CAPITULO 09

Ellie se pasó todo el día cuidándose las heridas y alegó que estaba agotada cuando una doncella entró en la habitación para acompañarla al salón a cenar. Sabía que parecería una cobarde, pero la verdad es que estaba tan furiosa con Charles y su familia que no confiaba en ella misma si tenía que compartir una cena entera con ellos.

Sin embargo, quedarse en la habitación era muy aburrido, así que bajó sin que nadie la viera y cogió el periódico del día para revisar las páginas económicas. Comprobó sus inversiones, como solía hacer, pero entonces se dio cuenta de que no sabía en qué situación estaban sus ahorros. ¿Habría hecho Charles ya la transferencia, como le había prometido? Seguramente no, se dijo, intentando ser paciente. Sólo llevaban casados un día. Aunque tendría que recordárselo. Había leído un informe favorable sobre una fábrica de algodón nueva en Derbyshire, y estaba deseando invertir una parte de su dinero.

Leyó el periódico tres veces, ordenó los adornos de la cómoda dos veces y se pasó una hora mirando por la ventana antes de dejarse caer en la cama con un gruñido. Estaba aburrida, hambrienta y sola, y todo era culpa de su marido y su maldita familia. Estaría encantada de estrangularlos a todos.

Y entonces, Judith llamó a la puerta.

Ellie sonrió a su pesar. Supuso que no estaba furiosa con toda la familia de su marido. Al fin y al cabo, era bastante difícil estar enfadada con una niña de seis años.

– ¿Estás enferma? -preguntó la pequeña mientras se subía a la cama de Ellie.

– No. Sólo cansada. Judith frunció el ceño.

– Cuando estoy cansada, la señorita Dobbin me saca de la cama igualmente. A veces, me pone un trapo mojado y frío en el cuello.

– Y seguro que funciona.

La pequeña asintió, muy seria.

– Cuesta mucho dormir con el cuello mojado.

– Me lo imagino.

– Mamá dijo que haría que te trajeran una bandeja con la cena.

– Es muy amable.

– ¿Tienes hambre?

Antes de que pudiera responder, su estómago gruñó. Judith se echó a reír.

– ¡Tienes hambre!

– Supongo que sí.

– Me parece que me caes bien.

Ellie sonrió, y se sintió mejor que en todo el día.

– Me alegro. Tú también me caes bien.

– Claire dice que has provocado un incendio.

La joven contó hasta tres antes de responder.

– Ha habido un incendio, pero ha sido un accidente. Yo no lo he provocado.

Judith ladeó la cabeza como si estuviera reflexionando sobre las palabras de Ellie.

– Me parece que voy a creerte. Claire se equivoca a menudo, aunque no le gusta admitirlo.

– A poca gente le gusta.

– Yo casi nunca me equivoco.

Ellie sonrió y se apartó el pelo. Una doncella apareció en la puerta con una bandeja. Judith saltó de la cama y dijo:

– Será mejor que vuelva a mi habitación. Si llego tarde, la señorita Dobbin se comerá mi pudin.

– ¡Eso sería terrible!

Judith hizo una mueca.

– Se lo come cuando me voy a la cama.

Ellie dobló el dedo y le susurró:

– Ven aquí un momento.

Intrigada, Judith volvió a subir a la cama y se acercó a la cara de Ellie.

– La próxima vez que la señora Dobbin se coma tu pudin -le susurró-, me lo dices. Iremos a la cocina y buscaremos algo incluso más bueno.

Judith aplaudió; su cara era el reflejo de la felicidad.

– ¡Milady, serás la mejor prima del mundo!

– Como tú -respondió la joven condesa, que notó cómo se le humedecían los ojos-. Y llámame Ellie. Ahora somos familia.

– Mañana te enseñaré toda la casa -dijo la pequeña-. Conozco todos los pasadizos secretos.

– Será un placer. Pero será mejor que te vayas. No queremos que la señorita Dobbin se coma tu pudin esta noche.

– Pero si has dicho…

– Lo sé, pero hoy la cocina está inutilizable y sería muy difícil encontrar otro postre.

– ¡Ay! -exclamó Judith, que palideció ante la idea-. ¡Adiós!

