A Esta Autora le han llegado informaciones de que la señorita Katharine Sheffield se ofendió por la descripción de su querido animal de compañía como «un perro no identificado de raza indeterminada».
Esta Autora, desde luego, está postrada de vergüenza por el grave y atroz error y les pide a ustedes, Queridos Lectores, que acepten esta disculpa abyecta y que presten atención a la primera corrección en la historia de esta columna.
El perro de la señorita Katharine Sheffield es un corgi. Se llama Newton, aunque cuesta imaginar que el inventor y físico más importante de Inglaterra hubiera apreciado quedar inmortalizado en forma de un can pequeño, gordo y con malos modales.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
27 de abril de 1814
Aquella misma noche quedó patente que Edwina no había salido indemne de su terrible aunque breve experiencia. Se le puso la nariz roja, los ojos le empezaron a lagrimear y era evidente para cualquiera que mirara durante tan sólo un segundo su rostro hinchado que, aunque no estaba seriamente enferma, había cogido un fuerte resfriado.
Pero aunque Edwina estaba bien arropada bajo las mantas con una bolsa de agua caliente entre los pies y una pócima curativa preparada por el cocinero en una taza sobre la mesilla de noche, Kate estaba decidida a mantener una conversación con ella.
– ¿Qué te dijo en el trayecto de vuelta a casa? -quiso saber Kate, colocándose sobre el borde de la cama de Edwina.
– ¿Quién? – contestó ésta, mientras olisqueaba con recelo el remedio -. Mira esto -dijo sosteniéndoselo a Kate-. Despide gases.
– El vizconde -dijo Kate entre dientes-. ¿Quién más puede haber hablado contigo en el trayecto de regreso a casa? Y no seas tontaina: no despide gases, no es más que vaho.
– Oh. -Edwina olisqueé un poco más y puso una mueca-. Pues no huele a vaho.
– Es vaho. -Repitió Kate entre dientes, agarrándose al colchón hasta que le dolieron los nudillos-. ¿Qué te dijo?
– ¿Lord Bridgerton? -preguntó Edwina con aire despreocupado-. Oh, las cosas habituales. Ya sabes a qué me refiero. Frases de cortesía y todo eso.
– ¿Te ha dicho frases de cortesía mientras estabas chorreando agua?-preguntó Kate con tono desconfiado.
Edwina dio un sorbo vacilante, luego casi hace una arcada.
– ¿Qué hay aquí?
Kate se inclinó y olisqueé el contenido.
– Huele un poco a regaliz. Y creo que veo una pasa en el fondo.
– Pero mientras olía pensó que le parecía oír lluvia contra el vidrio de la ventana y volvió a incorporarse-. ¿Está lloviendo?
– No lo sé -contestó Edwina-. Podría ser. Estaba bastante nublado antes cuando se ha puesto el sol. -Echó una mirada más de desconfianza a la taza, luego volvió a dejarla en la mesa-. Si me bebo esto, sé que voy a ponerme más enferma -manifestó.
– Pero ¿qué más te dijo? -insistió Kate mientras se levantaba a mirar por la ventana. Corrió a un lado el visillo y escudriñó el exterior. Estaba lloviendo, pero sólo un poco, y era demasiado temprano para decir si la precipitación vendría acompañada de truenos o electricidad.
– ¿Quién, el vizconde?
Kate pensó que era una santa por no sacudir a su hermana hasta dejarla sin sentido.
– Sí, el vizconde.
Edwina se encogió de hombros, pues era evidente que no estaba tan interesada en la conversación como Kate.
– No demasiado. Se interesó por mi bienestar, por supuesto. Lo cual es razonable teniendo en cuenta que acababa de sumergirme en el Serpentine. Cosa que, si puedo añadir, ha sido en extremo espantosa. El agua, aparte de estar fría, estaba hecha una completa porquería.
