Capítulo 11

No hay nada como una situación de competición para sacar lo peor de un hombre…, o lo mejor de una mujer.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

4 de mayo de 1814


Anthony iba silbando mientras caminaban sin ninguna prisa en dirección a la casa, observando de forma furtiva a Kate cuando ésta no miraba. Sin duda era también una mujer verdaderamente atractiva. No entendía por qué siempre le sorprendía esto, pero era así. Cada vez que la recordaba, su imagen no estaba a la altura de la realidad cautivadora de su rostro. Siempre estaba en movimiento, siempre sonriendo, frunciendo el ceño o los labios. Nunca conseguía mantener la expresión plácida y serena a la que debían aspirar las damas jóvenes.

Anthony había caído en la misma trampa que el resto de la sociedad: pensar en ella sólo en función de su hermana pequeña. Y Edwina enía una belleza tan asombrosa y sorprendente, tan prodigiosa, que cualquiera que se encontrara cerca de ella no podía evitar quedarse en segundo plano. Era difícil, admitió Anthony, mirar a otra persona cuando Edwina estaba presente.

Y no obstante…

Frunció el ceño. Y no obstante, en la práctica no había dedicado ni un vistazo a Edwina durante toda la partida de palamallo. Esto tal vez fuera comprensible porque se trataba del palamallo Bridgerton modalidad que sacaba lo peor de cualquiera con ese apellido. Diablos, seguramente no habría dedicado ni una mirada al príncipe regente si se hubiera dignado a jugar con ellos.

Pero aquella explicación no colaba, pues su mente estaba repleta de otras imágenes. Kate doblándose sobre el mazo con el rostro tenso de concentración. Kate riéndose cuando alguien fallaba un disparo. Kate vitoreando a Edwina cuando su bola atravesaba rodando el aro; un rasgo muy Bridgerton aquel. Y, por supuesto, Kate sonriendo con malicia en aquel último segundo antes de enviar la bola volando hasta el lago.

Estaba claro que, aunque no hubiera dedicado ni un vistazo a Edwina, había observado mucho a Kate.

Aquello debería alarmarle.

Volvió a echar una ojeada en su dirección. Esta vez su rostro estaba algo inclinado hacia el cielo, que miraba con ceño fruncido.

– ¿Ocurre algo? -preguntó con cortesia. Ella sacudió la cabeza.

– Sólo me preguntaba si va a llover.

Él también alzó la vista.

– De momento, no, imagino.

Kate asintió despacio con conformidad.

– Detesto la lluvia.

Algo en la expresión de su rostro, que le recordó un poco a niña frustrada de tres años, provocó una risa en Anthony.

– Pues vive en el país equivocado señorita Sheffield.

Se volvió a él con mirada avergonzada.

– No me importa que caiga una lluvia suave. Sólo me disgusta cuando se vuelve violenta.

– Yo siempre he disfrutado bastante con las tormentas eléctricas.

Kate le lanzó una mirada sorprendida, pero no dijo nada, luego volvió a bajar la mirada a los guijarros del camino. Iba dando pataditas a un guijarro mientras andaba, de vez en cuando rompía el paso o se apartaba a un lado para poder darle otra patada y mantener la piedra por delante de ella. Había algo encantador y hasta dulce en aquello, la manera en que su pie enfundado en una bota aparecía por debajo del dobladillo del vestido a intervalos regulares y alcanzaba el guijarro.

Anthony la miró con curiosidad, olvidándose de apartar la mirada cuando ella se volvió.

– ¿Cree que…? ¿Por qué me mira así? -preguntó.

– ¿Que si creo qué? -respondió él, pasando por alto aposta la segunda parte de la pregunta.

Ella formó una línea malhumorada con los labios. Anthony sintió que los suyos le temblaban de ganas de sonreír.

– ¿Se está riendo de mí? -preguntó ella con desconfianza.

Él negó con la cabeza.

Los pies de Kate se detuvieron.

– Yo creo que sí.

