Capítulo 9

Los hombres son criaturas con espíritu de contradicción, sus cabezas y sus corazones nunca guardan concordancia. Y como bien saben todas las mujeres, sus actos normalmente están regidos por otro aspecto completamente diferente.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

29 de abril de 1814


O tal vez no.

Justo cuando Anthony empezaba a trazar la mejor trayectoria hasta los labios de Kate, oyó un sonido del todo espantoso: la voz de su hermano pequeño.

– ¡Anthony! – gritó Colin -. Ahí estás.

La señorita Sheffield, muy tranquila, sin darse cuenta de lo cerca que había estado de ser besada hasta perder el sentido, se volvió para observar a Colin que se acercaba hacia ellos.

– Un día de estos -masculló Anthony- tendré que matarle.

Kate se volvió otra vez al vizconde.

– ¿Ha dicho algo, milord?

Anthony no le hizo caso. Sin duda era la mejor opción, ya que hacerle caso tendía a provocarle un deseo desesperado por ella. Y, como bien sabía, aquello era un rápido camino hacia el desastre más absoluto.

Para ser sinceros, quizá debería estarle agradecido a Colin por su inoportuna interrupción. Unos pocos segundos más y habría besado a Kate Sheffield, y eso habría sido el mayor error de su vida.

Un beso con Kate tal vez fuera excusable, sobre todo si se tenía en cuenta la manera en que ella le había provocado la otra noche en su estudio. Pero dos… bien, dos, para cualquier hombre honorable, significaría dejar de cortejar a Edwina Sheffield.

Y Anthony aún no estaba del todo preparado para renunciar al concepto del honor.

No podía creer lo cerca que había estado de echar por la borda su plan de casarse con Edwina. ¿En qué estaba pensando? Era la novia perfecta para sus propósitos. Lo único que sucedía era que su cerebro se confundía cada vez que aparecía la entrometida de su hermana.

– Anthony -repitió Colin cuando estuvo más cerca-, ¡y la señorita Sheffield! -Les miró con curiosidad; estaba al corriente de que no se llevaban bien-. Qué sorpresa.

– Estaba recorriendo los jardines de su madre -dijo Kate- y me topé con su hermano.

Anthony se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

– Daphne y Simon han llegado -dijo Colin. Anthony se volvió hacia Kate y le explicó

– Mi hermana y su marido.

– ¿El duque? -inquirió ella con cortesía.

– En persona -refunfuñó él.

Colin se rió del despecho de su hermano.

– Era contrario a ese matrimonio -le explicó a Kate-. Detesta que sean felices.

– Oh, por el amor de… -dijo el vizconde con brusquedad- Estoy muy contento de que mi hermana sea feliz -añadió entre dientes, no sonaba especialmente feliz-. Simplemente creo que tendría que haber tenido más oportunidades de molerle a palos a ese hij… sinvergüenza antes de que se embarcaran en su «vivieron felices y comieron perdices».

Kate se atragantó de la risa.

– Ya veo -dijo ella, segura de que no había logrado poner 1a expresión seria que pretendía.

Colin le lanzó una mueca antes de volverse a su hermano.

– Daff ha sugerido una partida de palamallo. ¿Qué te parece? Hace siglos que no jugamos. Y, si empezamos pronto, podremos escapar de las señoritas melindrosas que mamá ha invitado para nosotros. -Se volvió de nuevo a Kate con el tipo de sonrisa que podía conseguir que le perdonaran cualquier cosa-. Excluida la compañía presente, por supuesto.

– Por supuesto -murmuró ella.

Colin se inclinó hacia delante, sus ojos verdes centelleaban de malicia.

– Nadie cometería el error de llamarla a usted señorita melindrosa-añadió.

– ¿Es un cumplido? -preguntó ella con mordacidad.

– Sin ninguna duda.

– Entonces debería aceptarlo con cortesía y de buena gana.

Colin se rió y le dijo a Anthony:

– Me cae bien.

A Anthony no pareció divertirle.

