Ha sido puesto en conocimiento de Esta Autora que el enlace entre lord Bridgerton y la señorita Sheffield va a ser un acto reducido, íntimo y privado.
En otras palabras. Esta Autora no está invitada.
Pero no tema, Querido Lector. En situaciones como ésta, Esta Autora es una persona de recursos y promete descubrir los detalles de la ceremonia, tanto los interesantes como los banales.
La boda del soltero más cotizado de Londres es sin duda algo de lo que esta humilde columna debe informar, ¿no creen?
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
13 de mayo de 1814
La noche anterior a la boda, Kate estaba sentada en su cama ataviada con su vestido favorito mirando con aturdimiento una multitud de baúles esparcidos por el suelo. Todas sus pertenencias estaban recogidas, dobladas y embaladas con esmero, listas para ser trasladadas a su nuevo hogar.
Incluso Newton estaba preparado para el viaje. Le habían bañado y secado, le habían colocado un nuevo collar en el cuello, y habían metido sus juguetes favoritos en un macuto que ahora se encontra el vestíbulo de la entrada, justo al lado del arcón de madera delicadamente tallada que Kate tenía desde que era una niña. La presencia en Londres del arcón, lleno de los juguetes y tesoros de la infancia de Kate, había provocado en ella un alivio tremendo. Parecía sentimental y tonto, pero servía para que encarara con menos miedo la próxima transición. Llevar sus cosas a casa de Anthony, pequeños objetos sin valor alguno para otra persona que no fuera ella, servía para que su nueva casa pareciera también la suya.
Mary, quien siempre parecía entender lo que necesitaba Kate antes mismo de que lo entendiera su hija, había mandado un aviso a sus amigos en Somerset en cuanto Kate se comprometió, y les pidió que enviaran a Londres el arcón a tiempo para la boda.
Kate se levantó y recorrió la habitación. Se detenía y pasaba dedos por un camisón doblado sobre la mesa, aún a la espera de ser transferido a sus baúles. Era una prenda escogida por lady Bridgerton -Violet, tenía que empezar a pensar en ella como Violet-, de corte recatado pero tejido diáfano. La visita a la tienda de ropa interior había sido un auténtico tormento para Kate. ¡Al fin y al cabo era la madre de su prometido quien estaba seleccionando prendas para la noche de bodas!
Mientras Kate cogía el camisón y lo metía con cuidado en el baúl, oyó unos golpecitos en la puerta. Invitó a entrar a quien llamara y Edwina asomó la cabeza. También ella estaba vestida para irse a dormir, con el pelo claro recogido en un moño flojo en la nuca.
– Pensaba que a lo mejor te apetecía un poco de leche caliente -dijo Edwina.
Kate sonrió agradecida.
– Suena muy apetecible.
Edwina se agachó y cogió la jarra de cerámica que había dejado en el suelo.
– No puedo sostener dos jarras y abrir el pomo al mismo tiempo – explicó con una sonrisa. Una vez dentro cerró la puerta con el pie y le tendió una jarra. Con la mirada fija en Kate, Edwina le preguntó sin más preámbulos-. ¿Estás asustada?
Kate dio un sorbo con cautela para comprobar la temperatura antes de tragar. Estaba muy caliente, aunque no quemaba, algo que de alguna manera le produjo bienestar. Bebía leche caliente desde la infancia, y su sabor y textura siempre le aportaban aquella sensación de calor y bienestar.
– No exactamente asustada -contestó por fin mientras se sentaba sobre el extremo de la cama- pero sí nerviosa. Decididamente nerviosa.
– Bien, no es de extrañar -dijo Edwina mientras sacudía animadamente la mano que le quedaba libre-. Habría que ser idiota para no estar nerviosa. Toda tu vida va a cambiar. ¡Toda! Hasta tu nombre. Serás una mujer casada. Una vizcondesa. Pasado mañana no serás la misma mujer, Kate, y después de mañana por la noche…
– Ya basta, Edwina -interrumpió Kate.
– Pero…
– No es que me estés tranquilizando mucho.
– Oh. -Edwina esbozó una sonrisa avergonzada-. Lo siento.
– Está bien. -Kate le quitó importancia.
