Capítulo 13

Hay poco de lo que informar en Londres con tanta gente pasando unos días en Kent, en la reunión campestre de los Bridgerton. Esta Autora tan sólo puede imaginarse todos los chismes que pronto llegarán a la ciudad. ¿Habrá un escándalo, verdad? Siempre hay un escándalo en una reunión campestre.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

4 de mayo de 1814


La mañana siguiente era ese tipo de mañana que por lo común seguía a una tormenta violenta: clara y luminosa, pero con una buena húmeda bruma que se pegaba fría y refrescante a la piel.

Anthony no era consciente del clima pues había pasado la mayor parte de la noche contemplando la oscuridad y viendo tan sólo el rostro de Kate. Al final se había quedado dormido cuando los primeros rayos del amanecer tocaban el cielo. Para cuando se despertó ya era más de mediodía, pero no se sentía descansado. Su cuerpo estaba envuelto por una mezcla de agotamiento y energía nerviosa. Le pesaban los párpados y tenía los ojos inexpresivos en sus cuencas, pero no obstante los dedos no dejaban de tamborilear sobre la cama, se desplazaban hacia el borde como si ellos solos pudieran sacarle de allí y ponerle en pie.

Pero cuando su estómago gimió con tal sonoridad que pudo jurar que el yeso del techo había temblado ante sus ojos, se levantó tambaleante y se puso la bata. Con un fuerte bostezo, abriendo mucho la boca, se acercó hasta la ventana, no porque buscara algo o a alguien en particular, sino porque la vista era preferible a cualquier otra cosa que viera en su cuarto.

Y aún así, un cuarto de segundo antes de mirar abajo y contemplar el terreno, en cierto modo sabía lo que iba a ver.

Kate. Cruzando el césped con lentitud, con mucha más lentitud que en cualquier otra ocasión anterior. Normalmente caminaba como si participara en una carrera.

Estaba demasiado alejada como para que le viera el rostro; distinguía una sección del perfil, la curva de su mejilla. Y aun así, no podía apartar los ojos de ella. Había tanta magia en su forma: una gracia extraña en la manera en que balanceaba el brazo mientras caminaba, un arte en la postura de sus hombros…

Caminaba en dirección al jardín, se percató.

Y supo que tenía que reunirse con ella.


El clima continuó en aquel estado contradictorio durante la mayor parte del día, dividiendo a los invitados a la reunión campestre por la mitad entre los que insistían en que el brillante sol llamaba a participar en actividades al aire libre, y quienes evitaban la hierba mojada y el aire humedo para buscar el ambiente más cálido y seco del salón.

Kate se situaba claramente entre el primer grupo, aunque no estaba de humor para buscar compañía. El estado de su mente era demasiado reflexivo como para entablar conversaciones corteses con gente que apenas conocía, así que se escabulló una vez más hasta los jardines espectaculares de lady Bridgerton y buscó un lugar tranquilo en un banco próximo a la pérgola de rosas. La piedra estaba fría y todavía un poco húmeda debajo de su trasero, pero como no había dormido lo que se dice bien la noche anterior, se encontraba cansada y aquello era mejor que estar de pie.

Con un suspiro se percató de que se trataba casi del único sitio donde podía estar a solas. Si continuaba dentro de la casa, sin duda se vería arrastrada a unirse al grupo de damas que charlaban en el salón mientras les escribían cartas a sus amigos y familiares, o aún peor, se vería atrapada en el corro de las damas que se habían retirado al invernadero para trabajar en sus bordados.

En cuanto a los entusiastas de las actividades al aire libre, también se habían dividido en dos grupos. Uno se había marchado al pueblo para hacer compras y ver las atracciones que pudieran encontrar allí, y el otro había partido a dar un paseo hasta el lago. Puesto que Kate no tenía ningún interés en comprar (y ya estaba bastante familiarizada con el lago), había evitado también ambas compañías.

De ahí su soledad en el jardín.

Permaneció sentada durante varios minutos, con la mirada perdida en el espacio, los ojos enfocados ciegamente en un capullo cerrado en un rosal próximo. Era agradable encontrarse a solas, sin tener que taparse la boca o disimular los sonoros ruidos soñolientos que hacía cuando bostezaba. Era agradable estar a solas, donde nadie fuera a comentar las ojeras bajo sus ojos o su quietud poco común o su poca conversacion.