– ¿Ha jugado alguna vez al palamallo, señorita Sheffield? -preguntó Colin.

– Me temo que no. Creo que ni siquiera estoy segura de lo que es.

– Es un juego de jardín. La mejor diversión. En Francia es más popular que aquí, aunque lo llaman Paule Maule.

– ¿Y cómo se juega? -preguntó Kate.

– Se colocan aros en un recorrido -explicó Colin-, luego se lanzan a través de ellos unas pelotas de madera que se golpean con un mazo.

– Parece bastante simple -respondió con aire meditativo.

– No -añadió él- si se juega con los Bridgerton.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir -interrumpió Anthony- que nunca hemos considerado necesario establecer un recorrido reglamentario. Colin, por ejemplo, coloca los aros sobre raíces de árboles…

– Y tú pones los tuyos en pendientes que descienden al lago -añadió Colin-. Nunca hemos vuelto a encontrar la bola roja después de que Daphne la hundiera.

Kate sabía que no debía comprometerse a pasar una tarde en compañía del vizconde de Bridgerton, pero, qué diantres, el palamallo parecía muy divertido.

– ¿Hay sitio para un jugador más? -preguntó-. Puesto que ya me han excluido del grupo de las melindrosas…

– ¡Por supuesto! -dijo Colin-. Sospecho que se amoldará al resto de nosotros, tramposos e intrigantes.

– Viniendo de usted -dijo Kate con una risa-, sé que eso ha sido un cumplido.

– Oh, por supuesto. El honor y la honestidad tienen su momento, pero no en una partida de palamallo.

Anthony les interrumpió con expresión petulante en el rostro:

– Y tendremos que invitar también a su hermana.

– ¿Edwina? -Kate se atragantó. Caray. Había picado el anzuelo. Después de hacer todo lo posible para mantenerles separados ahora prácticamente les había organizado la tarde. No había manera de excluir a Edwina después de haberse autoinvitado prácticamente a la partida.

– ¿Tiene alguna otra hermana? -preguntó él con amabilidad.

Kate le frunció el ceño.

– Tal vez no tenga ganas de jugar. Creo que estaba descansando en su habitación.

– Daré instrucciones a la doncella de que llame a su puerta con mucha suavidad -dijo Anthony, aunque era obvio que mentía.

– ¡Excelente! – exclamó alegre Colin -. Estaremos igualados entonces. Tres hombres y tres mujeres.

– ¿Se juega en equipo? -preguntó Kate.

– No -contestó él-, pero mi madre siempre insiste sobremanera en que hay que estar emparejados en todas las cosas. Le disgustaría bastante que no fuera así.

Kate no podía imaginar que a la encantadora y graciosa mujer con la que había charlado apenas una hora antes le preocupara una partida de palamallo, pero se imaginó que ella no era quién para hacer comentarios.

– Me ocuparé de que vayan a buscar a la señorita Sheffield -murmuró Anthony, quien tenía un aspecto muy complacido-. Colin ¿por qué no acompañas a esta señorita Sheffield hasta el campo de juego y nos reunimos allí dentro de media hora?

Kate abrió la boca para protestar por aquellos arreglos que iban a dejar a Edwina a solas en compañía del vizconde, aunque fuera sólo durante el breve tiempo que llevaba caminar hasta el campo, pero al final se quedó callada. No había ninguna excusa razonable para impedir aquello, y lo sabía.

Anthony captó sus resoplidos y torció la comisura de su boca del modo más odioso para decir:

– Me complace ver que está de acuerdo conmigo, señorita Sheffield.

Ella se limitó a gruñir. Si hubiera articulado algunas palabras, no abrían sido amables.

– Excelente -repitió Colin-. Entonces nos vemos dentro de un rato.

Luego entrelazó su brazo con el de Kate y así se alejaron, dejando a Anthony sonriendo tras ellos.


Colin y Kate caminaron durante unos ochocientos metros desde la casa hasta una especie de claro desigual delimitado a un lado por un lago.

