Capítulo 3

Al vizconde de Bridgerton se le vio bailando también con la señorita Katharine Sheffield, la hermana mayor de la rubia Edwina. Esto sólo puede significar una cosa, ya que a Esta Autora no le ha pasado por alto que la mayor de las Sheffield ha estado muy solicitada en la pista de baile desde que la hermana pequeña hizo su singular anuncio sin precedentes en la velada musical de los Smythe -Smith de la semana pasada.

¿Quién ha oído que una chica necesitara e/permiso de su hermana para escoger marido?

Y otra cuestión que tal vez sea más importante, ¿quién ha decidido que las palabras «Smythe-Smith» y «velada musical» puedan usarse en la misma frase? Esta autora asistió a una de estas reuniones en e/ pasado y no oyó nada que pudiera calificarse con rigor como «música».


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

22 de abril de 1814


En realidad no podía hacer nada, comprendió Kate con consternación. Él era un vizconde, ella una mera desconocida de Somerset, y ambos estaban en medio de un salón de baile abarrotado de gente. No importaba el hecho de que él le hubiera disgustado a primera vista. Tenía que bailar con él.

– No hace falta que me arrastre -le dijo entre dientes.

Él aflojó el asimiento con gran ostentación.

Kate apretó los dientes y se juró a sí misma que este hombre nunca convertiría a su hermana en su esposa. Su actitud era demasiado fría, demasiado superior. También era demasiado guapo, pensó de un modo algo injusto, con aterciopelados ojos marrones que combinaban a la perfección con su pelo. Era alto, sin duda superaba el metro ochenta, aunque probablemente sólo un par de centímetros, y sus labios, aunque eran hermosos desde el punto de vista clásico (Kate había estudiado arte suficiente tiempo como para considerarse cualificada al emitir tal opinión) estaban tensos en las comisuras, como si no supiera sonreír.

– Y bien -dijo él una vez que los pies empezaron a moverse siguiendo los pasos-, pongamos que me cuenta por qué me odia.

Kate le pisó un pie. Dios, era un hombre directo.

– Perdón, ¿cómo ha dicho?

– No hace falta que me deje lisiado, señorita Sheffield.

– Ha sido un accidente, se lo aseguro. -Y lo era, aunque en realidad no le importaba este ejemplo concreto de su falta de gracia.

– ¿Por qué -dijo en tono meditativo- me resulta difícil creerla?

La franqueza, decidió Kate con rapidez, sería su mejor estrategia. Si él podía ser directo, pues adelante, ella también.

– Puede ser -respondió con sonrisa maliciosa- porque sabe que si se me hubiera ocurrido pisarle el pie a propósito, lo habría hecho.

Él arrojó la cabeza hacia atrás y se rió. No era la reacción que ella había esperado ni en la que había confiado. Aunque, si lo pensaba mejor, no tenía ni idea del tipo de reacción que había esperado, pero desde luego que no era eso.

– ¿Puede dejarlo, milord? -susurró con apremio-. La gente empieza a mirar.

– La gente ha empezado a mirar hace dos minutos -le contestó-. No es frecuente que un hombre como yo baile como una mujer como usted.

Como intercambio de pullas, ésta había sido lanzada con puntería, pero para desgracia de él, también era incorrecta.

– No es cierto -contestó Kate con desenfado-. En verdad, usted no es el primero de los idiotas locos por mi hermana que intentan congraciarse con ella a través de mí.

Él puso una mueca.

– ¿No pretendientes sino idiotas?

Kate encontró su mirada y se quedó sorprendida al ver auténtico regocijo ahí.

– Sin duda no va a ofrecerme un anzuelo tan delicioso como ése, ¿verdad, milord?

– Y no obstante no ha caído en la trampa -contestó él en tono meditativo.

Kate bajó la vista para ver si había alguna manera de pisarle otra vez de forma discreta.

– Llevo unas botas muy gruesas, señorita Sheffield -le dijo él.

Ella alzó la cabeza con un rápido movimiento.

Un extremo de la boca del vizconde se curvó formando una sonrisa fingida.

– Y también tengo una vista de lince.