Kate se aclaró la garganta y volvió a sentarse, preparándose para hacer una pregunta sumamente escandalosa, pero que, en su opinión, tenía que plantear. Intentando que su voz no denotara la fascinación completa y total que corría por sus venas, preguntó:
– ¿Te hizo alguna proposición más atrevida?
Edwina dio una sacudida hacia atrás con los ojos abiertos como platos a causa de la indignación.
– ¡Por supuesto que no! -exclamó-. Ha sido un perfecto caballero. La verdad, no entiendo por qué andas tan excitada. No ha sido una conversación muy interesante. Ni siquiera recuerdo la mitad de lo dicho.
Kate se quedó mirando a su hermana, incapaz de entender que Edwina hubiera mantenido una conversación con ese odioso mujeriego durante más de diez minutos y no le quedara una impresión imborrable. Para su propia consternación eterna, cada una de las espantosas palabras que él le había dicho habían quedado grabadas en su cerebro de forma permanente.
– Por cierto -añadió Edwina-, ¿cómo te ha ido a ti con el señor Berbrooke? Has tardado casi una hora en regresar.
Kate se estremeció a ojos vista.
– ¿Tan mal?
– Estoy segura de que será un buen marido para alguna mujer-explicó Kate-, pero no para cualquier joven con una pizca de inteligencia.
Edwina solté una risita.
– Oh, Kate, eres un espanto.
Kate suspiró.
– Lo sé, lo sé. Eso ha sido de lo más cruel por mi parte. El pobre no tiene un gramo de maldad en su cuerpo. Sólo que…
– No tiene un gramo de inteligencia tampoco -concluyó Edwina.
Kate alzó las cejas. No era propio de Edwina hacer un comentario tan categórico.
– Lo sé -dijo Edwina con mirada avergonzada-. Ahora yo soy la mala. No debería haber dicho eso, cierto, pero la verdad es que pensaba que iba a morirme durante nuestro paseo en carrocín.
Kate se enderezó con cierta preocupación.
– ¿Es un conductor peligroso?
– En absoluto. Era su conversación.
– ¿Aburrida?
Edwina asintió con expresión de ligera perplejidad en sus ojos azules.
– Era tan difícil seguirle que casi resultaba fascinante intentar adivinar cómo funciona su mente. -Soltó una sucesión de toses y luego añadió-: pero al final me dolía el cerebro.
– ¿De modo que no es tu perfecto esposo intelectual? -dijo Kate con sonrisa indulgente.
Edwina tosió un poco más.
– Me temo que no.
– Tal vez debieras intentar beber un poco más de ese brebaje-sugirió Kate con un gesto para indicar la taza solitaria que reposaba sobre la mesilla de noche de Edwina-. El cocinero tiene una fe ciega en él.
Edwina sacudió la cabeza con violencia.
– Sabe a demonios.
Kate esperó unos breves momentos, luego tuvo que preguntar:
– ¿Te dijo el vizconde algo sobre mí?
– ¿Sobre ti?
– No, sobre… -replicó Kate con bastante brusquedad-. Por supuesto que sobre mí. ¿A cuántas personas más me refiero como a mí?
– No hace falta que te pongas así.
– No me pongo tan así…
– Pues la verdad es que no, no te mencionó.
De pronto Kate se sintió molesta.
– Sin embargo tenía mucho que decir sobre Newton.
Los labios de Kate se separaron a causa de la tribulación que la inundó. Nunca resultaba halagador verse superada por un perro.
– Le aseguré que Newton era de verdad un animal perfecto, y que yo no estaba para nada enfadada con él. Pero, por lo visto, el vizconde se había molestado e inquietado bastante por mí, qué encantador.
– Qué encantador -masculló Kate.
Edwina cogió un pañuelo y se sonó la nariz.
– Me parece, Kate, que te interesa bastante el vizconde.
– Pasé prácticamente toda la tarde obligada a conversar con él-replicó Kate como si eso lo explicara todo.