– Le aseguro -contestó él, aunque a él también le sonó como si quisiera reírse- que no me río de usted.

– Miente.

– No… -Tuvo que pararse. Si seguía hablando, sabía que estallaría en carcajadas. Y lo más extraño era que… no tenía ningún indicio del motivo.

– Oh, por el amor de Dios -balbuceó-. ¿Cuál es el problema?

Anthony se hundió contra el tronco de un olmo próximo, todo su cuerpo temblaba con su alborozo apenas contenido.

Kate plantó las manos en las caderas, la expresión en su rostro era en parte curiosidad, en parte furia.

– ¿Qué es tan gracioso?

Por fin él cedió a las carcajadas y apenas consiguió encoger los hombros.

– No sé -dijo entre jadeos-. La expresión de su rostro… es…

Él advirtió que ella sonreía. Le encantó que ella sonriera.

– Pues la expresión de su rostro no es que sea demasiado seria, milord -comentó ella.

– Oh, estoy convencido. -Respiró profundamente unas cuantas veces y entonces, cuando estuvo seguro de que había recuperado el control, se enderezó. Volvió a echar una rápida ojeada al rostro de Kate, todavía con un vago gesto de desconfianza, y de pronto comprendió que necesitaba saber qué pensaba ella de él.

No podía esperar al día siguiente. No podía esperar hasta la noche.

No estaba seguro de cómo había llegado a esta situación, pero su buena opinión significaba mucho para él. Por supuesto necesitaba su aprobación para el cortejo de Edwina -que tan abandonado tenía- pero había más en todo aquello. Ella le había insultado, casi le había hundido en el Serpentine, le había humillado al palamallo, y de todos modos ansiaba su buena opinión.

Anthony no podía recordar la última vez en que la consideración de alguien había significado tanto para él y, con franqueza, era humillante.

– Creo que me debe un favor -dijo, y se apartó del árbol para incorporarse. La mente le zumbaba. Tenía que ser inteligente en esto. Tenía que conseguir enterarse qué pensaba ella. Y, de todos modos, no quería que supiera cuánto significaba para él. No hasta que Anthony mismo entendiera por qué significaba tanto para él.

– Disculpe, ¿cómo ha dicho?

– Una prenda. Por la partida de palamallo.

Kate soltó un resoplido femenino mientras se apoyaba en el árbol y se cruzaba de brazos.

– Si alguien debe aquí una prenda a otra persona, es usted a mi. Yo gané al fin y al cabo.

– Ah, pero yo he sido el humillado.

– Cierto -accedió.

– No sería propio de usted -le dijo él con voz extremadamente seca- haberse resistido a reconocer la verdad.

Kate le dedicó una mirada recatada:

– Una dama debe ser sincera en todo.

Cuando Kate alzó de nuevo la vista para mirarle, un extremo de la boca de Anthony formaba una sonrisa de complicidad.

– Confiaba en que dijera algo parecido.

– ¿Y eso por qué?

– Porque mi prenda, señorita Sheffield es hacerle una pregunta, la pregunta que yo escoja. Y debe ser sincera en su respuesta. -El conde plantó una mano en el tronco del árbol, bastante cerca del rostro de Kate, y se inclinó hacia delante. De pronto ella se sintió atrapada, pese a que sería bastante fácil alejarse corriendo.

Con cierta consternación, y temblando de excitación, Kate se percató de que la tenía atrapada con sus ojos, que se clavaban oscuros y ardientes en los de ella.

– ¿Cree que podrá hacerlo, señorita Sheffield? -murmuró.

– ¿C-cuál es la pregunta? -inquirió, sin darse cuenta de que estaba susurrando hasta que se oyó la voz, entrecortada y crepitante como el viento.

Él ladeó la cabeza un poco más.

– Ahora, recuerde, tiene que contestar con franqueza.

Ella asintió. En honor a la verdad, no estaba del todo convencida de que fuera capaz de moverse.