Agradable era estar a solas allí, poder sentarse e intentar aclarar su lío de pensamientos acerca del vizconde. Era una tarea sobrecogedora, que hubiera preferido posponer, pero a la que tenía que hacer frente.

Aunque en realidad no había mucho que aclarar. Porque todo lo que había sabido en los últimos días dirigía su conciencia en una única y singular dirección. Sabía que ya no podía oponerse al cortejo de Edwina por parte de Bridgerton.

En los días anteriores él había demostrado ser sensible, comprensivo y un hombre de principios. Incluso heroico, pensó con un atisbo de sonrisa mientras se acordaba de la luz en los ojos de Penélope Featherington cuando él la salvó de las garras verbales de Crecida Cowper.

Sentía devoción por su familia.

Había aprovechado su posición social y su poder no para tratar a alguien con prepotencia sino para librar del insulto a otra persona.

La había ayudado a superar uno de sus ataques de pánico con una gentileza y sensibilidad que, analizado ahora con la mente despejada, la dejaba admirada.

Tal vez hubiera sido un mujeriego y un vividor -tal vez aún lo era- pero estaba claro que su conducta en ese sentido no era lo único que le caracterizaba. Y la única objeción que tenía Kate para que él no se casara con Edwina era…

Tragó saliva dolorosamente. Tenía un nudo en la garganta tamaño de una bala de cañón.

Porque en lo más profundo de su corazón, lo quería para ella misma.

Pero eso era egoísta, y Kate se había pasado la vida intentando ser altruista, y sabía que nunca podría pedir a Edwina que no se casara con Anthony por un motivo así. Si Edwina supiera que Kate estaba encaprichada mínimamente del vizconde, pondría fin al cortejo. ¿Y qué objeto tendría aquello? Anthony encontraría alguna otra candidata hermosa a la que seguir. En Londres había de sobras para escoger.

No es que él la fuera a cortejar en vez de a su hermana, así pues, ¿qué ganaba impidiendo un enlace entre él y Edwina?

Nada aparte de la agonía de tener que verle casado con su propia hermana. Y eso se desvanecería con el tiempo, ¿verdad que sí? Tenía que ser así; ella misma había dicho la noche anterior que el tiempo curaba todas las heridas. Aparte, lo más probable era que le doliera lo mismo verle casado con alguna otra dama; la única diferencia sería que ella no tendría que verle durante las festividades, bautizos y cosas por el estilo.

Kate soltó un suspiro. Un suspiro largo, triste, cansino, que le dejó sin aire los pulmones y los hombros hundidos, en una postura cada vez más decaída.

Le dolía el corazón.

Y entonces una voz llenó sus oídos. Su voz, grave y suave, como un cálido remolino en torno a ella.

– Santo cielo, qué aspecto tan serio.

Kate se levantó de forma tan repentina que la parte posterior de sus piernas chocó contra el borde del banco de piedra. Aquello le hizo perder el equilibrio y dar un traspiés.

– Milord -exclamó.

Los labios de Anthony formaron un esbozo de sonrisa.

– Pensé que tal vez te encontraría aquí.

Kate abrió los ojos al darse cuenta de que él la había buscado forma deliberada. Su corazón también empezó a latir más deprisa, pero al menos aquello era algo que podía disimular.

Anthony echó una rápida ojeada al banco de piedra para indicarle que podía volver a sentarse sin más formalismos.

– A decir verdad, te he visto desde mi ventana. Quería asegurarme de que te sentías mejor -dijo con tranquilidad.

Kate se sentó, la decepción se apoderó de su garganta. Tan sólo quería ser cortés. Por supuesto sólo estaba siendo cortés. Qué tontería por su parte soñar -aunque sólo fuera por un momento- que podría haber algo más. Por fin había acabado por comprender que él era una persona agradable, y cualquier persona agradable querría asegurarse de que ella se encontraba mejor después de lo que había sucedido o la noche anterior.

– Así es -contestó-. Mucho mejor. Gracias.

Aunque Bridgerton hubiera reparado en las frases vacilantes y entrecortadas de Kate, no mostró ninguna reacción discernible.

– Me alegro -contestó mientras se sentaba al lado de ella-. He estado preocupado por ti buena parte de la noche.

El corazón de Kate, que ya latía demasiado deprisa, dio entonces un brinco.

– ¿Ah sí?

– Por supuesto. ¿Cómo podía no estarlo?