– El hogar de la roja pelota pródiga, supongo -comentó Kate mientras indicaba el agua.

Colin se rió y asintió.

– Es una lástima porque contábamos con equipo suficiente para ocho jugadores; nuestra madre insistió en que compráramos un juego que pudiera servirnos a los ocho hermanos.

Kate no estaba segura de si sonreír o fruncir el ceño.

– Su familia está muy unida, ¿verdad?

– Más que ninguna -respondió Colin con convencimiento mientras se acercaba a un cobertizo próximo.

Kate siguió sus pasos dándose golpecitos en el muslo de forma distraída.

– ¿Sabe qué hora es? -preguntó en voz alta.

Él se detuvo, sacó el reloj de bolsillo y lo abrió con un golpecito.

– Tres y diez.

– Gracias -contestó Kate, tomando nota mentalmente.

Habían dejado a las tres menos cinco a Anthony, quien había prometido traer a Edwina al campo de palamallo en cuestión de media hora de modo que llegarían a eso de las tres y veinticinco.

Como muy tarde a las tres y media. Kate estaba dispuesta a ser generosa y permitir ciertos retrasos inevitables. Si el vizconde traía a Edwina a las tres y media, no pondría pegas.

Colin continuó su recorrido hasta el cobertizo y Kate observó con interés cómo abría la puerta con cierto esfuerzo.

– Parece oxidada -comentó ella.

– Hace ya un tiempo que no venimos a jugar -explicó.

– ¿De veras? Si yo tuviera una casa como Aubrey Hall, nunca iría a Londres.

Colin se volvió hacia ella con la mano aún en la puerta medio abierta del cobertizo.

– Se parece mucho a Anthony, ¿lo sabe? Kate soltó un resuello.

– Sin duda bromea.

Él sacudió la cabeza con una extraña sonrisa en los labios.

– Tal vez sea porque son los hermanos mayores. Dios sabe que cada día doy gracias por no haber estado en el lugar de Anthony…

– ¿Qué quiere decir?

Colin se encogió de hombros.

– Pues que no me gustaría cargar con sus responsabilidades, es todo. El título, la familia, la fortuna, es demasiada carga para los hombros de una sola persona.

Kate no es que deseara especialmente oír lo bien que el vizconde había asumido las responsabilidades del título; no quería oír nada que pudiera cambiar su opinión de él, aunque tenía que confesar que la había impresionado la aparente sinceridad de su disculpa aquella misma tarde.

– ¿Y qué tiene que ver eso con Aubrey Hall? -preguntó.

Colin la miró sin comprender por un momento, como si hubiera olvidado que la conversación había comenzado con su inocente comentario sobre lo preciosa que era la casa solariega.

– Nada, supongo -dijo finalmente-. Y también todo. A Anthony le encanta esto.

– Pero pasa todo el tiempo en Londres -dijo Kate-. ¿No es cierto?

– Lo sé. -Colin se encogió de hombros-. Qué extraño, ¿no?

Kate no tenía ninguna respuesta, de modo que se quedó mirando mientras él tiraba de la puerta del cobertizo hasta que consiguió abrirla.

– Ya está. -Del interior sacó una carretilla con ruedas que había construido especialmente para llevar ocho mazos y otras tantas bolas de madera-. Un poco descuidado, pero tampoco está tan mal.

– Excepto por la bola roja perdida -dijo Kate con una sonrisa.

– Toda la culpa es de Daphne -contestó Colin-. Culpo de todo a Daphne y así mi vida es mucho más fácil.

– ¡Te he oído!

Kate se volvió y vio a una atractiva y joven pareja que se acercaba a ellos. El hombre era terriblemente guapo, con pelo oscuro, y ojos oscuros y alegres. La mujer sólo podía ser una Bridgerton, con el mismo pelo castaño que Anthony y Colin. Por no mencionar la misma estructura ósea y aquella misma sonrisa. Kate había oído decir que todos los Bridgerton se parecían bastante, pero nunca hasta entonces se lo había acabado de creer.