Anthony se inclinó hacia delante, no tanto como para notar su aliento pero lo bastante cerca como para que ella tiritara.

– Ésta, señorita Sheffield, es mí pregunta.

Los labios de Kate se separaron.

– ¿Aún -se acercó un poco más- me -y otro centímetro más- odia?

Kate tragó saliva con nerviosismo. Fuera cuál fuera la pregunta que ella esperara, no era ésa. Se lamió los labios preparándose para contestar, pese a no tener ni idea de lo que iba a decir, pero no surgió ningún sonido de su garganta.

Los labios del vizconde se curvaron formando una sonrisa lenta, masculina.

– Me tomaré eso como un no.

Y entonces, con una brusquedad que dejó a Kate aturdida, se apartó con ímpetu del árbol y dijo con aire enérgico:

– Bien, entonces creo que ya es hora de que volvamos adentro y nos preparemos para la velada de esta noche, ¿no le parece?

Kate se hundió contra el árbol, totalmente vacía de energía.

– ¿Prefiere permanecer afuera un momento más? -Anthony se plantó las manos en las caderas y alzó la vista al cielo con actitud pragmática y eficiente, completamente diferente del seductor lento, perezoso, de hacía diez segundos-. Como quiera. No parece que vaya a llover después de todo. Al menos no durante las próximas horas.

Ella se le quedó mirando. O bien él había perdido la cabeza o a ella se le había olvidado hablar. O ambas cosas.

– Muy bien. Siempre he admirado a las mujeres que saben apreciar un poco de aire fresco. ¿La veo en la cena entonces?

Kate hizo un gesto de asentimiento. Le sorprendió incluso haber conseguido hacer ese leve movimiento.

– Excelente. -Estiró el brazo y, tomando la mano de Kate, depositó un beso abrasador en el interior de su muñeca, sobre la única franja de carne desnuda que asomaba entre el guante y el dobladillo de la manga.

– Hasta esta noche, señorita Sheffield.

Y luego se fue a buen paso, y la dejó con una peculiar sensación, como si acabara de suceder algo bastante importante.

Pero podría jurar por su propia vida que no tenía ni idea de qué.


Aquella noche a las siete y media, Kate consideró ponerse horriblemente enferma. A las ocho menos cuarto había definido mejor cuál sería su indisposición, decidiendo sufrir un ataque. Pero cuando faltaban cinco minutos para la hora y sonó la campanilla que avisaba a los invitados del momento de reunirse en el salón, levantó los hombros y salió de su dormitorio al pasillo para reunirse con Mary.

Se negaba a ser una cobarde.

No era una cobarde.

Y sería capaz de superar aquella noche. Aparte, se dijo a sí misma, era imposible que se sentara en algún lugar próximo a lord Bridgerton. Era un vizconde y el cabeza de familia, por consiguiente se sentaría en la cabecera de la mesa. Como hija del segundo hijo de un barón, su rango era mínimo en comparación al de otros invitados, sin duda la sentarían tan lejos que ni tan siquiera tendría posibilidades de verle sin coger tortícolis.

Edwina, que compartía habitación con Kate, ya había salido. Estaba en la habitación de Mary para ayudarle a escoger un collar, por lo tanto Kate se encontró sola al salir al pasillo. Suponía que podía entrar en la habitación de Mary y esperar allí con las dos, pero no sentía demasiadas ganas de conversar, y Edwina ya había advertido antes el extraño humor reflexivo de Mary. Lo último que Kate necesitaba era una tanda de «¿Qué será lo que le pasa?».

Y la verdad era que Kate ni siquiera sabía qué le pasaba. Lo único que sabía era que aquella tarde algo había cambiado entre ella y el conde. Algo era diferente y no tenía reparos en admitir (al menos para sí misma) que estaba asustaba.

Lo cual era normal, ¿verdad? La gente siempre tenía miedo a lo que no entendía.

Y era indiscutible que Kate no entendía al vizconde.