Ellie la vio salir de la habitación, luego se volvió hacia la bandeja y empezó a comer.


A pesar del hambre, Ellie descubrió que su apetito sólo le permitió comerse una cuarta parte de la cena. El estómago vacío no ayudó a calmarle los nervios y, más adelante, cuando oyó cómo la puerta de la habitación de Charles se abría, casi saltó hasta el techo. Lo oyó ir de un lado a otro, seguramente se preparaba para acostarse, y se maldijo por contener el aliento cada vez que oía que se acercaba a la puerta que comunicaba las dos habitaciones.

Aquello era una locura. Una absoluta locura.

– Tienes un día -murmuró-. Un día para sentir lástima por ti misma, pero después tienes que salir y hacerlo lo mejor posible. ¿Que todos piensan que prendiste fuego a la cocina? Bueno, no es lo peor que podría haber pasado.

Se pasó un minuto intentando pensar en algo peor. No era fácil. Al final, agitó la mano en el aire y, un poco más alto que antes, dijo:

– Podrías haber matado a alguien. Eso habría estado muy mal. Muy, muy mal.

Oyó un ruido en la puerta. Ellie se tapó hasta la barbilla a pesar de que sabía que estaba cerrada.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Hablabas conmigo? -preguntó Charles desde el otro lado de la puerta.

– No.

– Y puedo preguntarte con quién hablabas. ¿Acaso creía que estaba hablando con un mozo?

– ¡Hablaba sola! -y luego, murmurando, añadió-: Aparte de Judith, soy la mejor compañía que voy a encontrar en este mausoleo.

– ¿Qué?

– ¡Nada!

– No te he oído.

– ¡Es que no hablaba contigo! -exclamó ella.

Silencio, y luego oyó cómo sus pasos se alejaban de la puerta. Se relajó un poco y se acurrucó. Justo cuando se había puesto cómoda, oyó un suave y terrible ruido metálico y gruñó, porque sabía qué se iba a encontrar cuando abriera los ojos.

La puerta abierta. Y Charles de pie en el umbral.

– ¿Te he dicho -le preguntó, arrastrando las palabras, mientras se apoyaba casualmente en el marco de la puerta- alguna vez lo molestas que me resultan estas puertas?

– Se me ocurren al menos tres respuestas -contestó ella-, pero ninguna es particularmente propia de una dama.

Él agitó la mano en el aire, para restar importancia a su comentario.

– Te aseguro que ya hace tiempo que dejé de esperar que te comportaras como una dama.

Ella se quedó boquiabierta.

– Estabas hablando -Charles se encogió de hombros-. No podía oírte.

Ellie necesitó reunir toda su fuerza de voluntad para apretar los dientes y contenerse, pero lo hizo.

– Creo que te he dicho que no estaba hablando contigo -luego dibujó una lunática sonrisa-. Es que estoy algo chiflada.

– Es curioso que lo digas porque juraría que estabas hablando de matar a alguien. -Charles avanzó unos pasos y se cruzó de brazos-. La cuestión es: ¿estás muy chiflada?

Ellie lo miró horrorizada. No creía que fuera capaz de matar a nadie, ¿verdad? Si aquello no era prueba suficiente de que no conocía a ese hombre lo bastante bien como para haberse casado con él, no sabía qué pruebas necesitaba. Pero entonces vio arrugas alrededor de sus ojos mientras intentaba no reírse y respiró tranquila.

– Si quieres saberlo -dijo ella al final-, estaba intentando consolarme por lo del terrible incidente de esta mañana…

– ¿El incendiario?

– Sí, ése -dijo, aunque no le hizo demasiada gracia aquella burlona interrupción-. Como decía, intentaba consolarme con una lista de cosas que podrían haber pasado y que habrían sido peores.

Charles curvó la comisura de los labios en una sonrisa irónica.

– ¿Y matar a alguien es peor?

– Bueno, depende de a quién.

Él soltó una carcajada.

– Tocado, milady. Sabes cómo hacerme daño.

– Lamentablemente, mis golpes no son letales -respondió Ellie, que no pudo evitar sonreír. Se lo estaba pasando demasiado bien.

Se produjo un agradable momento de silencio y luego Charles dijo:

– Yo hago lo mismo.

