Capítulo 4

Lamentablemente, Esta Autora ha sido incapaz de determinar todos los detalles, pero el pasado jueves hubo un considerable revuelo cerca de The Serpentine en Hyde Park en el que estuvieron implicados el vizconde de Bridgerton, el señor Nigel Berbrooke, las dos señoritas Sheffield y un perro no identificado de raza indeterminada.

Esta Autora no fue testigo presencial, pero todas las versiones parecen apuntar a que el perro no identificado se alzó como vencedor.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

25 de abril de 1814


Kate regresó a trompicones al salón cogida del brazo de Mary, ambas se apretujaron a través de la puerta al mismo tiempo. Newton estaba feliz, sentado en medio de la sala, echando pelo sobre la alfombra azul y blanca mientras sonreía al vizconde.

– Creo que le cae bien -dijo Mary con un tono en cierto modo acusador.

– Tú también le caes bien, Mary -explicó Kate-. El problema es que él no te cae bien a ti.

– Me caería mejor si no intentara importunarme cada vez que cruzo el vestíbulo.

– Pensaba que había dicho que la señora Sheffield y el perro no se llevaban bien -comentó lord Bridgerton.

– Así es -respondió Kate-. Bueno, sí se llevan bien. Bueno, no y si…

– Eso aclara las cosas infinitamente -murmuró Bridgerton.

Kate hizo caso omiso de su tranquilo sarcasmo.

– Newton adora a Mary -explicó-, pero Mary no adora a Newton.

– Yo le adoraría un poco más -interrumpió Mary- si él me adorara un poco menos.

– De modo que -continuó Kate con decisión- el pobre Newton considera a Mary una especie de rival. Por eso cada vez que la ve…-Se encogió de hombros con gesto de impotencia-. Bien, me temo que simplemente la adora más.

Como si le hubieran dado pie, el perro se quedó mirando a Mary y se fue directo a colocarse a sus pies.

– ¡Kate! -exclamó la buena mujer.

Kate se apresuró a ponerse al lado de su madrastra, justo cuando Newton se incorporaba sobre las patas traseras y plantaba las delanteras sobre las rodillas de Mary.

– ¡Newton, abajo! -le reprendió-. Perro malo. Perro malo.

El perro se sentó otra vez con un pequeño gemido.

– Kate -dijo Mary con voz extremadamente firme-, hay que sacar a este perro a pasear. Ahora.

– Es lo que planeaba hacer cuando llegó el vizconde -replicó Kate al tiempo que hacía una indicación al hombre que se encontraba al otro lado de la habitación. La verdad, era extraordinario el número de cosas de las que podía culpar a ese hombre insufrible si se paraba a pensar.

– ¡Oh! – dijo Mary con un grito -. Le ruego me disculpe, milord. Qué descortés por mi parte no haberle saludado.

– No se preocupe -dijo con tranquilidad-. Estaba un poco absorta al llegar.

– Sí -rezongó Mary-, esa bestia de perro… Oh, pero ¿qué modales son estos? ¿Puedo ofrecerle un té? ¿Algo de comer? Qué amable que haya venido a visitarnos.

– No, gracias. He estado disfrutando de la estimulante compañía de su hija mientras espero la llegada de la señorita Edwina.

– Ah, sí -respondió Mary-. Edwina ha salido con el señor Berbrooke creo. ¿No es así, Kate?

Kate asintió con gesto impávido, no estaba segura de si le gustaba que la llamaran «estimulante».

– ¿Conoce al señor Berbrooke, lord Bridgerton? -preguntó Mary.

– Ah, sí -contestó él con lo que a Kate le pareció una reticencia bastante sorprendente-. Sí que le conozco.

– No estaba segura de si debía permitir que Edwina saliera con él a dar un paseo. Esos carrocines son terriblemente difíciles de manejar, ¿no es cierto?

– Creo que el señor Berbrooke tiene mano firme para los caballos-contestó Anthony.

– Oh, bien -respondió Mary, y dejó ir un suspiro de gran alivio -. Sin duda me deja más tranquila.

Newton soltó un ladrido entrecortado, más bien para recordar su presencia a todo el mundo.

– Mejor busco su correa y lo llevo a andar un poco -se apresuró a decir Kate. Sin duda le sentaría bien un poco de aire fresco. Y también se alegraría de escapar por fin de la endiablada compañía del vizconde.

– Si me disculpan…

– ¡Pero, Kate, espera! -llamó su madre-. No puedes dejar a que lord Bridgerton aquí conmigo. Estoy segura de que se morirá de aburrimiento.

Kate se volvió muy despacio, temerosa de oír las siguientes palabras de Mary.

