Anthony Bridgerton siempre supo que moriría joven.
Oh, pero no de niño. El pequeño Anthony nunca había tenido motivos para pensar en su propia mortalidad. Sus primeros años habían sido la envidia de cualquier muchacho de su edad, una existencia perfecta desde el mismo día de su nacimiento.
Cierto que Anthony era el heredero de un antiguo y rico vizcondado, pero lord y lady Bridgerton, a diferencia de la mayoría de parejas aristocráticas, estaban muy enamorados, y el nacimiento de su hijo no fue recibido como la llegada de un heredero sino como la de un hijo.
Por lo tanto no hubo más fiestas ni actos sociales, no hubo más celebraciones que la de una madre y un padre contemplando maravillados a su retoño.
Los Bridgerton eran padres jóvenes pero sensatos -Edmund apenas tenía veinte años y Violet sólo dieciocho – y también eran padres fuertes que querían a su hijo con un fervor e intensidad poco común en su círculo social. Para gran horror de la madre de Violet, ésta insistió en cuidar ella misma del muchacho. Edmund por su parte nunca había aceptado la actitud imperante entre la aristocracia según la cual los padres no debían ver ni oír a sus hijos. Se llevaba al niño a sus largas caminatas por los campos de Kent, le hablaba de filosofía y de poesía incluso antes de que el pequeño entendiera sus palabras, y cada noche le contaba un cuento antes de dormir.
Con una pareja tan joven y tan enamorada, para nadie fue una sorpresa que justo dos años después del nacimiento de Anthony se sumara a éste un hermano más pequeño, a quien llamaron Benedict. Edmund hizo los ajustes necesarios en su rutina diaria para poder llevar a sus dos hijos con él en sus excursiones; se paso una semana metido en los establos trabajando con su curtidor para idear una mochila especial que sostuviera a Anthony a su espalda y que al mismo tiempo le permitiera llevar en los brazos a su pequeño Benedict.
Caminaban a través de campos y riachuelos y él les hablaba de cosas maravillosas, de flores perfectas y de cielos azules y claros, de caballeros con relucientes armaduras y damiselas afligidas. Violet se echaba a reír cuando los tres regresaban con el pelo despeinado por el viento, bañados por el sol, y Edmund decía:
– ¿Veis? Aquí está nuestra damisela afligida. Está claro que tenemos que salvarla.
Y Anthony se arrojaba a los brazos de su madre y le decía entre risas que la protegería del dragón que había visto arrojando fuego por la boca «justo a dos millas de aquí», en el camino del pueblo.
– ¿A dos millas de aquí, en el camino del pueblo? – preguntaba Violet bajando la voz, esforzándose porque sus palabras sonaran cargadas de horror-. Dios bendito, ¿qué haría yo sin tres hombres fuertes para protegerme?
– Benedict es un bebé -contestaba Anthony.
– Pero crecerá -le aclaraba siempre ella mientras le alborotaba el cabello- igual que has hecho tú. E igual que continuarás haciendo.
Aunque Edmund siempre trataba a los niños con idéntico afecto y devoción, cuando a última hora de la noche Anthony sostenía contra su pecho el reloj de bolsillo de los Bridgerton (que le había regalado por su octavo cumpleaños su padre, quien a su vez lo había recibido de su padre, también por su octavo cumpleaños), al muchacho le gustaba pensar que su relación era un poco especial. No porque Edmund le quisiera más a él. A aquellas alturas los niños Bridgerton ya eran cuatro (Colin y Daphne habían llegado muy seguidos), y Anthony sabía bien que todos eran muy queridos.
No, a Anthony le gustaba pensar que su relación con su padre era especial porque le conocía desde hacía más tiempo. Así de sencillo. Al fin y al cabo, no importaba cuánto hiciera que Benedict conociera a su padre, Anthony siempre le llevaría dos años de ventaja. Y seis a Colin. Y en cuanto a Daphne, bien, aparte del hecho de que era una niña (qué horror!), conocía a su padre desde hacía ocho años menos que él y siempre sería así, le gustaba recordarse a sí mismo.
Edmund Bridgerton, en pocas palabras, ocupaba el mismísimo centro del mundo de Anthony. Era alto, de hombros anchos y cabalgaba a caballo como si hubiera nacido sobre la silla. Siempre sabía las respuestas a las preguntas de aritmética (incluso las que su tutor desconocía), no ponía pegas a que sus hijos tuvieran una cabaña en los árboles (por eso fue él mismo quien la construyó), y tenía esa clase de risa que calienta un cuerpo desde dentro hacia afuera.
Edmund enseñó a montar a Anthony. Enseñó a Anthony a disparar. Le enseñó a nadar. Le llevó él mismo a Eton, en vez de enviarlo en un carruaje con sirvientes, que fue como llegaron la mayoría de futuros amigos de Anthony. Y cuando pilló a Anthony observando con mirada nerviosa el colegio que iba a convertirse en su nuevo hogar, mantuvo una charla íntima con su hijo mayor para asegurarle que todo iría bien.
