Capítulo 10

Las reuniones campestres son acontecimientos muy peligrosos. Las personas casadas a menudo se encuentran disfrutando junto a invitados que no son sus cónyuges, y las personas solteras regresan a menudo a la ciudad como personas comprometidas en matrimonio con cierto apresuramiento.

De hecho, los compromisos más sorprendentes se anuncian inmediatamente después de estas jornadas de vida rústica.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

2 de mayol de 1814


– Sí que se lo han tomado con calma -comentó Colin en cuanto Anthony y Edwina alcanzaron al grupo-. Bueno, ya estamos listos para empezar. Edwina, usted juega con el azul. – Le tendió el mazo-. Anthony, eres el rosa.

– ¿Yo soy rosa y ella -indicó con un dedo a Kate- se queda con e1 mazo de la muerte?

– Le dejé escoger la primera -dijo Colin-. Al fin y al cabo es nuestra invitada.

– Anthony suele jugar con el negro -explicó Daphne-. De hecho, él dio el nombre al mazo.

– No debería jugar con el rosa -le dijo Edwina a Anthony-. No le pega lo más mínimo. Tenga. -Le tendió el mazo-. ¿Por qué no cambiamos?

– No sea tonta -interrumpió Colin-. Todos estuvimos conformes con que usted jugara con el azul. Hace juego con sus ojos.

A Kate le pareció oír gruñir a Anthony.

– Seré el rosa -anunció Anthony mientras cogía el ofensivo mazo con bastante energía de la mano de Colin- y ganaré de todos modos. Empecemos, ¿de acuerdo?

En cuanto se hicieron las presentaciones necesarias entre el duque, la duquesa y Edwina, todos dejaron caer sus pesadas bolas de madera cerca del punto de salida y se prepararon para jugar.

– ¿Cómo jugamos? ¿Empieza el más joven? -sugirió Colin con una galante inclinación en dirección a Edwina.

Ella negó con la cabeza.

– Yo preferiría ser la última, para así tener la posibilidad de observar el juego de quienes tienen más experiencia que yo.

– Una mujer sabia -murmuró Colin-. Entonces empieza el mayor. Anthony creo que eres el más anciano entre nosotros.

– Lo siento, querido hermano, pero Hastings me lleva unos pocos meses.

– ¿Por qué tengo la sensación -le susurró Edwina a Kate- que me estoy metiendo en una pelea familiar?

– Creo que los Bidgerton se toman el palamallo muy en serio -explicó Kate al oído. Los tres hermanos Bridgerton habían adoptado expresiones de bulldogs y todos ellos parecían bastante resueltos a ganar.

– ¡Eh, eh, eh! – les regañó Colin agitando un dedo en su dirección -. No se permite ninguna connivencia.

– Ni siquiera sabemos qué pactar -comentó Kate- ya que nadie se ha dignado a explicarnos las reglas del juego.

– Aprenderán sobre la marcha -dijo Daphne con energía-. Se lo imaginarán a medida que avancemos.

– Creo -susurró Kate a Edwina- que el objeto es hundir bolas de los oponentes en el lago.

– ¿De veras?

– No. Pero creo que así es como lo ven los Bridgerton.

– No dejan de susurrarse! -les gritó Colin sin tan siquiera dedicarles una mirada. Luego se volvió al duque-. Hastings, golpea la maldita bola. No tenemos todo el día.

– Colin -interrumpió Daphne-, no hace falta que maldigas. Hay damas presentes.

– Tú no cuentas.

– Pero hay damas presentes aparte de mí -replicó entre dientes.

Colin pestañeó, luego se volvió a las hermanas Sheffield.

– ¿Les importa?

– En absoluto -respondió Kate completamente fascinada. Edwina se limitó a sacudir la cabeza.

– Bien. -Colin se volvió otra vez al duque-. Hastings, empecemos ya.

El duque colocó su bola un poco por delante de las del resto.

– ¿Se dan cuenta -dijo a nadie en particular- de que nunca he jugado al palamallo?

