La velada musical de lady Bridgerton resultó ser una reunión indiscutiblemente artística, lo cual no siempre es la norma en este tipo de veladas. Esta Autora se lo puede asegurar. La intérprete invitada no era otra que Maria Rosso, la soprano italiana que tuvo su debut en Londres hace dos años y que ha regresado tras un breve periodo en los escenarios vieneses.
Con su espeso cabello azabache y centelleantes ojos oscuros, la señorita Rosso demostró tener tanto encanto en su voz como en su figura. Y más de uno (de hecho, más de una docena) de los denominados caballeros de la sociedad encontraron dificultades para apartar la mirada de su persona, incluso después de que hubiera concluido la actuación.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
27 de abril de 1814
Kate supo en qué minuto preciso entró él en la sala.
Intentó convencerse de que aquello no quería decir que ella estuviera cada vez más pendiente de aquel hombre. Él era terriblemente apuesto; de hecho, no era una opinión, era la realidad. No podía imaginarse que el resto de mujeres presentes no se hubieran fijado en él.
Llegó tarde. No mucho, la soprano no podía llevar más de doce compases de su pieza. Pero lo bastante tarde como para que intentara no hacer ruido mientras ocupaba una silla hacia la parte delantera, cerca de su familia. Kate continuó inmóvil en su asiento en la parte posterior, bastante segura de que él no la había visto mientras se acomodaba para la actuación. No miró en su dirección, y aparte, habían apagado varias velas, o sea, que la habitación estaba bañada por un resplandor tenue y romántico. Sin duda las sombras oscurecían su rostro.
Kate intentó mantener la vista fija en la señorita Rosso a lo largo de su actuación. De todos modos, el ánimo de Kate no mejoró demasiado ya que la cantante no apartaba los ojos de lord Bridgerton. Al principio Kate pensó que debía de estar imaginándose la fascinación de la señorita Rosso por el vizconde, pero hacia la mitad de la actuación, no había ninguna duda. Maria Rosso lanzaba públicamente con la mirada invitaciones sensuales al vizconde.
¿Y por qué eso le molestaba tanto a ella? No lo sabía. Al fin y al cabo era una prueba más de que era exactamente el mujeriego depravado que siempre había pensado. Tendría que estar satisfecha de tener la confirmación. Tendría que pensar que aquello le daba la razón.
En vez de ello, lo único que sentía era decepción. Era una sensación pesada, incómoda, que envolvía su corazón y la dejaba un poco hundida en su asiento.
Cuando acabó la interpretación, no pudo evitar advertir que la soprano, tras aceptar graciosamente los aplausos, se dirigió con el mayor descaro hacia el vizconde y le ofreció una de esas sonrisas seductoras, el tipo de sonrisa que Kate nunca aprendería a esbozar aunque una docena de cantantes de ópera intentaran enseñárselo. Aquella sonrisa no dejaba dudas sobre las intenciones de la cantante.
Dios bendito, aquel hombre ni siquiera necesitaba perseguir a las mujeres, casi se rendían a sus pies.
Era asqueroso. De verdad, muy asqueroso.
Y aun así, Kate no podía dejar de mirar.
Lord Bridgerton ofreció por su parte una misteriosa media sonrisa a la cantante de ópera. Luego estiró el brazo y le recogió tras la oreja un mechón suelto de su pelo azabache.
Kate sintió un escalofrío.
El vizconde ahora se había inclinado hacia delante para susurrarle algo al oído. Kate se descubrió aguzando el oído en aquella dirección, aunque era obvio que resultaba imposible oír algo desde tan lejos.
Pero de cualquier modo, ¿acaso era un crimen morirse de curiosidad. Y…
Santo cielo, ¿no acababa de besarle en el cuello? Seguro que no se atrevía a hacer eso en casa de su propia madre. Bueno, se suponía que la residencia Bridgerton técnicamente era su casa, pero su madre vivía ahí, igual que muchos de sus hermanos. La verdad, este hombre debería saberlo mejor que nadie. Un poco de decoro en presencia de su familia no estaría de más.