– Bien. Entonces habrás tenido ocasión de comprobar lo amable y encantador que puede ser. Es muy rico, además. -Edwina solté un sonoro estornudo y luego se volvió para coger otro pañuelo-. Y pese a que opino que no hay que escoger marido en función sólo de sus finanzas, dada nuestra falta de fondos, no pasaría por alto considerar ese aspecto, ¿no crees?
– Bien… – Kate trató de salirse por la tangente pues sabía que Edwina tenía toda la razón, pero no deseaba decir nada que pudiera interpretarse como una aprobación de lord Bridgerton.
Edwina se llevó el pañuelo a la cara y se sonó la nariz de un modo poco femenino.
– Creo que deberíamos añadirle a nuestra lista -dijo mientras se secaba la nariz.
– Nuestra lista -repitió Kate con voz entrecortada.
– Sí, de posibles candidatos. Creo que él y yo nos entenderíamos bien.
– Pero pensaba que querías un erudito…
– Cierto. Así es. Pero tú misma me hiciste ver las pocas probabilidades que tengo de encontrar un verdadero erudito. Lord Bridgerton parece bastante inteligente. Sólo tendré que idear una manera de enterarme si le gusta leer.
– Me sorprendería que ese grosero supiera leer -masculló Kate.
– ¡Kate Sheffield! – exclamó Edwina con una risa -. ¿Acabas de decir lo creo que has dicho?
– No -dijo Kate lisa y llanamente. Era evidente que el vizconde sabía leer, pero era de veras espantoso en todo lo demás.
– Lo has dicho -acusó Edwina-. Eres la peor, Kate. -Sonrió-. Pero me haces reír.
El estruendo profundo de unos truenos distantes reverberó en la noche, y Kate se obligó a sí misma a esbozar una sonrisa en un intento de no estremecerse. Por lo general los soportaba bien, siempre que los truenos y los relámpagos sonaran lejos. Sólo cuando se sucedían uno tras otro, y en apariencia encima de su cabeza, sentía que iba a perder los nervios.
– Edwina. -Kate siguió la conversación con su hermana. Necesitaba aclarar aquello, pero además le hacía falta decir algo que apartara su mente de aquella tormenta que les amenazaba-, debes quitarte al vizconde de la cabeza. No es el tipo de hombre que vaya a hacerte feliz, en absoluto. Aparte del hecho de ser el peor de los mujeriegos y que es harto probable que hiciera ostentación de una docena de amantes delante de tus narices…
Al ver el ceño fruncido de Edwina, Kate dejó el resto de la frase y decidió ahondar en esta cuestión.
– ¡Claro que sí! – dijo con gran dramatismo -. ¿No has estado leyendo Confidencia? ¿O no prestas atención a lo que tienen que decir algunas de las mamás de las otras jóvenes? Las que llevan varios años en el circuito social y saben quién es quién. Todas ellas dicen que es un mujeriego terrible. Y lo único que le salva es la manera admirable en que trata a su familia.
– Bien, eso sería un punto a su favor -indicó Edwina-. Puesto que su esposa formaría parte de la familia, ¿cierto?
Kate casi suelta un gruñido.
– Una esposa no es familia carnal. Hay hombres que ni soñarían con pronunciar una palabra malsonante delante de sus madres y luego pisotean los sentimientos de sus esposas a diario.
– ¿Y cómo sabes eso? -preguntó Edwina.
Kate se quedó boquiabierta. No recordaba cuándo antes Edwina había puesto en duda sus opiniones sobre un asunto importante, por desgracia la única respuesta que se le ocurrió de un modo rápido fue:
– Sencillamente lo sé.
Lo cual, tuvo que admitir ella misma, no colaba.
– Edwina -dijo con voz apaciguadora, decidida a llevar el tema en otra dirección- aparte de todo eso, creo que ni tan siquiera te gustaría el vizconde si llegaras a conocerle.
– Parecía bastante agradable cuando me acompañó a casa.
– ¡Pero se estaba comportando lo mejor que podía! – insistió Kate -. Claro que parecía agradable. Quiere que te enamores de él.