Kate tragó saliva. Allí estaba, otra vez, aquella cortesía infernal. Oh, no ponía en duda que su interés y preocupación fueran reales y sinceros. Lo que le dolía era que respondieran a su amabilidad natural, no a un sentimiento especial por ella.

No es que hubiera esperado algo diferente. Pero de todos modos le resultaba imposible no sentir alguna esperanza.

– Siento haberle molestado a esas horas de la noche -se disculpó con voz suave, sobre todo porque pensaba que debía decírselo. La verdad era que se alegraba desesperadamente de que él hubiera estado allí.

– No seas tonta -dijo él enderezándose un poco y clavando en ella una mirada bastante severa-. No te podía imaginar sola durante toda la tormenta. Estoy contento de haber estado allí para consolarte.

– Normalmente aguanto sola las tormentas -admitió ella.

Anthony frunció el ceño.

– ¿Tu familia no te reconforta en esos momentos?

Ella adoptó un aspecto un poco avergonzado para decir:

– No saben que aún me dan miedo.

Bridgerton asintió con la cabeza.

– Ya veo. Hay veces en que… -Anthony hizo una pausa para aclararse la garganta, una táctica para desviar la atención que empleaba con frecuencia cuando no estaba del todo seguro de lo que quería decir-. Creo que te sentirías mejor si buscaras la ayuda de tu madre y tu hermana, pero sé que… -Se aclaró la garganta una vez más. Conocía bien la extraña y singular sensación de querer a tu familia hasta la locura y por otro lado no sentirte capaz de compartir ellos los temores más profundos e inextricables. Le producía una sensación de aislamiento, de estar muy solo en medio de una multitud ruidosa y cordial-. Sé -repitió intentando mantener la voz firme y contenida- que a veces resulta de lo más difícil compartir los temores de uno con aquellos a quienes amas de un modo más profundo.

Los ojos marrones de Kate, inteligentes, afectuosos e innegablemente perceptivos, se centraron en los de él durante una fracción de segundo, y Anthony tuvo el insólito pensamiento de que, de algún modo, ella lo sabía todo de él, hasta el último detalle: desde el momento de su nacimiento hasta su certidumbre acerca de su muerte prematura. En aquel instante parecía que ella, con su rostro inclinado hacia él y los labios algo separados, le conociera mejor que ninguna otra persona que hubiera caminado alguna vez sobre esta tierra.

Fue emocionante.

Pero más que eso, era aterrador.

– Eres un hombre muy sensato -comentó ella en un susurro.

A Anthony le llevó un momento recordar de qué habían estado hablando. Ah, sí, los miedos. Sabía de miedos. Intentó quitar importancia a su cumplido con una risa.

– La mayor parte del tiempo soy bastante disparatado.

Ella negó con la cabeza.

– No. Creo que, como dice el refrán, has dado justo en el clavo. Por supuesto, no se lo voy a contar a Mary ni a Edwina. No quiero preocuparlas. -Se mordisqueó el labio durante un momento; un movimiento gracioso con los dientes que a él le resultó extrañamente seductor-. Por supuesto -añadió ella-, para ser sincera, tengo que confesar que mis motivos no son del todo desinteresados. Sin duda parte de mis reparos tienen que ver con mi deseo de no mostrarles mi debilidad.

– No es un pecado tan terrible -murmuró.

– En lo relativo a pecados, supongo que no -dijo Kate con una sonrisa-. Pero me atrevería a adivinar que tú también sufres del mismo defecto.

No dijo nada, sólo expresó con la cabeza su conformidad.

– Todos tenemos nuestro papel en la vida -continuó ella- y el mío siempre ha sido ser fuerte y sensata. Esconderme debajo de la cama durante una tormenta eléctrica no es ninguna de las dos cosas.

– Tu hermana -continuó él con calma- es probable que sea mucho más fuerte de lo que piensas.

Kate volvió la mirada al rostro de él. ¿Intentaba decirle que se había enamorado de Edwina? Ya había halagado la belleza y elegancia de su hermana con anterioridad, pero nunca se había referido a su persona interior.

Kate estudió sus ojos todo lo que pudo, pero no encontró nada que le revelara sus verdaderos sentimientos.

