a trabajar.
– ¿Kate? -gritó de nuevo Anthony. No veía nada, un banco desplazado bloqueaba la entrada-. ¿Puedes oírme?
Ninguna respuesta.
– Intentémoslo por el otro lado – se oyó la voz frenética de Edwina-. La abertura no está tan aplastada.
Anthony se puso de pie y dio corriendo la vuelta a la parte posterior del carruaje. La puerta ya se había salido de las bisagras y dejaba un agujero lo bastante grande como para que pudiera meter el tronco por él.
– ¿Kate? -llamó intentando no prestar atención al tono de pánico de su voz. Cada respiración que daba parecía demasiado sonora, reverberaba en el comprimido espacio y le recordaba que él no oía los mismos sonidos de Kate.
Y entonces, mientras apartaba un cojín que se había volcado, la vio. Estaba terriblemente quieta, pero no parecía encontrarse en una postura poco natural, y no vio sangre.
Eso tenía que ser buena señal. No sabía demasiado de medicina, pero se aferró a aquella idea como si fuera un milagro.
– No puedes morirte, Kate -dijo mientras apartaba con dedos aterrorizados los restos de madera, desesperado por abrir una abertura que fuera lo bastante ancha para sacarla-. ¿Me oyes? ¡No puedes morirte!
Un trozo punzante de madera le cortó el dorso de la mano, pero Anthony no advirtió la sangre que corrió por su piel mientras tiraba de otro madero roto-. Mejor que sigas respirando -advirtió con voz temblorosa, peligrosamente próxima a un sollozo-. No tenías que ser tú. Nunca se ha supuesto que fueras a ser tú. No te toca. ¿Me entiendes?
Retiró otro trozo de madera rota y se estiró a través del hueco abierto para cogerle la mano. Le encontró el pulso con los dedos, que a él le pareció bastante constante, pero seguía siendo imposible distinguir si sangraba o si se había roto la espalda o si se había dado en la cabeza o si…
Su corazón se estremeció. Había tantas maneras de morir. Si una abeja podía acabar con un hombre en la flor de la vida, sin duda un accidente de carruaje podría llevarse la vida de una pequeña mujer.
Anthony agarró el último trozo de madera que se interponía en su camino e intentó levantarlo, pero no se movió.
– No me hagas esto -musitó-. Ahora, no. No te toca todavía. ¿Me oyes? ¡A ella no le toca! Sintió algo húmedo en sus mejillas y comprendió débilmente que eran lágrimas. – Se suponía que me tocaba a mí -dijo atragantándose-. Siempre se había supuesto que me tocaba a mí.
Y entonces, justo mientras se preparaba para dar otro tirón desesperado a la madera, los dedos de Kate le rodearon con fuerza la muñeca. La mirada de Anthony voló al rostro de ella, justo a tiempo de ver sus ojos abiertos, claros, sin apenas pestañear.
– ¿De qué diablos estás hablando? -preguntó con voz sumamente lúcida y despierta del todo.
Un gran alivio invadió su pecho con tal rapidez que casi le duele.
– ¿Estás bien? -preguntó, su voz temblaba con cada sílaba.
Ella puso una sonrisa, luego dijo:
– Estaré bien.
Anthony hizo una pausa apenas unos segundos para considerar qué palabras elegir.
– Pero ¿te encuentras bien ahora?
Kate soltó una pequeña tos, y Anthony se la imaginó retorciéndose de dolor.
– Me he hecho algo en la pierna -admitió-. Pero no creo que esté sangrando.
– ¿Te sientes débil? ¿Mareada? ¿Desfallecida?
Kate negó con la cabeza.
– Es sólo un dolor. ¿Y tú qué haces aquí?
Él sonrió entre lágrimas.
– Vine a buscarte.
– ¿Ah sí? -susurró.
Anthony asintio.
– Vine a… es decir, comprendí que… -Tragó saliva con nerviosismo. Nunca había soñado que llegaría el día en que diría estas palabras a una mujer; se habían hecho tan grandes en su corazón que costó un gran esfuerzo empujarlas afuera-: Te quiero, Kate -dijo con voz entrecortada-. He tardado un poco en entenderlo, pero así es, y tenía que decírtelo. Hoy.
Los labios de Kate formaron temblorosos una sonrisa mientras indicaba con la barbilla el resto de su cuerpo.
– Pues eres oportuno de verdad.
Por asombroso que pareciera, Anthony se encontró devolviéndole la sonrisa.
– Casi te alegras de que tardara tanto, ¿eh? Si te lo hubiera dicho la semana pasada, hoy no te habría seguido al parque.