– ¡Daff! – exclamó Colin-. Llegas justo a tiempo para ayudarnos a sacar los mazos.

La joven le dedicó una amplia sonrisa.

– ¿No pensarás que iba a dejarte trazar otra vez el recorrido, eh? – Se volvió a su marido-. Prefiero no perderle de vista.

– No le preste atención -le dijo Colin a Kate-. Es muy fuerte, y apuesto a que es muy capaz de tirarme al lago sin problemas.

Daphne entornó los ojos y se volvió a Kate.

– Puesto que estoy segura de que el miserable de mi hermano no va a hacer los honores, me presentaré. Soy Daphne, duquesa de Hastings, y éste es mi esposo Simon.

Kate hizo una rápida reverencia.

– Excelencia -murmuró, luego se volvió al duque y dijo otra vez -, Excelencia.

Colin hizo un ademán en dirección a Kate mientras se inclinaba a sacar los mazos de la carretilla de palamallo.

– Os presento a la señorita Sheffield.

Daphne pareció confundida.

– Acabo de cruzarme con Anthony en casa. Creo que me ha dicho que iba a buscar a la señorita Sheffield.

– Mi hermana -explicó Kate-. Edwina. Yo soy Katharine. Kate para los amigos.

– Bien, si es lo bastante valiente como para jugar al palamallo con los Bridgerton, sin duda me gustaría incluirla entre mis amigas -dijo Daphne con una amplia sonrisa-. Por lo tanto, tiene que llamarme Daphne. Y a mi esposo, Simon. ¿Simon?

– Oh, por supuesto -respondió él, y Kate tuvo la clara impresión de que diría lo mismo si Daphne declarara que el cielo se había vuelto naranja. No porque él no le prestara atención, sino porque era evidente que estaba loco por ella.

Esto, pensó Kate, era lo que quería para Edwina.

– Déjame coger la mitad -dijo Daphne estirando el brazo para coger los aros que su hermano ya tenía en la mano-. La señorita Sheffield y yo… es decir, Kate y yo – dedicó a Kate una amplia sonrisa llena de afecto- colocaremos tres de éstos, y tú y Simon podéis colocar el resto.

Antes de que Kate se atreviera a opinar, Daphne ya la había cogido por el brazo y se la llevaba hacia el lago.

– Tenemos que asegurarnos del todo de que la bola de Anthony acaba en el agua – masculló Daphne -. Nunca le he perdonado lo de la última vez. Creí que Benedict y Colin iban a morirse de la risa. Y Anthony fue el peor. Estaba allí sonriéndose. ¡Sonriéndose! – Se volvió a Kate con la más atribulada de las expresiones-. Nadie se sonríe como mi hermano mayor.

– Lo sé -dijo Kate en voz baja.

Por suerte, la duquesa no la había oído.

– Si hubiera podido matarlo en ese momento, juro que lo habría hecho.

– ¿Y qué sucede una vez que todas las bolas acaban en el agua? – Kate no pudo resistirse a preguntar-. Aún no he jugado con la familia al completo, pero todos parecen bastante competitivos, y me da la impresión…

– … que será inevitable -concluyó Daphne por ella. Puso una mueca-. Probablemente tenga razón. No tenemos espíritu deportivo yo en lo que al palamallo se refiere. Cuando un Bridgerton coge el mazo, nos convertimos en los peores tramposos y mentirosos. De veras, el juego no tiene tanto que ver con ganar sino con asegurarse de que el otro jugador pierde.

Kate buscó las palabras.

– Suena un poco…

– ¿Horrible? -preguntó Daphne sonriente-. No lo es. Nunca se habrá divertido tanto, se lo garantizo. Pero al paso que vamos, todas las bolas van a acabar en el lago dentro de poco. Supongo que pediremos a Francia otro juego. -Metió un aro en la tierra-. Parecerá un derroche lo sé, pero merece la pena con tal de humillar a mis hermanos.

Kate intentó no reírse, pero no lo consiguió.

– ¿Tiene algún hermano, señorita Sheffield? -inquirió Daphne.