– Limítate a darle un buen batacazo a la bola en esa dirección, cariño -le explicó Daphne al tiempo que indicaba el primer aro.

– ¿No es ése el último aro? -preguntó Anthony.

– Es el primero.

– Tendría que ser el último.

Daphne alzó la barbilla.

– Yo he preparado el recorrido, es el primero.

– Creo que aquí va a haber sangre -le susurró Edwina a Kate.

El duque se volvió a Anthony y le dedicó una sonrisa falsa.

– Creo que creeré en la palabra de Daphne en esta cuestión.

– Es ella la que preparó el recorrido -comentó Kate.

Anthony, Colin, Simon y Daphne la miraron con consternación, como si no pudieran creer del todo que tuviera el valor de meterse en la conversación.

– Bien, así fue -añadió Kate.

Daphne entrelazó su brazo con el de ella.

– Creo que la adoro, Kate Sheffield -manifestó.

– Dios me ayude -masculló Anthony.

Hastings echó hacia atrás el mazo, golpeó y la bola naranja se precipitó enseguida por el césped.

– Bien hecho, Simon! -gritó Daphne.

Colin se volvió y miró a su hermana con desdén.

– En el juego del palamallo nunca se ovaciona a los contrincantes – le dijo con arrogancia.

– Nunca antes ha jugado – respondió-. No es probable que gane.

– No importa.

Daphne se volvió hacia Kate y Edwina y les explicó:

– Me temo que la falta de deportividad es un requisito en el palamallo Bridgerton.

– Eso había deducido -dijo Kate con sequedad.

– Me toca -ladró Anthony. Echó una mirada desdeñosa a la bola rosa y luego le arreó un buen porrazo. Surcó de forma espléndida la hierba, pero dio contra un árbol y se detuvo como una piedra sobre el suelo.

– ¡Fantástico! -exclamó Colin, quien empezó a preparar su turno.

Anthony balbuceó unas cuantas cosas en voz baja, ninguna de ellas apropiada para oídos delicados.

Colin envió la bola amarilla en dirección al primer aro y a continuación se colocó a un lado para dejar que Kate lo intentara.

– ¿Puedo hacer una tirada de prueba? -preguntó.

– No. -Fue un «no» bastante sonoro, ya que eran tres las bocas que lo pronunciaron.

– Muy bien -dijo entre dientes-. Retrocedan todos. No seré responsable si lesiono a alguien la primera vez. -Echó hacia atrás el mazo con todas sus fuerzas y sacudió la bola. Salió volando por el aire formando un arco bastante impresionante, luego chocó con el mismo árbol que había frustrado la tirada de Anthony y cayó pesadamente al suelo, al lado de la bola rosa.

– Oh, cielos -dijo Daphne mientras se disponía a apuntar. Echó hacia atrás el brazo varias veces antes de darle a la bola.

– ¿Por qué ese «cielos»? -preguntó Kate con preocupación. La débil sonrisa de lástima de la duquesa no la tranquilizó.

– Ya verá. -Daphne tiró y luego se fue siguiendo la dirección había trazado su bola.

Kate miró a Anthony. Parecía muy, muy complacido con la situación actual de las cosas.

– ¿Qué me va a hacer? -preguntó ella.

El vizconde se inclinó hacia delante con aire muy malicioso.

– Una pregunta más apropiada sería qué no voy a hacerle.

– Creo que me toca -dijo Edwina y se adelantó hasta el punto de inicio. Dio a su bola un golpe anémico y luego gimió al ver que no había avanzado ni la tercera parte que los demás.

– Aplique un poco más de fuerza la próxima vez -dijo Anthony antes de irse hacia su bola.

– De acuerdo -masculló Edwina a su espalda-. Nunca me lo habría imaginado.

– ¡Hastings! – aulló Anthony -. Es tu turno.

Mientras el duque daba un golpecito a la bola para acercarla al siguiente aro, Anthony se apoyó en el árbol con los brazos cruzados y su ridículo mazo rosa colgándole de una mano. Esperó a Kate.