– Eso parece. Tendré que tener cuidado dónde piso mientras esté cerca de usted, eso seguro.

– Santo cielo -dijo él arrastrando las palabras-, ¿no habrá sido eso un cumplido? Podría morirme de la impresión.

– Si quiere considerarlo un cumplido, le dejo hacerlo -dijo con ironía-. No hay muchas probabilidades de que reciba más.

– Me hiere, señorita Sheffield.

– ¿Quiere eso decir que su piel no es tan resistente como sus botas?

– Oh, ni mucho menos.

Kate notó su propia risa antes incluso de caer en la cuenta de cuanto se estaba divirtiendo.

– Eso es algo que me cuesta creer.

Él esperó a que la sonrisa de ella desapareciera para decir.

– No ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué me odia?

Una ráfaga de aire salió entre los labios de Kate. No había contado con que él repitiera la pregunta. O al menos confiaba en que no lo hiciera.

– No le odio, milord -contestó escogiendo las palabras con sumo cuidado-. Ni siquiera le conozco.

– Conocer a alguien no es un requisito esencial para odiar -dijo él en tono suave, y sus ojos se fijaron en ella con una persistencia letal-. Vamos, señorita Sheffield, no me parece una cobarde. Responda a mi pregunta.

Kate permaneció callada durante todo un minuto. Era cierto, no estaba predispuesta a que este hombre le cayera bien. Desde luego no iba a dar su bendición para que cortejara a Edwina. No creía ni por un momento que los mujeriegos reformados fueran luego los mejores maridos. Para empezar, ni siquiera estaba segura de que un mujeriego pudiera reformarse.

Pero él podría haber sido capaz de vencer las ideas preconcebidas de Kate. Él podría haber sido encantador y sincero y directo y ser capaz de convencerle de que las historias que aparecían en Confidencia eran una exageración, que no era el mayor golfo que había conocido Londres desde principios de siglo. Podría haberle convencido de que seguía un código de honor, que era un hombre honrado y de principios…

Si no se le hubiera ocurrido compararla con Edwina.

Porque no podía haber una mentira más obvia. Kate sabía que ella no era insoportable; su rostro y su forma eran bastante agradables. Pero de ninguna manera podía comparársela con Edwina de este modo y quedar como su igual. Edwina era de verdad un diamante de la mejor calidad, ella nunca superaría la media, ni llamaría la atención.

Y si este hombre decía lo contrario, entonces era que tenía algún motivo oculto, porque era obvio que no estaba ciego.

Podría haberle hecho algún otro cumplido vacuo y ella lo habría aceptado como la conversación amable de un caballero. Incluso se habría sentido halagada si sus palabras se hubieran acercado un tanto a la verdad. Pero compararla con Edwina…

Kate adoraba a su hermana. De veras, lo hacía. Y sabía mejor que nadie que el corazón de Edwina era tan hermoso y radiante como su rostro. No es que se considerara una persona celosa, pero aún así… la comparación de alguna forma la hería en lo más profundo.

– No le odio -contestó por fin. Tenía los ojos fijos en la barbilla de él pero, puesto que no toleraba la cobardía y menos en ella misma, se obligó a encontrar su mirada para añadir-: Pero encuentro que no puede caerme bien.

Algo en la mirada de él le dijo que apreciaba su sinceridad directa.

– ¿Y por qué? -preguntó con voz tranquila.

– ¿Puedo ser franca?

Los labios de Anthony se estiraron.

– Por favor.

– Está bailando ahora mismo conmigo porque quiere cortejar a mi hermana. Eso no me importa -se apresuró a asegurarle-. Estoy muy acostumbrada a recibir atenciones de los pretendientes de Edwina.

Estaba claro que no tenía la mente en los pasos de baile. Anthony apartó el pie antes de que sus pies volvieran a lastimarle. Advirtió con interés que volvía a referirse a ellos como pretendientes en vez de cómo idiotas.

– Por favor, continúe -murmuró.