Ella le sacó la lengua, algo que, teniendo en cuenta las circunstancias, hizo que la quisiera aun más.
– Tú sácame de aquí -dijo.
– Entonces ¿me dirás que me quieres? -bromeó.
Kate sonrió, con nostalgia y ternura, e hizo un gesto de asentimiento.
Por supuesto, aquello valía como declaración, y pese a estar arrastrándose entre los restos del carruaje volcado y pese a encontrarse Kate atrapada en el maldito carruaje, muy posiblemente con una pierna rota, de pronto le invadió una abrumadora sensación de satisfacción y paz.
Y comprendió que no se había sentido así durante casi doce años, desde la tarde fatídica en que había entrado en el dormitorio de sus padres para ver a su padre muerto en la cama, frío e inmóvil.
– Ahora voy a tirar de ti para sacarte -explicó metiéndole los brazos por debajo de la espalda-. Te hará daño en la pierna, me temo, pero no podemos evitarlo.
– Ya me duele la pierna -dijo ella sonriendo con valentía-. Sólo quiero salir de aquí.
Anthony le dedicó un único ademán serio, luego la rodeó con las manos y comenzó a tirar.
– ¿Qué tal va? -preguntó, el corazón se le detenía cada vez que ella hacía un gesto de dolor.
– Bien -contestó con un resuello, pero Anthony podía distinguir que le echaba valor.
– Voy a tener que darte un poco la vuelta -dijo al advertir un trozo de madera rota y punzante que amenazaba desde arriba. Iba a ser difícil maniobrar para esquivarlo. No le importaba lo más mínimo rasgarle la ropa. ¡Cuernos!, le compraría un centenar de vestidos nuevos si ella prometía no volver a montarse en un carruaje conducido por otra persona que no fuera él, pero no podía soportar la idea de arañarle la piel ni un solo centímetro. Ya había sufrido bastante. No necesitaba más.
– Tengo que sacarte primero por la cabeza -le explicó-. ¿Crees que puedes volverte poco a poco tú misma? Justo lo suficiente para que yo pueda sujetarte por debajo de los brazos.
Ella asintió y, apretando los dientes, se fue meneando concienzudamente, centímetro a centímetro, incorporada sobre las manos mientras desplazaba las caderas siguiendo el sentido de las manecillas del reloj.
– Así -le dijo Anthony dándole ánimo-. Ahora voy a…
– Haz lo que tengas que hacer -dijo Kate entre dientes-. No hace falta que me lo expliques.
– Muy bien -respondió él mientras empezaba a retroceder hacia atrás hasta que sus rodillas se agarraron a algo en la hierba. Tras contar mentalmente hasta tres, apretó los dientes y empezó a tirar de ella.
Y se detuvo un segundo después, cuando Kate soltó un chillido ensordecedor. Si no hubiera estado tan convencido de que iba a morirse en los próximos nueve años, habría jurado que ella acababa de quitarle diez.
– ¿Estás bien? -le preguntó con apremio.
– Estoy bien -insistió. Pero respiraba con dificultad, resoplando entre sus labios fruncidos, con el rostro tenso de dolor.
– ¿Qué ha sucedido? – Se oyó una voz desde el exterior del carruaje. Era Edwina, que ya había acabado con los caballos y sonaba frenética. He oído gritar a Kate.
– ¿Edwina? -preguntó Kate torciendo el cuello para intentar ver el exterior-. ¿Estás bien? -Tiró de la manga de Anthony-. ¿Se encuentra bien Edwina? ¿Ha sufrido algún daño? ¿Necesita un médico?
– Edwina está bien – contestó-. La que necesita un médico eres tú.
– ¿Y el señor Bagwell?
– ¿Cómo está el señor Bagwell? -preguntó Anthony a Edwina, con voz cortante mientras se concentraba en desplazar trabajosamente a Kate entre los restos.
– Se ha dado un golpe en la cabeza, pero ya se ha puesto en pie.
– No es nada. ¿Puedo ayudar? -Se oyó una voz masculina preocupada.
Anthony tenía la sensación de que el accidente había sido tanto culpa de Newton como de Bagwell, pero de todos modos el joven era quien llevaba el control de las riendas. Anthony no se sentía inclinado a ser caritativo con él justo en aquel momento.
– Ya le avisaré -dijo cortante antes de volverse a Kate y decir-: Bagwell se encuentra bien.
– No puedo creer que me haya olvidado de preguntar por ellos.