Edwina consiguió morderse la lengua durante cuatro segundos antes de preguntar.
– ¿Ha venido mamá a hablar contigo?
– Aún no.
– Debería hacerlo, ¿no te parece? Mañana es el día de tu boda y seguro que hay todo tipo de cosas que hace falta saber. -Edwina dio un buen trago a la leche, que dejó un bigote blanco poco apropiado, luego se acomodó sobre el extremo al otro lado de la cama-. Hay todo tipo de cosas que yo no sé y no sé cómo habrías podido aprenderlas tú, a menos que hayas estado metida en cosas raras sin yo saberlo.
Kate se preguntó si sería muy descortés amordazar a su hermana con alguna de las prendas de lencería que había escogido lady Bridgerton. Encontraba cierta justicia poética en una medida de ese tipo.
– ¿Kate? – preguntó Edwina pestañeando con curiosidad -. ¿Kate? ¿Por qué me miras de un modo tan extraño?
Kate contemplaba las prendas de lencería con anhelo.
– Seguro que prefieres no saberlo.
– Mmmf. Bien, entonces…
Las murmuraciones de Edwina fueron interrumpidas en seco por un suave golpe en la puerta.
– Seguro que es nuestra madre -dijo Edwina con una mueca maliciosa-. No puedo esperar.
Kate entornó los ojos en dirección a Edwina miéntras se levantaba a abrir la puerta. Como había esperado, Mary estaba de pie en el pasillo con dos tazas humeantes.
– Pensé que te apetecería un poco de leche caliente -dijo una débil sonrisa.
Kate levantó su taza como respuesta.
– Edwina tuvo la misma idea.
– ¿Qué está haciendo Edwina aquí? -preguntó Mary al entrar en la habitación.
– ¿Desde cuando necesito una razón para hablar con mi her~ na? -preguntó Edwina con un resoplido.
Mary le lanzó una mirada malhumorada antes de volver de nuevo su atención a Kate.
– Mmmf. Parece que tenemos exceso de leche caliente.
– Esta se ha quedado tibia de todos modos -dijo Kate, al tiempo que dejaba la taza sobre uno de los baúles y la cambiaba por la más caliente que le ofrecía Mary-. Edwina puede bajar la otra taza a la cocina cuando salga.
– Perdón, ¿cómo dices? – preguntó Edwina vagamente distraída -. Oh, por supuesto. Estoy encantada de ser de ayuda. -Pero no se levantó. De hecho, ni siquiera se movió, salvo para torcer la cabeza de un lado a otro para mirar a Mary, luego a Kate y otra vez a su madre.
– Tengo que hablar con Kate -dijo Mary. Edwina meneó la cabeza con entusiasmo.
– A solas.
Edwina parpadeó.
– ¿Tengo que marcharme?
Mary hizo un gesto afirmativo y le tendió la taza de leche que se había enfriado.
– ¿Ahora?
Mary volvió a mover la cabeza.
Edwina pareció acongojada, luego su expresión se transformó en una sonrisa.
– ¿Estás de broma, verdad? Me puedo quedar, ¿eh que sí?
– No -contestó Mary.
Edwina le devolvió una mirada suplicante a Kate.
– A mí no me mires -replicó Kate con una sonrisa mal disimulada-. Ella decide. Es quien va a hablar al fin y al cabo. Yo sólo voy a escuchar.
– Y a hacer preguntas -señaló Edwina-. Y yo también tengo preguntas. -Se volvió a su madre-. Muchas preguntas.
– Estoy segura de que así es -contestó su madre- y estaré encantada de responderlas todas, la noche anterior a tu boda.
Edwina se levantó refunfuñando.
– No es justo -masculló al tiempo que le arrebataba la taza.
– La vida no es justa -dijo Mary con una mueca.
– Eso digo yo -rezongó la muchacha mientras cruzaba la habitación arrastrando los pies.
– ¡Y nada de escuchar tras la puerta! -le gritó Mary.
– Ni se me ocurriría -respondió Edwina arrastrando las palabras-. A no ser que habléis lo bastante alto como para que yo os oiga.
Mary suspiró mientras Edwina salía al pasillo y cerraba la puerta acompañando sus movimientos de un torrente constante de gruñidos ininteligibles.