– ¿Kate? ¿Kate?
Tal vez fuera un besito de nada, sólo un leve roce con los labios sobre la piel de la cantante de ópera, pero no dejaba de ser un beso.
– ¡Kate!
– ¡Bien! ¿Sí? -Kate casi se pone de pie al volverse a mirar a Mary, quien la observaba con expresión sin duda irritada.
– Deja de mirar al vizconde -dijo entre dientes.
– No estaba… bueno, de acuerdo, miraba, pero ¿no le has visto?-dijo Kate en un susurro apremiante-. No tiene vergüenza.
Volvió a mirarle. Continuaba coqueteando con Maria Rosso y era obvio que a Bridgerton no le importaba lo más mínimo quién les viera.
Mary frunció los labios formando una línea apretada antes de decir:
– Estoy segura de que su conducta no es de nuestra incumbencia.
– Por supuesto que es de nuestra incumbencia. Quiere casarse con Edwina.
– Eso aún no podemos asegurarlo.
Kate recordó algunas conversaciones con lord Bridgerton.
– Creo que no andamos tan desencaminadas.
– Bien, deja de mirarle. Estoy segura de que no quiere nada contigo después del fiasco de Hyde Park. Y aparte, aquí hay unos cuantos buenos partidos. Harías bien en dejar de pensar todo el tiempo en Edwina y empezar a buscar algo para ti.
Kate notó cómo se hundían sus hombros. La mera idea de intentar atraer a algún pretendiente era agotadora. A fin de cuentas, todos se interesaban por Edwina. Y aunque ella misma no quería tener nada con el vizconde, le dolía que Mary dijera con tal seguridad que él quería tener nada con ella.
Mary la cogió del brazo con una firmeza que no admitía protestas.
– Vamos ya, Kate -dijo con voz tranquila-. Acerquémonos a saludar a nuestra anfitriona.
Kate tragó saliva. ¿Lady Bridgerton? ¿Tenía que conocer a lady Bridgerton? ¿La madre del vizconde? Era bastante difícil creer que una criatura como él tuviera una madre.
Pero los modales eran los modales. Por mucho que Kate hubiera preferido escabullirse por el pasillo y marcharse, sabía que debía dar las gracias a su anfitriona por organizar una actuación tan maravillosa.
Y en efecto había sido maravillosa. Por mucho que le costara a Kate reconocerlo, especialmente si se tenía en cuenta que la soprano en cuestión estaba insinuándose al vizconde, Maria Rosso poseía una voz angelical.
Con el brazo de Mary como guía, Kate llegó hasta la parte delantera de la sala y esperó su turno para conocer a la vizcondesa. Parecía una mujer encantadora, con pelo rubio y ojos claros, y bastante menuda para haber tenido tal cantidad de hijos. El difunto vizconde debía de haber sido un hombre alto, decidió Kate.
Finalmente llegaron al frente del pequeño gentío, y la vizcondesa cogió la mano de Mary.
– Señora Sheffield -saludó con afecto-, qué placer volver a verla. Disfruté tanto de nuestro encuentro la semana pasada en el baile de los Hartside… Estoy muy contenta de que haya decidido aceptar mi invitación.
– No se nos habría ocurrido pasar la velada en ningún otro lugar-contestó Mary-. ¿Me permite que le presente a mi hija? -Hizo un gesto hacia Kate, quien dio un paso hacia delante e hizo la conveniente reverencia.
– Es un placer conocerla, señorita Sheffield -dijo lady Bridgerton.
– Para mí es también un honor -repuso Kate.
Lady Bridgerton indicó a una joven situada a su lado.
– Y ésta es mi hija, Eloise.