– No es el tipo de hombre con el que querría que se casara mi hermana -dijo lisa y llanamente. Su actitud era directa y sus inteligentes ojos marrones no se apartaron de los de él en ningún momento-. Usted es un mujeriego. Es un vividor. En realidad es famoso por ambas cosas. No permitiría que mi hermana se acercara a tres metros de usted.

– Y no obstante -le dijo él con una sonrisita maliciosa-. He bailado el vals con ella esta noche.

– Un acto que no volverá a repetirse, se lo aseguro.

– ¿Y le corresponde a usted decidir el destino de Edwina?

– Edwina confía en mi opinión -contestó remilgada.

– Ya veo -dijo él con lo que esperaba que fuera su actitud más misteriosa-. Eso es muy interesante. Pensaba que Edwina ya era mayor.

– ¡Edwina sólo tiene diecisiete años!

– Y usted es tan mayor, ¿cuántos años, veinte tal vez?

– Veintiuno -soltó con brusquedad.

– Ah, eso la convierte en una verdadera experta en hombres y en que especial en maridos. Sobre todo teniendo en cuenta que estará casada, ¿verdad?

– Sabe muy bien que no lo estoy -dijo apretando los dientes.

Anthony reprimió las ganas de sonreír. Santo Dios, sí que era divertido hacer picar el anzuelo a la mayor de las Sheffield.

– Creo que… -dijo entonces pronunciando las palabras de forma lenta e intencionada -le ha resultado relativamente fácil controlar a la mayoría de hombres que han llamado a la puerta de su hermana. ¿Es eso cierto?

Kate guardó un silencio sepulcral.

– ¿Es así?

Finalmente ella consintió un leve gesto de asentimiento.

– Eso pensaba -murmuró-. Parece de ese tipo.

Ella le fulminó con una mirada tan feroz que a él le costó aguantar la risa. Si no estuvieran bailando, lo más probable es que se hubiera acariciado la barbilla, fingiendo una profunda reflexión. Pero puesto que tenía las manos ocupadas en otra cosa, tuvo que contentarse con torcer de forma lenta y pesada la cabeza, algo que combinó con un gesto altivo de sus cejas.

– Pero también creo -añadió- que comete un grave error al pensar que podrá controlarme a mí.

Los labios de Kate formaban un línea grave y recta, pero consiguió decir:

– No intento controlarle, lord Bridgerton. Sólo intento mantenerle alejado de mi hermana.

– Lo cual demuestra, señorita Sheffield, lo poco que sabe de los hombres. Al menos de la variedad mujeriega y vividora. -Se inclinó un poco hacia ella y dejó que su aliento caliente le rozara la mejilla.

Kate se estremeció. Él sabía que iba a estremecerse.

Sonrió con malicia.

– Hay poco que nos deleite más que un desafío.

La música concluyó entonces y les dejó de pie en medio de la pista de baile, uno de cara al otro. Anthony la cogió del brazo, pero antes de llevarla otra vez al perímetro de la sala, acercó mucho los labios al oído de Kate y susurro:

– Y usted, señorita Sheffield, me ha retado al más delicioso de 1os desafíos.

Kate le pisó un pie. Con fuerza. Lo suficiente para que él soltara un pequeño chillido, sin duda poco mujeriego y poco libertino.

No obstante, cuando el vizconde le lanzó una mirada hostil, ella se limitó a encogerse de hombros y a decir:

– Era mi única defensa.

La mirada de él se oscureció.

– Usted, señorita Sheffield, es una amenaza.

El vizconde le sujetó el brazo con más fuerza.

– Antes de que regrese a su santuario de acompañantes y solteronas, hay una cosa que tenemos que aclarar.

Kate contuvo la respiración. No le gustaba el tono duro que detectaba en su voz.

– Voy a cortejar a su hermana. Y si decido que podría ser una lady Bridgerton idónea, la convertiré en mi esposa.

Kate alzó con brusquedad la cabeza para encararse a él con fuego en los ojos.

– Entonces supongo que piensa que le corresponde a usted decidir el destino de Edwina. No lo olvide, milord: aunque usted decida que va a ser una lady Bridgerton -y pronunció con desdén la palabra- idónea, tal vez ella escoja a otra persona.