– Oh, señorita Sheffield -dijo finalmente en voz alta-. ¡Las normas del juego establecen que cada uno siga su propia bola!

La observó acercarse poco a poco a su lado.

– Ya está -refunfuñó-. ¿Y ahora qué?

– Debería de tratarme con más respeto -continuó él mientras le dedicaba una sonrisa perezosa y astuta.

– ¿Después de que se entretuviera con Edwina? -le respondió con brusquedad-. Lo que tendría que hacer es descuartizarle.

– Qué mozuela tan sanguinaria -reflexionó él-. Le irá bien en el palamallo… finalmente.

El vizconde observó muy divertido que a Kate se le ponía el rostro primero muy rojo, y luego blanco.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó ella.

– Por el amor de Dios, Anthony -gritó Colin-. Tira de una vez.

Anthony miró hacia donde se hallaban las dos bolas pegadas sobre la hierba, la negra de ella y la de él, de un rosa terrible.

– De acuerdo -murmuró-. No quiero hacer esperar al querido y dulce Colin. -Y con eso, puso un pie sobre su bola y echó el mazo hacia atrás…

– ¿Qué está haciendo? -chilló Kate.

…y lo lanzó. La bola de Anthony permaneció firme en su sitio, debajo de su bota. La de Kate salió colina abajo recorriendo lo que parecían millas.

– Desalmado – rezongó.

– Todo vale en el amor y en la guerra -bromeó.

– Voy a matarle.

– Puede intentarlo -le tomó el pelo- pero tendrá que alcanzarme primero.

Kate sopesó el mazo de la muerte, luego observó el pie de él.

– Ni se le ocurra -advirtió el vizconde.

– Es una tentación -dijo entre dientes.

Él se inclinó con gesto amenazador hacia ella.

– Tenemos testigos.

– Y eso es lo único que le salva la vida en este momento.

Él se limitó a sonreír.

– Creo que su bola se ha ido colina abajo, señorita Sheffield. Estoy convencido de que volveremos a verla dentro de una media hora cuando consiga alcanzarnos.

Justo entonces Daphne pasó junto a ellos a buen paso, siguiendo su bola que les había adelantado sin que se dieran cuenta.

– Por eso dije «Oh, cielos» -comentó sin que fuera, en opinión de Kate, dar más explicaciones.

– Pagará por esto -prometió Kate entre dientes.

La sonrisita de él decía más que cualquier palabra.

Y entonces ella se fue colina abajo. Soltó una sonora maldición, decididamente poco femenina, cuando se percató de que su bola había quedado alojada debajo de un seto.


Media hora después, Kate aún iba dos aros por detrás del penúltimo jugador. Anthony iba ganando, lo cual le fastidiaba muchísimo. La única cosa favorable era que estaba tan rezagada que no tenía que su rostro de regodeo.

Luego, mientras esperaba su turno haciendo girar los pulgares, (poco más podía hacer, ya que ningún otro jugador quedaba ni remotamente cerca de ella), oyó que Anthony soltaba un grito ofendido.

Esto atrajo de inmediato su atención.

Sonriendo ante la expectativa de que hubiera sucedido alguna desgracia, miró a su alrededor con ansia hasta que avistó la bola rosa volando sobre la hierba directamente hacia ella.

– ¡Uh! -gorjeó Kate. Dio un salto y se apartó con rapidez a un lado para no perder un dedo del pie.

Cuando volvió a alzar la vista, vio a Colin brincando en el aire y su mazo elevándose hacia arriba mientras gritaba exultante:

– ¡Yuhu!

Anthony puso cara de querer destripar a su hermano allí mismo.

Kate también habría ejecutado la danza de la victoria. Ya que no podía ganar, lo mejor era saber que Anthony tampoco podría vencer, sólo que ahora él volvía a quedarse retrasado junto a ella durante varios turnos. Y aunque su soledad no era la cosa más entretenida del mundo, era mejor que tener que conversar con él.