– Estoy seguro de que perdonarán tu lapsus, dadas las circunstancias -dijo Anthony retrocediendo aún más hasta que se encontró casi fuera por completo del carruaje. Ahora Kate estaba colocada en la abertura; sólo haría falta un tirón más, bastante largo y casi seguro doloroso, para sacarla.
– ¿Edwina? ¿Edwina? -llamó Kate-. ¿Estás segura de que no estás herida?
Edwina metió la cara por la abertura.
– Estoy bien -dijo tranquilizadora-. El señor Bagwell salió despedido y yo pude…
Anthony la apartó de un codazo.
– Aprieta los dientes, Kate -ordenó.
– ¿Qué? Me dic… ¡Aaaayyyy!
Con un solo estirón, la sacó por completo del amasijo y los dos aterrizaron en el suelo, respirando con dificultad. Pero mientras la hiperventilación de Anthony era consecuencia del esfuerzo, era evidente que la de Kate respondía a un dolor intenso.
– ¡Santo cielo! -Edwina casi gritó-. ¡Mira su pierna!
Anthony echó un vistazo a Kate y sintió que el estómago se le revolvía. Su pantorrilla estaba torcida y doblada, y era más que obvio que se la había roto. Tragó saliva con nerviosismo en un intento de que no se notara tanto su inquietud. Una pierna se podía componer, cierto, pero también había oído casos de hombres que habían perdido sus extremidades a causa de infecciones y malas atenciones de los médicos.
– ¿Qué le pasa a mi pierna? -preguntó Kate-. Duele, pero… ¡Oh Dios mío!
– Mejor que no mires -dijo Anthony intentando ladear su barbilla en otra dirección.
La respiración de Kate, que ya era rápida por el esfuerzo de intentar controlar el dolor, se volvió desigual y nerviosa.
– Oh, Dios mío -dijo con un resuello-. Me duele. No me había percatado de cómo duele hasta que he visto…
– No mires -ordenó Anthony.
– Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
– ¿Kate? -Edwina se interesó con voz preocupada y se inclinó hacia delante-. ¿Te encuentras bien?
– ¡Mira mi pierna! -casi chilla Kate-. ¿Qué aspecto tiene?
– En realidad me refería a tu cara. Estás un poco verde.
Pero Kate no pudo responder. Su respiración cada vez era más desigual. Y entonces, con Anthony, Edwina, el señor Bagwell y Newton mirándola fijamente, entornó los ojos, tiró hacia atrás la cabeza y se desmayó.
Tres horas después, Kate se encontraba instalada en su cama, estaba claro que poco cómoda pero al menos sin tantos dolores gracias al láudano que Anthony le había obligado a tragar en cuanto llegaron a casa. Los tres cirujanos que Anthony había llamado habían compuesto su pierna (como habían indicado los tres cirujanos, no hacía falta más de uno para encajar un hueso, pero Anthony se había cruzado de brazos con gesto implacable y se había quedado mirándoles hasta que se callaron), y otro doctor se había acercado para dejar varias recetas que juró que acelerarían el proceso de recuperación y la soldadura.
Anthony la había mimado como si fuera una gallina clueca, cuestionaba cualquier movimiento de los doctores hasta que uno de ellos tuvo la audacia de preguntarle cuándo había obtenido el diploma del Real Colegio de Médicos.
A Anthony no le había hecho gracia.
Pero después de mucha arenga, la pierna de Kate estuvo entablillada, y a ella le informaron que contara con pasar el menos un mes en cama.
– ¿Un mes? -gimió Kate a Anthony en cuanto el último de los cirujanos se marchó-. ¿Cómo podré aguantar tanto tiempo?
– Podrás dedicarte de nuevo a la lectura -sugirió él.
Kate soltó una exhalación impaciente por la nariz; era difícil respirar por la boca mientras apretaba los dientes.
– No era consciente de que tenía lectura atrasada.
Probablemente Anthony sintió la tentación de echarse a reír, pero consiguió contenerse:
– Tal vez puedas dedicarte a la costura -sugirió.
Kate le lanzó una mirada iracunda. Como si la perspectiva de la costura fuera a hacer que se sintiera mejor.
Anthony se sentó con cautela sobre el borde de la cama y le dio unas palmaditas en el dorso de la mano.
– Te haré compañía -dijo con una sonrisa alentadora-. Ya había decidido rebajar las horas que paso en el club.
Kate suspiró. Estaba cansada, malhumorada y dolorida, y se la tomaba con su marido, algo que no era justo. Volvió la mano hacia arriba para juntar su palma con la de él y luego se entrelazaron los dedos.