Edwina pestañeó.
– O sea que crees que era una actuación.
– ¡Eso mismo! – exclamó Kate aprovechando el concepto -. Edwina, entre la noche de ayer y esta tarde he pasado varias horas en su compañía y puedo asegurarte que conmigo no intentaba comportarse bien.
Edwina soltó un resuello cargado de horror y tal vez un poco de excitación.
– ¿Te besó? -preguntó en voz baja.
– ¡No! – aulló Kate -. ¡Por supuesto que no! ¿De dónde demonios has sacado esa idea?
– Dijiste que no se comportaba bien.
– Me refería a que -explicó Kate entre dientes- no fue nada amable. Tampoco fue agradable. De hecho fue de un arrogante insufrible y terriblemente grosero y ofensivo.
– Qué interesante -murmuró Edwina.
– No tiene nada de interesante. ¡Fue horrible!
– No, no me refería a eso -continuó Edwina mientras se rascaba la barbilla sin disimulo-. Es muy curioso que se comportara de forma tan ruda contigo. Tiene que haber oído que pediré tu opinión cuando escoja marido. Una imaginaría que el vizconde haría todo lo que estuviera en su mano para ser amable contigo. ¿Por qué -se preguntó reflexiva- iba a actuar como un patán?
El rostro de Kate adquirió un tono rojo uniforme que por suerte pasaba desapercibido a la luz de la vela. Entonces masculló:
– Dijo que no podía evitarlo.
Edwina se quedó boquiabierta, y durante un segundo permaneció paralizada por completo, como si el tiempo se hubiera detenido. Luego se echó hacia atrás sobre las almohadas desternillándose de risa.
– ¡Oh, Kate! – dijo con un resuello -. ¡Qué genial! Oh, vaya enredo. ¡Me encanta!
Kate la fulminó con la mirada.
– No tiene gracia.
Edwina se secó los ojos.
– Pues es lo más gracioso que he oído en todo el mes. ¡En todo el año! Oh, santo cielo. -Soltó unas cuantas toses, provocadas por el ataque de risa-. Ay, Kate… creo que has conseguido limpiar del todo mi nariz.
– Edwina, no seas desagradable.
Edwina se llevó el pañuelo a la cara para sonarse.
– Pues es verdad -dijo triunfante.
– No te hagas ilusiones -mascullé Kate-. Por la mañana vas a tener un resfriado terrible.
– Tienes toda la razón -admitió Edwina-, pero qué divertido. ¿Te dijo que no podía evitarlo? Oh, Kate, es muy gracioso.
– No hace falta que hagas tanto hincapié en ello -refunfuñó Kate.
– ¿Sabes? Es posible que sea el primer caballero de los que hemos conocido en toda la temporada al que no has sido capaz de controlar.
Los labios de Kate formaron una mueca torcida. El vizconde había usado la misma palabra, y ambos tenían razón. Y era cierto que había pasado la temporada controlando hombres: controlándolos para Edwina. Y de pronto no estuvo tan segura de que le gustara aquel papel de madraza en el que se había visto metida.
O tal vez ella misma se había metido.
Edwina vio el juego de emociones sobre el rostro de su hermana y de inmediato adoptó un tono de disculpa.
– Oh, querida -murmuró-, lo siento, Kate. No era mi intención burlarme.
Kate alzó una ceja.
– Vale, muy bien, mi intención era burlarme, pero en realidad no quería herir tus sentimientos. No tenía idea de que lord Bridgerton te hubiera molestado.
– Edwina, ese hombre no me cae bien. Y creo que ni siquiera deberías considerar casarte con él. No me importa con qué fervor o insistencia lo intente. No será un buen marido.
Edwina permaneció callada durante un momento, sus espléndidos ojos se quedaron serios por completo. Luego dijo:
– Bien, si tú lo dices, tiene que ser cierto. Está claro que nunca me has orientado mal con tus consejos. Y, como has dicho, has pasado más tiempo en su compañía que yo, de modo que tú sabrás.