Kate sonrió con afecto a la muchacha, quien parecía tener la misma edad que Edwina. Eloise Bridgerton tenía el mismo color de pelo que sus hermanos mayores y un rostro iluminado por una amplia y simpática sonrisa. A Kate le cayó bien al instante.
– ¿Qué tal está, señorita Bridgerton? – dijo Kate -. ¿Es su primera temporada?
Eloise asintió.
– Oficialmente no me toca hasta el año que viene, pero mi madre me ha permitido asistir a las funciones celebradas aquí en la residencia Bridgerton.
– Qué suerte ha tenido -replicó Kate-. Me habría encantado haber asistido a alguna fiesta el año pasado. Al llegar a Londres esta primavera, todo me resultaba tan nuevo. Una se queda aturdida sólo de intentar recordar el nombre de cada una de las personas.
Eloise sonrió ampliamente.
– De hecho, mi hermana Daphne fue presentada hace dos años y siempre me describe todo y a todo el mundo con gran detalle, o sea, que me parece que conozco a casi todo el mundo.
– ¿Daphne es su hija mayor? -preguntó Mary a lady Bridgerton. La vizcondesa asintió.
– Se casó con el duque de Hastings el año pasado.
Mary sonrió.
– Como madre, tuvo que sentirse encantada.
– Desde luego. Es un duque, pero, lo más importante, es que es un buen hombre y quiere a mi hija. Lo único que espero es que el resto de mis hijos hagan bodas tan excelentes. -Lady Bridgerton ladeó levemente la cabeza y se volvió a Kate.
– Parece ser, señorita Sheffield, que su hermana no ha podido venir esta noche.
Kate contuvo un gruñido. Lady Bridgerton estaba ya emparejando a Anthony con Edwina, ya les veía en el altar.
– Me temo que la semana pasada cogió un terrible resfriado.
– Espero que no sea nada serio. -La vizcondesa expresó su interés a Mary, en un tono de madre a madre.
– No, nada serio -contestó Mary-. De hecho, ya casi ha recuperado su buena forma. Pero me ha parecido que necesitaba un día más de convalecencia antes de animarse a salir. No le convendría sufrir una recaída.
– No, por supuesto que no. -Lady Bridgerton hizo una pausa, luego sonrió-. Pero es una pena. Me hacía mucha ilusión conocerla. Edwina se llama, ¿verdad?
Kate y Mary asintieron al unísono.
– He oído decir que es preciosa. -Pese a estar hablando en aquel momento, lady Bridgerton lanzó una ojeada a su hijo, quien coqueteaba como un loco con la cantante de ópera italiana, y frunció el ceño.
Kate sintió una gran agitación en su estómago. De acuerdo con las recientes ediciones de Confidencia, lady Bridgerton se había propuesto la misión de casar a su hijo. Y aunque el vizconde no parecía ser el tipo de hombre que se somete a la voluntad de una madre (ni a la de nadie, para el caso), Kate tuvo la impresión de que lady Bridgerton podía ser capaz de ejercer cierta presión si así lo decidía.
Tras unos momentos más de charla cortés, Mary y Kate dejaron que lady Bridgerton saludara al resto de invitados. Enseguida se les aproximó la señora Featherington; como madre de tres jovencitas solteras siempre tenía mucho que contar a Mary sobre temas diversos. Pero en aquella ocasión la rechoncha mujer, mientras se encaminaba hacia ellas, tenía la mirada fija en Kate.
Kate empezó de inmediato a considerar posibles rutas de escapatoria.
– ¡Kate! -saludó la mujer con voz resonante. Hacía tiempo que había decidido tutear a las Sheffield-. Qué sorpresa verte aquí.
– ¿Y por qué tanta sorpresa, señora Featherington? -preguntó Kate perpleja.
– Seguro que has leído Confidencia esta mañana.
Kate sonrió un poco. O sonreía o ponía una mueca desagradable.
– Oh, ¿se refiere al pequeño incidente relacionado con mi perro?
La señora Featherington alzó las cejas más de un centímetro.
