Aunque el apresurado matrimonio de lord y lady Bridgerton (antes señorita Katharine Sheffield, para todos aquellos que hayan estado hibernando durante las pasadas semanas) aún está rodeado de especulaciones, Esta Autora es de la firme opinión de que su unión ha sido una boda por amor. El vizconde de Bridgerton no acompaña a su esposa a todos los actos sociales (aunque, claro, ¿qué esposo lo hace?), pero cuando está presente, a Esta Autora no le ha pasado por alto que siempre parece murmurar algo al oído de su dama, y que ese algo siempre la hace sonreír y sonrojarse a ella.
Es más, siempre baila con su esposa un baile más de lo que se considera de rigueur. Teniendo en cuenta que a muchos maridos no les gusta bailar ni una sola vez con sus mujeres, se puede afirmar que estamos ante una historia romántica.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
10 de junio de 1814
Las próximas semanas se sucedieron en un frenesí delirante. Tras una breve estancia en el campo, en Aubrey Hall, los recién casados regresaron a Londres, donde era plena temporada. Kate había confiado en aprovechar las tardes para reanudar sus lecciones de flauta, pero no tardó en descubrir que requerían su presencia continuamente y que sus días estaban ocupados con visitas sociales, salidas de compras con su familia y paseos ocasionales por el parque. Las veladas eran un torbellino de bailes y fiestas.
Pero las noches las reservaba exclusivamente para Anthony.
El matrimonio, decidió, era algo que le sentaba bien. Veía a Anthony menos de lo que le hubiera gustado, pero entendía y aceptaba que era un hombre muy ocupado. Sus muchas preocupaciones, tanto en el Parlamento como con sus propiedades, le llevaban gran parte de su tiempo. Pero cuando regresaba a casa por la noche y se reunía con ella en el dormitorio (¡nada de alcobas separadas para 1ord y lady Bridgerton!) su comportamiento atento era maravilloso, le preguntaba cómo le había ido el día, le hablaba de su jornada y le hacía el amor hasta altas horas de la madrugada.
Se había tomado incluso la molestia de escucharla practicar con la flauta. Kate había conseguido contratar a un músico para que le diera clases dos mañanas a la semana. Considerando el nivel de interpretación (no muy experto) que había alcanzado Kate, el gesto voluntarioso de Anthony de sentarse durante todo un ensayo de media hora sólo podía interpretarse como una muestra de gran afecto.
Por supuesto, a ella no le pasó por alto que nunca volvió a repetirlo.
Su existencia era de lo más agradable, con un matrimonio mucho mejor de lo que la mayoría de mujeres de su posición podían esperar. Aunque su marido no la amara, aunque nunca la amara, al menos se esforzaba mucho por hacer que se sintiera querida y apreciada. Y por el momento Kate estaba siendo capaz de contentarse con eso.
Y si él parecía distante durante el día, bien, estaba claro que no lo era por la noche.
Sin embargo, el resto de la sociedad, y Edwina en particular, se habían metido en la cabeza que el matrimonio de lord y lady Bridgerton era una boda por amor. Edwina solía venir de visita por las tardes y aquel día no era una excepción. Ella y Kate estaban el salón, sorbiendo té y mordisqueando galletas, disfrutando de un raro momento de intimidad ahora que Kate había despedido al enjambre diario de visitas.
Por lo visto, todo el mundo quería ver cómo le iba a la nueva vizcondesa, y el salón de Kate casi nunca estaba vacío por la tarde.
Newton se había encaramado al sofá al lado de Edwina, y ésta le acariciaba el pelo con despreocupación mientras decía:
– Todo el mundo habla hoy de ti.
Kate ni siquiera hizo una pausa mientras se llevaba el té a los labios y daba un sorbo.
– Todo el mundo habla siempre de mí -replicó encogiéndose de hombros-. Pronto encontrarán otro tema de conversacion.