– Tendremos que hablar en susurros -le dijo a Kate.
Ésta asintió con la cabeza, pero era tan leal a su hermana como para decir:
– Tal vez no se quede a escuchar a escondidas.
La mirada de Mary reflejaba extrema desconfianza.
– ¿Quieres que abramos la puerta para aclararlo?
Kate puso una mueca a su pesar.
– Tú ganas.
Mary se sentó en el lugar que había dejado vacío Edwina y observó a Kate con una mirada bastante directa.
– Estoy segura de que sabes por qué estoy aquí.
Kate respondió con un gesto afirmativo.
Mary dio un trago a la leche y se quedó callada durante un largo momento antes de decir:
– Cuando me casé -por primera vez, no con tu padre- no tenía ni idea de lo que podía esperar en el lecho matrimonial. No se trataba… -Durante un breve instante cerró los ojos y por un momento pareció que sufría-. Mi falta de conocimiento lo hacía todo más complicado -reconoció finalmente, y la forma lenta y cuidadosa en que escogió las palabras reveló a Kate que «complicado» probablemente era un eufemismo.
– Entiendo -murmuró Kate.
Mary alzó la vista de forma abrupta.
– No, creo que no. Y espero que nunca lo entiendas. Pero eso no viene ahora a cuento. Siempre he jurado que ninguna hija mía iría al matrimonio con tal ignorancia sobre lo que ocurre entre marido y mujer.
– Ya estoy al corriente de lo más básico de la operación -admitió Kate.
Con clara expresión de sorpresa, Mary preguntó:
– ¿De veras?
Kate hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– No será muy diferente de los animales, ¿verdad?
Mary negó con la cabeza, y sus labios se fruncieron formando una sonrisa levemente divertida.
– No, no lo es.
Kate consideró la mejor manera de formular su siguiente pregunta. Por lo que había visto en la granja de su vecino de Somerset, el acto de la procreación no parecía demasiado grato. Pero cuando Anthony la besó, ella tuvo la impresión de que perdía la cabeza. Y cuando la volvió a besar por segunda vez, no estaba segura de querer que aquello acabara nunca. Todo su cuerpo reaccionó estimulado, y sospechaba que si sus encuentros recientes se hubieran producido en lugares más convenientes, le habría permitido a él hacer lo que quisiera con ella sin la menor protesta.
Pero también estaba la yegua que aullaba de forma tan espantosa en la granja. Con franqueza, las diversas piezas del rompecabezas no encajaban del todo.
Por fin, tras aclararse mucho la garganta, dijo:
– No parece muy agradable.
Mary volvió a cerrar los ojos, su rostro adoptó la misma expresión que antes, como si recordara algo que prefería mantener guardado en los rincones más oscuros de su mente. Cuando abrió de nuevo los ojos, dijo:
– El disfrute de una mujer depende por completo de su marido.
– ¿Y el de un hombre?
– El acto del amor -dijo Mary sonrojándose- puede ser, y debería serlo, una experiencia agradable tanto para el hombre como para la mujer. Pero… -tosió y dio un sorbo a la leche- sería negligente por mi parte no contarte que una mujer no siempre encuentra placer en el acto.
– Pero ¿un hombre sí?
Mary hizo un gesto de asentimiento.
– Eso no parece justo.
La mirada de Mary fue irónica.
– Creo que acabo de decirle a Edwina que la vida no siempre es justa.
Kate frunció el ceño mientras contemplaba la leche en su taza.
– Bien, pero, de verdad, esto no parece justo.
– Aunque no quiere decir -se apresuró a añadir- que la experiencia sea necesariamente desagradable para la mujer. Y estoy segura de que no será desagradable para ti. Supongo que el vizconde te ha besado…
Kate asintió sin levantar la vista.
Cuando Mary habló, Kate pudo oír la sonrisa en su voz.
– Y por tu rubor supongo que te gustó.
Kate volvió a hacer un gesto afirmativo. Le ardían las mejillas.
– Si te gustó el beso -dijo Mary- entonces estoy segura de que no te molestará que él continúe con sus atenciones. Estoy segura de que será delicado y atento contigo.