– Usted nunca podría aburrirme -dijo el vizconde como el mujeriego desenvuelto que era.

– Oh, sí que puedo -le aseguró Mary-. Nunca se ha visto atrapado en una conversación conmigo durante una hora. Que es lo que Edwina tardará en regresar.

Kate se quedó mirando a su madrastra, del todo boquiabierta a causa del asombro. ¿Qué diablos estaba haciendo?

– ¿Por qué no va con Kate a sacar a Newton a pasear? -sugirió Mary.

– Oh, pero nunca podría pedir a lord Bridgerton que me acompañe a cumplir con una de mis tareas -dijo Kate enseguida-. Sería muy descortés y, al fin y al cabo, es un estimado invitado.

– No seas tonta -respondió Mary antes de que el vizconde tan siquiera pudiera mediar palabra-. Estoy segura de que no se lo tomará como una tarea. ¿O sí, milord?

– Por supuesto que no -murmuró con aspecto por completo sincero. Pero, la verdad, ¿que otra cosa podía decir?

– Ya está. Esto lo deja claro -dijo Mary, quien sonaba demasiado complacida consigo misma-. ¿Quién sabe? Es posible que se topen con Edwina durante el paseo. ¿No estaría bien?

– Desde luego -dijo Kate en voz baja. Sería fantástico librarse del vizconde, pero lo último que quería era dejar que su hermana cayera en sus garras. Ella aún era joven e impresionable. ¿Y si no era capaz de resistirse a sus sonrisas? ¿O a su palabrería?

Incluso Kate estaba dispuesta a admitir que lord Bridgerton destilaba un encanto considerable, ¡y eso que a ella le caía mal! Edwina, con su naturaleza menos recelosa, sin duda se sentiría abrumada por él.

Se volvió al vizconde.

– No debe sentirse obligado a acompañarme a sacar a Newton de paseo, milord.

– Será un placer -repuso él con sonrisa maligna, y Kate tuvo la clara impresión de que él accedía a acompañarla con el único propósito de sacarla de quicio-. Aparte -continuó-, como ha dicho su madre, podríamos ver a Edwina, ¿y no sería una coincidencia deliciosa?

– Deliciosa -contestó Kate con tono cansino-. Sencillamente deliciosa.

– ¡Excelente! – dijo Mary dando unas palmadas de alegría -. Veo la correa de Newton encima de la mesa del vestíbulo. Un momento, yo te la traigo.

Anthony observó salir a Mary y luego se volvió a Kate para decirle:

– Eso le ha quedado muy bien.

– Ya ve usted… -masculló Kate.

– ¿Cree -susurró él inclinándose hacia Kate- que intenta emparejarme con Edwina o con usted?

– ¿Conmigo? – replicó Kate casi con un graznido -. Seguro que está de broma.

Anthony se frotó el mentón con aire pensativo mientras observaba la puerta por la que Mary acababa de salir.

– No estoy seguro -dijo con tono meditabundo-, pero… -Cerró la boca al oír las pisadas de Mary acercándose de nuevo.

– Aquí tienes -dijo la madrastra al tiempo que le tendía la correa a Kate. Newton ladró con entusiasmo y retrocedió como si se preparara para embestir contra Mary, sin duda para colmarla de todo tipo de muestras de su amor difícil de aceptar, pero Kate lo sujetó con firmeza por el collar.

– Aquí tiene -corrigió Mary con rapidez, y tendió la correa a Anthony en vez de a Kate-. ¿Por qué no le da esto a Kate? Yo mejor no me acerco mucho.

Newton ladró y miró con anhelo a Mary quien se apartaba cuanto podía.

– Vamos a ver -dijo con contundencia Anthony al perro-. Siéntate y estáte quieto.

Para gran sorpresa de Kate, Newton obedeció y posó su trasero regordete sobre la alfombra con una presteza casi cómica.

– Así -dijo Anthony, quien sonaba bastante complacido consigo mismo. Le tendió la correa a Kate.

– ¿Hace los honores o me encargo yo?

– Oh, prosiga -contestó ella-. Parece tener afinidad con los su canes.

– Es evidente -replicó cortante, aunque mantuvo el tono bajo para que Mary no pudiera oírle- que no se diferencian tanto de las mujeres. Ambas razas confían en todo lo que digo.

Kate le pisó la mano cuando él se arrodilló para ajustar la correa al collar del perro.

– ¡Ay! – dijo ella con poca sinceridad -. Cuánto lo siento.

– Su tierna preocupación me amedrenta de veras -le contestó mientras volvía a levantarse -. Podría echarme a llorar.