– No -contestó Edwina-, mientras tu marido siga mirándote como lo hacía anoche.
Kate sintió cierto calor en las mejillas.
– No hizo nada fuera de lo normal -murmuró.
– Kate, estaba claro que sus ojos ardían de pasión. -Edwina cambió de posición al mismo tiempo que Newton lo hacía y le comunicaba con un pequeño gemido que quería que le rascara la tripa-. Vi con mis propios ojos cómo apartaba a lord Haveridge del camino para llegar a tu lado.
– Llegamos por separado -explicó Kate, aunque su corazón se llenaba de una dicha secreta y algo alocada-. Estoy convencida de que tenía que decirme algo, así de sencillo.
Edwina miraba con desconfianza.
– ¿Y lo hizo?
– ¿El qué?
– Decirte algo -continuó Edwina con exasperación palpable-. Acabas de decir que estabas convencida de que tenía que contarte algo. Si fuera ése el caso, ¿no te habría contado lo que tuviera que decir? Y tú sabrías lo que tenía que contarte, ¿conforme?
Kate pestañeó.
– Edwina, me estás mareando.
Los labios de la hermana menor formaron un gesto contrariado.
– Nunca me cuentas nada.
– ¡No hay nada que contar, Edwina! -Kate estiró el brazo, cogió una galleta y le dio un bocado grande y burdo, lo bastante como para que su boca estuviera demasiado llena para hablar. ¿Qué se suponía que iba a contarle a su hermana? ¿Que antes de casarse su esposo le había informado de forma muy directa y práctica de que nunca la amaría?
Aquello sí que sería una charla de lo más encantadora mientras tomaban té y galletas.
– Bien -anunció por fin Edwina, después de observar a Kate masticando durante todo un minuto, algo francamente inverosímil-. Yo en realidad tenía otro motivo para venir hoy aquí. Hay algo que quiero decirte.
Kate tragó saliva con gesto agradecido.
– ¿De veras?
Edwina hizo un gesto de asentimiento y luego se sonrojó.
– ¿De qué se trata? -imploró Kate mientras sorbía el té. La boca se le había quedado muy seca después de tanto mascar.
– Creo que me he enamorado.
Kate casi escupe el té.
– ¿De quién?
– Del señor Bagwell.
Por más que lo intentara, Kate no conseguía recordar quién diablos era el señor Bagwell.
– Es un intelectual -continuó Edwina con un suspiro soñador -. Le conocí en la reunión campestre en la casa solariega de lady Bridgerton.
– No recuerdo haberle conocido -comentó Kate juntando las cejas con gesto pensativo.
– Estuviste bastante ocupada durante toda tu visita – contesto Edwina con voz irónica-. Comprometiéndote en matrimonio y todo eso.
Kate hizo una mueca, de ésas que sólo se puede poner delante de una hermana.
– Háblame de este señor Bagwell.
Los ojos de Edwina se llenaron de afecto y brillo.
– Es un segundo hijo, me temo, de modo que no puede esperar muchos ingresos familiares. Pero ahora que tú has hecho una boda tan buena, ya no tengo que preocuparme por eso.
Kate sintió que le saltaban a los ojos unas lágrimas inesperadas. No se había percatado de la presión a la que Edwina se había sentido sometida al principio de temporada. Ella y Mary habían tenido la preocupación de asegurarle que podía casarse con cualquiera que le gustara, pero las tres conocían con exactitud el estado de sus finanzas, y desde luego todas ellas habían hecho bromas acerca de que tan fácil era enamorse se de un hombre rico como de uno pobre.
Sólo hacía falta echar un vistazo a Edwina para darse cuenta de que le habían quitado de encima una gran carga.
– Me alegro de que hayas encontrado a alguien que haga buena pareja contigo -murmuró Kate.