«Delicado» no era un término que reflejara del todo la esencia de los besos de Anthony, pero Kate pensaba que no había que comentar ese tipo de cosas con la madre de una. La verdad, toda la conversación ya era lo bastante delicada por sí sola.
– Los hombres y las mujeres somos muy diferentes -continuó Mary como si aquello no fuera tan obvio – y un hombre, incluso un hombre fiel a su esposa, como estoy segura de que el vizconde será, puede encontrar placer casi en cualquier mujer.
Esto era alarmante, y no era lo que Kate quería oír.
– ¿Y una mujer? -saltó.
– Es diferente para una mujer. He oído que las mujeres disolutas encuentran placer como cualquier hombre, en los brazos de cualquiera que las satisfaga, pero yo no lo creo. Pienso que una mujer tiene que sentir afecto por su esposo para disfrutar en el lecho matrimonial.
Kate se quedó un momento callada.
– ¿No amabas a tu primer esposo, verdad?
Mary negó con la cabeza.
– Eso lo cambia todo, cielo mío. Eso y que el marido sea considerado con su esposa. Pero he visto al vizconde en tu compañía. Soy consciente de que vuestro enlace ha sido repentino e inesperado, pero te trata con cariño y respeto. No debes temer nada, estoy segura. El vizconde te tratará bien.
Y con eso, Mary besó a Kate en la frente y le deseó buenas noches. Luego recogió las dos tazas vacías y salió de la habitación. Kate se quedó sentada en la cama, con la vista perdida en la pared de enfrente durante varios minutos.
Mary se equivocaba. Kate estaba segura de ello. Tenía mucho que temer.
Detestaba no ser la primera elección de Anthony como esposa, pero era práctica, pragmática y sabía que ciertas cosas de la vida sencillamente se tenían que aceptar como un hecho. Pero se había consolado con el recuerdo del deseo que había sentido…, y pensaba que Anthony también lo había sentido cuando ella estaba en sus brazos.
Ahora parecía que tal deseo ni siquiera tenía que ser obligatoriamente por ella; era más bien una necesidad bastante primitiva que todo hombre sentía por toda mujer.
Y Kate nunca sabría si, cuando Anthony apagara las velas, se la llevara a la cama y cerrara los ojos…
Imaginaría el rostro de otra mujer.
La boda, que iba a celebrarse en el salón de la mansión Bridgerton fue un acto privado y reducido. Bien, todo lo que podría esperarse de un acto con la familia Bridgerton al completo, desde Anthony hasta la pequeña Hyacinth de once años, quien iba a encargarse de llevar las flores con gran seriedad. Cuando su hermano Gregory, de trece años intentó inclinar su cesto de pétalos de rosas, la muchacha le soltó un fuerte golpe en el mentón, con lo cual la ceremonia se retrasó unos buenos diez minutos, pero por otro lado agregó una nota muy necesaria de levedad y risas a la reunión.
Bien, para todo el mundo excepto para Gregory, quien se había ofendido bastante con todo el episodio, y desde luego no se reía, pese a haber sido él mismo quien había empezado, como Hyacinth se apresuró a indicar a cualquiera que quisiera escucharla; y su voz era lo bastante chillona como para que alguien tuviera la opción de no escucharla.
Kate lo había visto todo desde su posición estratégica en el vestíbulo, desde donde había estado observando a través de una rendija en la puerta. Aquello le había arrancado una sonrisa, algo que agradeció, puesto que hacía más de una hora que las rodillas no le dejaban de temblar. Sólo podía agradecer que lady Bridgerton no hubiera insistido en organizar una celebración por todo lo alto. Kate, que nunca antes se había considerado una persona nerviosa, era probable que se hubiera desmayado del susto.
De hecho, Violet había mencionado la posibilidad de una gran boda como método para combatir los rumores que circulaban acerca de ella, Anthony y su compromiso tan repentino. La señora Featherington estaba cumpliendo su palabra y mantenía un silencio completo sobre los detalles del asunto, pero ya había dejado ir suficientes insinuaciones referentes a que todo el mundo sabía que el compromiso no había seguido el cauce habitual.