De todos modos fue difícil no mostrar un poco de petulancia cuando Anthony se acercó hacia ella pisoteando la hierba, con el ceño fruncido como si una nube de tormenta acabara de instalarse en su cerebro.

– Ha sido mala suerte, milord -murmuró Kate.

La fulminó con la mirada.

Ella suspiró, sólo para dar efecto, por supuesto.

– Estoy segura de que aún conseguirá situarse en segundo o tercer lugar.

Él se inclinó hacia delante con gesto amenazador y profirió un sonido que se parecía demasiado a un bufido.

– ¡Señorita Sheffield! -El chillido impaciente de Colin llegó desde lo alto de la colina-. ¡Es su turno!

– Sí, claro -dijo mientras analizaba los posibles disparos. Podía apuntar al siguiente aro o podía intentar a su vez sabotear a Anthony.

Por desgracia, la bola de él no tocaba la suya, de modo que no podía intentar la maniobra de pisar la bola, empleada antes por Anthony con ella. Era mejor para ella, con la suerte que tenía, acabaría fallando del todo y en vez de dar a la bola se rompería el pie o algo así.

– Decisiones, decisiones -murmuró Kate.

El vizconde se cruzó de brazos.

– La única manera que tiene de arruinarme la partida es arruinar la suya también.

– Cierto -admitió ella. Si quería enviar la bola de él al quinto pino, tenía que renunciar también a la suya, pues no le quedaba otro remedio que golpear primero la suya con todas sus fuerzas para conseguir que la de Anthony se moviera. Sólo el cielo sabía dónde acabaría.

– Pero -alzó la vista para mirarle y sonrió con gesto inocente- de cualquier modo, en realidad no tengo ninguna posibilidad de ganar esta partida.

– Podría acabar segunda o tercera -intentó él.

Kate sacudió la cabeza.

– Poco probable, ¿no le parece? Estoy tan retrasada, de hecho, y ya casi nos acercamos al final…

– No querrá hacer eso, señorita Sheffield -le advirtió.

– Oh -dijo con gran sentimiento-. Sí quiero, de verdad, quiero. -Y en ese momento, con la sonrisa más maligna que habían esbozado sus labios en la vida, echó hacia atrás el mazo y propinó un porrazo a su bola con cada gramo de emoción que había dentro ella. Ésta dio a la bola de Anthony con una fuerza sorprendente y la mandó volando colina abajo.

Y más abajo…

Y más…

Directamente dentro del lago.

Boquiabierta de deleite, Kate se quedó mirando durante un momento cómo se hundía la bola rosa en el lago. Luego algo se propagó por su interior, una emoción extraña y primitiva, y antes de que supiera qué le sucedía, estaba saltando como una loca al tiempo que gritaba:

– ¡Sí! ¡Sí! ¡He ganado!

– No ha ganado -soltó Anthony con brusquedad.

– Oh, pero es como si ganara -se regodeó ella.

Colin y Daphne, que habían bajado corriendo por la colina, se detuvieron en seco delante de ellos.

– ¡Bien hecho, señorita Sheffield! – exclamó Colin -. Sabía que se merecía el mazo de la muerte.

– ¡Genial! – reconoció Daphne -. Totalmente genial.

A Anthony, por supuesto, no le quedó otra opción que cruzarse de brazos y fruncir el ceño con furia.

Colin le dio a Kate una palmada simpática en la espalda.

– ¿Está segura de que no es una Bridgerton disfrazada? Ha estado de verdad a la altura del espíritu del juego.

– No podría haberlo hecho sin su ayuda -le dijo Kate muy cortés-. Si no hubiera enviado su bola colina abajo…

– Tenía la esperanza de que recogiera las riendas de su destrucción – explicó Colin.

El duque finalmente se aproximó acompañado de Edwina.

– Un final de partida realmente asombroso -comentó.

– Aún no ha acabado -recalcó Daphne.