– ¿Cómo dices?

– Intentar mejorar una situación negativa imaginando todas las opciones que habrían podido ser peores.

– ¿Todavía lo haces? -a Ellie le gustó enormemente que los dos se enfrentaran de la misma forma a la adversidad. Sintió que, de alguna forma, encajaban mejor.

– Mmm, sí. Deberías haber oído lo que pensaba el mes pasado, cuando estaba convencido de que toda mi fortuna iría a parar a mi odioso primo Phillip.

– Pensaba qué tu odioso primo se llamaba Cecil.

– No, Cecil es el sapo. El odioso es Phillip.

– ¿Hiciste una lista?

– Siempre hago listas -respondió él con ligereza.

– No -dijo ella, riendo-. Me refería a si hiciste una lista de qué sería peor que perder tu fortuna.

– En realidad, sí -dijo con una sonrisa-. Y, ahora que lo dices, la tengo en mi habitación. ¿Quieres oírla?

– Por favor.

Charles desapareció por la puerta que conectaba las dos habitaciones y, al cabo de unos segundos, regresó con una hoja de papel. Antes de que Ellie supiera qué iba a hacer, él saltó a la cama y se tumbó a su lado.

– ¡Charles!

Él la miró de reojo y sonrió.

– Necesito una almohada para apoyar la espalda.

– Sal de mi cama.

– No estoy dentro, sólo estoy encima -le sacó una de las almohadas de debajo de la cabeza y se la afianzó-. Esto está mucho mejor.

Ellie, cuya cabeza ahora colgaba de una forma muy extraña, no le pareció que así estuviera mejor y se lo hizo saber. Charles la ignoró y le preguntó:

– ¿Quieres que te lea la lista o no?

Ella accedió agitando la mano en el aire.

– Perfecto -elevó la nota hasta la altura de los ojos-. Número Uno… Ah, por cierto, la lista se titula: «Lo peor que podría pasarme».

– Espero no estar en ella -susurró Ellie.

– No seas boba. Tú eres lo mejor que me ha pasado en meses.

Ella se sonrojó ligeramente y se enfadó con ella misma por reaccionar así ante sus palabras.

– Si no fuera por algunos terribles malos hábitos, serías perfecta.

– ¿Cómo dices?

Él sonrió con picardía.

– Me encanta cuando me dices eso.

– ¡Charles!

– Está bien. Supongo que salvaste mi fortuna, por lo que debo ignorar algunos pequeños defectos.

– ¡Yo no tengo pequeños defectos! -exclamó ella.

– Tienes razón -murmuró él-. Sólo grandes.

– No quería decir eso, y lo sabes.

Él se cruzó de brazos.

– ¿Quieres que lea la lista?

– Empiezo a pensar que no tienes ninguna lista. Jamás he conocido a nadie que cambiara tanto de tema.

– Y yo jamás he conocido a nadie que hablara tanto como tú.

Ellie sonrió.

– Pues tendrás que acostumbrarte a esta mujer habladora, porque te has casado con ella.

Charles volvió la cabeza hacia ella y la observó con detenimiento.

– Mujer habladora, ¿eh? ¿A quién te refieres?

Ella se separó de él hasta el punto de que casi se cae de la cama.

– Ni se te ocurra besarme, Billington.

– Me llamo Charles, y no se me había ocurrido besarte. Aunque, ahora que lo dices, no es mala idea.

– Lee… la… lista.

Él se encogió de hombros.

– Si insistes.

Ellie pensaba que iba a gritar.

– Veamos -sujetó la lista frente a sus ojos y golpeó el papel para congregar toda la atención-. Número uno: Cecil podría heredar la fortuna.

– Pensaba que Cecil iba a heredarla.

– No, el heredero sería Phillip. Cecil tendría que matarnos a los dos. Si no me hubiera casado, sólo tendría que haber matado a Phillip.

Ellie lo miró boquiabierta.

– Lo dices como si realmente se le hubiera pasado por la cabeza.

– No lo descartaría -respondió Charles, encogiéndose de hombros-. Sigamos. Número dos: Inglaterra podría estar anexionada a Francia.

– ¿Estabas ebrio cuando la hiciste?