– Oh, eso es cierto. Sé que no iremos muy holgados económicamente, pero, la verdad, no necesito sedas y joyas. -Su mirada se detuvo sobre el centelleante diamante en la mano de Kate-. ¡Tampoco es que piense que a ti te hagan falta, por supuesto! – se apresuró a añadir mientras su rostro enrojecía-. Es sólo que…
– Sólo que está bien no tener que preocuparse del mantenimiento de tu hermana y tu madre -concluyó Kate por ella con voz amable.
Edwina soltó un gran suspiro.
– Eso mismo.
Kate estiró el brazo por encima de la mesa y le cogió las manos.
– Puedes estar tranquila de que ya no tienes que preocuparte por mí, y estoy segura de que Anthony y yo siempre podremos ocuparnos de Mary, si es que alguna vez necesita ayuda.
Los labios de Edwina formaron una sonrisa temblorosa.
– En cuanto a ti -añadió Kate-, creo que ya era hora de que pudieras pensar sólo en ti misma para variar. Que tomaras una decisión en función de tus deseos, no de lo que piensas que necesitan los demás.
Edwina soltó una de sus manos para secarse una lágrima.
– Me gusta de verdad -susurró.
– Entonces estoy segura de que a mí también me gustará -dijo con firmeza su hermana-. ¿Cuándo puedo conocerle?
– Va a estar en Oxford la próxima quincena, me temo. Tiene compromisos contraídos que no quiero que desatienda por mi causa.
– Por supuesto que no -murmuró Kate-. Seguro que no quieres casarte con un caballero que no sepa cumplir con sus compromisos.
Edwina expresó su conformidad.
– De todos modos, he recibido una carta suya esta mañana, y dice que vendrá a Londres a finales de mes y que confía en poder hacerme una visita.
Kate sonrió con malicia.
– ¿Ya te envía cartas?
Edwina hizo un gesto de asentimiento y se sonrojó.
– Varias a la semana -admitió.
– ¿Y a qué estudios se dedica?
– Arqueología. Tiene un gran talento. Ha estado en Grecia. ¡Dos veces!
Kate nunca había pensado que fuera posible que su hermana -ya famosa en todo el país por su belleza- estuviera aún más encantadora de lo habitual, pero cuando Edwina hablaba de ella y del señor Bagwell, su rostro resplandecía de un modo tan radiante que causaba impacto.
– Me muero de ganas de conocerle -anunció Kate-. Tenemos que organizar una cena informal con él como invitado de honor.
– Sería maravilloso.
– Y tal vez los tres podamos ir a dar un paseo por el parque otro día para conocernos mejor. Ahora que soy una madura dama casada, puedo desempeñar el papel de acompañante. – Kate soltó una risita-. ¿No resulta gracioso?
Una voz muy masculina, muy divertida, se oyó en el umbral de la puerta.
– ¿El qué es gracioso?
– ¡Anthony! -exclamó Kate sorprendida de ver a su esposo a esa hora del día. Siempre parecía tener citas y reuniones que le tenían fuera de casa-. Qué alegría verte por aquí.
El sonrió un poco mientras hacía un gesto con la cabeza para saludar a Edwina.
– He encontrado un rato libre con el que no contaba.
– ¿Te apetece tomar el té con nosotras?
– Me quedaré con vosotras -murmuró mientras cruzaba la habitación y cogía una licorera de cristal que reposaba sobre una mesita auxiliar de caoba-, pero creo que mejor me tomo un brandy.
Kate le observó mientras se servía una copa, que a continuación hizo girar en su mano con aire distraído. Eran estos los momentos en que a ella le costaba apartar la vista de su amor. Él estaba tan apuesto a última hora de la tarde… No estaba segura del motivo; tal vez era el leve atisbo de barba en sus mejillas o el hecho de que tuviera el pelo un poco despeinado por su actividad durante el día. O tal vez era sencillamente porque no le veía con frecuencia a esas horas; en una oca sión leyó un poema que decía que el momento inesperado era siempre el más dulce.
Mientras Kate contemplaba a su esposo, pensó que era probable que aquel poema tuviera razon.