Él la miró con la seguridad del varón al que nunca contrarían.

– Si me decido a pedírselo a Edwina, no dirá que no.

– ¿Intenta decirme que ninguna mujer ha sido capaz de resistírsele?

No contestó, sólo alzó una ceja altanera para que ella misma dedujera sus propias conclusiones.

Kate consiguió soltar su brazo y se fue hacia su madrastra a buen paso, temblando de furia, resentimiento y un poco de miedo incluso.

Porque tenía la horrorosa sensación de que él no mentía. Y si de verdad resultaba ser irresistible…

Kate se estremeció. Ella y Edwina iban a tener graves, graves problemas.


La tarde siguiente fue como cualquier tarde tras un gran baile. El salón de casa de la familia Sheffield se llenó a reventar de ramos de flores, cada uno acompañado de una escueta tarjeta blanca con el nombre “Edwina Sheffield”.

Un simple «Señorita Sheffield» habría sido suficiente, pensó Kate con una mueca, pero supuso que en realidad no se podía culpar a los pretendientes de Edwina por querer asegurarse de que las flores llegaban a la señorita Sheffield correcta.

No es que fuera probable que alguien fuera a cometer el error de equivocarse. Las flores eran por regla general para Edwina. Y realmente, de regla general no había nada ya que todos los ramos que habían llegado a la residencia Sheffield durante el último mes eran para Edwina. Todos.

A Kate le gustaba pensar que, de todos modos, ella se reía la última. La mayoría de las flores le provocaban estornudos a Edwina, así que los ramos solían acabar en el dormitorio de Kate.

– Oh, preciosidad -dijo mientras rozaba con ternura una hermosa orquídea-. Creo que tu sitio está sobre la cabecera de mi cama. Y vosotras -se inclinó hacia delante y olisqueó un ramo de perfectas rosas blancas-, vosotras estaréis imponentes sobre mi tocador.

– ¿Siempre le habla a las flores?

Kate se giró en redondo al oír el sonido de una profunda voz masculina. Santo cielo, era lord Bridgerton con un aspecto pecaminosamente apuesto con su chaqué azul de mañana. ¿Qué diantres estaba haciendo aquí?

No tenía sentido quedarse callada sin hacer preguntas.

– ¿Qué dian… -Se contuvo justo a tiempo. No permitiría que este hombre la rebajara a maldecir en voz alta, por mucho que lo hiciera para sus adentros-. ¿Qué hace aquí?

El vizconde alzó una ceja mientras retocaba el gran ramo que llevaba debajo del brazo. Rosas rosas, advirtió ella. Eran preciosas. Sencillas y elegantes. Exactamente el tipo de cosa que elegiría para sí misma.

– Creo que la costumbre es que los pretendientes visiten a las jovencitas, ¿no es cierto? -murmuró-. ¿O he confundido el libro de protocolo?

– Quería decir -masculló Kate-, ¿cómo ha entrado? Nadie me ha avisado de su llegada.

Indicó el vestíbulo con una inclinación de cabeza.

– El sistema habitual. He llamado a la puerta.

La mirada de irritación de Kate al advertir su sarcasmo no impidió que él continuara:

– Aunque parezca asombroso, su mayordomo contestó. Luego le di mi tarjeta, le dio una mirada y me acompañó hasta el salón. Aunque me encantaría reivindicar algún tipo de taimado y turbio subterfugio- continuó sin dejar un tono extraordinariamente altanero-, lo cierto es que ha sido del todo sencillo, sin tapujos.

– Mayordomo infernal -farfulló Kate-. Se supone que tiene que cerciorarse de que «estamos en casa» antes de dejar pasar a alguien.

– Tal vez tenga instrucciones previas de que «estarán en casa» para mí bajo cualquier circunstancia.

Kate se irritó.

– Yo no le he dado instrucciones de ese tipo.

– No -respondió lord Bridgerton con una risita-, nunca lo habría pensado.

– Y sé que Edwina no lo la hecho.

Él sonrió.

– ¿Tal vez su madre?

Por supuesto.

– Mary -gruñó ella, un mundo de acusaciones en aquella única palabra.