Mary desplazaba la mirada de Kate a Anthony. No podía oír lo que decían pero era evidente que estaba fascinada.

– ¿Sucede algo? -preguntó.

– No, en absoluto -contestó Anthony al mismo tiempo que Kate pronunciaba un firme «No».

– Bien -dijo Mary con energía-. Entonces les acompañaré a la puerta. -Y ante el ladrido entusiasta de Newton, añadió-: Pues, igual que antes, tal vez mejor que no. No quiero acercarme a tres metros de ese perro. Pero me despediré desde aquí.

– ¿Qué haría yo -le dijo Kate a Mary al pasar a su lado- si te tuviera a ti para despedirme?

Mary sonrió con gesto astuto.

– Sin duda, yo no lo sé, Kate, sin duda no lo sé.

Lo cual dejó a Kate con una sensación revuelta en el estómago y la vaga sospecha de que tal vez lord Bridgerton tuviera razón. Quizá Mary esta vez estuviera haciendo de casamentera con alguien más que con Edwina.

Era una idea horripilante.

Con Mary de pie en el vestíbulo, Kate y Anthony salieron por la puerta de entrada y se encaminaron en dirección oeste por Milner Street.

– Normalmente me quedo por las calles pequeñas y voy paseando hacia Brompton Road -explicó Kate, pensando que tal vez él no estuviera familiarizado con esta zona de la ciudad-, luego sigo la calle hasta Hyde Park. Pero podemos caminar directamente por Sloane Street, si lo prefiere.

– Decida lo que decida -no quiso poner reparos-, yo seguiré en esa dirección.

– Muy bien -contestó Kate y marchó con decisión por Milner Street en dirección a Lenox Gardens. Tal vez si mantenía la vista al frente y se movía a paso vigoroso, él desistiría de conversar. Se suponía que los paseos diarios con Newton eran su tiempo de reflexión personal. No le hacía gracia tener que llevarle a él.

Su estrategia funcionó bastante bien durante varios minutos. Caminaron en silencio durante todo el trayecto hasta la esquina de Hans Crescent y Brompton Road, y luego, sin más preámbulos, él dijo:

– Mi hermano nos tomó el pelo ayer por la noche.

Aquello hizo que Kate se detuviera en seco.

– Perdón, ¿cómo ha dicho?

– ¿Sabe qué me había estado contando antes de que nos presentara?

Kate dio un traspiés antes de negar con la cabeza. No, Newton no se había parado, por supuesto, y tiraba de la correa como un loco.

– Me dijo que usted y él habían mantenido algunas palabras sobre mi.

– Bueeeeno -exclamó Kate, conteniéndose-. Por decirlo con cierta educación, eso no es del todo cierto.

– Mi hermano quiso dar a entender que usted sólo tenía buenas palabras para conmigo.

Kate no debería haber sonreído.

– Eso no es cierto.

Probablemente él tampoco debería haber sonreído, pero Kate se alegró.

– Yo no pensé eso -contestó él.

Tomaron Brompton Road en dirección a Knightsbridge y Hyde Park, y Kate preguntó:

– ¿Por qué iba a hacer su hermano algo así?

Anthony le dedicó una mirada de soslayo.

– ¿No tiene ningún hermano, verdad?

– No, sólo Edwina, me temo, y ella es decididamente femenina.

– Mi hermano lo hizo -continuó él- con el único objetivo de torturarme.

– Un objetivo noble -dijo Kate bajando la voz.

– La he oído.

– Esperaba que lo hiciera -añadió ella.

– Y también supongo que quería torturarla a usted.

– ¿A mí? – exclamó – ¿Y por qué? ¿Qué podría haberle hecho yo a él?

– Podría haberle provocado en cierto sentido al denigrar a su querido hermano – sugirió.

Arqueó las cejas.

– ¿Querido?

– ¿Admirado? -intentó él.

Kate sacudió la cabeza.

– Tampoco cuela.

Anthony puso una mueca. La mayor de las señoritas Sheffield, pese a sus molestos hábitos mandones, tenía un ingenio admirable. Habían llegado a Knightsbridge, de modo que él la cogió del brazo para cruzar la carretera y tomar uno de los pequeños senderos que llevaban al paseo de South Carriage Road, ya dentro de Hyde Park. Newton, que era en el fondo un perro de campo, aceleró el paso de forma considerable nada más entraron en un entorno más verde, aunque era difícil imaginarse al corpulento can moviéndose a un paso al que calificar como rápido sin incurrir en error.