Pero justo cuando empezaba a disfrutar de veras de su soledad, la puerta situada al otro lado del pasillo se abrió y por ella salió otra joven. Kate la reconoció al instante: era Penelope Featherington, la pequeña de las tres afamadas hermanas Featherington, bien, de las que se habían presentado en sociedad. Kate había oído que existía una cuarta que aún estaba en la escuela.

Para su desgracia, las hermanas Featherington eran famosas por su poco éxito en el mercado matrimonial. Prudence y Philippa habían sido presentadas hacía ya tres años y no habían conseguido ni una proposición entre las dos. Para Penelope ya era su segunda temporada y por lo general se la encontraba en los actos sociales intentando evitar a su madre y hermanas, quienes eran consideradas universalmente unas tontainas.

A Kate siempre le había caído bien Penelope. Se había establecido un vínculo especial entre ellas ya que ambas habían sido acribilladas por lady Confidencia por llevar vestidos de colores que no les favorecían.

Kate advirtió con un suspiro de tristeza que el vestido de seda amarillo limón que Penelope llevaba le daba un aspecto irremediablemente cetrino a la pobre muchacha. Y si aquello no era suficiente, estaba confeccionado con un exceso de volantes y detalles. Penélope era alta, y estaba claro que aquel vestido la agobiaba.

Era una pena, porque podría ser bastante atractiva si alguien lograra convencer a su madre de que no se acercara a la modista y dejara a Penelope escoger su propia ropa. Su rostro era bastante agradable, con el cutis pálido de las pelirrojas, sólo que su cabello era más caoba que rojo, y puestos a ser precisos, era más castaño cobrizo que caoba.

Se llamara como se llamara aquel tono de pelo, pensó Kate con consternación, no iba con el amarillo limón.

– ¡Kate! -saludó Penélope tras cerrar la puerta tras ella-. Qué sorpresa. No estaba enterada de que hubieras venido.

Kate asintió.

– Creo que nos enviaron una invitación de última hora. Coincidimos con lady Bridgerton la semana pasada.

– Bien, sé que acabo de decir que estaba sorprendida, pero la verdad es que no lo estoy. Lord Bridgerton le ha estado prestando mucha atención a tu hermana.

Kate se acaloró.

– Eh… s-sí -contestó tartamudeando de pronto-. Así es.

– Eso es al menos lo que dicen los cotilleos – continuó Penélope-. Pero, claro, una no siempre puede creer esas cosas.

– Que yo sepa, lady Confidencia se ha equivocado pocas veces -dijo Kate.

Penelope se encogió de hombros y luego miró su vestido con disgusto.

– Ciertamente nunca se equivoca conmigo.

– Oh, no seas tonta -se apresuró a decir Kate, pero ambas sabían que sólo estaba siendo amable.

Penelope sacudió la cabeza con aire cansino.

– Mi madre está convencida de que el amarillo es el color de la felicidad y que una chica feliz acabará atrapando marido.

– Oh, cielos -dijo Kate soltando una risita.

– Lo que no entiende -continuó Penelope con ironia- es que ese amarillo de la felicidad a mí me hace parecer bastante infeliz y en realidad repele a los caballeros.

– ¿Nunca le has sugerido el verde? – indagó Kate -. Creo estarías genial de verde.

Penelope negó con la cabeza.

– No le gusta el verde. Dice que es melancólico.

– ¿El verde? -exclamó Kate con incredulidad.

– Ya no intento entenderla.

Kate, que iba vestida de verde, sostuvo la manga cerca del rostro de Penelope e intentó tapar el amarillo lo mejor que pudo.

– Todo tu rostro se ilumina -comentó.

– No me digas eso. Sólo servirá para que el amarillo me resulte más penoso.

Kate le dedicó una sonrisa comprensiva.

– Te prestaría uno de los míos, pero me temo que lo arrastrías por el suelo.

Penelope le hizo un ademán con la mano para declinar su oferta.

– Es muy amable por tu parte, pero me he resignado a aceptar mi destino. Al menos este año es mejor que el pasado.