– ¿La llama por su nombre de pila? -preguntó él con amabilidad. Kate asintió.

– En realidad es mi madrastra. Aunque es la única madre que he conocido. Se casó con mi padre cuando yo sólo tenía tres años. No sé por qué sigo llamándola Mary. -Sacudió un poco la cabeza al tiempo que alzaba los hombros y los encogía con gesto de perplejidad-. Pero lo hago.

Los ojos marrones del vizconde continuaban fijos en el rostro de ella. Kate cayó de pronto en la cuenta: acababa de permitir que este hombre -su Némesis, en realidad- accediera a un pequeño rincón de su vida. Notó que las palabras «lo siento» borbotaban en su lengua; un reflejo, pensó, por haber hablado más de la cuenta. Pero no quería pedir disculpas a este hombre por nada, así que dijo:

– Me temo que Edwina ha salido, de modo que su visita ha sido para nada.

– Oh, no lo creo -contestó. Cogió el ramo de flores que había tenido bajo el brazo derecho con la otra mano y, cuando lo sacó, Kate vio que no se trataba de un ramo enorme sino de tres más pequeños.

– Éste -dijo, mientras dejaba uno sobre una mesita auxiliar- es para Edwina. Y éste -hizo lo mismo con el segundo- es para su madre.

Le quedaba un solo ramo. Kate se quedó paralizada de impresión, incapaz de apartar los ojos de los perfectos capullos rosas. Sabía qué se traía él entre manos, que el motivo de incluirla en aquel detalle era presionar a Edwina, pero, maldición, nadie le había traído flores antes, y hasta ese momento preciso no se había dado cuenta de cuánto deseaba que alguien lo hiciera.

– Éstas -finalizó él mientras sostenía el último arreglo floral de rosas- son para usted.

– Gracias -dijo con vacilación cogiéndolas entre sus brazos-. Son preciosas. -Se inclinó hacia delante para olerlas y suspiró de placer con su intenso aroma. Cuando volvió a alzar la vista añadió-: Ha sido muy considerado de su parte pensar en Mary y en mi.

Él hizo una gentil inclinación con la cabeza.

– Ha sido un placer para mí. Tengo que confesar que, en una ocasión, un pretendiente de mi hermana hizo lo mismo con mi madre, y creo que nunca la he visto tan encantada.

– ¿A su madre o a su hermana?

Él sonrió con su descarada pregunta.

– A las dos.

– ¿Y qué sucedió con el pretendiente? -preguntó Kate.

La mueca de Anthony se volvió maliciosa en extremo.

– Se casó con mi hermana.

– Mmmf. No piense en la probabilidad de que la historia se repita. Pero… -Kate tosió pues no tenía especial interés en ser franca con aquel hombre, aunque se sentía por completo incapaz de hacer otra cosa-. Pero las flores son de verdad preciosas, y… y ha sido un detalle encantador por su parte. -Tragó saliva. Esto no le resultaba fácil-. Y se lo agradezco.

Él hizo una ligera inclinación hacia delante. Sus ojos marrones estaban claramente conmovidos.

– Una frase muy amable -dijo pensativo-. Y más teniendo en cuenta que iba dirigida a mí. Vaya, no ha sido tan difícil, ¿verdad que no?

En un instante, Kate pasó de estar inclinada con gesto encantador sobre las flores a adoptar una rigidez incómoda.

– Parece tener una habilidad especial para decir exactamente lo indebido.

– Sólo cuando tiene que ver con usted, mi querida señorita Sheffield. Le aseguro que otras mujeres confían en cada una de mis palabras.

– Eso he leído -musitó ella.

Los ojos de él se iluminaron.

– ¿Es de ahí de donde ha sacado sus opiniones sobre mí? ¡Por supuesto! La estimable lady Confidencia. Debería haberlo sabido. Caray, me encantaría estrangular a esa mujer.

– A mí me parece bastante inteligente y muy acertada -replicó Kate de modo escueto.

– Cómo no -respondió él.

– Lord Bridgerton -dijo Kate entre dientes-. Estoy segura de que no ha venido de visita para insultarme. ¿Quiere que deje un mensaje para Edwina de su parte?