De todos modos, el perro parecía bastante alegre y estaba claro que se interesaba por cada flor, animalillo o transeúnte que se cruzaba en su camino. El aire primaveral era fresco, pero el sol calentaba y el cielo era de un sorprendente azul claro después de tantos días de lluvia típicamente londinense. Y aunque la mujer que llevaba Anthony del brazo no era con la que tenía planeado casarse -en realidad era una mujer con la que no tenía nada planeado-, Anthony notó que le invadía una grata sensación de satisfacción.

– ¿Le parece que crucemos hasta Rotten Row? -le preguntó a Kate.

– ¡Humm? -Fue su respuesta distraída. Tenía el rostro inclinado hacia arriba, al sol, y disfrutaba de su calor. Y durante un momento de extremo desconcierto, Anthony sintió una penetrante punzada de… algo.

¿Algo? Sacudió un poco la cabeza. No era posible que fuera deseo. No por esa mujer.

– ¿Ha dicho algo? -murmuró ella.

Se aclaró la garganta y respiró hondo con la esperanza de aclarar su cabeza. En vez de ello, lo que percibió fue el olorcillo embriagador de su aroma, que era una combinación peculiar de lirios exóticos y práctico jabón.

– Parece que está disfrutando del sol -comentó Anthony.

Ella sonrió y se volvió hacia él con la mirada clara.

– Sé que no es eso lo que ha dicho, pero sí, disfruto. Ha hecho un tiempo tan lluvioso últimamente…

– Pensaba que las damas jóvenes no debían permitir que el sol les diera en el rostro -bromeó él.

Ella se encogió de hombros, sin el menor indicio de vergüenza al responder.

– Pues no. Es decir, se supone que no debemos permitirlo, pero es una delicia. -Dejó ir un pequeño suspiro, y su rostro reflejó un gesto de anhelo tan intenso que Anthony suspiró por ella-. Ojalá pudiera quitarme el sombrero -comentó anhelante.

Anthony hizo un gesto de asentimiento pues él tenía ganas de hacer algo parecido con su sombrero.

– Creo que podría empujarlo un poquito hacia atrás sin que nadie se dé cuenta -sugirió.

– ¿Cree que sí? -Todo su rostro se iluminó ante aquella perspectiva. Aquella extraña punzada de algo perforó de nuevo las entrañas de Anthony.

– Por supuesto -murmuró y alzó una mano para ajustarle el ala del sombrero. Era uno de esos extraños tocados que parecían gustar a las mujeres, todo cintas y encajes, atados de tal manera que ningún hombre razonable podría encontrarle algún sentido.

– Así, permanezca quieta un momento. Lo ajustaré.

Kate no se movió, tal y como él le había ordenado con amabilidad, pero cuando le rozó la piel de la sien sin querer, ella incluso dejó de respirar. Estaba tan cerca, había algo peculiar en aquello. Kate podía sentir el calor de su cuerpo, el aroma limpio, enjabonado de Anthony.

Y aquella sensación propagó de inmediato por todo su cuerpo un hormigueo que la puso alerta.

Le odiaba, o al menos le provocaba un profundo desagrado y reprobación. No obstante, sintió una absurda disposición a inclinarse un poco hacia delante, hasta que el espacio entre sus cuerpos se vio comprimido a nada y…

Tragó saliva con fuerza y se obligó a sí misma a retrasarse. Santo cielo, ¿qué se había apoderado de ella?

– Aguante un momento -le dijo él-, aún no he acabado.

Kate alzó también las manos para ajustarse el sombrero.

– Estoy segura de que está bien. No tiene que… que molestarse.

– ¿Puede disfrutar del sol un poco mejor? -preguntó él.

Ella asintió, pese a que estaba tan trastornada que ni tan siquiera estaba segura de que fuera cierto.

– Sí, gracias. Qué detalle. Yo… ¡oh!

Newton soltó una sonora sucesión de ladridos y tiró de la correa. Con fuerza.

– ¡Newton! -llamó Kate mientras la correa la propulsaba hacia delante. Pero el perro ya tenía algo en su mira. Ella no tenía ni idea del qué, y avanzaba con entusiasmo tirando de Kate, quien se encontró dando un traspiés con el cuerpo impelido en una línea diagonal, los hombros claramente por delante del resto del cuerpo-. ¡Newton! – volvió a llamarle con impotencia-. ¡Newton! ¡Para!

Anthony observó divertido que el perro salía disparado como un bólido, moviéndose hacia delante con más velocidad de la que hubiera imaginado que podrían permitirle sus cortas y rechonchas patas.

Kate procuraba con valentía mantener agarrada la correa, pero Newton ahora ladraba como un loco y corría con igual vigor.