– Y bien -dijo Anthony tras dar un sorbo a su bebida-, ¿de qué hablaban las señoras?
Kate miró a su hermana para pedirle permiso para comunicar las últimas noticias, y cuando Edwina hizo un gesto afirmativo, dijo:
– Edwina ha conocido a un caballero que le gusta.
– ¿De veras? -preguntó Anthony. Sonó interesado, con un tono paternal muy peculiar. Se acomodó en el brazo del sillón de Kate, un mueble informal muy mullido que no seguía en absoluto las modas del momento, pero muy apreciado de todos modos entre la familia Bridgerton por su comodidad poco habitual-. Me gustaría conocerle -añadió.
– ¿De verdad? -Edwina pestañeó como un buho-. ¿Querría?
– Por supuesto. De hecho, insisto en ello. -Al ver que ninguna de las damas hacía más comentarios, frunció un poco el ceño y añadió-: Soy el cabeza de familia, al fin y al cabo. Normalmente nos toca hacer ese tipo de cosas.
Los labios de Edwina se separaron a causa de su sorpresa.
– No me había percatado de que se sentía responsable de mí.
Anthony la miró como si se hubiera vuelto loca por un momento.
– Eres la hermana de Kate -dijo, como si aquello lo explicara todo.
La falta de expresión en el rostro de Edwina continuó así durante un segundo más, y luego se fundió en un gesto de deleite por completo radiante.
– Siempre me había preguntado cómo sería tener un hermano- comentó.
– Espero pasar el examen -farfulló Anthony, no del todo cómodo ante aquel repentino arranque de emoción.
Ella le dedicó una amplia sonrisa.
– Desde luego. Juro que no entiendo por qué se queja tanto Eloise.
Kate se volvió a Anthony y explicó:
– Edwina y tu hermana se han hecho íntimas amigas desde nuestro matrimonio.
– Dios nos ayude -dijo entre dientes-. Y, si puedo preguntar, ¿de qué podría quejarse Eloise?
Edwina sonrió con gesto inocente.
– Oh, de nada, de verdad. Sólo que, a veces, puede ser un poquito… demasiado protector.
– Eso es ridículo -refunfuñó.
Kate se atragantó con el té. Tenía la impresión de que cuando sus hijas estuvieran en edad de casarse, Anthony se convertiría al catolicismo sólo para poder encerrarlas en un convento con paredes de cuatro metros.
Anthony le echó una ojeada con los ojos entrecerrados.
– ¿De qué te ríes?
Kate se dio unos golpecitos en la boca con la servilleta y musitó desde debajo de los pliegues de la tela:
– De nada.
– Mmmf.
– Eloise dice que parecía un policía cuando Simon cortejó a Daphne – explicó Edwina.
– Oh, ¿eso dice?
Edwina asintió con la cabeza.
– ¡Dice que se batieron en duelo los dos!
– Eloise habla demasiado -masculló Anthony.
Edwina asintió feliz con la cabeza.
– Siempre lo sabe todo. ¡Todo! Sabe incluso más que lady Confidencia.
Anthony se volvió a Kate con una expresión que en parte era de tribulación y en parte de pura ironía.
– Recuérdame que compre una mordaza para mi hermana -dijo con chispa-. Y otra también para la tuya.
Edwina soltó una risa musical.
– Nunca había imaginado que fuera tan divertido hacer bromas con un hermano como con una hermana. Estoy encantada de que decidieras casarte con él, Kate.
– No tuve mucho que elegir al respecto -dijo entonces Kate con sonrisa seca- pero estoy bastante complacida con la manera en que me han salido las cosas.
Edwina se levantó y despertó sin querer a Newton, quien se había quedado dormido tan tranquilo junto a ella en el sofá. Soltó un gemido ofendido y se dejó caer pesadamente al suelo, donde enseguida se enrolló debajo de la mesa.
Edwina observó al perro y soltó una risita antes de decir:
– Tengo que marcharme. No, no hace falta que me acompañes a la puerta -añadió cuando Kate se levantó para acompañarla a la puerta de la entrada-. Conozco el camino.
– Tonterías -dijo Kate y cogió a su hermana del brazo-. Anthony, vuelvo en seguida.
– Contaré cada segundo -murmuró él, y entonces, mientras daba otro sorbo a la copa, las dos damas salieron de la habitación seguidas de Newton que ladraba con entusiasmo por suponer, lo más seguro, que alguien iba a llevarle a dar un paseo.
Una vez que se fueron las dos hermanas, Anthony se acomodó en el mullido sillón que Kate acababa de dejar vacío. Aún estaba caliente de su cuerpo, le pareció que aún podía oler su aroma en la tapicería. Más jabón que lirios esta vez, pensó mientras olisqueaba con cuidado. Tal vez los lirios eran algún perfume, algo que se ponía por la noche.
No estaba del todo seguro de por qué había regresado a casa esa tarde, la verdad era que no tenía esa intención. Contrariamente a lo que había estado contando a Kate, sus muchas reuniones y responsabilidades no requerían pasar todo el día fuera de la casa; unas cuantas de sus citas podrían haberse programado con facilidad en su casa. Y pese a que desde luego era un hombre muy ocupado -nunca había aprobado el estilo de vida indolente de tantos aristócratas – había pasado más de una tarde reciente en White’s, leyendo el periódico y jugando a cartas con sus amigos.
Le parecía lo mejor. Era importante mantener cierta distancia con la mujer de uno. Se suponía que la vida -o al menos su vida- debía estar compartimentada, y una esposa encajaba a la perfección en las secciones que él había nombrado mentalmente «asuntos de sociedad» y «cama».
Pero al llegar a White’s aquella tarde, no había nadie allí con quien sintiera una necesidad especial de conversar. Ojeó un periódico, pero había poco de interés en la edición más reciente. Y mientras estaba sentado junto a la ventana, intentando disfrutar de aquel rato de soledad (aunque le resultara un poco patético), le invadió una necesidad ridícula de regresar a casa y ver en qué andaba ocupada Kate.
Por una tarde no iba a pasarle nada. No era probable que se enamorara de su mujer por haber pasado una tarde en su presencia. Tampoco era que pensara que corría el peligro de enamorarse de ella, lo más mínimo, se recordó con severidad. Llevaba casi un mes casado y había conseguido por fortuna mantener su vida libre de tales enredos. No había motivos para pensar que no podría mantener esta situación de forma indefinida.
Anthony, bastante complacido consigo mismo, dio otro sorbo al brandy y alzó la vista para mirar a Kate cuando la oyó entrar de nuevo en la habitación.
– Creo que Edwina sí que podría estar enamorada -dijo con todo el rostro iluminado por una sonrisa radiante.
Como respuesta, Anthony sintió cierta tensión en el cuerpo. En sí era bastante ridículo, aquella manera que tenía de reaccionar a sus sonrisas. Sucedía siempre y era una molestia, qué diantre.
Bien, no siempre era una molestia. No le importaba mucho cuando podía hacerle una carantoña y luego acababan en el dormitorio.
Pero era obvio que la mente de Kate no incurría en tanto atrevimiento como la suya ya que ella prefirió sentarse en la silla situada enfrente, pese a que había espacio suficiente para los dos en su asiento, sobre todo teniendo en cuenta que no les importaba apretujarse el uno al lado del otro. Hubiera sido mejor incluso la silla que quedaba en diagonal junto a la de Anthony; al menos podría haberla levanta do de un tirón y haberla sentado sobre su regazo. Si intentaba una maniobra de este tipo estando como estaba ella sentada al otro lado de la mesa, tendría que arrastrarla por en medio del juego de té.
Anthony entrecerró los ojos para evaluar la situación, intentó adivinar con exactitud cuánto té se derramaría sobre la alfombra, y luego cuánto costaría cambiar la alfombra, y luego si de verdad le importaba una cantidad tan insignificante de dinero, en fin…
– ¿Anthony? ¿Me estás escuchando?
Alzó la vista. Kate tenía los brazos apoyados en las rodillas y se inclinaba hacia delante para hablar con él. Le miraba con suma atención y tal vez un poco de irritación.
– Di.
Él pestañeó.
– Que si me escuchabas… -repitió entre dientes.
– Oh. -Puso una mueca-. No.
Kate entornó los ojos pero ni siquiera se molestó en regañarle mas que eso.
– Estaba diciendo que deberíamos invitar a Edwina y a su joven caballero a cenar alguna noche. Para ver si hacen buena pareja. Nunca antes la he visto tan interesada por un joven, y quiero de veras que sea feliz.
Anthony estiró el brazo para coger una galleta. Tenía hambre, había renunciado a cualquier perspectiva de conseguir sentar a su esposa sobre su regazo. Aunque, por otro lado, si conseguía apartar tazas y platillos y tirar de ella por encima de la mesa, tal vez no tuviera consecuencias tan desastrosas…
De forma furtiva, empujó a un lado la bandeja con el juego de té.
– ¿Mmm? -Masticó la galleta-. Oh, sí, por supuesto. Edwina se merece ser feliz.
Kate le observó con recelo.
– ¿Estás seguro de que no quieres un poco de té con las galletas? No soy demasiado aficionada al brandy, pero imagino que el té le irá mejor a una galleta.
De hecho, Anthony pensaba que el brandy iba bastante bien con las galletas, pero desde luego creyó preferible para todos vaciar un poco la tetera, por si acaso luego la volcaba.
– Una idea fantástica -dijo al tiempo que cogía una taza y se la pasaba a ella-. Es lo que me hace falta. No imagino por qué no lo he pensado antes.
– Yo tampoco lo imagino -murmuró Kate con mordacidad, si es que era posible murmurar con mordacidad. Después de oír el sarcasmo pronunciado en voz baja por su esposa, Anthony pensó que en efecto era posible.
Pero se limitó a dedicarle una sonrisa jovial cuando estiró el brazo para coger la taza de té que le tendía.
– Gracias – dijo tras verificar que le había servido leche. Así era, lo cual no le sorprendió; ella recordaba muy bien ese tipo de detalles.
– ¿Aún está lo bastante caliente? -preguntó Kate con amabilidad.
Anthony vació la taza.
– Perfecto -contestó y soltó una exhalación de deleite-. ¿Te importa si te pido un poco más?
– Parece que le estás cogiendo gusto al té -dijo con sequedad.
Anthony miró la tetera, se preguntó cuánto quedaría y si sería capaz de acabarlo sin tener una urgente necesidad de ir al excusado.
– Tú también deberías tomar más -sugirió-. Pareces muerta de sed.
Kate alzó las cejas de forma repentina.
– ¿Tú crees?
Asintió, aunque luego le preocupó que tal vez se hubiera pasado.
– Sólo un poco, por supuesto -dijo.
– Por supuesto.
– ¿Queda té suficiente para tomar otra taza? -preguntó con toda la indiferencia que pudo aparentar.
– Si no es así, estoy segura de que puedo pedir al cocinero que prepare otra tetera.
– Oh, no, estoy convencido de que no va a ser necesario -exclamó, aunque quizá lo dijo en un tono demasiado alto-. Me tomaré lo que haya quedado.
Kate apuró la tetera hasta que los últimos posos de té giraron en la taza de Anthony. Le puso una pequeña dosis de leche y luego se la tendió en silencio, aunque el arco de sus cejas decía mucho.
Mientras él daba sorbos al té -tenía la tripa demasiado llena como para tragárselo tan deprisa como la última taza-, Kate se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Conoces al novio de Edwina?