– Creo que no. No tengo mucha confianza en que llegue a sus manos sin manipular.

Eso ya era demasiado.

– Nunca osaría interferir en la correspondencia de otra persona-consiguió decir Kate. Todo su cuerpo temblaba de rabia, y si hubiera sido una mujer menos controlada sin duda se habría lanzado a su cuello-. ¿Cómo se atreve a insinuar lo contrario?

– Si he de ser sincero, señorita Sheffield -dijo con una calma fastidiosa-, la verdad es que no la conozco demasiado bien. La única certeza es su ferviente declaración de que nunca me encontraré a tres metros de la presencia angelical de su hermana. Dígame usted, ¿si fuera yo, dejaría una nota con tranquilidad?

– Si intenta obtener la aceptación de mi hermana a través de mí un -contestó Kate en tono gélido- no lo está haciendo demasiado bien.

– Soy consciente de ello -dijo él-. Desde luego que no debería provocarla. No está bien por mi parte, ¿verdad que no? Pero me temo que no puedo evitarlo. -Puso una mueca desvergonzada y estiró las manos con gesto de impotencia-. ¿Qué puedo decir? Usted tiene ese efecto sobre mí, señorita Sheffield.

Kate tuvo que reconocer con consternación que aquella sonrisa era una verdadera fuerza a tener en cuenta. De pronto sintió que le flaqueaban las fuerzas. Un asiento, sí, lo que le hacía falta era sentarse.

– Por favor, siéntese -dijo Kate indicando con un ademán el sofá de damasco azul mientras ella cruzaba con dificultad la habitación para ocupar una silla. No es que deseara especialmente que él se entretuviera por aquí, pero resultaría complicado sentarse ella sin ofrecer asiento a su vez, y notaba que las piernas le temblaban de un modo atroz.

Tal vez al vizconde le pareciera peculiar aquel repentino acceso de amabilidad, pero no dijo nada. En vez de ello, retiró un largo estuche negro que se encontraba sobre el sofá y lo colocó encima de la mesa; luego ocupó su asiento.

– ¿Es esto un instrumento musical? -preguntó indicando el estuche.

Kate asintió con la cabeza.

– Una flauta.

– ¿Toca?

Ella negó con la cabeza, pero luego la ladeó un poco y asintió.

– Intento aprender. He empezado este mismo año.

El vizconde hizo un gesto afirmativo como respuesta. Parecía que aquello ponía fin al tema ya que luego preguntó con amabilidad:

– ¿Cuándo espera que regrese Edwina?

– Al menos tardará una hora, creo yo. El señor Berbrooke la ha llevado a dar un paseo en su carrocín.

– ¿Nigel Berbrooke? -Casi se le atraganta aquel nombre.

– Sí, ¿por qué?

– Ese hombre sólo tiene pelo en la cabeza.

– Y eso que se está quedando calvo. -Kate no pudo evitar el comentario.

Él puso una mueca divertida.

– Pues si eso no apoya mi tesis, ya no sé que decir.

Kate había llegado a la misma conclusión sobre la inteligencia del señor Berbrooke, o más bien su carencia, pero preguntó.

– ¿No se considera maleducado insultar a los pretendientes rivales?

Anthony dejó ir un pequeño resoplido.

– No ha sido un insulto. Es la verdad. El año pasado cortejó a mi hermana. O lo intentó. Daphne hizo todo lo que pudo para disuadirle. Es bastante buen tipo, lo reconozco, pero no me gustaría que me construyera un barco si estuviera perdido en una isla desierta.

Kate tuvo una extraña e inoportuna visión del vizconde perdido en una isla desierta, con la ropa echa jirones, la piel bañada por el sol. Le dejó una sensación incómoda de calor.

Anthony ladeó la cabeza y la observó con mirada socarrona.

– Perdone, señorita Sheffield, ¿se encuentra bien?

– ¡Muy bien! -Su respuesta fue casi un ladrido-. Nunca me había encontrado mejor. ¿Qué estaba diciendo?