– Te quiero, lo sabes -dijo con voz suave.
Él le dio un apretón e hizo un gesto de asentimiento, el cariño en su mirada al mirarla decía más que cualquier palabra.
– Me dijiste que no te quisiera -continuó Kate.
– Fui un burro.
Kate no le contradijo. Un movimiento de los labios de Anthony le comunicó que había tomado nota de que por una vez no le había llevado la contraria. Tras un momento de silencio, ella dijo:
– En el parque hablabas de cosas muy raras.
Anthony no retiró la mano, pero su cuerpo retrocedió un poco.
– No sé a qué te refieres -contestó.
– Creo que sí lo sabes -le dijo con dulzura.
Anthony cerró los ojos durante un momento, luego se levantó y sus dedos fueron descendiendo por la mano de ella hasta que finalmente no se tocaron. Hacía muchos años que guardaba celosamente sus peculiares convicciones para sí. Parecía lo mejor. La gente podía creerle, y por consiguiente preocuparse, o no hacerlo y pensar que estaba loco.
Ninguna opción resultaba especialmente atractiva.
Pero este día, en el calor de un momento de terror, se lo había soltado a su esposa. Ni siquiera recordaba con exactitud lo que había dicho, pero había sido lo suficiente para que ella sintiera curiosidad. Y Kate no era el tipo de persona que no satisfaciera su curiosidad. Podía intentar evitarla todo lo que quisiera, pero al final se lo sacaría. Nunca había habido una mujer más cabezota.
Se fue hasta la ventana y se apoyé en el alféizar, mirando hacia delante como si de verdad pudiera ver el paisaje urbano a través de los pesados cortinajes borgoñas que hacía rato había cerrado.
– Hay algo que deberías saber de mí -susurró.
Kate no dijo nada, pero él sabía que le había oído. Tal vez fuera el sonido que hizo al cambiar de posición en la cama, tal vez fuera la electricidad que llenaba el aire. Pero lo supo de algún modo.
Se volvió. Habría sido más fácil hablarle a las cortinas, pero ella se merecía algo mejor. Kate estaba sentada en la cama con la pierna reposando sobre almohadones y los ojos muy abiertos, llenos de una mezcla desgarradora de curiosidad y preocupación.
– No sé cómo contarte esto sin que suene ridículo.
– A veces lo más fácil es decirlo y ya está -murmuró ella. Dio una palmada sobre un punto vacío de la cama-. ¿Quieres sentarte a mi lado?
Él negó con la cabeza. La proximidad sólo serviría para dificultar todo aún más.
– Algo me sucedió cuando mi padre murió -comenzó.
– Estabas muy unido a él, ¿no es cierto?
Él asintió.
– Más unido de lo que haya estado a cualquiera, hasta que te conocí.
Los ojos de ella brillaron.
– ¿Qué sucedió?
– Fue muy inesperado -explicó. Su voz era uniforme, como si estuviera relatando una oscura noticia en vez del suceso más inquietante de su vida-. Una abeja, te lo conté.
Kate asintió.
– ¿Quién iba a pensar que una abeja fuera a matar a un hombre?-dijo Anthony con risa cáustica-. Habría sido gracioso de no ser tan trágico.
Ella no dijo nada, sólo le miró con un afecto que le rompió el corazon.
– Permanecí a su lado durante toda la noche -continuó, y se volvió ligeramente para no tener que mirarle a los ojos-. Estaba muerto, por supuesto, pero me hacía falta un poco más de tiempo. Me limité a quedarme sentado a su lado y observar su rostro. -De sus labios se escapó otra breve carcajada enojada-. Dios, que necio era. Creo que medio esperaba que abriera los ojos en cualquier momento.
– A mí eso no me parece ninguna necedad -dijo Kate con voz suave-. Yo también he visto muertos. Cuesta creer que alguien haya fallecido cuando su aspecto es tan normal y se le ve tan sereno, en paz.
– No sé cuando sucedió -explicó Anthony- pero por la mañana yo ya estaba convencido.
– ¿De que estaba muerto? -preguntó ella.
– No -dijo con brusquedad-, de que yo también moriría.
Anthony esperó a que ella hiciera algún comentario, esperó a que gritara, a que hiciera cualquier cosa, pero Kate continuó allí sentada mirándole sin ningún cambio perceptible en su expresión, hasta que finalmente él tuvo que decir:
– No soy tan gran hombre como mi padre.
– Tal vez él no estuviera de acuerdo -dijo ella con calma.