Como resultado, los comentarios no cesaban, y Kate sabía que sólo era cuestión de tiempo que la señora Featherington dejara de contenerse y todo el mundo se enterara de la verdadera historia de su perdición a manos -o más bien, aguijón- de una abeja.
De modo que al final Violet había decidido que un matrimonio rápido era lo mejor, y puesto que no se podía organizar una fiesta esplendorosa en una semana, la lista de invitados se había reducido a la familia. Kate contó con Edwina a su lado y Anthony estuvo acompañado por su hermano Benedict, y tras las formalidades habituales, se convirtieron en marido y mujer.
Era extraño, Kate pensó aquella tarde con la mirada fija en la alianza que ahora adornaba junto al anillo del diamante su mano izquierda, lo rápido que puede cambiar la vida de una. La ceremonia había sido breve, todo se sucedió en un abrir y cerrar de ojos, y no obstante su vida había cambiado para siempre. Edwina tenía razon. Todo era diferente. Ahora era una mujer casada, una vizcondesa.
Lady Bridgerton.
Se mordió el labio inferior. Sonaba como si se tratara de otra persona. ¿Cuánto tiempo necesitaría para que cuando alguien la llamara «lady Bridgerton» pensase que le hablaban a ella y no a la madre de Anthony?
Ahora era una esposa y tenía las responsabilidades de una esposa.
Aquello la aterrorizaba.
Ahora que la boda había acabado, Kate reflexionó sobre las palabras de Mary la noche anterior y supo que tenía razón. En muchos aspectos, era la mujer más afortunada del mundo. Anthony la trataría bien. Trataría bien a cualquier mujer. Y ése era el problema.
Ahora se encontraba en un carruaje y recorría la corta distancia entre la mansión Bridgerton, donde se había celebrado la recepción y la residencia privada de Anthony, a la que se suponía que ya no se podía llamar «residencia de soltero».
Miró de soslayo a su nuevo esposo. Miraba al frente y su rostro tenía una peculiar expresión seria.
– ¿Tienes planeado trasladarte a la mansión Bridgerton ahora que estás casado? -le preguntó Kate con calma.
Anthony pareció sorprendido, casi como si hubiera olvidado que ella estaba allí.
– Sí -contestó volviéndose hacia ella- aunque no hasta dentro de unos meses. He pensado que nos iría bien un poco de intimidad al comienzo del matrimonio, ¿no crees?
– Por supuesto -murmuró Kate. Bajó la vista a sus manos, que se retorcían sobre el regazo. Intentó pararlas, pero era imposible. Era sorprendente que no reventara los guantes.
Anthony siguió su mirada y dejó una de sus grandes manos sobre las de ella. Kate se paró al instante.
– ¿Estás nerviosa? -preguntó.
– ¿Pensabas que no lo estaría? -contestó intentando que su voz sonara seca e ironica.
Él sonrió como respuesta.
– No hay nada que temer.
Kate casi estalla en una risotada nerviosa. Parecía que estaba destinada a oír aquel tópico una y otra vez.
– Tal vez -admitió ella-, pero de todos modos son demasiadas cosas como para no estar nerviosa.
La sonrisa de Anthony se amplió.
– Touché, querida esposa.
Kate tragó saliva varias veces. Era extraño ser la esposa de alguien, y extraño en especial ser la esposa de este hombre.
– Y tú, ¿estás nervioso? -replicó ella.
Se inclinó hacia delante, su oscura mirada era intensa, tenía los párpados caídos con la promesa de lo inevitable.
– Oh, en extremo -murmuró. Cubrió la restante distancia que les separaba y sus labios encontraron el hueco sensible de la oreja de Kate-. Mi corazón late con fuerza -le susurró.
El cuerpo de Kate pareció ponerse rígido y fundirse al mismo tiempo. Luego soltó:
– Creo que deberíamos esperar.
Él le mordisqueó la oreja.
– ¿Esperar a qué?
Ella intentó escabullirse. Él no entendía. Si lo hubiera entendido estaría furioso, y no parecía especialmente molesto.
Aún.
– Pp-para el matrimonio -tartamudeó ella.
Aquello pareció hacerle gracia. Jugueteó animado con los anillos que descansaban en sus dedos enguantados.