– Señorita Sheffield, permítame coger la correa -se ofreció él con voz de trueno al tiempo que se adelantaba para ayudarla. No era la manera más seductora de hacer de héroe, pero cualquier cosa servía cuando uno intentaba impresionar a la hermana de su futura esposa.

Pero justo cuando Anthony llegó a su altura, Newton dio un fiero tirón de la correa, que se escapó del asimiento de Kate y salió volando por los aires. Con un chillido, su dueña se lanzó hacia delante, pero el perro ya se había ido corriendo con la correa saltando sobre la hierba tras él.

Anthony no sabía si reírse o gruñir. Estaba claro que Newton no tenía ninguna intención de dejarse atrapar.

Kate se quedó paralizada durante un instante, tapándose la boca con la mano. Luego encontró la mirada de Anthony, y él tuvo una intuición clara de que sabía lo que pretendía…

– Señorita Sheffield -dijo a toda prisa-. Estoy seguro de que… Pero ella ya había salido corriendo y chillando «¡Newton!» con indiscutible falta de decoro. Anthony dejó ir un suspiro cansino y empezó a correr tras ella. No podía dejarla perseguir sola al perro y pretender a la vez seguir llamándose caballero.

Pero Kate llevaba de todos modos un poco de ventaja, y cuando Anthony la alcanzó al doblar un recodo ya se había detenido. Respiraba con dificultad e inspeccionaba los alrededores con los brazos en jarras.

– ¿A dónde habrá ido? -preguntó Anthony intentando olvidar que había algo bastante excitante en una mujer jadeante.

– No lo sé. -Se detuvo para coger aliento-. Supongo que estará cazando algún conejo.

– Oh, vaya, pues bien, así será fácil atraparlo -dijo- puesto que los conejos se mantienen siempre cerca de los caminos más transitados.

Kate frunció el ceño al oír su sarcasmo.

– ¿Qué podemos hacer?

Su mente no estaba lo bastante clara como para responder en ese momento. «Volver a casa y agenciarse un perro de verdad», pensó, pero ella tenía un aspecto tan preocupado que se mordió la lengua. En sí, observándola mejor, tenía un aspecto más irritado que preocupado, pero estaba claro que había un poco de preocupación en la mezcla.

De modo que optó por decir:

– Propongo que esperemos hasta que oigamos chillar a alguien. En cualquier momento tiene que meterse corriendo entre los pies de alguna damisela y darle un susto de muerte.

– ¿Eso cree? -no parecía convencida-. Porque no es un perro que dé mucho miedo. Él se lo cree, y en realidad es un cielo, pero la verdad es que…

– ¡Iiiiiiieeeeeak!

– Creo que tenemos la respuesta -dijo Anthony secamente, y entonces salió corriendo en dirección al grito de la dama anónima.

Kate se apresuró tras él, atajando a través del césped en dirección a Rotten Row. El vizconde corría delante, y lo único en lo que Kate pudo pensar fue en que él debía de desear de veras casarse con Edwina: pese a quedar claro que era un atleta espléndido, no daba una imagen demasiado digna corriendo a lo loco por el parque tras un corgi rechoncho. Aún peor, iban a tener que correr justo por en medio de Rotten Row, la vía favorita de la aristocracia para cabalgar y pasear en carruaje por Hyde Park.

Todo el mundo iba a verles. Un hombre menos decidido se habría rendido hacía rato.

Kate continuó corriendo tras ellos, pero cada vez le sacaban más ventaja. No es que hubiera vestido pantalones muchas veces, pero con toda certeza era más fácil correr con esa prenda que con faldas. En especial cuando te encontrabas en público y no podías levantártelas por encima de los tobillos.

Atravesó Rotten Row a toda velocidad, negándose a mirar a los ojos de ninguna dama o caballero elegante de los que se encontraban allí paseando con sus caballos. Siempre existía la posibilidad de que no la identificaran con la muchacha marimacho que corría por el parque como si alguien le pisara los talones. Sólo era una posibilidad remota, pero estaba ahí.

Cuando volvió a entrar en el césped, tropezó por un instante y tuvo que detenerse para tomar aliento un par de veces. Entonces comprendió con horror que estaban casi a la altura del estanque Serpenune.

Oh, no.

Había pocas cosas que a Newton le gustaran más que saltar al interior de un lago. Y el sol calentaba lo bastante como para que pudiera apetecer, y más si daba la casualidad de que eras un animal cubierto de espeso y pesado pelaje, un animal que llevaba cinco minutos corriendo a una velocidad vertiginosa. Bueno, vertiginosa para un corgi con exceso de peso.

Pero suficiente, advirtió Kate con cierto interés, como para mantener a raya a un vizconde de metro ochenta y pico.