– Bien, él no está aquí para explicarlo, ¿cierto? -soltó Anthony.
De nuevo, Kate no dijo nada. De nuevo, él se sintió fatal.
Maldijo en voz baja y se apretó las sienes con los dedos. Su cabeza parecía querer estallar. Empezaba a sentirse mareado, y se percató en ese momento de que no se acordaba de cuándo había comido por última vez.
– Yo puedo opinar -dijo en voz baja-. Tú no le conociste.
Se hundió contra la pared con una exhalación larga, cansina, y continuó:
– Déjame explicártelo. No hables, no interrumpas, no opines. Me cuesta mucho ya de por sí contarlo. ¿Puedes hacer eso por mí?
Ella asintió.
Anthony tomó aliento con respiración temblorosa.
– Mi padre era el mejor hombre que he conocido. No pasa un día sin que me dé cuenta de que no estoy a su altura. Yo sabía que él era todo a lo que yo podía aspirar. Seguramente no pueda igualar su grandeza, pero si al menos pudiera aproximarme a él, me sentiría satisfecho. Eso es lo único que quiero. Sólo aproximarme.
Miró a Kate. No estaba seguro de por qué. Tal vez en busca de ánimo, tal vez comprensión. Tal vez sólo para verle el rostro.
– Si una cosa sabía -susurró, encontrando de algún modo el valor para mantener su vista fija en la de ella- era que nunca le superaría, ni siquiera en edad.
– ¿Qué intentas decirme? -murmuró ella.
Anthony se encogió de hombros con impotencia.
– Sé que no tiene sentido. Sé que no puedo ofrecer una explicación racional. Pero desde la noche en que estuve sentado junto al cadáver de mi padre, he sabido que era imposible que viviera más que él.
– Ya veo -dijo ella con calma.
– ¿Ah sí? -Y entonces, como si una presa hubiera reventado, las palabras escaparon a borbotones, todo salió de él: por qué se había mostrado tan opuesto a casarse por amor, los celos que había sentido al percatarse de que ella se había enfrentado a sus demonios y que los había vencido.
Observó a Kate que se llevaba una mano a la boca y se mordía el extremo del pulgar. Le había visto hacer eso antes, advirtió: cada vez que algo la inquietaba o cuando meditaba profundamente.
– ¿Cuántos años tenía tu padre cuando murió? -preguntó.
– Treinta y ocho.
– ¿Cuántos años tienes tú ahora?
La miró con curiosidad, ella sabía su edad. Pero de todos modos la dijo:
– Veintinueve.
– O sea, que según tus cálculos nos quedan nueve años.
– Como mucho.
– Y tú lo crees de veras.
Él hizo un gesto afirmativo.
Kate apretó los labios y soltó una larga exhalación por la nariz. Por fin, después de lo que pareció un silencio eterno, volvió a mirarle con ojos claros y directos y dijo:
– Bien, estás equivocado.
Por extraño que fuera, el tono rotundo de su voz fue bastante tranquilizador. Anthony notó que incluso un extremo de su boca se elevaba formando la más débil de las sonrisas.
– ¿Crees que no soy consciente de lo ridículo que suena todo esto?
– No creo que suene ridículo en absoluto. En sí parece una reacción perfectamente normal, sobre todo si se considera cuánto adorabas a tu padre. -Se encogió de hombros como si supiera de qué hablaba y ladeó un poco la cabeza-. Pero de cualquier modo te equivocas.
Anthony no dijo nada.
– La muerte de tu padre fue un accidente -dijo Kate-. Un accidente. Una de esas terribles y horribles vueltas que da la vida y que nadie pudo haber presagiado.
Anthony se encogió de hombros con gesto fatalista.
– Probablemente a mí me sucederá lo mismo.
– Oh, por el amor de… -Kate consiguió morderse la lengua una milésima de segundo antes de blasfemar-. Anthony, yo también podría morirme mañana. Podría haber muerto hoy mismo cuando el carruaje se volcó encima mío.
Él palideció.
– No me recuerdes eso.
– Mi madre murió cuando tenía mi edad -le recordó Kate con dureza-. ¿Alguna vez has pensado en eso? Según tus reglas, yo debería morir por mi próximo cumpleaños.
– No seas…
– ¿Tonta? -concluyó ella por él.
Se hizo un silencio durante todo un minuto.
Por fin Anthony dijo, con voz apenas más audible que un susurro:
– No sé si podré superarlo.
– No tienes que superarlo -dijo Kate. Se mordió el labio inferior, que le había empezado a temblar, y luego puso la mano sobre el punto vacío de la cama-. ¿Puedes acercarte aquí para que pueda cogerte la mano?