– No quería dar a entender que no lo fuera -contestó tras un instante-. Pero soy su hermana mayor. Siempre he tenido que ser fuerte para ella. Mientras que ella sólo ha tenido que ser fuerte para sí misma. -Kate volvió a mirarle a los ojos y descubrió que él la observaba con una atención peculiar, casi como si él pudiera ver por debajo de su piel, hasta el interior de su propia alma-. Tú también eres el hermano mayor -dijo-. Estoy segura de que sabes a qué me refiero.

Él asintió con la cabeza, con ojos que parecían divertidos y resignados a la vez.

– Exactamente.

Kate le dedicó una mirada que sirvió de respuesta, el tipo de mirada que se lanzaban las personas que habían pasado por experiencias y trances similares. Y al tiempo que se sentía cada vez más relajada a su lado, casi como si pudiera hundirse contra él y enterrarse en el calor de su cuerpo, supo que no podía posponer su obligación más tiempo.

Tenía que comunicarle que había retirado su oposición a su relación con Edwina. No era justo que se lo guardara para ella, sólo porque quisiera quedarse con Anthony, aunque sólo fuera durante unos breves momentos perfectos justo ahí en el jardín.

Respiró hondo, enderezó los hombros y se volvió hacia él.

Y él la miró con expectación. Era obvio, al fin y al cabo, que tenia algo que decir.

Los labios de Kate se separaron. Pero nada surgió de su boca.

– ¿Sí? -preguntó él con aspecto bastante divertido.

– Milord -soltó ella.

– Anthony -le corrigió con afecto.

– Anthony -repitió mientras se preguntaba por qué el uso de su nombre de pila hacía esto más difícil-. Necesito hablar de algo contigo.

Él sonrió.

– Eso me parecía.

Los ojos de Kate parecieron ensimismarse de forma inexplicable en su pie derecho, que trazaba medialunas en el polvo del sendero.

– Es… mmm… sobre Edwina.

Anthony arqueó las cejas y siguió con la mirada su pie, que había dejado ya las medialunas y ahora dibujaba líneas serpenteantes.

– ¿Sucede algo con tu hermana? -se interesó con amabilidad.

Kate negó con la cabeza y volvió a alzar la vista.

– No, en absoluto. Creo que se encuentra en el salón, escribiendo una carta a nuestra prima de Somerset. A las damas les gusta hacer eso, ya sabes.

Él pestañeó.

– ¿Hacer qué?

– Escribir cartas. No se me da bien lo de escribir cartas -continuó, sus palabras salían de un modo precipitado y peculiar- ya que rara vez tengo suficiente paciencia como para permanecer quieta sentada delante del escritorio el tiempo necesario para escribir toda una carta. Por no mencionar que mi estilo es desastroso. Pero la mayoría de damas pasan una buena parte del día redactando misivas.

Él intentó no sonreír.

– ¿Querías advertirme de que a tu hermana le gusta escribir cartas?

– No, por supuesto que no -farfulló-. Sólo es que me has preguntado si estaba bien, y yo he contestado que, por supuesto, y te he contado dónde estaba, y luego hemos perdido por completo el hilo y…

Anthony puso una mano sobre la suya, y consiguió por fin interrumpirla.

– ¿Qué tenías que decirme, Kate?

La observó con interés mientras enderezaba los hombros y apretaba la barbilla. Parecía que se estuviera preparando para una tarea horrible. Luego, con una gran frase apresurada, dijo:

– Sólo quería que supieras que he retirado mis objeciones a tu petición de mano de Edwina.

De pronto, Anthony sintió su pecho un poco hundido.

– Ya… veo -dijo, no porque entendiera, sólo porque tenía que decir algo.

– Admito mis prejuicios contra usted -continuó rápida- pero he podido conocerle desde mi llegada a Aubrey Hall, y con toda conciencia, no puedo permitir que siga pensando que iba a interponerme en su camino. No… no sería justo por mi parte.

Anthony se quedó mirándola, sin palabras. Había algo deprimente, se percató débilmente, en el hecho de que ella aceptara que se casara con su hermana ya que había pasado la mayor parte de los dos últimos días combatiendo una necesidad imperiosa de besarla hasta dejarla sin sentido.

Por otro lado, ¿no era eso lo que él quería? Edwina sería una esposa perfecta.

Kate no.

Edwina cumplía con todos los criterios que él había establecido cuando decidió que por fin ya era hora de casarse.

Kate no.

Y desde luego no podía coquetear con Kate si su intención era casarse con Edwina.