– Por lo que he oído, fue más que un «pequeño incidente».
– No tuvo mayor importancia -dijo Kate con firmeza, aunque para hacer honor a la verdad, le resultó difícil no soltar un gruñido a la entrometida mujer-. Aunque debo decir que me ha molestado que lady Confidencia se haya referido a Newton como a un perro de raza indefinida. Quiero que sepan que es un corgi de pura raza.
– Es cierto que no tuvo mayor importancia -dijo Mary, saliendo en defensa de Kate-. Me sorprende incluso que mereciera una mención en su columna.
Kate dedicó a la señora Featherington la más insulsa de las sonrisas, muy consciente de que tanto ella como Mary mentían con descaro. Sumergir a Edwina (y casi a lord Bridgerton) en el Serpentine no era un incidente «sin mayor importancia», pero si lady Confidencia no había creído conveniente ofrecer todos los detalles, Kate desde luego no iba a dar explicaciones.
La señora Featherington abrió la boca y respiró hondo, lo cual comunicó a Kate que se estaba preparando para lanzar uno de sus prolongados monólogos sobre el tema de la importancia del buen comportamiento (o los buenos modales o la buena cuna o cualquier cosa buena que fuera el tema del día), de manera que Kate se apresuró a decir de forma un tanto brusca:
– ¿Quieren que vaya a buscar un poco de limonada?
Las dos matronas dijeron que sí y dieron las gracias a Kate, quien se escabulló al instante. Sin embargo, en cuanto regresó, sonrió con gesto inocente y dijo:
– Sólo tengo dos manos, o sea que ahora tengo que regresar a por un vaso para mi.
Y tras decir eso, se marchó una vez más.
Se detuvo un instante junto a la mesa de la limonada, por si acaso Mary estaba mirando, luego salió disparada de la sala al pasillo, donde se hundió en un mullido banco situado a unos diez metros de la sala de música, ansiosa por conseguir un poco de aire. Lady Bridgerton había dejado abiertas las cristaleras de la sala de música que daban al pequeño jardín de la parte posterior de la casa, pero había tal concurrencia que el ambiente era sofocante en el salón, pese a la leve brisa que llegaba del exterior.
Kate se quedó allí sentada durante varios minutos, más que contenta de que los demás invitados no hubieran decidido desperdigarse por el pasillo. Pero luego oyó una voz que se elevaba por encima del estruendo grave de la multitud, seguida de una risa sin duda musical, y Kate se percató con horror de que lord Bridgerton y su supuesta querida salían de la sala de música y entraban en el pasillo.
– Oh, no -gimió, intentando hablar para sus adentros. Lo último que quería era que el vizconde se topara con ella allí sentada a solas en el pasillo. Sabía que estaba a solas porque a ella le venía en gana, pero él probablemente pensaría que había huido de la concurrencia porque era un fracaso social y toda la aristocracia compartía la opinión que tenía de ella: que era una amenaza impertinente y poco atractiva para la sociedad.
¿Amenaza para la sociedad? Kate apretó los dientes. Le llevaría mucho, mucho tiempo perdonarle tal insulto.
Pero, de todos modos, estaba cansada y no tenía ganas de enfrentarse a él justo en ese momento, de modo que se levantó las faldas varios centímetros para no tropezarse y se metió por la primera puerta que encontró junto al banco. Con un poco de suerte, él y su amada pasarían de largo y ella podría regresar pitando a la sala de música sin que nadie se percatara.
Kate echó una rápida mirada a su alrededor nada más cerrar la puerta. Había una lámpara encendida encima del escritorio y, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, comprendió que se encontraba en algún tipo de despacho. Las paredes estaban llenas de libros, aunque la habitación, dominada por un monumental escritorio de roble, no era tan grande como para ser la biblioteca de los Bridgerton. Encima del escritorio había papeles ordenados en pilas y una pluma con un tintero se hallaba sobre el cartapacio.