Kate soltó un largo suspiro de alivio mal disimulado.
– Bien -dijo con firmeza-, y cuando te recuperes un poco, podremos mirar entre los actuales pretendientes en busca de un candidato mejor.
– Y tal vez tú también puedas buscar un marido -sugirió Edwina.
– Por supuesto siempre estoy buscando -insistió Kate-. ¿Qué sentido tendría una temporada en Londres si no buscara?
Edwina dio muestras de tener ciertas reservas.
– No creo que estés mirando, Kate. Pienso que lo único que haces es estudiar las posibilidades para mí. Y no hay motivo para no encontrar marido tú misma. Necesitas tu propia familia. En realidad, no se me ocurre ninguna otra persona más capacitada para ser madre que tu.
Kate se mordió el labio, no quería responder directamente a la cuestión planteada por Edwina. Tras esos preciosos ojos azules y ese rostro perfecto, su hermana era sin duda la persona más perspicaz que conocía. Y Edwina tenía razón, Kate no había estado buscando marido. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Por otro lado, tampoco nadie la consideraba candidata al matrimonio.
Suspiró y echó una mirada a la ventana. La tormenta parecía haber pasado sin castigar la zona de Londres en la que se encontraban. Supuso que debía sentirse agradecida por cualquier cuestión favorable, por pequeña que fuera.
– ¿Por qué no nos ocupamos de ti primero? – dijo finalmente Kate -. Me parece que las dos estábamos conformes en que era más probable que tú recibieras proposiciones antes que yo. Luego ya pensaremos en mis posibilidades.
Edwina se encogió de hombros, y Kate sabía que su silencio intencionado quería decir que no estaba de acuerdo.
– Muy bien -dijo Kate al tiempo que se ponía en pie-. Te dejaré descansar. Estoy segura de que te hace falta.
Edwina tosió como respuesta.
– Y bébete esa pócima! -concluyó Kate con una risa mientras encaminaba a la puerta.
Y mientras la cerraba tras ella, oyó mascullar a Edwina:
– Antes me muero.
Cuatro días después, Edwina estaba bebiendo diligentemente la pócima del cocinero, aunque no sin refunfuñar y quejarse. Su estado había mejorado, aunque sólo podía decirse que estaba un poco mejor. Aún estaba en cama, seguía tosiendo y estaba muy, muy irritable.
Mary había manifestado que Edwina no asistiría a ningún acto social hasta el martes como muy pronto. Kate había dado por entendido que todas ellas disfrutarían de un respiro porque, la verdad, ¿qué sentido tenía asistir a un baile sin Edwina? Pero tras pasar un bendito fin de semana sin otra cosa que hacen que leer y sacar a Newton de paseo, Mary declaró de pronto que las dos asistirían a la velada musical de lady Bridgerton el lunes por la noche y…
(En este momento Kate intentó argumentar con vehemencia por qué tal cosa no era una buena idea.)
… y no había más que hablar sobre el asunto.
Kate cedió con relativa rapidez. En realidad no tenía mucho sentido seguir discutiendo ya que Mary había dado media vuelta y se había ido andando nada más pronunciar la última palabra.
Kate tenía ciertas normas y entre ellas se incluía la de no discutir con puertas cerradas.
Y por consiguiente, el lunes pon la noche se encontró vestida con una seda color azul grisáceo y el abanico en la mano, atravesando junto a Mary las calles de Londres en su barato carruaje, camino de la mansión Bridgerton en Grosvenor Square.
– A todo el mundo le sorprenderá vernos sin Edwina -comentó Kate mientras toqueteaba con la mano izquierda la gasa negra de su capa.
– Tú también buscas marido -replicó Mary.
Kate permaneció un momento callada. Era difícil rebatir aquello ya que, al fin y al cabo, se suponía que era ciento.
– Y deja de sobar la capa -añadió la mujer-. Estará arrugada toda la noche.