Le estaba brindando lo que él quería, exactamente, se recordó, lo que él quería: Edwina se casaría con él la semana próxima con la bendición de su hermana si así lo deseaban.

Entonces ¿por qué diantres quería cogerla por los hombros y sacudirla y sacudirla y sacudirla hasta que retirara cada una de aquellas fastidiosas palabras?

Era aquella chispa. Aquella maldita chispa que nunca parecía apagarse entre ellos. Aquel espantoso hormigueo de reconocimiento que le consumía cada vez que ella entraba en una habitación o tomaba aliento o movía la punta del pie. Aquella desazón de saber que él sería capaz, si se daba la oportunidad, de amarla.

Que era lo que más miedo le daba del mundo.

Tal vez lo único a lo que tenía un miedo atroz.

Era irónico, pero la muerte no era algo que le asustara. La muerte no asustaba a un hombre que estuviera solo. El más allá no infundía ningún terror cuando alguien había conseguido evitar los vínculos terrenales.

El amor era algo verdaderamente espectacular y sagrado. Anthony lo sabía. Lo había visto cada día de su infancia, cada vez que sus padres se miraban o se tocaban la mano.

Pero el amor era el enemigo de un hombre que iba a morir. Era lo único que podía convertir el resto de años en algo intolerable: saborear la dicha y saber que todo le iba a ser arrebatado. Y era probable que ése fuera el motivo de que, cuando Anthony reaccionó finalmente a las palabras de Kate, no la estrechara en sus brazos y la besara hasta dejarla sin sentido, no apretara sus labios contra su oreja y le quemara la piel con su aliento, para asegurarse de que entendía que estaba loco por ella, no por su hermana.

Nunca por su hermana.

En vez de eso, continuó observándola sin inmutarse, con la mirada mucho más serena que su corazón, y dijo:

– Me tranquiliza. -Pero lo dijo con la extraña sensación de que en realidad no se encontraba allí sino que observaba toda la escena, nada más que una farsa, la verdad, desde fuera de su cuerpo, preguntándose en todo momento qué diantres estaba pasando.

Ella sonrió con debilidad y dijo:

– Pensaba que te tranquilizaría saberlo.

– Kate, yo…

Ella nunca supo qué pretendía decir. Para ser francos, él no estaba en absoluto seguro de lo que iba a decir. Ni siquiera se había percatado de que iba a hablar hasta que su nombre surgió de sus labios.

Pero sus palabras permanecerían para siempre acalladas, porque en aquel momento lo oyó.

Un zumbido grave. Un gemido, en realidad. Era el tipo de sonido que resultaba un tanto molesto a la mayoría de la gente. Para Anthony nada podía ser más aterrador.

– No te muevas -dijo en un susurro ronco a causa del temor

Kate entrecerró los ojos y, por supuesto, se movió, intentó volver la cabeza hacia él.

– ¿De qué hablas? ¿Qué sucede?

– Que no te muevas -repitió.

Kate desplazó la mirada a la izquierda, luego lo hizo su barbilla tan sólo medio centímetro.

– ¡Oh, sólo es una abeja! -Su rostro esbozó una mueca de alivio y alzó la mano para espantarla-. Por el amor de Dios, Anthony, no vuelvas a hacer eso. Por un momento me has asustado.

Anthony lanzó su mano para coger la muñeca de Kate con una fuerza dolorosa.

– He dicho que no te muevas -dijo entre dientes.

– Anthony -respondió ella riéndose-, es una abeja.

Él la obligó a quedarse inmóvil, la sujetaba con fuerza, incluso le hacía daño, y sus ojos no se apartaban en ningún momento de la asquerosa criatura, la observaban zumbando resuelta alrededor de la cabeza de Kate. Estaba paralizado de miedo, de furia y de algo más que no podía calificar con exactitud.

No es que no hubiera estado en contacto con abejas en los once años transcurridos desde la muerte de su padre. Al fin y al cabo, no se podía residir en Inglaterra y esperar evitarlas por completo.

Hasta ahora, de hecho, se había obligado a coquetear con ellas de un modo peculiar y fatalista. Siempre había sospechado que estaba condenado a seguir los pasos de su padre en todos los sentidos. Si un humilde insecto tenía que acabar con él, desde luego que él se mantendría firme, sin ceder terreno. Iba a morir más pronto o más… bien, más pronto, pero no iba a escapar corriendo de un maldito bicho. Y por lo tanto, cuando alguna abeja aparecía volando, se reía, se burlaba, maldecía, la espantaba con la mano y la desafiaba a contraatacar.