Estaba claro que no era un despacho para darse tono: aquí trabajaba alguien.
Kate deambuló hasta el escritorio, la curiosidad la estaba dominando, y pasó los dedos distraídamente por el borde de madera. Había un ligero olor a tinta en el aire, tal vez incluso se detectaba un leve resto de humo de pipa.
En conjunto, decidió, era una habitación preciosa. Cómoda y práctica. Una persona podía pasar horas aquí ensimismado en perezosas reflexiones.
Pero mientras Kate se recostaba contra el escritorio, saboreando la tranquila soledad, oyó un sonido espantoso.
El chasquido del pomo de una puerta.
Con un resuello frenético, se lanzó debajo del escritorio, apretujándose en el cubo de espacio vacío y agradeciendo al cielo que el escritorio fuera tan sólido, en vez de esa clase de mesa que descansa sobre cuatro patas largas y delgadas.
Sin apenas respirar, escuchó.
– Pero he oído que éste va a ser el año en que por fin veamos al famoso lord Bridgerton caer en la trampa del párroco -llegó un cantarina voz femenina.
Kate se mordió el labio. Era una cantarina voz femenina con acento italiano.
– ¿Y dónde ha oído eso? -se oyó la voz inconfundible del vizconde, seguida por otro chasquido del pomo.
Kate cerró los ojos con gran agonía. Estaba atrapada en aquel despacho con una pareja de amantes. Sencillamente, la vida no le podía ir peor.
Bueno, podían descubrirla. Aquello sí que sería peor. De todos modos, era curioso que aquello no consiguiera animarla. Su situación era francamente difícil.
– Lo dicen por toda la ciudad, milord -contestó Maria-. Todo el mundo dice que ha decidido sentar cabeza y buscar esposa.
Hubo un silencio, pero Kate habría jurado oírle a él encogerse de hombros.
Algunas pisadas. Los amantes se acercaron a la mesa un poco más.
Luego Bridgerton murmuró:
– Probablemente ya era hora.
– Me rompe el corazón, ¿lo sabe?
Kate pensó que iba a darle una arcada.
– Vamos, vamos, mi dulce signorina- sonido de labios sobre la piel- ambos sabemos que su corazón es inmune a cualquiera de mis maquinaciones.
A continuación se oyó un roce de sedas, que Kate interpretó como el sonido de Maria apartándose con timidez, tras lo cual se oyó:
– Pero no soy aficionada a los escarceos, milord. No es que busque el matrimonio, por supuesto, pero la próxima vez que busque un protector digamos que será a largo plazo.
Pisadas. ¿Tal vez Bridgerton cruzaba de nuevo la distancia que les separaba?
Su voz sonó grave y ronca cuando dijo:
– No consigo entender cuál es el problema. -Bridgerton soltó una risita-. El único motivo para renunciar a la querida de uno puede surgir cuando uno ama a su esposa. Y puesto que no tengo intención de escoger una esposa de la que pueda enamorarme, no veo el motivo de negarme los placeres de una mujer preciosa como usted.
¿Y quiere casarse con Edwina? A Kate le costó no ponerse a chillar. La verdad, si no estuviera allí agazapada como una rana sujetándose los tobillos con las manos, lo más probable fuera que saliera como una furia a intentar matar a aquel hombre.
Luego se sucedieron unos pocos sonidos ininteligibles, que Kate rogó no fueran el preludio de algo considerablemente más íntimo. No obstante, tras un momento, la voz del vizconde surgió con claridad.
– ¿Le apetece algo de beber?
Maria murmuró una respuesta afirmativa y las zancadas enérgicas de Bridgerton reverberaron por el suelo, se acercaron más y más hasta que…
Oh, no.
Kate inspeccionó la licorera, que descansaba sobre la repisa de la ventana, directamente enfrente de su escondite debajo del escritorio. Si él continuaba de cara a la ventana mientras servía, Kate podría escapar sin ser detectada, pero si se volvía tan sólo noventa grados…
Se quedó paralizada. Paralizada por completo. Dejó de respirar del todo.