Y así fue. Anthony sabía que no podía ser de otra manera. Al fin y al cabo, su padre nunca mentía.
Anthony adoraba a su madre. Diablos, sin duda sería capaz de arrancarse el brazo a mordiscos si aquello sirviera para verla a salvo. Pero todo lo que el muchacho hacía mientras crecía, todos sus logros, cada sueño, cada una de sus metas y esperanzas… todo era por su padre.
Y luego, de repente, un día, todo cambió. Qué curioso, reflexionó a posteriori, cómo la vida podía alterarse en un instante, cómo en tal minuto las cosas eran de cierto modo y al siguiente sencillamente… no.
Sucedió cuando Anthony tenía dieciocho años, había vuelto a casa para pasar el verano y prepararse para su primer año en Oxford. Iba a entrar en el All Souls College, igual que su padre antes que él, y su existencia era todo lo prometedora y resplandeciente que un joven de dieciocho años tiene derecho a desear. Había descubierto a las mujeres y, algo tal vez más maravilloso, las mujeres le habían descubierto a él. Sus padres seguían reproduciéndose felizmente y habían añadido a la familia a Eloise, Francesca y Gregory. Anthony hacía todo lo posible para no entornar los ojos cada vez que se cruzaba con su madre por el pasillo, ¡embarazada de su octavo hijo! En opinión de Anthony, todo aquello resultaba bastante impropio -tener hijos a la edad de sus padres – pero se guardaba sus opiniones para sí.
¿Quién era él para poner en duda la prudencia de Edmund? Tal vez él mismo querría también tener más hijos a la madura edad de treinta y ocho.
Cuando Anthony se enteró ya era última hora de la tarde. Regresaba de una larga y dura cabalgada con Benedict y acababa de entrar por la puerta principal de Aubrey Hall, el hogar ancestral de los Bridgerton, cuando vio a su hermana de diez años sentada en el suelo. Benedict estaba aún en los establos pues había perdido una tonta apuesta con Anthony que le exigía cepillar ambos caballos de arriba abajo.
Anthony se paró en seco al ver a Daphne. Era sin duda inusual que su hermana estuviera sentada en medio del suelo en el vestíbulo principal. Era incluso más inusual que estuviera llorando.
Daphne nunca lloraba.
– Daff -le dijo con vacilación, era demasiado joven para saber qué hacer con una fémina llorosa y se preguntaba si alguna vez aprendería-, ¿qué…?
Pero antes de que pudiera acabar la pregunta, Daphne levantó la cabeza y el tremendo sufrimiento en aquellos grandes ojos marrones atravesó a Anthony como un cuchillo. Dio un paso tambaleante hacia atrás pues sabía que algo había pasado, algo terrible.
– Ha muerto -susurró Daphne-. Papá ha muerto.
Durante un momento, Anthony tuvo el convencimiento de que había oído mal. Su padre no podía haber muerto. Otras personas morían jóvenes como el tío Hugo, pero el tío Hugo era pequeño y débil. Bueno, al menos más pequeño y más débil que Edmund.
– Te equivocas – le dijo a Daphne -. Tienes que estar equivocada.
La niña sacudió la cabeza.
– Me lo ha dicho Eloise. Le ha… ha sido una…
Anthony sabía que no debía coger y zarandear a su hermana sollozante, pero no pudo contenerse.
– ¿Que ha sido qué, Daphne?
– Una abeja -susurró-. Le ha picado una abeja.
Por un instante, lo único que Anthony pudo hacer fue mirarla con fijeza. Finalmente con voz áspera y apenas reconocible dijo:
– Un hombre no se muere por la picadura de una abeja, Daphne.
La niña no dijo nada, continuó allí, sentada en el suelo. Su garganta se agitaba temblorosa mientras intentaba contener las lágrimas.
– Ya le han picado antes -añadió Anthony elevando el volumen de voz-. Yo estaba con él una vez. Nos picaron a los dos. Nos encontramos un panal. A mí me picó en el hombro. -De forma instintiva, subió la mano para tocarse el punto en que la abeja le había picado tantos años atrás. Y añadió en un susurró-: A él le picó en el brazo.
Daphne le miraba con fijeza y con una inquietante expresión de perplejidad.
– No le pasó nada -insistió Anthony. Podía oír el pánico en su voz y sabía que estaba asustando a su hermana, pero era incapaz de controlarlo-. ¡Un hombre no puede morir por una picadura de abeja!
Daphne sacudió la cabeza, de pronto sus ojos oscuros parecían los de alguien cien años mayor.