Kate se levantó las faldas una pulgada más o menos -al cuerno los mirones, no podía andarse ahora con remilgos -y echó a correr otra vez. No había manera de alcanzar a Newton, pero tal vez pudiera alcanzar a lord Bridgerton antes de que matara al perro.

Porque él tenía que tener en mente matarlo, aquel hombre tenía que ser un santo si no quisiera asesinar a Newton.

Y si sólo el uno por ciento de lo que se decía de él en Confidencia era cierto, desde luego no era un santo.

Kate tragó saliva.

– ¡Lord Bridgerton! -llamó en un intento de pedirle que detuviera la persecución. Esperaría sencillamente a que el perro se agotara. Con sus patas de diez centímetros, eso tenía que suceder más tarde o más temprano-. ¡Lord Bridgerton! Podemos…

Kate se detuvo en seco. ¿No era ésa Edwina, allí al lado del Serpentine? Miró entrecerrando los ojos. Era Edwina, de pie con suma gracia con las manos entrelazadas delante del cuerpo. Y parecía que un desventurado señor Berbrooke estaba realizando algún tipo de reparación en su carrocín.

Newton se detuvo en seco durante un momento y descubrió a Edwina en el mismo momento que Kate, y cambió de repente su trayectoria, ladrando con alegría mientras corría en dirección a su querida ama.

– ¡Lord Bridgerton! – gritó Kate otra vez -. ¡Mire, mire! Ahí está…

Anthony se dio media vuelta al oír su voz, luego siguió su dedo con la mirada en dirección a Edwina. De modo que por eso se había girado el maldito perro y había cambiado su trayectoria en noventa grados. Anthony estuvo a punto de resbalar con el barro y caer sobre su trasero en el intento de maniobrar después de aquel giro tan cerrado.

Iba a matar a ese perro.

No, iba a matar a Kate Sheffield.

No, tal vez…

Los alegres pensamientos de venganza de Anthony se interrumpieron con el repentino chillido de Edwina.

– ¡Newton!

A Anthony le gustaba pensar en sí mismo como un hombre de acción decidida, pero cuando vio que el perro se lanzaba en el aire y se precipitaba hacia Edwina, simplemente se quedó helado de conmoción. Ni el propio Shakespeare podría haber ideado un final más apropiado para esta farsa, y todo estaba representándose ante los ojos de Anthony como si se sucediera a cámara lenta.

Y no había nada que pudiera hacer.

El perro iba a chocar directamente contra el pecho de Edwina, que iba a perder el equilibrio, cayendo hacia atrás.

Directamente al Serpentine.

– ¡Nooooooo! -gritó abalanzándose hacia delante pese a que sabía que todos los intentos heroicos por su parte eran del todo inútiles…

¡Splash!

– ¡Santo cielo! -exclamó Berbrooke-. ¡Está toda mojada!

– Pues no se quede ahí parado -solté Anthony aproximándose a la escena del accidente y abalanzándose dentro del agua-. ¡Haga algo para ayudar!

Estaba claro que Berbrooke no entendía del todo qué quería decir eso ya que se quedó allí, de pie, con los ojos saliéndose de sus órbitas mientras Anthony se agachaba, cogía a Edwina de la mano y tiraba de ella para levantarla.

– ¿Está bien? -preguntó con brusquedad.

Ella asintió. Balbuceaba y estornudaba con demasiada fuerza como para responder.

– Señorita Sheffield -bramó Bridgerton al ver que Kate se detenía de golpe en la orilla-. No, usted no -añadió cuando sintió que Edwina pegaba una sacudida a su lado-, su hermana.

– ¿Kate? – preguntó Edwina pestañeando para expulsar la asquerosa agua de sus ojos-. ¿Dónde está Kate?

– Del todo seca en la orilla -masculló él, y a continuación pegó un grito en su dirección-: ¡Sujete la correa de su maldito perro!

Newton había salido alegre del Serpentine entre salpicones y ahora estaba sentado con la lengua fuera con gesto de felicidad. Kate se fue disparada a su lado y agarró la correa. Anthony advirtió que no ofreció ni una sucinta respuesta a su orden dada a gritos. Bien, pensó con malicia. No había pensado que aquella maldita mujer fuera tan sensata como para mantener la boca cerrada.

Se volvió de nuevo a Edwina, quien, por sorprendente que fuera se las arreglaba para estar encantadora aunque chorreara agua de un estanque.

– Permítame que la saque de aquí -dijo con brusquedad, y antes de que ella tuviera ocasión de reaccionar la cogió en sus brazos y la llevó a tierra firme.

– Nunca había visto algo así -dijo Berbrooke sacudiendo la cabeza.