Anthony se acercó al instante; el calor de su contacto le invadió y se extendió por su cuerpo hasta acariciar su mismísima alma. Y en ese momento esto era más que amor. Esta mujer le hacía sentirse mejor persona. Había sido bueno y fuerte y bondadoso siempre, pero con ella a su lado era algo más.
Y juntos podrían hacer cualquier cosa.
Casi le hizo pensar que cuarenta años tal vez no fuera un sueño tan imposible.
– No tienes que superarlo -repitió ella y sus palabras flotaron con suavidad entre ellos-. Para ser sincera, no sé cómo podrás superarlo del todo hasta que tengas treinta y nueve años. Pero lo que puedes hacer -le dio un apretón en la mano, y Anthony se sintió aún más fuerte que momentos antes – es negarte a permitir que domine tu vida.
– Comprendí eso esta mañana -susurró él- cuando supe que tenía que decirte que te quería. Pero, de algún modo, ahora… ahora lo sé.
Ella asintió y él vio cómo se llenaban sus ojos de lágrimas.
– Tienes que vivir cada hora como si fuera la última -dijo Kate- y cada día como si fueras inmortal. Cuando mi padre se puso enfermo, lamenté tantas cosas. Había tantas cosas que deseaba haber hecho, eso me contó. Siempre suponía que contaba con más tiempo. Eso es algo que siempre he llevado conmigo. ¿Por qué diantres crees que decidí tocar la flauta a una edad tan avanzada? Todo el mundo me decía que era demasiado mayor, que para conseguir hacerlo bien de verdad tenía que haber empezado de niña. Pero en realidad ésa no es la cuestión. No me hace falta ser tan buena. Sólo necesito disfrutar por mí misa. Y necesito saber que lo he intentado.
Anthony sonrió. Era una flautista terrible. Ni Newton podía soportar escucharla.
– Pero lo contrario también es cierto -añadió Kate con ternura-. No puedes rehuir retos nuevos o evitar el amor porque pienses que tal vez no vayas a estar aquí para cumplir tus sueños. Al final, lamentarás tantas cosas como mi padre.
– Yo no quería amarte -susurró Anthony-. Era la cosa que mas miedo me daba, por encima de todas. Había acabado por acostumbrarme bastante a mi extraña visión de la vida. En realidad casi me sentía cómodo. Pero el amor… -Su voz se entrecortó; el sonido sofocado sonó poco viril, le volvió vulnerable. Pero no le importó porque estaba con Kate.
Y no le importaba que ella conociera sus temores más profundos, porque sabía que le quería pese a todo. Era una sublime sensación de liberación.
– He visto el amor verdadero -continuó-. No he sido el granuja cínico que la sociedad ha querido retratar. Sabía que existía el amor. Mi madre, mi padre… -Se detuvo para tomar aliento de forma irregular. Era lo más duro que había hecho en su vida, y no obstante sabía que tenía que pronunciar aquellas palabras. Por difícil que fuera soltarlas, sabía que al final su corazón renacería-. Estaba tan seguro de que lo único que podría… hacer… que… en realidad no sé cómo llamarlo…, este conocimiento de mi propia mortalidad… -Se pasó la mano por el pelo buscando con afán las palabras-. El amor era la única cosa que lo hacía de verdad insoportable. ¿Cómo podía amar a alguien, sincera y profundamente, y saber que estábamos sentenciados?
– Pero no estamos sentenciados -dijo Kate apretando su mano.
– Lo sé. Me enamoré de ti y entonces lo supe. Aunque esté en lo cierto, aunque mi destino sea vivir sólo hasta la edad de mi padre, no estoy condenado. -Se inclinó hacia delante y rozó los labios de Kate con un beso liviano-. Te tengo -susurró- y no voy a malgastar ni un solo momento que tengamos juntos.
Los labios de Kate formaron una sonrisa.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Significa que el amor no tiene que ver con tener miedo a que te lo arrebaten. El amor tiene que ver con encontrar a la persona que te llene el corazón, que te hace ser una persona mejor de lo que nunca soñaste ser. Tiene que ver con mirar a tu mujer a los ojos y estar convencido hasta lo más hondo de que ella es sencillamente la mejor persona que has conocido.
– Oh, Anthony -susurró Kate con lágrimas surcando sus mejillas -. Eso es lo que siento por ti.
– Cuando pensaba que te habías muerto…
– No digas eso -dijo con voz entrecortada-. No tienes que revivir eso.