– Ha sido una abeja -dijo con voz hueca-. Eloise lo vio. En un momento estaba allí de pie y al siguiente estaba… estaba…
Anthony sintió que algo muy extraño crecía dentro de él, como si sus músculos estuvieran a punto de saltar de su piel.
– Al siguiente estaba ¿qué, Daphne?
– Muerto. -Parecía desconcertada por aquella palabra, tan desconcertada como se sentía él.
Anthony dejó a Daphne sentada en el vestíbulo y subió los peldaños de la escalera de tres en tres para ir al dormitorio de sus padres. Seguro que su padre no estaba muerto. Un hombre no podía morirse de una picadura de abeja. Era imposible. Una completa locura. Edmund Bridgerton era joven, era fuerte. Era alto y de hombros anchos, tenía una musculatura poderosa y, por Dios, ninguna abeja insignificante podía haberle derribado.
Pero cuando Anthony llegó al pasillo del piso superior, pudo detectar por el silencio de la docena más o menos de criados inmóviles que la situación era nefasta.
Y sus rostros de lástima… aquella lástima en sus rostros le obsesionaría el resto de su vida.
Pensó que tendría que empujarles para que le permitieran entrar en la habitación de sus padres, pero los criados se apartaron como si fueran gotas del Mar Rojo, y cuando Anthony abrió la puerta de par en par, supo la verdad.
Su madre estaba sentada sobre el borde la cama, sin llorar, sin tan siquiera emitir un sonido, tan sólo sostenía la mano de su padre mientras se balanceaba hacia delante y atrás.
Su padre estaba inmóvil. Inmóvil como…
Anthony ni siquiera quería pensar en aquella palabra.
– ¿Mamá? -llamó con voz entrecortada. No la llamaba así desde hacía años; había sido «madre» desde que marchó a Eton.
Ella se volvió, despacio, como si oyera su voz a través de un largo, largo túnel.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Anthony en un susurro.
Ella sacudió la cabeza, con la mirada por completo distante.
– No sé -contestó. Sus labios se quedaron separados unos dos centímetros, como si quisiera decir algo más y luego hubiera olvidado hacerlo.
Anthony se adelantó un paso con movimiento torpe e irregular.
– Ha muerto -susurró finalmente Violet-. Ha muerto y yo… oh, Dios, yo… -Se llevó una mano al vientre, hinchado y redondo por el embarazo-. Se lo dije, oh, Anthony, se lo dije…
Parecía que fuera a hacerse añicos desde dentro hacia fuera. Anthony se tragó las lágrimas que le quemaban los ojos y le escocían la garganta y se fue al lado de su madre.
– Tranquila, mamá -dijo.
Pero sabía que no era así de sencillo.
– Le dije que tenía que ser el último -soltó entre jadeos, sollozando contra el hombro de su hijo-. Le dije que no podía quedarme otra vez embarazada y que tendríamos que tener cuidado y… oh, Dios, Anthony, lo que daría por tenerlo otra vez aquí y darle otro hijo. No lo entiendo. Es que no lo entiendo…
Anthony la abrazó mientras ella lloraba. Sin decir nada. Parecía inútil intentar encontrar alguna palabra que se correspondiera con la devastación en aquel corazón.
Él tampoco lo entendía.
Más tarde aquella misma noche llegaron los médicos, quienes manifestaron su perplejidad. Habían oído hablar de cosas de este tipo, pero en alguien tan joven y fuerte… Él era tan vital, de una naturaleza tan poderosa; nadie podía haberlo imaginado. Era cierto que el hermano menor del vizconde, Hugo, había muerto de forma bastante repentina el año anterior, pero estas cosas no venían necesariamente de familia y, aparte, aunque Hugo también había muerto al aire libre, nadie había advertido que le picara una abeja.
Pero, claro, también era cierto que nadie estaba mirando. Nadie podía haberlo sabido, repetían los médicos una y otra vez, hasta que Anthony sintió ganas de estrangularlos a todos. Tras un buen rato, consiguió que se fueran de la casa y consiguió acostar a su madre. Tuvieron que llevarla a una habitación desocupada. A Violet le perturbaba la idea de dormir en la cama que había compartido durante tantos años con Edmund. Anthony también consiguió mandar a la cama a sus seis hermanos, diciéndoles que por la mañana tendrían que hablar todos ellos, que todo iba a ir bien y que se ocuparía de ellos como le habría gustado a su padre.
Luego entró en la habitación en la que aún yacía el cuerpo de su padre y se quedó mirándolo. Le miró y le miró, con fijeza, durante horas, sin apenas parpadear.
Y cuando salió de la habitación, lo hizo con una visión nueva de su propia vida, una nueva noción de su propia mortalidad.
Edmund Bridgerton había muerto a los treinta y ocho años de edad. Y Anthony simplemente no podía imaginarse superar a su padre en nada, ni siquiera en años.