– Parece un poco acalorada. -Se inclinó para mirarla de cerca. La verdad, no tenía buen aspecto.

Kate se abanicó.

– Aquí hace un poco de calor, ¿no le parece? Anthony sacudió la cabeza con parsimonia.

– En absoluto.

Kate miró con anhelo la puerta abierta.

– Me pregunto dónde está Mary.

– ¿La espera?

– No es habitual en ella dejarme sin acompañante durante tanto tiempo-explicó.

¿Sin acompañante? Las ramificaciones de aquel comentario eran alarmantes. Anthony de pronto tuvo la visión de verse obligado a casarse con la mayor de las señoritas Sheffield, lo cual le provocó un inmediato sudor frío. Kate era tan diferente a cualquier debutante que él hubiera conocido que había olvidado por completo que incluso necesitaban una acompañante.

– Tal vez no esté enterada de que me encuentro aquí -se apresuró a comentar.

– Sí, seguro que se trata de eso. -Kate se puso en pie como movida por un resorte y cruzó la habitación hasta el tirador de la campanilla. Con un fuerte tirón, dijo:

– Llamaré para que alguien la avise. Estoy segura de que no quiere dejar de saludarle.

– Bien. Tal vez pueda hacernos compañía mientras esperamos a que regrese su hermana -comentó él.

Kate se paralizó cuando aún se encontraba a medio camino de la silla.

– ¿Tiene planeado esperar a Edwina?

Él se encogió de hombros y disfrutó del desasosiego de ella.

– No tengo más planes para esta tarde.

– Pero puede tardar horas!

– Como mucho una hora, estoy seguro, y aparte… -Se detuvo al advertir la llegada de una doncella al umbral de la puerta.

– ¿Ha llamado, señorita? -preguntó la doncella.

– Sí, gracias, Annie -contestó Kate-. ¿Harás el favor de informar a la señora Sheffield de que tenemos un invitado?

La doncella hizo una inclinación y se marchó.

– Estoy segura de que Mary bajará en cualquier momento -dijo Kate, totalmente incapaz de dejar de dar golpecitos con el pie-. En cualquier momento, estoy segura.

Él sonrió de aquel modo tan fastidioso, con aire terriblemente relajado y muy cómodo en el sofá.

Se hizo un silencio embarazoso en la habitación. Kate le dedicó una sonrisa tensa. Él se limitó a alzar una ceja como respuesta.

– Estoy segura de que vendrá…

– En cualquier minuto -concluyó él, quien parecía disfrutar de lo lindo.

Kate se hundió en su asiento e intentó no hacer una mueca. No lo consiguió.

Justo en ese instante, se armó un pequeño revuelo en el vestíbulo. Unos cuantos ladridos caninos decididos, a los que siguieron un agudo chillido:

– Newton! ¡Newton! ¡Para ahora mismo!

– ¿Newton? – inquirió el vizconde.

– Mi perro – explicó Kate con un suspiro al tiempo que se ponía en pie-. No se…

– ¡NEWTON!

– …no se lleva demasiado bien con Mary, me temo. -Kate se fue hasta la puerta-. ¿Mary? ¿Mary?

Anthony se levantó detrás de Kate y dio un respingo cuando el perro soltó tres estridentes ladridos más a los que de inmediato siguió otro chillido aterrorizado de Mary.

– ¿Qué es? -masculló él-. ¿Un mastín? -Tenía que ser un mastín. La mayor de las Sheffield parecía justo el tipo de persona que tiene un mastín devorador de humanos a su entera disposición.

– No -respondió Kate mientras se apresuraba a salir al vestíbulo mientras Mary soltaba otro chillido-. Es un…

Pero Anthony no escuchó sus palabras. De cualquier modo, no importaba demasiado, ya que un segundo después entró trotando el corgi de aspecto más benigno que había visto en su vida, con un espeso pelaje color caramelo y una barriga que casi arrastraba por el suelo.

Anthony se quedó paralizado a causa de la sorpresa. ¿Ésta era la temible criatura del vestíbulo?

– Buenos días, perro -dijo con firmeza. El perro se detuvo en seco, se sentó y…

¿sonrió?

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