– No, pero tengo que explicártelo. Fue la primera vez, incluso después de todos estos últimos años esperando mi propia muerte, que de verdad supe qué significaba morir. Porque si tú hubieras fallecido… no me quedaría nada por lo que vivir. No sé cómo lo consiguió mi madre.
– Tenía a sus hijos -dijo Kate-. No podía dejaros.
– Lo sé -susurró-, pero cuánto debió de sufrir…
– Creo que el corazón humano es más fuerte de lo que nosotros nos imaginamos.
Anthony se quedó mirándola durante un largo instante, sus miradas se unieron hasta que él se sintió como si fueran la misma persona. Luego, con mano temblorosa, la cogió por la nuca y se inclinó para besarla. La adoró con sus labios, le ofreció cada gramo de amor, devoción, veneración y oración que sentía en su alma.
– Te amo, Kate -susurró, soplando contra su boca aquellas palabras-. Te quiero tanto.
Ella asintió, pues no podía hacer sonido alguno.
– Y justo ahora, deseo… deseo…
Y entonces sucedió la cosa más extraña. Se le escapó una carcajada. Le invadió la pura dicha del momento, y tuvo que contenerse para no levantar a Kate y lanzarla en volandas por el aire.
– ¿Anthony? -preguntó, sonaba confundida y divertida a partes iguales.
– ¿Sabes qué más significa amor? -murmuró al tiempo que plantaba sus manos a ambos lados del cuerpo de Kate y dejaba que su nariz se apoyara en la de ella.
Kate negó con la cabeza.
– No podría ni aventurar una respuesta.
– Significa -refunfuñó- que estoy empezando a encontrar esta pierna rota un puñetero fastidio.
– Ni la mitad que yo, milord -dijo dedicando un mirada compungida a su pierna rota.
Anthony frunció el ceño.
– Dos meses sin hacer ejercicio, ¿eh?
– Al menos.
Puso una mueca, y en ese momento su aspecto era exactamente el del mujeriego del que en una ocasión ella le había acusado ser.
– Está claro -murmuró- que tendré que ser muy, pero que muy delicado.
– ¿Está noche? -preguntó con voz ronca. Él negó con la cabeza.
– Ni siquiera yo tengo el talento para expresarme con un toque tan ligero.
Kate soltó una risita. No podía evitarlo. Quería a este hombre y él la quería a ella y, tanto si él lo sabía como si no, iban a hacerse viejos, muy viejos, juntos. Y eso era suficiente para volver tarambana a cualquier chica; incluso a una chica con la pierna rota.
– ¿Te estás riendo de mí? -preguntó con una de sus cejas arqueada con gesto arrogante mientras colocaba su cuerpo justo al lado de ella.
– Ni lo soñaría.
– Bien. Porque tengo algunas cosas importantes que decirte.
– ¿De veras?
Él asintió con semblante grave.
– Tal vez no sea capaz de enseñarte esta noche cuánto te amo, pero te lo puedo contar.
– Nunca me cansaré de oírlo -murmuró ella.
– Bien. Porque cuando acabe de explicártelo, te voy a contar cómo me gustaría demostrártelo.
– ¡Anthony! -chilló.
– Creo que empezaré por el lóbulo de tu oreja -musitó-. Sí, está decidido, el lóbulo de la oreja. Lo besaré, luego lo mordisquearé y, luego…
Kate soltó un jadeo. Y después sintió un escalofrío. Y después se enamoró de él una vez más.
Y mientras él le susurraba dulces tonterías al oído, tuvo la más extraña de las sensaciones, casi como si pudiera vislumbrar todo su futuro ante ella. Cada día era más valioso y pleno que el anterior, y cada día se enamoraba y se enamoraba…
¿Era posible enamorarse del mismo hombre una y otra vez, cada día que pasaba?
Kate suspiró mientras se acomodaba entre las almohadas, dejándose llevar por sus palabras maliciosas.
Por Dios, iba a intentarlo.
Epílogo
Lord Bridgerton celebró su cumpleaños en casa con su familia.
Esta Autora cree que se trataba del trigesimonoveno aniversario, pero ella no estuvo invitada.
De todos modos, los detalles de la fiesta han llegado a los oídos siempre atentos de Esta Autora, y parece que se trató de una reunión de lo más divertida. El día empezó con un breve concierto: lord Bridgerton a la trompeta y lady Bridgerton a la flauta. La señora Bagwell (la hermana de lady Bridgerton) se ofreció por lo visto a intervenir al pianoforte, pero la oferta fue rechazada.