Y nunca le habían picado.

Pero al ver una volando tan cerca de Kate, rozándole el pelo y posándose sobre las mangas de encaje del vestido…, aquello era aterrador, le tenía casi hipnotizado. Su mente se desbocó y se imaginó el diminuto monstruo clavando su aguijón en su blanda piel, la vio a ella con problemas para respirar y cayéndose al suelo.

La vio aquí en Aubrey Hall, tendida en la misma cama que había servido de primer féretro a su padre.

– Continúa quieta -le susurró-. Vamos a levantarnos… despacio. Luego nos alejaremos andando poco a poco.

Anthony -dijo ella arrugando los ojos por la confusión y la impaciencia-, ¿qué te sucede?

Él le tiró de la mano en un intento de obligarla a levantarse, pero ella se resistió.

– Es una abeja -dijo con voz exasperada-. Deja de comportarte de forma tan extraña. Por el amor de Dios, no va a matarme.

Sus palabras pesaron en el aire, casi como objetos sólidos, listas para estrellarse contra el suelo y hacerse añicos. Luego, finalmente, cuando Anthony notó que su garganta se relajaba lo suficiente como para hablar, dijo con voz grave e intensa:

– Podría hacerlo.

Kate se quedó paralizada, no porque tuviera intención de seguir sus órdenes sino porque algo en su aspecto, algo en sus ojos, la espantó del todo. Parecía cambiado, poseído por algún demonio desconocido.

– Anthony -dijo con un tono de voz que esperaba que sonara firme y autoritario- suéltame la muñeca de inmediato.

Kate tiró, pero él no aflojó, y la abeja continuó zumbando sin pausa a su alrededor.

– ¡Anthony! -exclamó-. Para esto ahora…

El resto de la frase se perdió mientras ella conseguía finalmente estirar la mano hasta soltarla de su agobiante asimiento. La repentina liberación hizo que perdiera el equilibrio: sacudió los brazos como aspas y la parte interior del codo propinó un golpe a la abeja, que soltó un sonoro y furioso zumbido cuando la fuerza del batacazo la envió por el espacio, arrojándola sobre la franja de piel desnuda situada sobre el corpiño ribeteado de encaje de su vestido de tarde.

– Oh, por el amor de… ¡Uaaa! -Kate soltó un aullido mientras la abeja, sin duda enfurecida por el maltrato, hundía el aguijón en su carne-. Oh maldición -juró ella, abandonando cualquier pretensión de hablar con propiedad. Sólo era el aguijón de una abeja, por supuesto, nada que no hubiera padecido en el pasado, pero, puñetas, dolía – Oh, maldita sea -refunfuñó mientras empujaba la barbilla contra el pecho para poder mirar y obtener una vista mejor de la marca roja que empezaba a hincharse junto al ribete del corpiño-. Ahora tendré que ir a la casa a por un ungüento, y acabaré poniéndome perdida. -Con un resoplido de desdén, retiró del vestido la carcasa muerta de la abeja mientras mascullaba-: Bueno, al menos está muerta, la muy incordiante. Probablemente es la única justicia del…

Fue entonces cuando alzó la vista y descubrió el rostro de Anthony. Se había quedado blanco. No pálido, ni siquiera sin color, sino blanco.

– Oh, Dios mio -susurró él, y lo más extraño era que sus labios ni siquiera se movían-. Oh, Dios mío.

– ¿Anthony? – preguntó inclinándose hacia delante y olvidando por un instante la dolorosa picadura en su pecho -. Anthony, ¿qué sucede?

Fuera cual fuera el trance en que se encontrara, de pronto reaccionó, y saltó hacia delante, con una mano la cogió con brusquedad por los hombros mientras con la otra forcejeaba con el corpiño del vestido para retirarlo hacia abajo y despejar la zona de la herida.

– ¡Milord! – chilló Kate -. ¡Para!

Bridgerton no dijo nada, pero su respiración era entrecortada y rápida mientras la sujetaba contra el respaldo del banco, sosteniendo el vestido hacia abajo, no tanto como para revelar su seno, pero ciertamente más abajo de lo que permitía la decencia.