Con los ojos muy abiertos, sin pestañear (¿podían producir algún sonido los ojos?), observó con completo horror que Bridgerton aparecía ante su vista y su silueta atlética quedaba destacada de modo sorprendente desde aquel puesto aventajado en el suelo.
Los vasos entrechocaron un instante cuando él los dispuso para servir, luego retiró el tapón de la licorera y sirvió dos dedos de líquido ámbar en cada copa.
No te vuelvas. No te vuelvas.
– ¿Todo bien? -llamó Maria.
– Perfecto -respondió Bridgerton aunque sonaba algo distraído. Alzó las copas y canturreó algo para sí mismo mientras su cuerpo empezaba a volverse con parsimonia.
Continúa andando. Continúa andando. Si se apartaba de ella mientras se daba la vuelta, volvería al lado de Maria y ella estaría a salvo. Pero si se daba la vuelta y luego caminaba, podía darse por muerta.
Sin duda él la mataría. Con toda franqueza, aún le sorprendía que no lo hubiera intentado la semana anterior en el Serpentine.
Anthony se volvió despacio. Y se volvió un poco más. Y no caminó.
Y Kate intentó adivinar cuál era el motivo de que no le pareciera de pronto algo tan malo morir a los veintiún años.
Anthony sabía muy bien cuál era el motivo de haber traído a Maria Rosso a su estudio. Estaba claro que ningún hombre de sangre caliente podía quedar inmune a sus encantos. Tenía un cuerpo exuberante, una voz embriagadora y sabía por experiencia que el contacto con ella era igualmente potente.
Pero aun cuando tomaba un mechón de sedoso cabello azabache y aquellos labios carnosos que formaban un puchero, aun cuando sus músculos entraban en tensión con el recuerdo de otras partes carnosas, estrechas, de su cuerpo, sabía que la estaba utilizando.
No se sentía culpable por utilizarla para su propio placer. A ese respecto, ella le estaba utilizando también a él. Y al menos ella se vería compensada por ello, mientras que a él le costaría varias joyas, una asignación trimestral y el alquiler de una casa elegante en una parte bastante elegante de la ciudad, aunque tampoco demasiado.
No, el motivo de que se sintiera inquieto, de que se sintiera frustrado, de que tuviera ganas de atravesar con el puño un muro de ladrillo, era que estaba utilizando a Maria para sacarse de la cabeza aquella pesadilla que era Kate Sheffield. No quería volver a despertarse torturado, con una erección, sabiendo que Kate Sheffield era la causa. Quería hundirse en otra mujer hasta que todo recuerdo de aquel sueño se disolviese y se desvaneciera en la nada.
Porque Dios sabía que nunca iba a tomar parte activa en esa fantasía erótica particular. Ni siquiera le gustaba Kate Sheffield. La idea de acostarse con ella le provocaba un sudor frío, aunque extendiera una oleada de deseo por sus entrañas.
No, la única manera de que el sueño se hiciera realidad era que Anthony estuviera delirando de fiebre… y ella tal vez tendría que estar delirando también… y quizá los dos tendrían que haberse perdido en una isla desierta o estar sentenciados a muerte a la mañana siguiente o…
Sintió un estremecimiento. Aquello, sencillamente, no iba a suceder.
Pero, qué diantres, aquella mujer tenía que haberle hechizado. No había otra explicación para aquel sueño, no, mejor dicho, aquella pesadilla. Y aparte de eso, incluso en aquel preciso instante podía olerla. Era aquella mezcla enloquecedora de lirios y jabón, aquel roma cautivador que se había apoderado de él mientras estaban en Hyde Park la semana pasada.