Puesto que la duquesa había olvidado llamarla por su nombre de pila, Kate consideró mejor volver a las maneras formales.

– No, Excelencia -contestó-. Edwina es mi única hermana.

Daphne se protegió los ojos con la mano e inspeccionó la zona en busca de alguna ubicación alevosa. Cuando avistó una -situada justo encima de la raíz de un árbol- se fue para allá sin dejarle otra opción a Kate que seguirla.

– Cuatro hermanos -dijo Daphne, metiendo otro aro en la tierra – te dan una educación maravillosa.

– La de cosas que habrá aprendido -dijo Kate bastante impresionada-. ¿Sabe dejarle un ojo morado a un hombre? ¿Tumbarle en el suelo de un puñetazo?

Daphne puso una mueca maliciosa.

– Pregúntele a mi esposo.

– ¿Que me pregunte el qué? -gritó el duque desde el lado opuesto del árbol, donde él y Colin se encontraban colocando un aro sobre una raíz.

– Nada -contestó la duquesa en tono inocente-. También he aprendido -le susurró a Kate- que es mejor tener la boca cerrada. Es mucho más fácil manejar a los hombres una vez que entiendes los puntos básicos de su naturaleza.

– ¿Qué son? -le pinchó Kate.

Daphne se inclinó hacia delante y le susurró cubriéndose la boca:

– No son tan listos como nosotras, no son tan intuitivos como nosotras y desde luego es mejor que no se enteren del cincuenta por ciento de lo que hacemos. -Miró a su alrededor-. ¿Él no me ha oído, verdad?

Simon salió de detrás del árbol.

– Cada palabra.

Kate se atragantó de la risa al ver a Daphne dar un brinco.

– Pero es cierto -dijo con arrogancia.

Simon se cruzó de brazos.

– Piensa lo que quieras, querida. -Se volvió a Kate-. Con los años he aprendido un par o tres de cosas sobre las mujeres.

– ¿De veras? -preguntó Kate fascinada.

Él asintió y se inclinó, como si fuera a desvelar un serio secreto de Estado.

– Es mucho más fácil manejarlas si se creen que son más listas y más intuitivas que los hombres. Y -añadió con mirada de superioridad a su esposa- nuestras vidas transcurren con mucha más tranquilidad si fingimos que sólo nos enteramos del cincuenta por ciento lo que hacen.

Colin se acercó balanceando un mazo.

– ¿Están discutiendo? -le preguntó a Kate.

– Sólo deliberamos – corrigió Daphne.

– Que Dios me libre de tales deliberaciones -masculló Colin Escojamos los colores.

Kate le siguió de regreso junto a la carretilla de palamallo, tamborileando sobre el muslo con los dedos.

– ¿Tiene hora? -le preguntó.

Colin sacó su reloj de bolsillo.

– Pasa un poco de las tres y media, ¿por qué?

– Pensaba que Edwina y el vizconde deberían estar ya por aquí eso es todo -respondió, intentando no parecer demasiado preocupada.

Colin se encogió de hombros.

– Estarán en camino. -Luego, inconsciente de la inquietud ella, indicó la carretilla de palamallo -. Pues bien. Usted es la invitada. Es la primera en escoger. ¿Qué color quiere?

Sin pensar mucho, Kate estiró el brazo y cogió un mazo. Cuando lo tuvo en la mano se percató de que era negro.

– El mazo de la muerte -dijo Colin con gesto de aprobación. Sabía que sería una buena jugadora.

– Dejemos el mazo rosa para Anthony -dijo Daphne sacando el mazo verde.

El duque cogió el mazo naranja y, volviéndose a Kate, dijo:

– Es testigo de que no tengo nada que ver con el mazo rosa de Bridgerton, ¿de acuerdo?

Kate sonrió con picardía.

– He advertido que no ha escogido el mazo rosa.

– Por supuesto que no -contestó con una mueca aun mas viesa que la de ella-. Mi esposa ya lo ha escogido por él. No podía llevarle la contraria, ¿no cree?