Su marido le dedicó una mirada divertida.

– Seguir jugando parece ahora bastante decepcionante, ¿no creen?

Por sorprendente que fuera, incluso Colin se mostró conforme.

– Desde luego no puedo imaginar nada que lo supere.

Kate sonrió radiante.

El duque echó una mirada al cielo y comentó:

– Es más, está empezando a taparse. Quiero llevar a Daphne de vuelta a la casa antes de que empiece a llover. En su estado delicado, ya saben.

Kate miró llena de sorpresa a Daphne, quien había empezado a sonrojarse. No presentaba síntomas de estar embarazada.

– Muy bien -dijo Colin-. Propongo que pongamos fin a la partida y declaremos vencedora a la señorita Sheffield.

– Iba dos aros por detrás de todos los demás -objetó Kate.

– De cualquier modo -añadió Colin-, cualquier verdadero aficionado al palamallo Bridgerton entiende que enviar al lago la bola de Anthony es mucho más importante que meter la bola a través de los aros. Lo cual la convierte en nuestra campeona, señorita Sheffield. – Miró a su alrededor y luego directamente a Anthony-. ¿Alguien discrepa?

Nadie lo hizo, aunque Anthony parecía estar a punto de recurrir a la violencia.

– Excelente -dijo Colin-. En tal caso, la señorita Sheffield es nuestra ganadora, y Anthony, tú eres el perdedor.

Un extraño sonido amortiguado surgió de la boca de Kate, medio risa medio atragantamiento.

– Bien, alguien tenía que perder -dijo Colin con una mueca-. Es la tradición.

– Cierto -aprobó Daphne-. Somos una familia sanguinaria, pero nos gusta seguir la tradición.

– Estáis todos locos de remate, eso es lo que pasa -dijo en tono afable el duque-. Y dicho esto, Daphne y yo debemos despedirnos. Quiero que regrese antes de que empiece a llover. Confío en que a nadie le importará que nos vayamos sin ayudar a recoger las cosas.

Por supuesto, a nadie le importaba, y pronto el duque y la duquesa emprendieron el regreso en dirección a Aubrey Hall.

Edwina, que había permanecido callada durante la conversación (aunque observaba a los diversos Bridgerton como si hubieran escapado directamente de un manicomio) de pronto se aclaró la garganta.

– ¿Creen que debemos intentar recuperar la bola? -preguntó mirando colina abajo con ojos entrecerrados.

El resto del grupo contempló las aguas calmadas como si nunca hubieran considerado aquella noción tan singular.

– No parece que haya aterrizado en medio del lago -añadió- Bajó rodando, nada más. Es probable que se halle junto a la orilla.

Colin se rascó la cabeza. Anthony continuó con el ceño fruncido.

– Sin duda no querrán perder otra bola -insistió Edwina. Al ver que nadie se dignaba a responder, arrojó su mazo y levantó los brazos al aire diciendo-: ¡De acuerdo! Iré yo a buscar la estúpida bola.

Aquello por fin sacó a los hombres de su estupor, y los dos saltaron en su ayuda.

– No sea tonta señorita Sheffield -dijo Colin cortés, al tiempo que empezaba a caminar colina abajo-. Yo la cogeré.

– Por el amor de Dios -masculló Anthony-. Yo sacaré la maldita bola. – Se puso a descender la colina a zancadas y alcanzó enseguida a su hermano. Pese a toda su ira, en realidad no podía culpar a Kate de su acción. Él habría hecho lo mismo, aunque habría golpeado la bola con suficiente fuerza para hundirla directamente en medio del lago.

De todos modos, era de lo más humillante que le venciera una mujer, y en especial ella.

Llegó al borde del lago y lo inspeccionó. La bola rosa era tan chillona que tenía que verse a través del agua, contando con que hubiera caído en un fondo no demasiado profundo.

– ¿La ves? -preguntó Colin, quien se detuvo entonces a su lado. Anthony sacudió la cabeza.