Según la viuda del vizconde, nunca se ha interpretado un concierto más discordante, y también nos cuentan que al final el joven Miles Bridgerton se subió a una silla y rogó a sus padres que pararan.
Nos explican también que nadie reprendió al muchacho por su descortesía, sino que más bien todo el mundo dio grandes suspiros de alivio cuando lord y lady Bridgerton dejaron sus instrumentos.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
17 de septiembre de 1823
– Debe de tener un espía en la familia -dijo Anthony a Kate sacudiendo la cabeza.
Kate se rió mientras se cepillaba el pelo antes de meterse en la cama.
– No se ha dado cuenta de que tu cumpleaños es hoy, no ayer.
– Un detalle sin importancia -refunfuñó-. Debe de tener un espía. No hay otra explicación.
– Todo lo demás es correcto. -Kate no pudo evitar advertir-. Insisto, siempre he admirado a esa mujer.
– No lo hicimos tan mal -protestó Anthony.
– Fue espantoso. -Dejó el cepillo y se fue al lado de él-. Siempre somos espantosos, pero al menos lo intentamos.
Anthony cogió a su esposa por la cintura y apoyó la barbilla en lo alto de la cabeza. Pocas cosas le producían tanta paz como sostenerla en sus brazos. No sabía cómo un hombre podía sobrevivir sin una mujer a la que querer.
– Es casi medianoche -murmuró Kate-. Tu cumpleaños ya casi ha acabado.
Anthony hizo un gesto de asentimiento. Treinta y nueve. Nunca hubiera pensado que llegaría este día.
No, no era cierto. Desde el momento en que dejó que Kate entrara en su corazón, sus temores se fueron desvaneciendo poco a poco. Pero, de cualquier modo, estaba bien tener treinta y nueve. Era tranquilizador. Había pasado buena parte del día en su estudio, mirando fijamente el retrato de su padre. Y se descubrió a sí mismo hablando. Durante cuatro horas completas, había hablado con su padre. Le habló de sus tres hijos, de los matrimonios de sus hermanos y de sus correspondientes hijos. Le habló de su madre, y de cómo le había dado recientemente por pintar al óleo, y que la verdad se encontraba muy bien. Y le habló de Kate, cómo había liberado su alma y cuánto la quería, cuánto.
Anthony comprendió que eso era lo que su padre siempre había deseado para él.
El reloj situado sobre la repisa empezó a dar la hora. Ni Anthony ni Kate hablaron hasta que sonó la duodécima campanada.
– Ya está entonces -susurró Kate.
Él asintió.
– Vamos a la cama.
Ella se apartó y Anthony se dio cuenta de que estaba sonriendo.
– ¿Así lo quieres celebrar?
Él le cogió la mano y se la llevó a los labios.
– No se me ocurre una forma mejor. ¿Y a ti?
Kate sacudió la cabeza, luego soltó una risita mientras se iba corriendo a la cama.
– ¿Has leído qué más escribía en su columna?
– Esa bruja Confidencia.
Ella hizo un gesto afirmativo.
Anthony plantó sus manos a ambos lados de su esposa y le lanzó una mirada lasciva.
– ¿Era acerca de nosotros?
Kate negó con la cabeza.
– Entonces no me importa.
– Era sobre Colin.
– Anthony soltó un pequeño suspiro.
– Parece escribir mucho sobre Colin.
– Tal vez tiene debilidad por él -sugirió Kate.
– ¿Lady Confidencia? -Anthony entornó los ojos-. ¿Esa pobre vieja?
– Tal vez no sea tan vieja.
Anthony soltó un resoplido burlón.
– Es una vieja arrugada, y lo sabes.
– No lo sé -dijo Kate soltándose de él y metiéndose debajo de las mantas-. Creo que podría ser joven.
– Y yo creo -anunció Anthony- que no tengo muchas ganas de hablar de lady Confidencia justo ahora.
Kate sonrió.
– ¿Ah no?
Él se echó junto a ella y le rodeó la cadera con los dedos.
– Tengo cosas mucho mejores que hacer.
– ¿Sí?
– Mucho. -Sus labios encontraron la oreja de Kate-. Mucho, mucho, mucho mejores.
Y en un dormitorio pequeño y amueblado con elegancia, no tan lejos de la mansión Bridgerton, una mujer -que ya no estaba en la flor de la juventud, pero desde luego tampoco arrugada ni vieja- se sentaba al escritorio con pluma y tintero y sacaba una hoja de papel.
Estirando el cuello a un lado y a otro, puso la pluma sobre el papel y empezó a escribir: