Capítulo 12

Un hombre encantador es algo divertido, y un hombre atractivo,por supuesto, es algo digno de contemplar. Pero un hombre de honor… ay, Querido Lector, tras él deberían ir las damas más jóvenes.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

2 de mayo de 1814


Más tarde, aquella misma noche, después de que acabara la cena y los hombres se retiraran a tomar sus oportos antes de volver a reunirse con las damas con expresión de superioridad en el rostro, como si acabaran de hablar de cosas más transcendentes que del caballo con más probabilidades de ganar la Royal Ascot; después de que los invitados hubieran jugado unas rondas de charadas a veces tediosas y a veces más animadas; después de que lady Bridgerton se aclarara la garganta y sugiriera con discreción que tal vez fuera hora de retirarse; después de que las damas cogieran las velas y se retiraran a sus camas; después de que los caballeros supuestamente las siguieran…

Kate no podía dormir.

Estaba claro que iba a ser una de esas noches mirando-todas-las-grietas-del-techo. Sólo que no había grietas en el techo en Aubrey Hall. Y la luna ni siquiera había salido, de modo que no entraba luz alguna a través de las cortinas, lo cual significaba que aunque hubiera habido rendijas, no sería capaz de verlas, y…

Kate soltó un gemido mientras retiraba las colchas para levantarse. Uno de esos días iba a tener que aprender alguna manera de obligar a su cerebro a dejar de correr en ocho direcciones diferentes al mismo tiempo. Había estado tumbada en la cama durante casi una hora, mirando la noche oscura, impenetrable, y cerrando los ojos de vez en cuando para intentar disponerse a dormir.

No había funcionado.

No podía dejar de pensar en la expresión del rostro de Penelope Featherington cuando el vizconde había acudido en su rescate. Kate estaba segura de que su propia expresión sería bastante similar: un poco de asombro, un poco de alegría y un mucho de estar a punto de fundirse sobre el suelo en aquel mismo instante.

Bridgerton había estado así de magnífico.

Kate había pasado todo el día observando a los Bridgerton o relacionándose con ellos. Y una cosa había sacado en claro: todo lo que había oído sobre Anthony y su devoción por la familia…, era del todo cierto.

Y aunque no estaba demasiado dispuesta a cambiar su opinión de que era un mujeriego y un vividor, estaba empezando a comprender que podía ser todo eso y también algo más.

Algo bueno.

Y, aunque admitía que le costaba mucho ser del todo objetiva en aquel tema, ese algo precisamente no lo descalificaba como potencial marido para Edwina.

Oh, ¿por qué, por qué, por qué tenía que ser agradable? ¿Por qué no podía seguir siendo el libertino meloso pero superficial que tan fácil le había resultado creer que era? Ahora se trataba de otra persona por completo diferente, alguien por quien ella temía sentir de hecho cierto afecto.

Kate sintió que se sonrojaba incluso en la oscuridad. Tenía que dejar de pensar en Anthony Bridgerton. A este paso no iba a poder dormir nada en toda una semana.

Tal vez si tuviera algo para leer… Había visto una biblioteca bastante grande y amplia aquella misma tarde, sin duda los Bridgerton tendrían allí algún tomo con el que quedarse dormida.

Se puso la bata y se fue de puntillas hasta la puerta, con cuidado de no despertar a Edwina. Tampoco es que aquello fuera complicado. Edwina siempre había dormido como un lirón. Según Mary, dormía toda la noche como una criatura desde el día en que nació.

Kate metió los pies en un par de zapatillas y luego salió deprisa al pasillo, con cuidado de mirar a un lado y a otro antes de cerrar la puerta tras ella. Era su primera visita a una reunión campestre, y lo último que quería era toparse con alguien de camino a un dormitorio que no fuese el suyo.

Si alguien tenía algún enredo con otra persona que no fuera su cónyuge, decidió Kate, no quería saber nada al respecto.

Un solo farol iluminaba el pasillo, proporcionando un destello mortecino y vacilante, al oscuro aire de la noche. Kate había cogido una vela al salir, de modo que se acercó y levantó la tapa del farol para encender su mecha. En cuanto la llama ardió con estabilidad, se dirigió hacia la escalera, asegurándose de detenerse en todas las esquinas para comprobar con cautela que no pasaba nadie.

Unos minutos después se encontraba en la biblioteca. No era grande para los patrones de la aristocracia, pero las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo de estantes con libros. Kate empujó la puerta hasta dejarla casi cerrada -si alguien andaba levantado dando vueltas por ahí, no quería alertarle de su presencia con el chasquido de la puerta al cerrarse- y se acercó a la estantería más próxima para inspeccionar los títulos.

– Mmm -murmuró para sí misma mientras sacaba un libro y miraba la portada: «botánica». Le encantaba la jardinería, pero en cierto sentido un libro de texto sobre aquel tema no le parecía demasiado sugerente. ¿Debería buscar una novela, que atrapara su imaginación, o mejor se decidía por un texto árido, con más probabilidades de darle sueño?

Devolvió el libro a su sitio y pasó a la siguiente estantería, dejando la vela sobre una mesita próxima. Parecía la sección de filosofía.

– Decididamente no -farfulló, y deslizó un poco la vela sobre la mesa mientras pasaba a una estantería situada más a la derecha. La botánica podía darle sueño, pero era muy probable que la filosofía la dejase con un estupor que le duraría días.

Movió la vela un poco hacia la derecha y se inclinó hacia delante para examinar la siguiente hilera de libros cuando un relámpago, brillante y por completo inesperado, iluminó la habitación.

De sus pulmones surgió un breve y entrecortado grito, al mismo tiempo que ella daba un brinco hacia atrás y se pegaba de espaldas contra la mesa. Ahora no, suplicó en silencio, aquí no.

Pero mientras su mente formulaba esa última frase, toda la habitación explotó con el estruendo sordo de un trueno.

Y luego se hizo de nuevo la oscuridad, dejando a Kate temblorosa, agarrada con los dedos a la mesa con tal fuerza que las articulaciones se le quedaron trabadas. Detestaba esto. Oh, cuánto lo detesta Detestaba el ruido y la luz de los relámpagos, y la tensión chisporroteante en el aire, pero sobre todo detestaba la manera en que se sentía ella.

Tan aterrorizada que al final no pudo sentir nada en absoluto.

Había sido así toda su vida, o al menos desde que tenía memoria. De pequeña, su padre o Mary la consolaban cada vez que había una tormenta. Kate tenía recuerdos de uno de ellos sentado sobre el bor de su cama, sosteniéndole la mano y susurrando palabras tranquilizadoras mientras los truenos y los relámpagos estallaban con estrépito a su alrededor. Pero cuando se hizo mayor consiguió convencer a la gente de que había superado su problema. Oh, todo el mundo sabía que aún detestaba las tormentas, pero conseguía ocultar la medida de su terror.

Parecía una debilidad espantosa, sin causa aparente y, por desgracia, sin cura clara.

No oía lluvia contra las ventanas; tal vez la tormenta no fuera tan mala. Tal vez había empezado lo suficientemente lejana y ahora se alejaba aún más. Tal vez…

Otro destello iluminó la habitación y extrajo un segundo grito de los pulmones de Kate. En este momento los truenos se habían acercado más incluso que los relámpagos, lo cual indicaba que la tormenta se aproximaba.

Kate sintió que se echaba al suelo.

Era tan ruidoso. Demasiado ruidoso, y demasiado brillante y demasiado…

¡Boom!

Kate se metió debajo de la mesa, encogió las piernas y se rodeó las rodillas con los brazos, esperando aterrorizada la siguiente tronada.

Y entonces empezó a llover.


Era un poco más tarde de medianoche, y todos los invitados (por algún motivo seguían los horarios del campo en cierto modo) se habían ido a la cama. Pero Anthony seguía en su estudio, tamborileando con sus dedos sobre el borde de su escritorio al ritmo de la lluvia que golpeaba la ventana. De vez en cuando un relámpago iluminaba la habitación con un destello brillante y cada trueno era tan ruidoso e inesperado que daba un brinco en su silla.

Dios, le encantaban las tormentas…

Era difícil saber por qué. Tal vez sólo era la prueba del poder de la naturaleza sobre el hombre. Tal vez era la energía pura de la luz y el sonido que retumbaba a su alrededor. Fuera lo que fuera, hacía que se sintiera vivo.

No estaba especialmente cansado cuando su madre sugirió que todos se retiraran a descansar, por tanto le pareció una tontería no aprovechar estos pocos momentos de soledad para revisar los libros de Aubrey Hall que su administrador le había dejado. Dios sabía que su madre iba a tenerle al día siguiente ocupado cada minuto con actividades en las que también participarían candidatas al matrimonio.

Pero tras una hora de concienzudas comprobaciones, con golpecitos de la punta seca de la pluma contra cada número del libro de contabilidad mientras él sumaba y restaba, multiplicaba y de vez en cuando dividía, sus párpados empezaron a caerse.

Había sido un día largo, admitió mientras cerraba el libro y dejaba un pedazo de papel para marcar el sitio. Había pasado buena parte de la manana visitando a arrendatarios e inspeccionando edificios. Una familia necesitaba que le repararan la puerta. Otra tenía problemas para recoger las cosechas y pagar la renta, debido a la pierna rota del padre. Anthony había oído disputas e intentado poner solución, había admirado a bebés recién nacidos e incluso había ayudado a arreglar un techo con goteras. Todo formaba parte de su posición de terrateniente, y a él le gustaba. Pero era cansado.

La partida de palamallo había sido un interludio grato, pero en cuanto regresó a la casa se había visto sumergido en el papel de anfitrión de la fiesta de su madre. Lo cual había sido casi tan agotador como las visitas a los arrendatarios. Eloise apenas tenía diecisiete años y estaba claro que hacía falta que alguien la vigilara un poco, aquella lagarta de la Cowper había estado atormentando a la pobre Penelope Featherington, y alguien tenía que hacer algo al respecto y…

Y luego estaba Kate Sheffield.

La pesadilla de su existencia.

Y el objeto de sus deseos.

Todo al mismo tiempo.

Vaya barullo. Se suponía que estaba cortejando a su hermana, por el amor de Dios, Edwina. La belleza de la temporada. Preciosa sin parangón. Dulce y generosa, e incluso serena.

Y en su lugar no podía dejar de pensar en Kate. Kate por la que, por mucho que le enfureciera, no podía evitar sentir un gran respeto. ¿Cómo podía evitar admirar a alguien que se aferraba tanto a sus con vicciones? Y Anthony debía de admitir que el núcleo de sus convicciones -la devoción a su familia- era el principio que ella respetaba por encima de todos.

Con un bostezo, Anthony se levantó de detrás del escritorio y estiró los brazos. Sin duda ya era hora de irse a la cama. Con un poco de suerte se quedaría dormido en el momento en que su cabeza se apoyara en la almohada. Lo último que quería era encontrarse contemplando el techo, pensando en Kate.

Y de todo lo que quería hacerle a Kate.

Anthony cogió una vela y salió al pasillo vacío. Había algo reposado e intrigante en una casa en silencio. Pese a que la lluvia golpeaba contra los muros, podía oír cada chasquido de sus botas sobre el suelo: tacón, punta, tacón, punta. Y a excepción de cuando un relárnpago iluminaba el cielo, su vela proporcionaba la única iluminación. Disfrutaba bastante agitando la llama a un lado y a otro, observando el juego de sombras contra los muros y los muebles. Era una sensación bastante peculiar de control, pero…

Alzó una ceja con gesto intrigado. La puerta de la biblioteca estaba abierta unos pocos centímetros y podía distinguir una franja de pálida luz de vela relumbrando desde el interior.

Estaba del todo seguro que no quedaba nadie levantado. Y desde luego no se oía ningún ruido en la biblioteca. Alguien debía de haber entrado a por un libro y había dejado la vela encendida. Anthony frunció el ceño. Aquello era muy irresponsable. Un incendio podía devastar la casa con más rapidez que cualquier otra cosa, incluso en medio de una tormenta, y la biblioteca -llena a reventar de libros- era el lugar ideal para que prendiera una llama.

Abrió la puerta y entró en la estancia. Toda una pared de la biblioteca estaba ocupada por altas ventanas, de modo que el sonido de la lluvia era más intenso aquí que en el pasillo. Un trueno sacudió entonces el suelo y a continuación, prácticamente seguido, un relámpago atravesó la noche.

La electricidad del momento le hizo poner una mueca, y cruzó hasta donde la vela ofensiva se había quedado ardiendo. Se inclinó hacia delante, la sopló y luego…

Oyó algo.

Era el sonido de una respiración. Fatigosa, presa del pánico, con toque ligero de un quejido.

Anthony miró con atención.

– ¿Hay alguien ahí? -llamó. Pero no vio a nadie.

Luego lo volvió a oír. Llegaba desde abajo.

Sostuvo la vela con firmeza y se agachó para mirar debajo de la mesa.

Y se quedó sin gota de aliento.

– Dios mío -exclamó con un resuello-. Kate…

Estaba echa un ovillo, rodeándose las piernas con los brazos con tal fuerza que parecía a punto de partirse. Tenía la cabeza inclinada, las cavidades oculares sobre las rodillas y todo su cuerpo agitado por tensos y rápidos temblores.

A Anthony se le congeló la sangre. Nunca había visto a nadie temblar así.

– ¿Kate? -repitió y dejó la vela sobre el suelo para acercase. No distinguía si ella era capaz de oírle. Parecía estar retirada dentro de sí misma, desesperada por huir de algo. ¿Sería la tormenta? Había dicho que detestaba la lluvia, pero esto era algo más profundo. Anthony sabía que a la mayoría de gente no le deleitaban las tormentas eléctricas como a él, pero nunca había oído que alguien se quedara así.

Daba la impresión de que fuera a romperse en millones de fragmentos tan sólo con tocarla.

Un trueno sacudió la habitación, y su cuerpo se agitó con tal tormento que Anthony lo sintió en sus propias entrañas.

– Oh, Kate -susurró. Le rompía el corazón verla de ese modo. Áproximó su mano con cuidado y firmeza para tocarla, aun así no estaba seguro de que ella pudiera advertir su presencia; sorprenderla tal vez fuera igual que despertar a un sonámbulo.

Le puso la mano con delicadeza sobre la parte superior del brazo y le dio un mínimo apretón.

– Aquí estoy, Kate -murmuró-. No va a pasar nada.

Un relámpago rasgó la noche y alumbró la habitación con un pronunciado estallido de luz. Kate se encogió todavía más, si es que era posible apretar aún más el ovillo. Se le ocurrió pensar que ella intentaba sellar sus ojos manteniendo la cara contra las rodillas.

Anthony se acercó un poco más y tomó una de sus manos en la suya. Tenía la piel helada, los dedos rígidos de terror. Era difícil despegarle el brazo de sus piernas, pero logró llevarse la mano hasta boca y apretó sus labios contra su piel en un intento de calentarla.

– Aquí estoy, Kate -repitió, ni siquiera estaba seguro de qué otra cosa podía decir-. Aquí estoy, no va a pasar nada.

Finalmente consiguió meterse debajo de la mesa para poder sentarse a su lado en el suelo, con un brazo alrededor de sus hombros temblorosos. Ella pareció relajarse algo con su contacto, lo cual le proporcionó una extrañísima sensacion: sensación casi de orgullo por ser él quien conseguía ayudarla. Eso y una honda sensación de alivio ya que era insoportable verla sufrir aquel tormento.

Le susurró palabras tranquilizadoras al oído y con suavidad le acarició la espalda en un intento de darle consuelo con su mera presencia. Y poco a poco – muy poco a poco, no tenía ni idea cuántos minutos llevaba sentado debajo de la mesa con ella- sintió que sus agarrotados músculos empezaban a relajarse. Su piel perdió aquel tacto sudoroso y su respiración, aunque continuaba fatigosa, ya no sonaba tan espantada.

Tras un rato, cuando consideró que ella podía estar preparada, le tocó debajo de la barbilla con dos dedos, aplicando la presión más suave imaginable para levantar su rostro y verle los ojos.

– Mírame, Kate -le susurró, con voz amable pero cargada de autoridad-. Sólo con que me mires, sabrás que estás a salvo.

Los pequeños músculos que rodeaban sus ojos temblaron durante unos quince segundos antes de que por fin agitara los párpados. Estaba intentando abrir los ojos, pero éstos se resistían. Anthony tenía poca experiencia en este tipo de terror, pero encontraba cierta lógica en que sus ojos no quisieran abrirse, en que, así de sencillo, no quisieran ver lo que tanto miedo les infundía, fuera lo que fuera.

Tras varios segundos más de parpadeo, Kate consiguió abrir 1os ojos del todo y encontrar la mirada de él.

Anthony sintió que le daban un puñetazo en las tripas.

Si los ojos eran de verdad las ventanas del alma, algo se había hecho añicos en el interior de Kate Sheffield aquella noche. Parecía angustiada, atormentada, por completo perdida y desconcertada.

– No recuerdo -susurró con voz apenas audible.

Él le cogió la mano, aunque en ningún momento la había soltado, y volvió a acercarla a sus labios. Le dio un beso tierno, casi paternal en la palma.

– ¿No recuerdas el qué?

Ella negó con la cabeza.

– No lo sé.

– ¿Recuerdas haber venido a la biblioteca?

Ella asintió.

– ¿Recuerdas la tormenta?

Kate cerró los ojos durante un momento, como si el esfuerzo de mantenerlos abiertos requiriera más energía de la que poseía.

– Aún hay tormenta.

Anthony asintió. Era cierto. La lluvia aún daba en las ventanas con tanta ferocidad como antes, pero habían pasado varios minutos desde la última racha de truenos y relámpagos.

Le miró con ojos desesperados.

– No puedo… no sé…

Anthony le apretó la mano.

– No tienes que decir nada.

Notó que el cuerpo de Kate se estremecía y luego se relajaba, luego la oyó susurrar:

– Gracias.

– ¿Quieres que te hable? -preguntó.

Ella cerró los ojos, no con la misma fuerza de antes, y asintió.

Él sonrió, aunque sabía que ella no podía verle. Pero tal vez podía percibirle. Tal vez fuera capaz de oír la sonrisa en su voz.

– Pues bien -caviló-, ¿de qué puedo hablarte?

– De la casa -susurró ella.

– ¿De esta casa? -preguntó Anthony con sorpresa.

Ella volvió a hacer un ademán afirmativo.

– Muy bien -continuó él con una sensación absurda de complacencia porque ella se interesara por aquel montón de piedras y argamasa que tanto significaba para él-. Yo crecí aquí, sabes.

– Eso dijo tu madre.

Anthony sintió una chispa de algo cálido y poderoso en el pecho cuando ella habló. Él le había dicho que no tenía que decir nada, y era obvio que ella se había sentido agradecida, pero ahora estaba tomando parte activa en la conversación. Sin duda aquello tenía que significar que se encontraba mejor. Si abriera los ojos, y si no se encontrara debajo de la mesa, podría parecer casi normal.

Y era asombroso cuánto deseaba él ser la persona que le hiciera sentirse mejor.

– ¿Te apetece que te explique la vez en que mi hermano ahogó la muñeca favorita de mi hermana? -pregunto.

Ella negó con la cabeza, luego se estremeció cuando el viento cobró fuerza, lo que hizo que la lluvia diera contra las ventanas con ferocidad. Pero ella se armó de valor y dijo:

– Cuéntame algo de ti.

– De acuerdo -dijo Anthony despacio, intentando pasar por alto aquella sensación vaga e incómoda que se extendió por su pecho. Era mucho más fácil contar alguna historia de sus muchos hermanos que hablar de sí mismo.

– Háblame de tu padre.

Se quedó paralizado.

– ¿Mi padre?

Ella sonrió, pero la petición le había conmocionado demasiado como para advertirlo.

– Seguro que tuviste uno -dijo.

A Anthony se le hizo un nudo en la garganta. No hablaba a menudo de su padre, ni siquiera con su familia. Se había dicho a si mismo que era porque había llovido mucho desde entonces; hacía más de diez años que su padre estaba muerto. Pero la verdad era que algunas cosas dolían demasiado.

Y había algunas heridas que no cicatrizaban, ni siquiera en diez años.

– El… él fue un gran hombre -dijo con voz suave-. Un gran padre. Le quería mucho.

Kate se volvió para mirarle, la primera vez que encontraba su mirada desde que él le había alzado la barbilla con los dedos minutos antes.

– Tu madre habla de él con mucho afecto. Por eso he preguntado.

– Todos le queríamos -dijo sencillamente, y volvió la cabeza para mirar por la habitación. Su vista se centró en la pata de una silla, pero en realidad no la veía. No veía otra cosa que los recuerdos en su mente-. Era el mejor padre que un muchacho puede desear.

– ¿Cuándo murió?

– Hace once años. En verano. Cuando yo tenía dieciocho años. Justo antes de que me fuera a Oxford.

– Es una edad difícil para que un hombre pierda a su padre -murmuró ella.

Anthony se volvió de forma repentina hacia ella.

– Cualquier edad es difícil para que un hombre pierda a su padre.

– Por supuesto -se apresuró a corroborar ella-, pero hay veces peores que otras, creo. Y sin duda debe de ser diferente para los chicos y para las chicas. Mi padre falleció hace cinco años y le echo muchísimo de menos, pero no creo que sea lo mismo.

No hizo falta que Anthony formulara su pregunta. Estaba en sus ojos.

– Mi padre era encantador -explicó Kate, cuyos ojos se animaron con el recuerdo-. Amable y bondadoso, pero firme cuando hacía falta. Pero el padre de un muchacho… bien, tiene que enseñarle a su hijo a ser un hombre. Y perder a un padre a los dieciocho años, cuando empiezas a aprender todo lo que significa… -soltó una larga exhalación-. Es probable que sea presuntuoso por mi parte hablar de ello, puesto que no soy un hombre y no es posible que me ponga en su lugar, pero pienso que… -hizo una pausa y frunció los labios como si pensara las palabras-. Bien, pienso sencillamente que sería muy difícil.

– Mis hermanos tenían dieciséis, doce y dos años -dijo Anthony con tono tranquilo.

– Me imagino que para ellos también fue difícil -respondió-, aunque tu hermano pequeño es probable que no lo recuerde.

Anthony negó con la cabeza.

Kate sonrió con añoranza.

– Yo tampoco recuerdo a mi madre. Resulta raro.

– ¿Cuántos años tenías cuando murió?

– Había cumplido tres años. Mi padre se casó con Mary sólo unos pocos meses después. No guardó el periodo de luto apropiado, y algunos vecinos se escandalizaron un poco, pero pensó que yo necesitaba una madre y que eso era más importante que seguir costumbres en estos casos.

Por primera vez, Anthony se preguntó qué habría sucedido si hubiera sido su madre quien hubiera muerto y hubiera dejado a su padre con una casa llena de críos, varios de ellos niños pequeños. Para Edmund no habría resultado fácil. Para ninguno de ellos.

Y tampoco había sido fácil para Violet. Pero al menos ella tenía a Anthony, quien había sido capaz de asumir la responsabilidad de intentar hacer el papel de sustituto de su padre con los pequeños. Si Violet hubiera muerto, los Bridgerton habrían perdido por completo la figura materna. Al fin y al cabo, Daphne -la mayor de las hermanas Bridgerton- sólo tenía diez años cuando murió. Y Anthony estaba seguro de que su padre no se habría vuelto a casar.

Por mucho que su padre hubiera querido una madre para sus hijos, no habría sido capaz de buscar otra esposa.

– ¿De qué murió tu madre? -preguntó Anthony, sorprendido por la profundidad de su curiosidad.

– Gripe. O al menos eso creyeron. Podía haber sido cualquier tipo de dolencia pulmonar. -Apoyó la barbilla en la mano-. Sucedió muy rápido, por lo que me contaron. Mi padre dijo que yo también me puse enferma, aunque mi caso fue muy leve.

Anthony pensó en el hijo que esperaba tener algún día, precisamente el motivo de que hubiera decidido casarse por fin.

– ¿Echas de menos a una madre a la que nunca conociste? -preguntó en un susurro.

Kate consideró su pregunta durante un rato. Su voz había sonado con una urgencia ronca que decía que había algo crítico en su respuesta. No podía imaginarse el motivo, pero estaba claro que algo de la infancia de Kate le llegaba a él de forma especial.

– Sí -respondió ella finalmente- pero no de la manera que tú pensarías. En realidad no puedo echarla de menos porque no la conocí, pero de todos modos hay un agujero en tu vida: un gran punto vacío; y sabes a quién le correspondía estar ahí, aunque no puedas recordarla, aunque no sepas cómo era y, por tanto, aunque no sepas cómo habría llenado ese hueco. -Sus labios formaron una especie sonrisa triste-. ¿Tiene algún sentido lo que digo?

Anthony asintió con la cabeza.

– Tiene mucho sentido.

– Creo que perder a uno de tus padres cuando ya le conoces y le quieres es más duro – añadió Kate -. Y lo sé, porque he perdido a los dos.

– Lo siento -dijo él en voz baja.

– No pasa nada -le tranquilizó-. Ese viejo dicho «el tiempo lo cura todo» es muy cierto.

Él la miro con fijeza, Kate se percató por su expresión de que no estaba conforme con eso.

– La verdad es que es más difícil cuando ya eres mayor. Tienes la suerte de haberles conocido, pero el dolor de la pérdida es mucho más intenso.

– Fue como perder un brazo -susurró Anthony.

Kate asintió con gesto grave, en cierto modo sabía que él no había hablado de su dolor con mucha gente. Se relamió los labios con nerviosismo, los tenía bastante secos. Era extraño lo que sucedía. Afuera podía estar cayendo toda la lluvia del mundo, y ahí estaba ella, requeteseca.

– Tal vez fue mejor para mí -continuó Kate con voz tranquila- perder a mi madre tan joven. Y Mary ha sido maravillosa. Me quiere como a una hija. De hecho… -Se calló en mitad de la frase, sorprendida por sus ojos de repente húmedos. Cuando por fin encontró de nuevo su voz, habló en un susurro emotivo-. De hecho, ni una sola vez ha hecho diferencias con Edwina. No… no creo que hubiera podido querer más a mi propia madre.

Los ojos de Anthony ardían mientras la miraba.

– Me alegro muchísimo -dijo con voz grave e intensa.

Kate tragó saliva.

– A veces resulta extraño. Mary visita la tumba de mi madre, sólo para contarle cómo me va. En realidad es muy tierno. Cuando yo era pequeña, solía ir con ella y le contaba a mi madre cómo lo estaba haciendo Mary.

Anthony sonrió.

– ¿Y tu informe era favorable?

– Siempre.

Durante un momento mantuvieron un silencio amigable, ambos miraban la llama de la vela, observaban cómo caía la cera desde la mecha a la palmatoria. Cuando la cuarta gota de cera descendía por la vela, deslizándose por la columna hasta endurecerse, Kate se volvió a Anthony y le dijo:

– Estoy segura de que te sueno de un optimista inaguantable, pero creo que tiene que haber un plan general en la vida.

Él se volvió y arqueó una ceja.

– Al final, todo funciona en realidad -explicó-. Yo perdí a madre, pero gané a Mary. Y a una hermana a la que quiero con locura. Y…

Un relámpago iluminó la habitación. Kate se mordió el labio e intentó obligarse a respirar de forma lenta y regular por la nariz. El trueno iba a llegar, pero estaba preparada y…

La habitación se sacudió con el estruendo, pero fue capaz de mantener los ojos abiertos.

Soltó una larga exhalación y se permitió una sonrisa de orgullo. No había sido tan difícil. Desde luego que no había sido divertido pero tampoco algo imposible. Tal vez fuera la presencia tranquilizadora de Anthony junto a ella o simplemente tenía que ver con que la tormenta se alejaba, pero lo había superado sin que el corazón le saltara del pecho.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Anthony.

Kate le miró, y algo en su interior se fundió al ver la mirada de inquietud en su rostro. Fuera lo que fuera lo que él hubiera hecho el pasado, por mucho que hubieran discutido y se hubieran peleado, en este momento, él de verdad se preocupaba por ella.

– Sí -dijo, y oyó la sorpresa en su voz pese a que no lo pretendía-. Sí, creo que sí.

Él le apretó la mano.

– ¿Desde cuándo has estado así?

– ¿Esta noche o en mi vida?

– Las dos cosas.

– Esta noche desde el primer trueno. Me pongo bastante nerviosa cuando empieza a llover, pero mientras no haya truenos y relámpagos, lo aguanto bien. En sí no es la lluvia lo que me trastorna, sólo el temor a que vaya a más. -Tragó saliva y se humedeció los labios secos antes de continuar-. En cuanto a la otra pregunta, no recuerdo ninguna época en que las tormentas no me aterrorizaran. Creo que forma parte de mí. Es bastante ridículo, lo sé…

– No es ridículo -interrumpió él.

– Es muy considerado que pienses así -dijo ella sonriendo medio avergonzada-, pero te equivocas. No hay nada más ridículo que tener miedo a algo sin ningún motivo.

– A veces -dijo Anthony con voz titubeante-, a veces nuestros temores responden a motivos que no sabemos explicar. A veces se trata de algo que sentimos en las entrañas, algo que sabemos que es cierto, pero que a cualquier otra persona le parecería ridículo.

Kate le miró fijamente, observó sus ojos oscuros iluminados por la vacilante luz de la vela, y contuvo el aliento al detectar un destello de dolor durante un breve segundo antes de que él apartara la mirada. Supo con cada fibra de su ser que no hablaba de algo intangible. Hablaba de sus propios temores, de algo muy específico que le obsesionaba a cada minuto del día.

Algo sobre lo que no tenía ningún derecho a preguntar. Aunque lo deseaba -oh, cuánto lo deseaba-, deseaba que cuando él estuviera preparado para hacer frente a sus temores, ella pudiera estar ahí para ayudarle.

Pero eso no iba a suceder. Él iba a casarse con otra persona, tal vez la misma Edwina, y sólo su esposa tendría derecho a hablarle de cuestiones tan personales.