Kate arqueó una ceja.

– Oh, claro. No estabas el año pasado. -Penelope se estremeció-. Pesaba casi trece quilos más que ahora.

– ¿Trece quilos? -repitió Kate. No podía creerlo.

Penelope asintió y puso una mueca.

– La gordita. Supliqué a mamá que no me obligara a presentarme en sociedad hasta cumplir los dieciocho, pero ella pensaba que me iría bien empezar con tiempo.

Kate sólo necesitó una mirada al rostro de Penelope para saber que no le había ido nada bien. Sentía cierta afinidad con la muchacha pese a que Penelope era casi tres años más joven que ella. Ambas conocían aquella sensación singular de no ser la chica más popular del lugar, conocían la expresión exacta que adquiere tu rostro cuando nadie te pide un baile pero quieres que parezca que no te importa.

– Digo yo -dijo Penelope-, ¿por qué no bajamos nosotras dos juntas a cenar? Perece que tu familia y la mía se retrasan.

Kate no tenía demasiada prisa por llegar al salón y encontrarse en la inevitable compañía de lord Bridgerton, pero esperar a Mary y Edwina retardaría la tortura tan sólo unos minutos, de modo que perfectamente podía bajar con Penelope, pensó.

La dos asomaron las cabezas por las habitaciones de sus respectivas madres y les informaron del cambio de planes; luego se cogieron del brazo y se fueron por el pasillo.

Cuando llegaron al salón, buena parte de la concurrencia ya estaba allí presente, formando corros y charlando mientras esperaban a que bajara el resto de invitados. Kate, que nunca antes había asistido a una de estas reuniones campestres, advirtió con sorpresa que casi todo el mundo parecía más relajado y un poco más animado que en Londres. Debía de ser el aire fresco, pensó con una sonrisa. O tal vez la distancia relajaba las normas estrictas de la capital. Fuera lo que fuera, decidió que prefería este ambiente al de cualquier cena en Londres.

Vio a lord Bridgerton al otro lado de la estancia. O más bien pensó que le había visto. En cuanto le avistó de pie junto a la chimenea, ella mantuvo la mirada escrupulosamente apartada.

Pero de todos modos le notaba. Era consciente de que tenía que estar loca, pero juraría que sabía cuándo ladeaba la cabeza y que le oía cuando hablaba o se reía.

Y desde luego sabía cuándo tenía la mirada puesta en su espalda. Era como si el cuello fuera a encendérsele en llamas.

– No me había percatado de que lady Bridgerton hubiera invitado a tanta gente -dijo Penelope.

Con cuidado de mantener la vista alejada de la chimenea, recorrió la habitación con la mirada para ver quién estaba allí.

– Oh, no -medio susurró, medio gimió Penelope-. Cress Cowper está aquí.

Kate siguió discretamente la mirada de Penelope. Si Edwina tenía alguna rival al título de belleza reinante de 1814, ésa era Cress Cowper. Alta, delgada, con pelo color miel y destelleantes ojos verdes, casi nunca se la veía sin su pequeño enjambre de admiradores. Pero si Edwina era amable y generosa, Cressida era, en opinión Kate, una bruja egoísta de malos modales que se divertía atormentando a los demás.

– Me odia -susurró Penelope.

– Odia a todo el mundo -contestó Kate.

– Ya, pero a mí me odia de verdad.

– ¿Y eso por qué? -Kate se volvió a su amiga con ojos curiosos-. ¿Qué podrías haberle hecho?

– Tropecé con ella el año pasado y por mi culpa derramó todo el ponche encima… de ella y del duque de Ashbourne.

– ¿Eso es todo?

Penelope entornó los ojos.

– Fue suficiente para Cressida. Está convencida de que el duque, le habría propuesto en matrimonio si ella no hubiera parecido tuan torpe en aquel momento.

Kate soltó un resoplido que ni siquiera intentó que sonara femenino.