– Ni siquiera sé quién es.
– Oh, lo siento. Debo de haber olvidado mencionar su nombre. Es el señor Bagwell. No sé su nombre de pila, pero Edwina ha dicho que es un segundo hijo, si sirve de algo. Le conoció en la fiesta de tu madre.
Anthony negó con la cabeza.
– Nunca he oído hablar de él. Lo más probable es que sea uno de los pobres tipos a los que invitó mi madre para igualar el número invitados masculinos y femeninos. Mi madre invitó a un montón terrible de mujeres. Siempre lo hace, con la esperanza de que uno de nosotros se enamore, pero luego tiene que buscar un grupo de hombres poco interesantes para igualar la cifra.
– ¿Poco interesantes? -repitió Kate.
– Para que las mujeres no se enamoren de ellos en vez de prendarse de nosotros -contestó con una mueca bastante exagerada.
– Está bastante desesperada por casaros a todos vosotros, ¿no es así?
– Lo único que sé -continuó Anthony encogiéndose de hombros – es que la última vez que mi madre invitó a tantas candidatas femeninas que tuvo que ir a visitar al párroco y rogarle que enviara también a su hijo de dieciséis años para la cena.
Kate dio un respingo.
– Creo que le conocí.
– Es… es un tímido tremendo, pobre tipo. El párroco me dijo que tuvo urticaria toda una semana después de acabar sentado al lado de Cressida Cowper durante toda la cena.
– Bien, eso le pasaría a cualquiera.
Anthony sonrio.
– Sabía que había algo de mezquina en ti.
– ¡No estoy siendo mezquina! -protestó Kate. Pero su sonrisa era astuta-. No es más que la verdad.
– Por mí no te defiendas. -Se acabó el té. Estaba amargo y fuerte después de haber estado en la tetera tanto tiempo, pero la leche conseguía que casi supiera agradable. Dejó la taza y añadió-: Tu veta mezquina es una de las cosas que más me gusta de ti.
– Cielos -rezongó-. Creo que no me gustará saber qué es lo que menos te gusta.
Anthony hizo un gesto en el aire con la mano para restar importancia a aquello.
– Pero, volviendo a tu hermana y a su señor Bugwell…
– Bagwell.
– Con lo que me gustaba…
– ¡Anthony!
No le hizo caso.
– De hecho he estado pensando en que debería proporcionar una dote a Edwina.
La ironía de los hechos no le pasó desapercibida. Cuando él tenía intención de casarse con Edwina, había planeado proporcionar una dote a Kate.
Estudió a Kate para ver su reacción.
Por supuesto, no es que hiciera aquel esfuerzo sólo para ganarse su aceptación, pero no era tan noble como para no admitir que había esperado un poco más que el silencio lleno de asombro del que Kate daba muestras en aquel instante.
Luego cayó en la cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
– ¿Kate? -preguntó. No estaba seguro de si sentirse encantado o preocupado.
Kate se secó la nariz con poca elegancia con el dorso de la mano.
– Es la cosa más bonita que alguien haya hecho por mí -gimoteó.
– En realidad, lo hago por Edwina -masculló. Nunca se había sentido cómodo con los lloros femeninos. Pero, por dentro, aquello le estaba hinchando de orgullo.
– ¡Oh, Anthony! -fue casi un gemido. Y luego, para su sorpresa extrema, Kate se levantó de un brinco, saltó hasta el otro lado de mesa y se echó en sus brazos, mientras el pesado dobladillo de su vestido de tarde se llevaba al suelo tres tazas, dos platillos y una cucharilla.
– Qué tierno eres -se secó los ojos mientras se asentaba con firmeza sobre su regazo-. El hombre más bueno de todo Londres.
– Bueno, eso no lo sé -replicó él mientras deslizaba un brazo alrededor de su cintura-. El más peligroso, quizás, o el más guapo…
– El más bueno – interrumpió ella con determinación mientras apoyaba su cabeza en el ángulo de su cuello-. Sin duda, el más bueno.