– Es un poco tarde para eso, ¿no te parece?
– Para la noche de bodas -aclaró.
Él retrocedió y sus oscuras cejas formaron un línea recta, tal vez un poco enojada.
– No -dijo sin más, pero no se movió para volver a abrazarla.
Kate intentó encontrar palabras que le ayudaran a él a entender, pero no era fácil; no estaba segura de entenderse a sí misma. Estaba casi convencida de que no la creería si le explicaba que no era su intencion haber hecho esta petición; sencillamente había surgido de su interior de forma repentina, producto de un pánico que, hasta aquel momento, ni siquiera sabía que estuviera ahí.
– No lo pido para siempre -explicó. Odiaba el temblor que oyó en sus palabras-. Sólo una semana.
Aquello atrajo la atención de Anthony, quien alzó una de sus cejas con expresión de ironía.
– Y, por favor, explícame, ¿qué esperas conseguir en una semana?
– No lo sé -respondió con toda sinceridad.
Anthony centró la mirada en los ojos de Kate, con dureza, intensidad y sarcasmo.
– Tendrás que ofrecerme algo mejor.
Kate no quería mirarle, no quería la intimidad a la que se veía forzada cuando estaba atrapada por aquella mirada oscura. Era fácil ocultar los sentimientos cuando ella podía mantener el enfoque en su mentón o en su hombro, pero cuando tenía que mirarle directamente a los ojos…
Le daba miedo que pudiera ver el interior de su alma.
– Ha sido una semana de muchísimos cambios en mi vida – empezó, y deseó saber a dónde quería ir a parar con esa afirmación.
– También para mí -comentó él con amabilidad.
– Para ti no tanto -respondió ella-. Las intimidades del matrimonio son algo nuevo para ti.
Un extremo de su boca formó una mueca algo arrogante.
– Le aseguro, milady, que nunca antes he estado casado.
– No me refiero a eso, y lo sabes.
No la contradijo.
– Es tan sencillo como que me gustaría disponer de un poco más de tiempo para prepararme – explicó Kate, y dobló los brazos sobre el regazo con gesto remilgado. Pero no podía tener los pulgares quietos: giraban con ansiedad, como prueba de su estado de nervios.
Anthony se la quedó mirando durante un buen rato, luego volvió a reclinarse hacia atrás en su asiento y apoyó el tobillo izquierdo con aire informal en su rodilla derecha.
– Muy bien -admitió.
– ¿De veras? -Kate se enderezó con sorpresa. No confiaba en que él capitulara con tal facilidad.
– Siempre que… -continuó él.
Kate se hundió. Debería haber sabido que habría algún imprevisto.
– … que me alecciones en una cuestión.
Ella tragó saliva.
– ¿Y de qué se trata, milord?
Él se inclinó hacia delante con ojos de diablo.
– ¿Cómo, con exactitud, tienes planeado prepararte?
Kate miró por la ventana, luego soltó un juramento ininteligible al percatarse de que ni siquiera habían entrado todavía en la calle de Anthony. No había manera de escapar a esta pregunta, estaría atrapada en el carruaje al menos durante cinco buenos minutos.
– B-bien -se atascó-, estoy segura de que no he entendido a qué te refieres.
Él soltó una risita.
– Yo tampoco estoy seguro.
Kate le miró con el ceño fruncido. No había nada peor que ser blanco de las bromas de alguien, y parecía especialmente inadecuado cuando eres una novia en el día de tu boda.
– Encima te diviertes conmigo – le acusó.
– No -dijo con algo que podría describirse como sonrisa lasciva-, me gustaría divertirme contigo. Hay ciertas diferencias.
– Me gustaría que no hablaras así -balbuceó ella-. Sabes que no te entiendo.
Él centró la mirada en la boca de Kate mientras sacaba la lengua para humedecerse los labios.
– Entenderías -murmuró Anthony- sólo con que te entregaras a lo inevitable y te olvidaras de tu tonta petición.
– No me gusta que me traten con condescendencia -dijo Kate en un tono tenso.
Los ojos de Anthony centellearon.
– Y a mí no me gusta que me nieguen mis derechos -replicó con voz fría. Su rostro era el duro reflejo del poder aristocrático.