Aquí estaba él, sirviendo una copa del mejor whisky a Maria Rosso, una de las pocas mujeres que sabía apreciar ambas cosas, un buen whisky y la embriaguez diabólica que venía a continuación, y lo único que podía oler era el maldito aroma de Kate Sheffield. Sabía que estaba en la casa -y estaba medio dispuesto a matar a su madre por aquello-, pero esto era ridículo.
– ¿Todo bien? -llamó Maria.
– Perfecto -fue la respuesta de Anthony, pero su voz sonó tensa incluso a sus propios oídos. Empezó a canturrear, algo que siempre hacía para relajarse.
Se dio media vuelta y se dispuso a dar un paso adelante. Al fin y al cabo, Maria le esperaba.
Pero otra vez notó aquel maldito perfume. Lirios. Podría jurar que eran lirios. Y jabón. Los lirios eran intrigantes, pero el jabón era comprensible. Un mujer práctica como Kate Sheffield se frotaría con jabón hasta quedarse bien limpia.
Su pie vaciló en el aire y su primer paso resultó ser corto en vez de la habitual zancada larga. No podía escapar a aquel olor, o sea, que continuó dándose la vuelta, su olfato le hizo torcer instintivamente la vista hacia donde sabía que no podía haber lirios, y sin embargo su aroma estaba allí, por imposible que pareciera.
Y entonces la vio.
Debajo de su escritorio.
Era imposible.
Sin duda esto era una pesadilla. Sin duda si cerraba los ojos y volvía a abrirlos, ella habría desaparecido.
Pestañeó. Ella continuaba allí.
Kate Sheffield, la mujer más exasperante, irritante y diabólica de toda Inglaterra, estaba agazapada, en cuclillas como una rana, debajo de su escritorio.
Fue un milagro que no dejara caer el whisky.
Sus miradas se encontraron, vio sus ojos muy abiertos a causa del pánico y el temor. Bien, pensó con furia. Merecía pasar miedo. Iba a curtirla a palos hasta que estuviera escarmentada.
¿Qué diablos estaba haciendo aquí? ¿Empaparle de la inmunda agua del Serpentine no era suficiente para su espíritu sanguinario? ¿No estaba satisfecha con sus intentos de frustrar el cortejo de su hermana? ¿Además tenía que espiarle?
– Maria -dijo con suavidad mientras avanzaba hacia el escritorio hasta pisar la mano de Kate. No pisó con fuerza pero la oyó chillar. Esto le produjo a Anthony una terrible satisfacción.
– Maria -repitió-. De pronto he recordado un asunto urgente de negocios del que debo ocuparme de inmediato.
– ¿Esta misma noche? -preguntó. Sonaba poco convencida.
– Eso me temo. ¡Uy!
Maria pestañeó.
– ¿Acaba de gemir?
– No -mintió Anthony e intentó no atragantarse con aquella palabra. Kate se había quitado el guante y había agarrado la rodilla de Anthony con la mano para clavarle las uñas directamente hasta la piel a través de los pantalones. Con fuerza.
Anthony confió al menos en que fueran sus uñas. Podrían haber sido sus dientes.
– ¿Está seguro de que no pasa nada? -preguntó Maria.
– Nada… en… -fuera cual fuera la parte del cuerpo que Kate clavaba en su pierna, se hundió un poco más- ¡absoluto! -La última palabra surgió más bien como un aullido y entonces sacudió la pierna hacia delante, dando contra algo que tuvo la leve sospecha de que era el estómago de Kate.
En circunstancias normales, Anthony hubiera preferido morir antes que pegar a una mujer, pero esto parecía un caso de veras excepcional. En realidad se regodeó un poco al propinarle una patada mientras ella permanecía allí agazapada.
Al fin y al cabo, ella le estaba mordiendo la pierna.
– Permítame que la acompañe hasta la puerta -le dijo a Maria mientras se sacudía a Kate del tobillo.
Pero la mirada de Maria mostró curiosidad. La cantante se adelantó unos pocos pasos.
– Milord, ¿hay un animal debajo de la mesa?
Anthony solté una risotada.