– Si insistes -murmuró. No podía quejarse del inesperado giro que daban los acontecimientos.
– Qué bien que hubiéramos acabado el té -dijo Kate mirando las tazas que habían caído al suelo-. Podía haber sido un destrozo horrible.
– Oh, pues sí. -Sonrió para sus adentros mientras la estrechaba un poco más. Había algo cálido y cómodo en tener a Kate en los brazos. Sus piernas colgaban sobre el brazo del sillón y tenía la espalda apoyada en la curva del brazo de Anthony. Se adaptaban muy bien el uno al otro, comprendió. Tenía el tamaño perfecto para un hombre de sus proporciones.
Había muchas cosas de ella que eran igual de perfectas. Darse cuenta de ese tipo de cosas normalmente le aterrorizaba, pero en aquel momento se sentía tan feliz, rematadamente feliz, sentado allí y con ella en el regazo, que se negaba a pensar en el futuro.
– Te portas tan bien conmigo -murmuró ella.
Anthony pensó en todas las veces que había evitado a posta regresar a casa, todas las veces que había dejado que ella se las arreglara solita, pero rechazó cualquier sentimiento de culpabilidad. No quería que se enamorara de él. Las cosas serían mucho más difíciles para ella cuando muriera.
Y si él se enamoraba de ella…
Ni siquiera quería pensar en cuánto más difícil iba a resultarle a él.
– ¿Tenemos algún plan para esta noche? -le susurró al oído.
Kate hizo un gesto afirmativo, y el movimiento le hizo cosquillas con el pelo en la mejilla.
– Un baile -contestó-. En casa de lady Mottram.
Anthony no podía resistir la sedosidad de su cabello. Ensartó dos dedos en el pelo, dejando que se deslizara por su mano para luego enroscarse en su muñeca.
– ¿Sabes qué pienso? -murmuró.
Notó su sonrisa cuando ella preguntó:
– ¿Qué?
– Pienso que nunca me ha interesado demasiado lady Mottram. ¿Y sabes qué más pienso?
Entonces oyó que intentaba que no se le escapara una risita.
– ¿Qué?
– Creo que deberíamos ir arriba.
– ¿Eso crees? – Fingía ignorancia.
– Oh, pues sí. De hecho, en este mismo instante.
La muy pícara contoneó el trasero para determinar por sí misma la urgencia verdadera de él por ir arriba.
– Ya veo -murmuró con seriedad.
Él le pellizcó la cadera con suavidad.
– Por lo que me ha parecido, deberías decir «ya lo noto».
– Bien, eso también -admitió-. Es bastante esclarecedor.
– Estoy seguro de que sí -musitó. Luego, con una sonrisa muy maliciosa, le empujó con suavidad la barbilla hasta que sus narices se quedaron pegadas-. ¿Y sabes qué más pienso? -preguntó con voz ronca.
Kate abrió los ojos.
– No puedo imaginarlo.
– Pienso -continuó mientras metía una mano debajo del vestido y la subía poco a poco por la pierna- que si no vamos arriba en este mismo instante, estaría contento quedándome aquí.
– ¿Aquí? -chillé ella.
Encontró el extremo de las medias con la mano.
– Aquí -repitió.
– ¿Ahora?
Le hizo cosquillas sobre el suave y tupido vello, luego profundizó en el mismísimo centro de su condición femenina: estaba tan sedoso y húmedo que se sintió en el cielo.
– Oh, sin duda, ahora -confirmó.
– ¿Aquí?
Le mordisqueó los labios.
– ¿No he contestado ya a esa pregunta?
Y si tenía más preguntas, ella no las formuló durante la hora siguiente.
O, sencillamente, él estaba esforzándose al máximo para dejarla sin habla.
Y si había que juzgar por los grititos y maullidos que se escapaban de su boca, estaba haciendo un trabajo de veras estupendo.