– Ashbourne no es tan fácil de atrapar. Eso lo sabe todo el mundo Casi es tan calavera como Bridgerton.

– Quien probablemente acabará casándose este año -le recordó Penelope-. Si los chismorreos no fallan.

– Bah -se mofó Kate-. La propia lady Confidencia escribió que no pensaba que fuera a casarse este año.

– Eso fue hace semanas -contestó Penelope con un ademán disuasorio-. Lady Confidencia cambia de opinión todo el rato. Aparte, a todo el mundo le resulta obvio que el vizconde está cortejando a tu hermana.

Kate se mordió la lengua para no mascullar un «no me lo recuerdes».

Pero su gesto de dolor quedó disimulado por el susurro ronco de Penelope:

– Oh, no, viene hacia aquí -refiriéndose a Cressida.

Kate le dio un apretujón tranquilizador.

– No te preocupes por ella. No es mejor que tú.

Penelope le lanzó una mirada llena de sarcasmo.

– Eso ya lo sé. Pero eso no hace que sea menos desagradable. Y siempre se empeña en que yo le haga caso.

– Kate, Penelope -gorjeó Cressida, situándose al lado de ellas, tras lo cual sacudió con afectación su brillante cabello.

– Qué sorpresa veros aquí.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Kate.

Cressida pestañeó, era obvio que le sorprendía incluso que Kate cuestionara su declaración.

– Bien -dijo despacio-, supongo que no es tanta sorpresa verte a ti, ya que tu hermana está muy solicitada y todos sabemos que tienes que ir adonde ella vaya, pero la presencia de Penelope… -Se encogió de hombros con delicadeza-. Bien, ¿quién soy yo para juzgar? Lady Bridgerton es una mujer muy generosa.

Fue un comentario tan descortés que Kate no pudo evitar quedarse boquiabierta. Y mientras miraba escandalizada a Cressida, ésta se dispuso a rematar:

– Qué vestido tan precioso -dijo con una sonrisa tan dulce que Kate hubiera jurado que el aire sabía a azúcar-. Me encanta el amarillo -añadió pasando la mano por su propio vestido amarillo pálido-. Hace falta un cutis especial para poder llevarlo, ¿no crees?

Kate apretó los dientes. Por descontado, Cressida estaba espléndida con su vestido. Cressida estaría fantástica incluso envuelta en arpillera.

Cressida volvió a sonreír, esta vez le recordó a Kate a una serpiente, luego se volvió lentamente para hacer una señal a alguien situado al otro lado de la estancia.

– ¡Oh, Grimston, Grimston! ¡Acérquese un momento aquí!

Kate miró por encima del hombro para ver a Basil Grimston que se acercaba a ellas y apenas consiguió contener un gruñido. Grimston era el equivalente masculino a Cressida: maleducado, superficial y engreído. Por qué le habría invitado una dama tan encantadora como la vizcondesa de Bridgerton era algo que nunca sabría. Probablemente para equilibrar el amplio número de señoritas invitadas a su casa.

Grimston acudió hasta allí y estiró un extremo de su boca para esbozar una sonrisa burlona.

– Su servidor -dijo a Cressida después de dedicar a Kate y a Penelope una fugaz mirada de desdén.

– ¿No le parece que la querida Penelope está guapísima con vestido? – preguntó Cressida -. El amarillo tiene que ser sin duda el color de la temporada.

Grimston llevó a cabo un examen insultante de Penelope, desde alto de su cabeza a la punta de los pies y otra vez hasta arriba. Apenas movió la cabeza, nada más dejó que sus ojos recorrieran de arriba abajo su cuerpo. Kate contuvo un acceso de repugnancia que estuvo a punto de provocarle una oleada de náuseas. Más que nada, sintió ganas de rodear con sus brazos a Penelope y estrechar a la pobre muchacha. Pero tanta atención sólo serviría para destacarla como alguien débil y fácil de intimidar.

Cuando Grimston acabó por fin su maleducada inspección, se volvió hacia Cressida y se encogió de hombros, como si no se le ocurriera algo elogioso que decir.