– Es un color estúpido de todos modos. Nadie quiere jugar nunca con el rosa.

Colin expresó su conformidad con un ademán afirmativo.

– Incluso el púrpura era mejor -continuó Anthony mientras se desplazaba unos pasos hacia la derecha para inspeccionar otra franja de la orilla. De pronto alzó la vista y fulminó con la mirada a su hermano-. Y, veamos, ¿qué diantres ha sucedido con el mazo púrpura?

Colin se encogió de hombros.

– Y yo qué sé.

– Lo que yo sí sé -masculló Anthony- es que reaparecerá de forma milagrosa mañana por la noche entre los demás mazos de palamallo.

– Es probable que tengas razón -respondió Colin animado. Se movió un poco más allá de Anthony sin dejar de mirar al agua todo el rato-. Tal vez incluso esta tarde, si tenemos suerte.

– Un día de estos -dijo Anthony como si tal cosa- voy a matarte.

– De eso no tengo duda. -Colin inspeccionó el agua, luego de pronto indicó con su dedo índice-. ¡Mira! Ahí está.

En efecto, la bola rosa se había quedado dentro del agua poco profunda, a poco más de medio metro del borde del lago. Parecía no haber más de unos treinta centímetros de profundidad. Anthony maldijo en voz baja. Tendría que sacarse las botas y meterse en el agua. Daba la impresión de que Kate Sheffield siempre le obligaba a sacarse las botas y adentrarse en alguna masa de agua.

No, pensó cansinamente, cuando irrumpió en el Serpentine para var a Edwina, no tuvo tiempo de sacarse las botas. La piel se había quedado hecha una ruina. Su asistente casi se desmaya de horror al verlas.

Con un gemido se sentó en una roca y se sacó el calzado. Supuso que salvar a Edwina bien merecía un par de buenas botas. Salvar una estúpida bola rosa de palamallo… con franqueza, aquello ni siquiera merecía mojarse los pies.

– Parece que ya la tienes controlada -dijo Colin- de modo que me voy a ayudar a la señorita Sheffield a sacar los aros.

Anthony se limitó a sacudir la cabeza con resignación y se adentró en el agua.

– ¿Está fría? -Oyó una voz femenina.

Santo Dios, era ella. Se dio media vuelta. Kate Sheffield estaba de pie en la orilla.

– Pensaba que estaba recogiendo los aros -dijo con cierta irritación.

– Ésa es Edwina.

– Demasiadas señoritas Sheffield, desde luego -masculló en voz baja. Tenía que existir una ley que prohibiera que las hermanas se presentaran en sociedad durante una misma temporada.

– Perdón, ¿cómo ha dicho? -preguntó ella inclinado la cabeza a un lado.

– He dicho que está helada -mintió él.

– Oh, cuánto lo siento.

Eso atrajo la atención del vizconde.

– No, no lo siente -afirmó finalmente.

– Bueno, no -admitió-. No que haya perdido, eso no. Pero no era mi intención que se le helaran las puntas de los pies.

De repente Anthony se sintió dominado por el deseo demencial de ver las puntas de los pies de ella. Era un pensamiento horrible. No tenía ningún sentido desear a esa mujer. Ni siquiera le gustaba.

Suspiró. No era cierto. Supuso que le gustaba de alguna forma peculiar, paradójica. Y pensó, por extraño que pareciera, que tal vez él también le estuviera empezando a gustar de un modo paradójico.

– Habría hecho lo mismo en mi caso -continuó Kate.

Anthony no dijo nada, se limitó a seguir avanzando con cuidado.

– ¡Lo habría hecho! -insistió ella.

Él se inclinó hacia abajo y sacó la bola, mojándose también la manga. Maldición.

– Lo sé -contestó entonces.

– Oh -dijo Kate. Sonaba sorprendida, como si no esperara que él lo admitiera.

Anthony retrocedió por el agua para salir, agradecido de que la tierra de la orilla estuviera firme y apretada, y por lo tanto no se pegara a sus pies.