– ¡Anthony! -intentó de nuevo, con la esperanza de que si usaba su nombre de pila tal vez captara su atención. Éste no era el hombre que conocía; no era el que había estado sentado a su lado minutos antes. Estaba enloquecido y hacía caso omiso de sus protestas.

– ¿Vas a callarte? -dijo entre dientes, sin alzar la vista ni un solo momento. Tenía los ojos fijos en el círculo rojo e hinchado de su pecho y, con manos temblorosas, procedió a arrancar el aguijón de la piel.

– ¡Anthony, estoy bien! -insistió-. Que no…

Soltó un jadeo. Había movido levemente una de sus manos mientras empleaba la otra para sacar un pañuelo que tenía en el bolsillo y ahora le cogía todo el seno sin demasiada delicadeza.

– Anthony, ¿qué estás haciendo? -Intentó cogerle la mano para que parara aquello, pero él tenía mucha más fuerza.

Y la sujetó aún con más fuerza contra el respaldo del banco, con la palma apretada contra su pecho.

– ¡Estáte quieta! -ladró, luego cogió el pañuelo y empezó a apretar contra la picadura hinchada.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Kate, aún intentando escabullirse.

Él no levantó la vista.

– Extraer el veneno.

– ¿Hay veneno?

– Debe de haberlo -masculló-. Tiene que haberlo. Algo te está matando.

Kate se quedó boquiabierta.

– ¿Que algo me está matando? ¿Estás loco? ¡Nada me está matando! Es una picadura de abeja.

Pero él no le hizo el menor caso, estaba demasiado concentrado en la tarea autoasignada de curar la herida.

– Anthony -dijo con voz apaciguadora en un intento de razonar con él-. Agradezco tu inquietud, pero me han picado abejas al menos media docena de veces y…

– A él también le habían picado antes -interrumpió.

Algo en su voz le provocó un escalofrío que recorrió toda su columna.

– ¿A quién? -preguntó en un susurro.

Él apretó con más firmeza la hinchazón y secó con unos toques el líquido claro que supuraba de la picadura.

– A mi padre -dijo con tono rotundo-. Y murió.

A Kate le costaba creer aquello.

– ¿Una abeja?

– Sí, una abeja -respondió con brusquedad-. ¿No me escuchas?

– Anthony, una abeja no puede matar a un hombre.

Él se detuvo de hecho durante un breve instante para dirigirle una rápida mirada. Una mirada dura, obsesiva.

– Te aseguro que puede -dijo con brusquedad.

Kate no podía creer que hablara en serio, pero tampoco pensaba que estuviera mintiendo, por lo tanto permaneció quieta durante un momento. Reconocía que la necesidad que él sentía de tratar la picadura de abeja era muy superior a su necesidad de escabullirse de sus cuidados.

– Sigue hinchada -balbuceó mientras apretaba con más fuerza el pañuelo-. Me parece que no lo he sacado todo.

– Estoy segura de que no me va a pasar nada -dijo con amabilidad, su ira se estaba convirtiendo casi en una preocupación maternal. Él tenía la frente arrugada por la concentración, y sus movimientos aún denotaban una energía frenética. Estaba agarrotado de miedo, se percató Kate, temeroso de que ella se quedara muerta allí mismo en el banco del jardín, derribada por una diminuta abeja.

Parecía incomprensible, pero no obstante era cierto.

Anthony sacudió la cabeza.

– No es suficiente -dijo con voz ronca-. Tengo que sacarlo del todo.

– Anthony, yo… ¿Qué haces?

Le había echado hacia atrás la barbilla, y ahora acercaba su cabeza, reducía la distancia que les separaba casi como si tuviera intención de besarla.

– Voy a tener que succionar el veneno -dijo con aire grave-. Permanece quieta.

– Anthony -chilló ella-. No puedes… -dijo entre jadeos, incapaz por completo de finalizar la frase una vez sintió que sus labios se apoyaban en su piel y aplicaban una presión suave, inexorable, que tiraba de ella hacia su boca. Kate no sabía cómo responder, no sabía si apartarle o atraerle hacia sí.

Pero al final se quedó paralizada. Porque cuando alzó la cabeza y miró por encima del hombro, descubrió a un grupo de tres mujeres que les observaban con la misma expresión escandalizada.

Mary.

Lady Bridgerton.

Y la señora Featherington, posiblemente la mayor chismosa de la aristocracia londinense.

Y Kate supo, sin asomo de duda, que su vida nunca volvería a ser igual.

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