– No estoy negando nada -insistió.
– Oh, ¿de veras? -arrastró las palabras sin nada de humor.
– Sólo pido un aplazamiento. Un aplazamiento breve, temporal, breve – repitió la palabra por si el cerebro de Anthony estuviera demasiado embotado por su resuelto orgullo varonil como para entenderla a la primera-. Sin duda no me negarás una petición tan sencilla.
– De nosotros dos -respondió con voz cortante- no creo que sea yo quien niega algo.
Tenía razón, caray con aquel hombre, y Kate no tenía ni idea de qué más podía decir. Sabía que llevaba todas las de perder con aquella petición imprevista; él tenía todo el derecho del mundo a echarse a su esposa sobre el hombro, arrastrarla hasta la cama y encerrarla en la habitación durante una semana si así le venía en gana.
Actuaba de un modo alocado, prisionera de su propia inseguridad… inseguridad que desconocía hasta que conoció a Anthony.
Durante toda su vida, siempre había sido la segunda: la segunda a la que miraban, la segunda a la que saludaban, la segunda a la que besaban en la mano. Como hija mayor, lo correcto hubiera sido que se dirigieran a ella antes que a su hermana pequeña, pero la belleza de Edwina era tan asombrosa, el azul puro y perfecto de sus ojos era tan impactante, que la gente se olvidaba de todo en su presencia.
Cuando presentaban a Kate a alguien, la respuesta habitual era un apurado «Por supuesto» y un saludo cortés murmurado mientras la mirada se escabullía de nuevo al rostro puro y resplandecien de Edwina.
A Kate nunca le había importado demasiado. Si Edwina hubiera sido una muchacha consentida o de mal carácter, tal vez habría resultado más difícil. Y para ser sinceros, la mayoría de hombres que conocían eran superficiales y tontos, o sea, que no le había importado que se molestaran en saludarla sólo después de hacerlo con su hermana.
Hasta ahora.
Quería que la mirada de Anthony se iluminara cuando ella entrara en la habitación. Quería que recorriera la multitud hasta encontrar su cara. No hacía falta que la amara -o al menos eso era lo que se repetía a sí misma-, pero quería desesperadamente ser la primera en recibir su afecto, la primera en su deseo.
Y tenía la espantosa impresión de que todo esto significaba que se estaba enamorando.
Enamorante de tu esposo… ¿quién habría pensado que podía ser un desastre?
– Ya veo que no tienes respuesta -dijo Anthony con calma.
El carruaje acabó por detenerse, a Dios gracias la libró de tener que responder. Pero cuando un lacayo con librea se adelantó con premura e intentó abrir la puerta, Anthony la cerró de nuevo de golpe sin apartar la mirada de ella ni por un instante.
– ¿Cómo, milady? -repitió.
– Como… -repitió Kate. Casi había olvidado qué le preguntaba.
– ¿Cómo -repitió una vez más, con una voz gélida como el hielo pero intensa y fervorosa como una llama- planeas prepararte para la noche de bodas?
– No… no lo he considerado aún -fue su respuesta.
– Eso pensaba. -Soltó la manilla de la puerta, y ésta se abrió de par en par. Aparecieron los rostros de dos lacayos que obviamente se esforzaban por no mostrar su curiosidad. Kate permaneció callada mientras Anthony la ayudaba a bajar y la llevaba hasta el interior de la casa.
El personal de la residencia estaba reunido en el pequeño vestíbulo de entrada, y Kate murmuró saludos a cada miembro que le presentó el mayordomo o el ama de llaves. El personal no era excesivo ya que la casa era pequeña según las costumbres de la aristocracia, pero las presentaciones tardaron sus buenos veinte minutos.
Veinte minutos que, por desgracia, sirvieron de poco para aplacar sus nervios. Cuando Anthony apoyó la mano en su cintura para guiarla hacia la escalera, el corazón de Kate latía desbocado. Por primera vez en su vida pensó que podría desmayarse.
No era que temiera el lecho matrimonial.
Ni siquiera temía no complacer a su esposo. Incluso una virgen inocente como ella era capaz de adivinar que las acciones y reacciones de Anthony cuando la besaba eran buena prueba de su deseo. Él le enseñaría lo que debía hacer, de eso no tenía duda.