– ¿No tiene ningún otro sitio adonde ir? -soltó Kate.

Cressida la miró consternada.

– Caray, señorita Sheffield, me cuesta tolerar su impertinencia. El señor Grimston y yo sólo estábamos admirando el aspecto de Penelope. Ese tono amarillo favorece mucho su cutis. Y es tan encantador ver que tiene tan buen aspecto después de cómo estaba el año pasado.

– Y tanto que sí -corroboró Grimston arrastrando las sílabas. Su tono empalagoso hizo que Kate se sintiera verdaderamente sucia.

Kate notaba a Penelope temblando a su lado. Confió en que fuera de rabia y no de dolor.

– No puedo imaginarme a qué se refiere -dijo Kate con tono gélido.

– Vaya, seguro que lo sabe -intervino Grimston, con ojos centelleantes de deleite. Se inclinó hacia delante y entonces dijo en un susurro más resonante que su tono habitual, lo suficientemente alto como para que mucha gente pudiera oírle-. Estaba gorda.

Kate abrió la boca para soltar una respuesta cáustica, pero antes de que pudiera articular palabra, Cressida añadió:

– Qué lástima tan terrible, porque el año pasado había muchos más hombres en la ciudad. Por supuesto, a muchas de nosotras no nos falta nunca una pareja de baile, pero me da pena la pobre Penélope cuando la veo sentada con las matronas.

– Las matronas -dijo entonces Penelope entre dientes- a menudo son las únicas personas con un atisbo de inteligencia en la sala.

Kate sintió ganas de saltar y vitorearla.

Cressida profirió un entrecortado «Oh», como si tuviera algún derecho a sentirse ofendida.

– De todos modos, una no puede evitar… ¡Oh! ¡Lord Bridgerton!

Kate se apartó a un lado para permitir que el vizconde se agregar al pequeño círculo y advirtió con asco cómo cambiaba la actitud de Cressida. Empezó a agitar los párpados y la boca formó un pequeño arco de cupido.

Era tan atroz que Kate olvidó su cohibición en presencia del vizconde.

Bridgerton dedicó una dura mirada a Cressida pero no le dijo nada. En vez de ello, se volvió de forma bastante intencionada hacia Kate y Penelope y murmuró sus nombres para saludarlas.

Kate casi se queda boquiabierta de regocijo. ¡Vaya corte le había dado a Cressida Cowper!

– Señorita Sheffield -dijo con tono suave-, espero que nos disculpará si acompaño a la señorita Featherington al comedor.

– ¡Pero no puede acompañarla a ella! -soltó Cressida de forma abrupta.

Bridgerton le dedicó una mirada gélida.

– Lo siento -dijo con una voz que dejaba claro que menos lamentarlo podía sentir cualquier cosa-. ¿Acaso la he incluido a usted en nuestra conversación?

Cressida retrocedió, era obvio que muy avergonzada por aquel arranque suyo tan impropio instantes antes. De todos modos, lo cierto era que el hecho de que Bridgerton acompañara a Penelope contravenía todas las normas. Como cabeza de familia, su deber era acompañar a la dama de jerarquía más elevada presente en la reunión. Kate no estaba segura de a quién le correspondía tal honor en aquella ocasión, pero desde luego no se trataba de Penelope, cuyo padre no tenía ningún título.

Bridgerton ofreció su brazo a Penelope al tiempo que daba la espalda a Cressida.

– No aguanto a las bravuconas, ¿y usted? -murmuró.

Kate se tapó la boca con las manos, pero no pudo contener una risita. Bridgerton le dedicó una breve mirada de complicidad por encima de la cabeza de Penelope, y en aquel momento Kate tuvo la extraña sensación de entender por completo a este hombre.

Pero aún más extraño le pareció… que de repente no estuviera segura de que el vizconde fuera ese desalmado y censurable mujeriego que con demasiada facilidad había creído que era.

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