– Así podría decirse.
Kate le dio con el puño en el pie.
– ¿Es un perro?
Anthony consideró en serio ofrecer una respuesta afirmativa, pero ni siquiera él podía ser tan cruel. Por lo visto, Kate apreció su tacto poco característico ya que le soltó la pierna.
Anthony aprovechó entonces ese momento para apartarse con rapidez de detrás del escritorio.
– ¿Encontraría imperdonable mi rudeza -preguntó mientras avanzaba hasta Maria, cogiéndola luego por el brazo- si la acompañara sólo hasta la puerta en vez de llevarla hasta la sala de música?
Ella se rió, con un sonido grave y sensual que debería haberle seducido a él.
– Soy una mujer hecha y derecha, milord. Creo que puedo arreglármelas en esta distancia tan corta.
– ¿Me perdona?
Maria se fue hasta el umbral de la puerta que él mantenía abierta para ella.
– Sospecho que no hay ninguna mujer viva que pueda negarse a perdonarle con esa sonrisa.
– Es una mujer excepcional, Maria Rosso.
Ella se rió.
– Pero, por lo visto, no lo bastante.
Salió flotando y Anthony cerró la puerta con un chasquido decidido. Luego, seguramente un demoniejo sobre su hombro le pinchó y decidió dar una vuelta a la llave en la cerradura y metérsela en el bolsillo.
– Usted -dijo con un bramido mientras salvaba la distancia hasta el escritorio en cuatro largas zancadas-. Salga de ahí.
Al ver que Kate no se daba suficiente prisa, se agachó, le puso la mano en la parte superior del brazo y la sacó a rastras para ponerla de pie.
– Explíquese -ordené entre dientes.
A Kate casi se le doblan las piernas mientras la sangre volvía precipitadamente a sus rodillas que habían estado dobladas durante casi un cuarto de hora.
– Ha sido un accidente -dijo, y se agarró al borde del escritorio en busca de apoyo.
– Es curioso con qué sorprendente frecuencia surgen esas palabras de su boca.
– ¡Es verdad! -protestó-. Estaba sentada en el pasillo y… -tragó saliva. Él se había adelantado y ahora estaba muy, muy cerca-. Estaba sentada en el pasillo -dijo otra vez, la voz le sonaba insegura y ronca- y le oí venir. Simplemente intentaba evitarle.
– ¿Y por eso invadió mi despacho privado?
– No sabía que era su despacho. Yo… -Kate tomó aliento. Él incluso se había acercado más, sus amplias y planchadas solapas ahora estaban a tan sólo centímetros del corpiño de su vestido. Sabía que aquella proximidad era intencionada, que él pretendía intimidarla más que seducirla, pero aquello no sirvió para contener los frenéticos latidos de su corazón.
– Pienso que tal vez estaba informada de que éste era mi despacho -murmuró él y se permitió recorrer con el dedo índice el lado de su mejilla-. Tal vez no pretendía evitarme en absoluto.
Kate tragó saliva repetidamente, ya había dejado de tener sentido intentar mantener la compostura.
– ¿Humm? -Deslizó el dedo por la línea de la barbilla-. ¿Qué dice a eso?
Los labios de Kate se separaron, pero era incapaz de pronunciar una palabra aunque su vida dependiera de ello. Él no llevaba guantes-se los habría quitado durante su encuentro con Maria- y el contacto de su piel era tan poderoso que parecía controlar todo su cuerpo. Respiraba cuando él se detenía, dejaba de hacerlo cuando él se movía. No cabía duda de que su corazón latía al compás del puso de él.
– Tal vez -susurró él, tan cerca ahora que su aliento besó sus labios- deseaba en realidad alguna cosa más.
Kate intentó sacudir la cabeza pero sus músculos se negaban a obedecer.
– ¿Está segura?
En esta ocasión, su cabeza la traicionó y dio una pequeña sacudida. Anthony sonrió y ambos supieron que él había ganado.