Lo que la asustaba…
Lo que la asustaba…
Sintió que el nudo en la garganta la asfixiaba, que se atragantaba. Se llevó el puño a la boca, mordió el nudillo para calmar su estómago, como si aquello pudiera aliviar el espantoso malestar en sus tripas.
– Dios mío -susurró Anthony cuando llegaron al rellano-. Estás aterrorizada.
– No -mintió.
Él la cogió por los hombros y le dio media vuelta para tenerla de cara y poder mirarla profundamente a los ojos. Con una maldición, le cogió la mano y la llevó hasta el dormitorio.
– Necesitamos un poco de intimidad.
Al entrar en la alcoba, una habitación masculina con ricos detalles, decorada de forma exquisita en tonos borgoñas y dorados, le puso las manos en las caderas e inquirió:
– ¿No te ha hablado tu madre acerca de… ah… de…?
De no haber estado tan nerviosa, Kate se habría reído de sus intentos fallidos.
– Por supuesto -se apresuró a responder-. Mary me lo ha explicado todo.
– Entonces ¿cuál es el problema? -Volvió a maldecir, luego se disculpó-. Te ruego que me perdones -dijo en tono tenso-. Ya sé que no es la manera de conseguir que te relajes.
– No sabría decirlo -susurró mientras bajaba la vista al suelo y fijaba la mirada en el intrincado estampado de la alfombra, hasta que las lágrimas desbordaron sus ojos.
Un horrible y extraño sonido entrecortado salió de la garganta de Anthony.
– ¿Kate? – preguntó con voz ronca -. ¿Alguien… algúnh hombre te ha… te sometió a sus atenciones sin tu consentimiento?
Kate alzó la vista, y la preocupación y el terror que descubrió en su rostro casi le derrite el corazón.
– ¡No! -chilló-. No es eso. Oh, no me mires así, no puedo soportarlo.
– Yo tampoco puedo soportarlo -susurró Anthony, y se fue al lado de Kate, tomó su mano y se la llevó a los labios-. Tienes que contármelo -dijo con una voz ahogada que sonaba muy peculiar – ¿Me tienes miedo? ¿Te repugno?
Kate sacudió la cabeza de un modo frenético, incapaz de creer que pudiera pensar que alguna mujer le encontrara repulsivo.
– Explícame -le susurró y apretó los labios contra su oreja -. Explícame cómo hacerlo bien. Porque no creo que pueda concederte ese aplazamiento. -Amoldó su cuerpo al de ella, sus fuertes brazos la abrazaron mientras gemía-: No puedo esperar una semana, Kate. Así de sencillo, no puedo.
– Yo… -Kate cometió el error de alzar la vista y mirarle a los ojos. Olvidó todo lo que tenía que decir. La estaba mirando con una intensidad ardiente que encendió un fuego en el centro de su ser, la dejó sin aliento, ansiosa, desesperada por algo que no entendía del todo.
Y sabía que no podía hacerle esperar. Si examinaba su propia alma y miraba con sinceridad, sin engañarse, tenía que admitir que ella tampoco quería esperar.
¿Y qué sentido podía tener? Tal vez él nunca llegara a amarla. Tal vez el deseo de Anthony nunca estuviera centrado con tal firmeza en ella como el de Kate en él.
Podía fingir. Y cuando la estrechó en los brazos y apretó los 1abios contra su piel, le pareció tan, tan fácil fingir.
– Anthony -susurró, su nombre sonaba como una bendición, un ruego y un rezo, todo al mismo tiempo.
– Cualquier cosa -contestó él con voz irregular y se dejó caer de rodillas ante ella, dejando el rastro ardiente de sus labios por tota su piel mientras sus dedos desempeñaban un trabajo frenético para liberarla de su vestido-. Pídeme cualquier cosa -gimió-. Cualquier cosa que esté a mi alcance, te la daré.
Kate sintió que su cabeza se iba hacia atrás, sintió que lo que quedaba de su resistencia se fundía.
– Pues quiéreme -susurró-. Pues quiéreme.
Su única respuesta fue un gruñido grave de necesidad.