Anthony no respondió. No pensaba que fuera capaz de decir algo sin arrojar a aquel idiota al agua. ¿Qué estaría pensando, de pie ahí mientras Edwina acababa sumergida por culpa de aquella cosa que no merecía ni llamarse perro?

– ¿Edwina? – preguntó Kate adelantándose todo lo que le permitía la correa de Newton -. ¿Estás bien?

– Creo que ya ha hecho bastante -ladró Anthony, quien avanzó hacia ella hasta que se encontraron apenas a treinta centímetros.

– ¿Yo? -preguntó boquiabierta.

– Mírela -respondió él con brusquedad, indicando con el dedo en dirección a Edwina pese a tener toda la atención centrada en Kate-. ¡No tiene más que mirarla!

– ¡Pero ha sido un accidente!

– ¡De verdad, estoy bien! – dijo Edwina alzando la voz, y sonó un poco asustada por el nivel de enfado que hervía entre su hermana y el vizconde -. ¡Tengo frío, pero estoy bien!

– ¿Lo ve? – replicó Kate y tragó saliva repetidamente mientras se fijaba en el aspecto despeinado de su hermana -. Ha sido un accidente.

Anthony se limitó a cruzarse de brazos y arquear una ceja.

– No me cree -dijo Kate entre dientes-. No puedo creer que no me crea.

El vizconde no dijo nada. Era inconcebible para él que Kate Sheffield, pese a todo su ingenio e inteligencia, no estuviera celosa de su hermana. Y aunque no pudiera haber hecho nada para evitar este percance, sin duda debería de encontrar un poco de placer en el hecho de que ella estuviera seca y cómoda mientras Edwina parecía una rata empapada. Una rata atractiva, eso sí, pero empapada de todas formas.

Estaba claro que Kate no había dado por concluida la conversación.

– Aparte del hecho de que -dijo con desprecio- nunca jamás haría algo para perjudicar a Edwina… ¿cómo explica que consiguiera esta extraordinaria proeza? -Se dio en la mejilla con la mano que le quedaba libre, fingiendo con expresión burlona caer entonces en la cuenta-. Oh, sí, conozco el idioma secreto de los corgis. Ordené al perro que tirara de la correa hasta soltarse y luego, puesto que tengo el don de la clarividencia, sabía que Edwina estaba justo aquí al lado del Serpentine, de modo que le dije al perro, gracias a nuestra comunicación mental, ya que a estas alturas estaba demasiado lejos para oír mi voz, le dije que cambiara de dirección, que se fuera hacia Edwina y la derribara para que cayera dentro del lago.

– El sarcasmo no le sienta nada bien, señorita Sheffield.

– A usted nada le sienta bien, lord Bridgerton.

Anthony se inclinó hacia delante, su mandíbula sobresalía con gesto amenazador.

– Las mujeres no deberían llevar animales si no son capaces de controlarlos.

– Y los hombres no deberían llevar a pasear por el parque a mujeres con animales si tampoco son capaces de controlarlas -replicó con furia.

Anthony notó que de hecho se le estaban poniendo coloradas las puntas de las orejas a causa de la ira difícil de contener.

– Usted, señora, es una amenaza para la sociedad.

Kate abrió la boca como si fuera a devolverle el insulto, pero en su lugar le dedicó simplemente una sonrisa maliciosa casi aterrorizadora. Se volvió al perro y dijo:

– Sacúdete, Newton.

Newton miró el dedo de Kate que indicaba directamente a Anthony y troté obediente unos pocos pasos para acercarse a él antes de permitirse una sacudida corporal que roció agua del estanque por todas partes.

Anthony se lanzó a por su garganta.

– Voy… voy a… ¡a matarla! -rugió.

Kate se apartó con agilidad y se colocó con rapidez al lado de Edwina.

– Vaya, vaya, lord Bridgerton -bromeó buscando seguridad detrás de la figura empapada de su hermana-. No le ayudará perder los nervios delante de la buena Edwina.

– ¿Kate? -susurró Edwína en tono apremiante-. ¿Qué sucede? ¿Por qué estás siendo tan cruel con él?

– ¿Por qué está siendo él tan cruel conmigo? -Kate le devolvió el susurro.

– Pues bien -dijo de pronto el señor Berbrooke-, ese perro me ha mojado.

– Nos ha mojado a todos -respondió Kate. Incluida ella. Pero había merecido la pena. Oh, había merecido mucho la pena por ver la mirada de sorpresa y rabia en el rostro de aquel pomposo aristócrata.

– ¡Usted! – dijo a gritos Anthony, apuntando con un dedo furioso a Kate -. Mejor se está calladita.