La mano de Kate se detuvo. Luego, durante unos segundos, estuvo tamborileando rítmicamente sobre el asiento con la mano derecha, hasta que Mary al final espetó:
– Santo cielo, Kate, ¿no puedes estarte quieta sentada?
– Ya sabes que no -contestó Kate.
Mary se limité a suspirar.
Tras otro largo silencio, interrumpido sólo por los golpecitos de Kate con el pie, ésta añadió:
– Edwina se sentirá sola sin nosotras.
Mary ni siquiera se molestó en mirarla mientras contestaba:
– Edwina tiene una novela para leer. La última de esa tal Austen. Ni siquiera se enterará de que nos hemos marchado.
Eso era del todo cierto. Mientras leía un libro, Edwina no se enteraría ni de que la cama estaba ardiendo.
Kate dijo:
– Seguramente la música será horrorosa. Después de lo de Smythe- Smith…
– Las intérpretes en aquella velada musical eran las propias hijas de los Smythe-Smith -contestó Mary, y su voz empezaba a denotar un matiz de impaciencia-. Lady Bnidgerton ha contratado a una cantante de ópera profesional procedente de Italia que se encuentra unos días en Londres. El mero hecho de haber recibido una invitación ya a es un honor.
Kate no ponía en duda que la invitación era para Edwina; ella y Mary estaban incluidas sólo por cortesía. Pero Mary estaba empezando a apretar los dientes, de modo que Kate juró morderse la lengua durante el resto del trayecto.
Lo cual no era tan difícil ya que a fin de cuentas en aquel preciso momento llegaban rodando a la entrada de la residencia Bridgerton.
Kate se quedó boquiabierta mientras miraba por la ventana.
– Es enorme -dijo estupefacta.
– ¿Verdad que sí? – contestó Mary cogiendo sus cosas -. Por lo que sé, lord Bnidgerton no vive aquí. Aunque le pertenece, aún permanece en su residencia de soltero para que su madre y hermanos puedan disfrutar de la mansión Bridgerton. ¿No es considerado por su parte?
Considerado y lord Bridgerton eran dos expresiones que Kate nunca hubiera pensado emplear en la misma frase, pero de todos modos asintió, demasiado impresionada por el tamaño y armonía del edificio de piedra como para hacer algún comentario inteligente.
El carruaje se detuvo, y Mary y Kate bajaron con la ayuda de uno de los lacayos de la mansión Bridgerton que se apresuró a abrirles la puerta. Un mayordomo cogió la invitación y les franqueó la entrada, tomó sus capas y les indicó la sala de música, justo al final del pasillo.
Kate había estado en el interior de bastantes mansiones de Londres como para no quedarse boquiabierta en público ante la obvia riqueza y belleza del mobiliario, pero incluso ella estaba impresionada por la decoración interior, la elegancia y contención del estilo Adam. Hasta los techos eran obras de arte, realizados en suaves tonos salvia y azul, colores separados pon revocados de yeso tan intrincados que parecían casi una forma más sólida de encaje.
La sala de música era igual de encantadora, con muros pintados de un amable tono amarillo limón. Se habían dispuesto hileras de sillas para los asistentes, y Kate se apresuró a dirigir a su madre hacia la parte de atrás. La verdad, no había ningún motivo para desear situarse en una posición visible. Sin duda lord Bridgerton asistiría al acto -si eran ciertas todas las leyendas sobre su devoción familiar-, y si tenía suerte, tal vez no advirtiera su presencia.
Contrariamente a su opinión, Anthony supo con exactitud en qué momento Kate salió del carruaje y entró en casa de su familia. Había estado en su estudio tomando una copa en solitario antes de encaminarse hacia la velada musical que organizaba su madre anualmente. En un intento de mantener su privacidad había optado por no vivir en la mansión Bridgerton estando todavía soltero, pero aun conservaba ahí su estudio. Su posición como cabeza de la familia Bridgerton acarreaba responsabilidades serias, y Anthony por lo general encontraba más fácil ocuparse de tales responsabilidades desde la proximidad al resto de la familia.