– Aquí tiene -dijo Kate mientras le tendía lo que parecía una manta-. Estaba en el cobertizo. Me paré a cogerla al bajar. Pensé que tal vez le hiciera falta algo para secarse los pies.

Anthony abrió la boca pero, por extraño que pareciera, no surgió ningún sonido. Por fin consiguió decir:

– Gracias. -Y cogió la manta de sus manos.

– No soy una persona tan terrible, ¿sabe? -le dijo Kate con una sonrisa.

– Yo tampoco.

– Tal vez -reconoció ella-, pero no debería haberse entretenido tanto con Edwina. Sé que lo hizo sólo para sacarme de quicio.

Él alzó una ceja mientras se sentaba en la roca para secarse 1os pies. Dejó la bola en el suelo a su lado.

– ¿No ha pensado que mi retraso tuviera algo que ver con el deseo de pasar un rato con la mujer a la que estoy considerando convertir en mi esposa?

Kate se ruborizó un poco, pero luego masculló:

– Tal vez sea lo más ególatra que he dicho en mi vida pero, no, creo que sólo quería irritarme a mi.

Tenía razón, por supuesto, pero él no iba a decírselo.

– Pues da la casualidad -explicó él- que fue Edwina quien se retrasó. Por qué, no lo sé. Consideré poco educado ir a buscarla a su habitación y exigirle que se diera prisa, de modo que esperé en mi despacho hasta que estuvo lista.

Se produjo un largo momento de silencio, luego Kate dijo:

– Gracias por explicármelo.

Él sonrió con gesto irónico.

– No soy una persona tan terrible, ¿sabe?

Ella suspiró.

– Lo sé.

Algo en su expresión de resignación hizo que Anthony sonriera.

– Pero ¿tal vez un poco terrible? -bromeó.

Ella se animó, era obvio que volver a las frivolidades hacía que le resultara más cómodo conversar con él.

– Oh, desde luego.

– Bien. Detesto ser aburrido.

Kate sonrió y le observó mientras se ponía los calcetines y las medias. Se acercó y cogió la bola rosa.

– Mejor llevo esto al cobertizo.

– ¿Por si acaso siento una necesidad incontrolable de arrojarla de nuevo al lago?

Ella asintió.

– Algo así.

– Muy bien. -Se levantó-. Entonces yo llevaré la manta.

– Un trato justo. -Se volvió para ascender por la ladera y entonces atisbó a Colin y Edwina desapareciendo en la distancia-. ¡Oh!

Anthony también se volvió con celeridad.

– ¿Qué pasa? Oh, ya veo. Parece que su hermana y mi hermano han decidido regresar sin nosotros.

Kate miró con un ceño a los hermanos errantes, luego encogió los hombros con resignación mientras empezaban a ascender con esfuerzo por la colina.

– Supongo que puedo tolerar su compañía durante unos minutos más si usted puede tolerar la mía.

Anthony no dijo nada y aquello sorprendió a Kate. Parecía el tipo de comentario para el que tendría una contestación ingeniosa y tal vez incluso mordaz. Le miró y luego apartó la vista con una leve sorpresa. Él la miraba del modo más extraño…

– ¿Todo… está todo bien, milord? -preguntó con vacilación.

Él asintió.

– Bien. -Pero sonaba bastante distraído.

El resto del trayecto hasta el cobertizo lo cubrieron en silencio. Kate dejó la bola rosa en su lugar en la carretilla de palamallo y advirtió que Colin y Edwina habían retirado todos los aros del recorrido y lo habían recogido todo, incluido el mazo púrpura y la bola a juego. Echó una mirada furtiva a Anthony y tuvo que sonreír. Era obvio por su ceño atribulado que él también se había dado cuenta.

– La manta va aquí, milord -le dijo con una mueca mal disimulada y se apartó de su camino.

Anthony se encogió de hombros.

– La llevaré a la casa. Hace falta lavarla bien.

Ella expresó su conformidad, cerraron la puerta y se fueron.

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