– Para mí el amarillo -dijo Colin-, y el azul para la señorita Edwina, ¿no le parece?

– Oh, sí -replicó Kate-. A Edwina le encanta el azul.

Los cuatro se quedaron mirando los dos mazos restantes: el rosa y el púrpura.

– No le va a gustar ninguno de los dos -dijo Daphne.

Colin asintió.

– Pero el rosa aún menos. -Y con aquello, cogió el mazo púrpura y lo arrojó dentro del cobertizo, luego se agachó y tiró la bola púrpura tras él.

– Y digo yo -empezó el duque-, ¿dónde está Anthony?

– Ésa es una buena pregunta -masculló Kate, tamborileando otra vez con los dedos sobre la falda.

– Supongo que querrá saber qué hora es -apuntó Colin con astucia.

Kate se sonrojó. Ya le había pedido dos veces que mirara la hora.

– No hace falta -contestó sin encontrar una respuesta más ingeniosa.

– Muy bien, sólo que he tomado nota de que cada vez que empieza mover la mano…

Kate detuvo la mano.

– …está a punto de preguntarme qué hora es.

– Ha tomado nota de muchas cosas sobre mí en la última hora – respondió Kate con sequedad.

Él puso una mueca.

– Soy un tipo observador.

– Es evidente -masculló ella.

– Pero, en caso de que le interese, son las cuatro menos cuarto.

– Tenían que haber llegado hace rato -dijo Kate.

Colin se inclinó hacia delante y susurró.

– Dudo mucho que mi hermano esté violando a su hermana.

Kate retrocedió con brusquedad.

– Señor Bridgerton!

– ¿De qué habláis? -preguntó Daphne.

Colin esbozó una amplia sonrisa.

– La señorita Sheffield está preocupada por que Anthony esté poniendo en una situación comprometida a la otra señorita Sheffield.

– ¡Colin! – exclamó Daphne -. Eso no tiene la menor gracia.

– Y desde luego no es cierto -protestó Kate. Bien, casi no era cierto. No pensaba que el vizconde estuviera poniendo a Edwina en una situación comprometida, pero era más que probable que se estuviera esforzando todo lo posible para aturdirla con sus encantos. Y eso en sí mismo ya era peligroso.

Kate sostuvo el mazo en la mano para comprobar su peso e intentó imaginar la manera de usarlo sobre la cabeza del vizconde y hacer que pasara por un accidente.

El mazo de la muerte, desde luego que sí.


Anthony miró la hora en el reloj de la repisa de su estudio. Casi las tres y media. Iban a llegar tarde.

Puso una mueca. Oh, bien, no podía hacer nada.

Normalmente insistía mucho en la puntualidad, pero si el retraso tenía como resultado la tortura de Kate Sheffield, no le importaba demasiado llegar tarde.

Y Kate Sheffield sin duda se estaría retorciendo de agonía para entonces, horrorizada sólo con la idea de que su preciosa hermana pequeña estuviera en sus malignas garras.

Anthony bajó la vista a sus malignas garras -sus manos, se recordó a sí mismo- y esbozó otra amplia sonrisa. Hacía siglos que no se había divertido tanto, y lo único que hacía era perder el tiempo en su despacho, imaginándose a Kate Sheffield con la mandíbula apretada mientras le salía humo por las orejas.

Era una imagen de lo más graciosa.

Por supuesto, aquello no era culpa suya. Él habría salido con puntualidad de no haber tenido que esperar a Edwina. La joven había mandado aviso con la doncella de que se reuniría con él en diez minutos. De eso hacía veinte minutos. Él no podía hacer nada si ella se retrasaba.

Anthony tuvo una visión repentina de cómo transcurriría el resto de su vida: esperando a Edwina. ¿Era el tipo de mujer que se retrasaba por sistema? Aquello podía acabar resultando irritante al cabo un tiempo.

Como si le hubiera dado pie, oyó unas pisadas en el vestíbulo y cuando alzó a vista, la forma exquisita de Edwina quedó enmarcada en el umbral.