No obstante, las ventanas del estudio daban a Grosvenor Square, y por consiguiente se había divertido un rato observando la llegada de los carruajes y los invitados que descendían de ellos. Cuando bajó Kate Sheffield, alzó la mirada a la fachada de la mansión e inclinó la cabeza con un gesto muy similar al que hizo al disfrutar del calor del sol en Hyde Park. La luz de los apliques ubicados a ambos lados de la entrada principal se había filtrado a través de su piel y la bañaban de un relumbre titilante.
Y Anthony se quedó sin aliento.
Su vaso de cristal aterrizó sobre el amplio alféizar de la ventana con un golpe pesado. Esto empezaba a ser ridículo. No era capaz de engañarse a sí mismo tanto como para confundir la tensión en sus músculos con otra cosa que no fuera deseo.
Puñetas. Ni siquiera le gustaba aquella mujer. Era demasiado mandona, demasiado dogmática, se precipitaba a sacar conclusiones. Ni siquiera era hermosa; bien, no si la comparaba con unas cuantas de las damas que revoloteaban por Londres durante la temporada, especialmente su hermana.
El rostro de Kate era demasiado largo, su barbilla un pelín demasiado saliente, sus ojos una pizca demasiado grandes. Todo en ella era demasiado algo. Incluso su boca, que le irritaba al límite con su interminable sarta de insultos y opiniones, era demasiado voluminosa. Era raro que la tuviera cerrada y le concediera un momento de bendito silencio, pero si la casualidad quería que la mirara en esa fracción de segundo (porque, desde luego, ella no podía estar callada más que eso) lo único que veía era sus labios, carnosos, fruncidos y, contando con que estuvieran cerrados y por supuesto no hablaran, eminentemente besuqueables.
¿Besuqueables?
Anthony se estremeció. La idea de besar a Kate Sheffield era escalofriante. En realidad, el mero hecho de haber pensado en ello debería ser suficiente como para que le encerraran en un manicomio.
Y no obstante…
Anthony se dejó caer en un sillón.
Y no obstante había soñado con ella.
Había sucedido después del fiasco del Serpentine. Estaba tan furioso que casi no podía hablar. Fue un milagro que consiguiera decirle algo a Edwina durante el corto trayecto de regreso a su casa. Frases corteses fue todo lo que consiguió pronunciar: palabras sin sentido tan familiares que saltaban de su lengua como si las supiera de memoria.
Una suerte, de cualquier modo, puesto que, definitivamente, su mente no estaba donde debería: en Edwina, su futura esposa.
Oh, ella no había accedido aún. Ni siquiera se lo había pedido todavía. Pero reunía todos los requisitos para convertirse en su esposa; ya había decidido que sería ella a quien finalmente propondría en matrimonio. Era hermosa, inteligente y su talante era sereno. Atractiva, pero sin que le acelerara el pulso. Pasarían unos años deleitables juntos, pero nunca se enamoraría de ella.
Era justo lo que necesitaba.
Y no obstante…
Anthony alcanzó su copa y se bebió de un trago el resto del contenido.
Y no obstante, había soñado con su hermana.
Intentó no recordarlo. Intentó no recordar los detalles del sueño, el ardor y el sudor, pero como era la primera copa de la noche, ciertamente ésta no era suficiente para empañar su memoria. Aunque no tenía intención de beber más, ahora el concepto de perderse en un olvido inconsciente empezaba a sonar apetecible.
Cualquier cosa sería apetecible si significaba no recordar.
Pero no tenía ganas de beber. Hacía años que se moderaba con la bebida, le parecía un juego de jóvenes, que dejaba de ser sugerente cuando uno se acercaba a los treinta. Aparte, aunque decidiera buscar la amnesia temporal en la botella, el efecto no sería lo suficientemente rápido como para que el recuerdo de ella desapareciera.
¿Recuerdo? Ja. Ni siquiera era un recuerdo real. Sólo era un sueño, se repitió. Sólo un sueño.