Kate guardó silencio. No era tan necia como para provocarle más. Parecía que a él la cabeza le fuera a explotar en cualquier momento. Lo cierto era que Anthony había perdido toda la dignidad que tenía al comenzar el día. Su manga derecha goteaba agua de cuando había sacado a Edwina del estanque, sus botas parecían estropeadas para siempre y el resto de él estaba salpicado de agua, gracias a la experta destreza de Newton para secarse.

– Les diré lo que tenemos que hacer -continué en voz baja y muy grave.

– Lo que tengo que hacer -dijo el señor Berbrooke con jovialidad, sin ser consciente de que era probable que lord Bridgerton asesinara a la primera persona que abriera la boca – es acabar de arreglar el carrocín. Luego puedo llevar a casa a la señorita Sheffield. – Indicó a Edwina por si acaso alguien no entendía a qué señorita Sheffield se refería.

– Señor Berbrooke -dijo Anthony entre dientes-, ¿sabe cómo arreglar un carrocín?

El señor Berbrooke pestañeó unas pocas veces.

– ¿Sabe siquiera qué problema tiene su carrocín?

Berbrooke abrió y cerró la boca unas veces más y luego dijo:

– Tengo algunas ideas. No me llevará tanto rato deducir cuál es el problema concreto.

Kate miró a Anthony con fijeza, fascinada por la vena que sobresalía en su garganta. Nunca antes había visto a un hombre tan claramente al límite de su paciencia. Puesto que sentía un poco de inquietud por la inminente explosión, dio un prudente medio paso para situarse detrás de Edwina.

No le gustaba considerarse una cobarde, pero el instinto de supervivencia era algo por completo diferente.

El vizconde consiguió controlarse de todos modos, su voz sonó con un tono regular aterrador cuando dijo:

– Esto es lo que vamos a hacer.

Tres pares de ojos se abrieron llenos de expectación.

– Voy a caminar hasta ahí -señaló a una dama y un caballero situados a unos veinte metros, quienes intentaban sin éxito no mirarles fijamente- y preguntaré a Montrose si puedo tomar prestado su carruaje durante unos minutos.

– Pero, vaya -dijo Berbrooke estirando el cuello-, ¿es ése Geoffrey Montrose? Hace siglos que no le veo.

Una segunda vena empezó a saltar esta vez en la sien de Anthony. Kate cogió a Edwina de la mano en busca de apoyo moral y se agarró con fuerza.

Pero Bridgerton, hay que reconocérselo, pasó por alto los comentarios excesivamente inapropiados de Berbrooke y continuó:

– Puesto que dirá que sí…

– ¿Está seguro? -soltó Kate.

De alguna manera, los ojos marrones del vizconde parecieron carámbanos.

– ¿Que si estoy seguro de qué? -respondió con desagrado.

– Nada -musitó ella, reprendiéndose por haber abierto la boca-. Por favor, continúe.

– Como decía, puesto que, como amigo y caballero -fulminó con la mirada a Kate-, dirá que sí, llevaré a la señorita Sheffield a su casa, luego regresaré a la mía y haré que uno de mis hombres devuelva el carruaje a Montrose.

Nadie se molestó en preguntar a qué señorita Sheffield se refería.

– ¿Y qué hay de Kate? -preguntó Edwina. Al fin y al cabo, el carruaje sólo tenía dos asientos.

Kate le apretó la mano. Querida y dulce Edwina.

Anthony miró a Edwina de frente.

– El señor Bebrooke acompañará a su hermana a casa.

– Pero no puedo -dijo Berbrooke-. Tengo que acabar de arreglar el carrocín, bien lo sabe.

– ¿Dónde vive? -preguntó con rudeza Anthony.

Berbrooke pestañeó con sorpresa pero le dio su dirección.

– Pararé en su casa y les enviaré a un sirviente para que espere junto a su vehículo mientras usted acompaña a la señorita Sheffield a su casa. ¿Está claro? -Se detuvo y miró a todo el mundo, incluido al perro, con expresión bastante dura. Excepto a Edwina, por supuesto, quien era la única persona presente que no había provocado su mal genio.

– ¿Está claro? -repitió.

Todo el mundo asintió, y su plan se puso en marcha. Minutos después, Kate se encontró observando a lord Bridgerton y a su hermana partir hacia el horizonte, justo las dos personas que se había jurado que nunca deberían estar juntas ni tan siquiera en la misma habitación.

Aún peor, la dejaron a solas con el señor Berbrooke y Newton.

Y tan sólo hicieron falta dos minutos para discernir que de los dos, Newton era el mejor conversador.

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