– Creo que tal vez ya estoy lista para regresar a mi habitación – dijo. De pronto era demasiado duro encontrarse en su presencia, demasiado doloroso saber que él le pertenecería a alguien más.

Lo labios de Anthony se curvaron formando una sonrisa juvenil.

– ¿Quieres decir que por fin puedo salir de debajo de esta mesa?

– ¡Oh, cielos! -Se pegó una de las manos a la mejilla con expresión avergonzada-. Lo siento tanto. Me temo que he olvidado hace rato dónde estábamos sentados. Debes de pensar que soy una tonta.

Él negó con la cabeza, pero seguía sonriendo.

– Una tonta, nunca, Kate Sheffield. Ni siquiera cuando pensaba que eras la criatura femenina más insufrible del planeta, tenía dudas acerca de tu inteligencia.

Kate, que había empezado a salir de debajo de la mesa, se quedó quieta.

– Ahora mismo no sé si debo sentirme halagada o insultada por esa afirmación.

– Es probable que las dos cosas -admitió él-, pero en favor de la amistad, decidamos que es un halago.

Kate se volvió a mirarle. Era consciente de que presentaba una imagen peculiar allí a cuatro patas, pero el momento parecía demasiado importante como para demorar aquella pregunta:

– Entonces ¿somos amigos? -preguntó en un susurro.

Él asintió con la cabeza.

– Es difícil de creer, pero me parece que sí.

Kate sonrió y aceptó su mano para levantarse y quedarse de pie.

– Me alegro. En realidad…, en realidad no es usted el diablo yo había pensado.

Anthony alzó una de sus cejas, y de pronto su rostro adoptó una expresión muy maliciosa.

– Bien, tal vez lo sea -corrigió ella pensando que era posible que fuera el mujeriego y vividor que afirmaba el resto de la sociedad -. Pero es posible que también sea una persona bastante agradable.

– Agradable suena demasiado insulso -comentó él con aire meditativo.

– Agradable -dijo ella con énfasis- es agradable. Y teniendo en cuenta mi antigua opinión de ti, deberías estar encantado con el cumplido.

Anthony se rió.

– Hay una cosa de ti, Kate Sheffield, que sí que es cierta: nunca eres aburrida.

– Aburrida suena demasiado insulso -repitió.

Él sonrió con gesto sincero, no la curva irónica que empleaba en las funciones sociales sino algo auténtico. De pronto Kate notó un nudo en la garganta.

– Me temo que no puedo acompañarte de regreso a tu habitación. Si alguien se topara con nosotros a esta hora…

Kate hizo un gesto de asentimiento. Habían forjado un amistad insólita, pero no quería que la obligaran a casarse con él, ¿no era cierto? Y no hacía falta decir que él no quería casarse con ella.

Anthony puso una mueca.

– Especialmente teniendo en cuenta cómo vas vestida…

Kate bajó la vista y soltó un resuello mientras se ajustaba un poco la bata. Había olvidado por completo que no iba vestida de forma apropiada. Era cierto que su ropa de noche no era atrevida ni reveladora, sobre todo su gruesa bata, pero no dejaba de ser ropa noche.

– ¿Te encontrarás bien? -le preguntó con voz suave-. Aún llueve.

Kate se detuvo y escuchó la lluvia, que había amainado y golpeaba con suavidad las ventanas.

– Creo que ya ha pasado la tormenta.

Él hizo un gesto de conformidad y se asomó a mirar al pasillo.

– Vacío -dijo.

– Debo irme.

Anthony se hizo a un lado para dejarla pasar.

Ella se adelantó, pero cuando llegó al umbral, se detuvo para volverse.

– ¿Lord Bridgerton?

– Anthony -dijo él-. Llámame Anthony. Creo que yo ya te he llamado Kate.

– ¿Ah sí?

– Cuando te encontré. -Hizo un ademán con la mano-. Creo que no oíste nada de lo que dije.

– Probablemente estés en lo cierto, Anthony. -Sonrió con vacilación. Su nombre sonaba extraño en su lengua.

Él se inclinó un poco hacia delante con una luz peculiar, casi maliciosa en sus ojos.

– Kate -dijo él como respuesta.

– Sólo quería decir gracias -dijo ella-. Por ayudarme esta noche. Yo… -se aclaró la garganta-. Habría sido mucho más difícil sin ti.

– No he hecho nada -dijo con aspereza.

– No, lo has hecho todo. Y entonces, antes de que sintiera la tentación de quedarse, se apresuró por el pasillo y luego continuó por la escalera.

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