Se había quedado dormido enseguida después de volver a casa aquella tarde. Se había desnudado y se había sumergido en un baño caliente durante casi una hora, en un intento de sacarse el frío de los huesos. Aunque no se había metido del todo en el Serpentine como Edwina, su piernas se habían empapado, igual que una de sus mangas, y la sacudida estratégica de Newton había garantizado que ni un solo centímetro de su cuerpo mantuviera el calor durante el sinuoso recorrido de vuelta a casa en aquel carruaje prestado.
Después del baño se metió en la cama, sin importarle demasiado que aún fuera de día en el exterior; aún quedaba una hora de luz más o menos. Estaba agotado y su única intención era sumirse en un letargo profundo, sin sueños, del que no despertaría hasta que los primeros rayos de sol vetearan la mañana.
Pero en algún momento de la noche su cuerpo se sintió inquieto y hambriento, una sensación que fue en aumento. Y su mente traicionera se llenó de la más espantosa de las imágenes. Observaba la imagen como si estuviera flotando cerca del techo, pero no obstante lo sentía todo: su cuerpo desnudo se movía sobre la forma esbelta de una mujer, sus manos acariciaban y apretaban la carne caliente. El delicioso enredo de brazos y piernas, el aroma almizcleño de dos cuerpos que se atraen… todo estaba ahí, ardiente e intenso en su mente.
Y entonces él se desplazó. Sólo un poco, tal vez para besar la oreja de la mujer sin rostro. Sólo que cuando se movió a un lado, ya no era una mujer sin rostro. Primero apareció un espeso mechón de pelo marrón oscuro, que se rizaba suavemente y le hacía cosquillas en el hombro. Luego se desplazó un poco más y…
Y la vio.
Kate Sheffield.
Se despertó al instante, quedándose sentado completamente derecho en la cama, temblando de horror. Había sido el sueño erótico más vívido que había experimentado en su vida.
Y su peor pesadilla.
Palpó frenético entre las sábanas con una de sus manos, aterrorizado de encontrar la prueba de su pasión. Que Dios le ayudara si en efecto había eyaculado mientras soñaba con la mujer sin duda más espantosa que había conocido.
Gracias al cielo, las sábanas estaban limpias, por lo tanto volvió a acostarse contra las almohadas con el corazón acelerado y la respiración entrecortada. Sus movimientos eran lentos y cuidadosos, como si aquello impidiera que se repitiera el sueño.
Durante horas estuvo mirando el techo, primero conjugando verbos latinos, luego contando hasta mil, todo en un intento de mantener el cerebro ocupado con cualquier cosa que no fuera Kate Sheffield.
Y, de forma asombrosa, había exorcizado la imagen de su cerebro y se había quedado dormido.
Pero ahora ella había regresado. Estaba aquí. En su casa.
La idea le espantaba.
¿Y dónde diablos estaba Edwina? ¿Por qué no había acompañado a su madre y hermana?
Las primeras notas de un cuarteto de cuerda se introdujeron por debajo de la puerta, discordantes y embrolladas, sin duda ya se estaban preparando los músicos que su madre había contratado para acompañar a Maria Rosso, la última soprano que había cautivado al público londinense.
Desde luego que Anthony no se lo había contado a su madre, pero él y Maria habían disfrutado de un agradable interludio la última vez que la soprano había estado en la ciudad. Tal vez debiera considerar reanudar su amistad. Si la sensual belleza italiana no curaba sus males, nada conseguiría hacerlo.
Anthony se levantó y enderezó los hombros, consciente de que más bien parecía prepararse para la batalla. Diablos, así era como se sentía. Tal vez con un poco de suerte fuera capaz de evitar por completo a Kate Sheffield. No podía imaginarse que ella hiciera algún intento de entablar conversación con él. Había dejado del todo claro que le tenía la misma estima que él a ella.
Sí, eso era exactamente lo que haría. Evitarla. ¿Resultaría muy difícil?