Era una visión, pensó de manera desapasionada. Era absolutamente encantadora en todos los sentidos. Su rostro era la perfección, su postura la personificación de la gracia, y tenía unos ojos del azul más radiante, tan intensos que uno no podía evitar sorprenderse de aquella tonalidad cada vez que parpadeaba.

Anthony esperó a que se produjera algún tipo de reacción dentro de él. No cabía duda de que ningún hombre permanecería inmune a su belleza.

Nada. Ni siquiera la menor necesidad de besarla. Casi parecía un crimen contra la naturaleza.

Pero tal vez era algo bueno. Al fin y al cabo no quería una esposa de la que pudiera enamorarse. El deseo era algo agradable, pero el deseo podía ser peligroso. Con certeza, el deseo podía transformarse en amor con más facilidad que el desinterés.

– Siento enormemente llegar tarde milord -dijo Edwina con su encanto particular.

– No es ningún problema, en absoluto -contestó él. Se sintió un poco animado por las recientes racionalizaciones de la espera. Nada había cambiado, ella sería una buena esposa. No hacía falta buscar más -. Pero tenemos que salir ya. Los otros ya habrán preparado el recorrido de la partida.

La cogió por el brazo y salieron caminando de la casa. Él hizo un comentario sobre el tiempo. Ella hizo un comentario sobre el tiempo. Él hizo un comentario sobre el tiempo del día anterior. Ella estuvo conforme en todo lo que él dijo (ni siquiera recordaba el qué un minuto después).

Tras agotar todos los temas relacionados con la climatología, se quedaron callados, y luego, tras tres minutos sin que ninguno de los dos tuviera algo que decir, Edwina soltó:

– ¿Qué estudió en la universidad?

Anthony la miró con extrañeza. No recordaba que ninguna jovencita le hubiera hecho antes esta pregunta.

– Oh, lo habitual -respondió.

– Pero -insistió ella, con un aspecto impaciente poco característico – ¿qué es lo habitual?

– Historia, sobre todo. Un poco de literatura.

– Oh. -Consideró eso durante un momento-. Me encanta leer.

– ¿Ah, sí? -La miró con renovado interés. Nunca se le habría ocurrido tomarla por una estudiosa-. ¿Qué le gusta leer?

Pareció relajarse mientras contestaba a la pregunta.

– Novelas si me siento imaginativa. Filosofía si busco el desarrollo personal.

– Filosofía ¿eh? – inquirió Anthony -. Nunca la he digerido demasiado bien.

Edwina soltó una de sus encantadoras risas musicales.

– Kate es igual. Siempre me está diciendo que es muy capaz vivir su vida y que no le hace falta que un hombre ya muerto le dé instrucciones.

Anthony pensó en sus experiencias cuando leía a Aristóteles, Bentham y Descartes en la universidad. Luego pensó en sus experiencias intentando no leer a Aristóteles, Bentham y Descartes en universidad.

– Creo -murmuró- que tendré que mostrar mi conformidad con su hermana.

Edwina esbozó una amplia sonrisa.

– ¿Usted conforme con mi hermana? Creo que tendría que buscar una libreta para apuntar este momento. Sin duda es la primera vez.

Él le lanzó una mirada de soslayo para poder evaluarla mejor.

– Es más impertinente de lo que deja entrever, ¿verdad que sí?

– Pero ni la mitad que Kate.

– Eso nunca lo he dudado.

Anthony le oyó una risita pero, cuando la miró de reojo, parecía que ella intentaba con gran esfuerzo mantener el rostro serio. Doblaron el último recodo antes del campo de juego, y cuando llegaron a alto de la elevación, encontraron al resto del grupo de jugadores de palamallo esperándoles, balanceando distraídamente sus mazos mientras aguardaban.

– Oh, maldita sea -juró Anthony, olvidando por completo que se encontraba en compañía de la mujer a la que planeaba convertir en su esposa-. Tiene el mazo de la muerte.

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