– Tienes que admitir que sería terrible. Peor que perder mi fortuna.

– Eres muy amable al anteponer el bienestar de Inglaterra al tuyo propio -dijo Ellie, muy mordaz.

Él suspiró y respondió:

– Imagino que soy así. Noble y patriótico hasta la médula. Número tres…

– ¿Puedo interrumpir?

Él le lanzó una atribulada mirada que claramente decía: «Acabas de hacerlo».

Ellie puso los ojos en blanco.

– Es que me preguntaba si la lista sigue algún orden de importancia.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Si sigue un orden, significa que prefieres que Francia conquiste Inglaterra a que Cecil herede tu fortuna.

Charles soltó aire por la boca muy despacio.

– No sé qué es peor. Me costaría decidirme.

– ¿Siempre eres tan frívolo?

– Sólo con las cosas importantes. Número tres: el cielo podría caer sobre la tierra.

– ¡Eso es mucho peor que el hecho de que Cecil herede tu fortuna! -exclamó ella.

– En realidad, no. Si el cielo cae sobre la tierra, Cecil estaría muerto y no podría disfrutar de la fortuna.

– Ni tú -respondió Ellie.

– Mmm. Tienes razón. Tendré que revisar la lista -volvió a sonreírle y sus ojos se llenaron de calidez, aunque no de pasión, se dijo Ellie.

La mirada de Charles parecía reflejar algo más parecido a la amistad o, al menos, eso esperaba ella. Respiró hondo y decidió aprovecharse de aquel dulce momento para decir:

– Yo no provoqué el fuego, ¿sabes? No fui yo.

Él suspiró.

– Ellie, sé que nunca harías algo así a propósito.

– Es que yo no hice nada -respondió ella con sequedad-. Alguien movió la rejilla del horno después de que yo lo arreglara.

Charles volvió a soltar el aire. Deseaba creerla, pero ¿por qué iba alguien a tocar el horno? Las únicas personas que sabían cómo funcionaba eran los criados, y ninguno de ellos tenía motivos para querer hacer quedar mal a la nueva condesa.

– Ellie -dijo, intentando calmar los ánimos-, quizá no sabes tanto sobre hornos como creías.

De repente, ella se tensó.

– O quizá este horno es distinto al tuyo.

Relajó un poco la mandíbula, pero todavía estaba muy enfadada con él.


– O quizá -siguió él, con mucha suavidad, mientras alargaba el brazo y la tomaba de la mano-, quizá sabes tanto como dices de hornos, pero cometiste un pequeño error. El estado de recién casado puede llegar a distraer mucho.

Pareció que ella se suavizó un poco con ese comentario y Charles añadió:

– Dios sabe que yo estoy distraído.

Para cambiar de tema, Ellie señaló unos garabatos que había en la parte inferior de la hoja que él tenía en la mano.

– ¿Qué es eso? ¿Otra lista?

Charles miró, se apresuró a doblar el papel y dijo:

– Ah, no es nada.

– Tengo que leerla -le quitó el papel de las manos y, cuando él se estiró para recuperarlo, Ellie saltó de la cama-. ¿Las cinco cualidades más importantes en una esposa? -leyó, incrédula.

Él se encogió de hombros.

– Me pareció que valía la pena decidir de antemano qué necesitaba.

– ¿Qué? ¿Ahora sólo soy un «qué»?

– No seas obtusa, Ellie. Eres demasiado inteligente para fingir eso.

Aquello era un cumplido, pero ella no iba a agradecérselo. Con una risotada, empezó a leer:

– «Número uno: lo suficientemente atractiva para mantener mi interés.» ¿Ese es tu principal requisito?

Charles tuvo la decencia de mostrarse un poco avergonzado.

– Si estás la mitad de enfadada de lo que aparentas, estoy metido en un buen lío -susurró.

– Ni que lo jures -se aclaró la garganta-. «Número dos: inteligente» -lo miró con algunas reservas-. Te has redimido, aunque sólo un poco.

Él chasqueó la lengua y se reclinó en el cabezal de la cama, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

– ¿Y si te dijera que esta lista no sigue ningún orden de importancia?

– No te creería.

– Me lo imaginaba.

– «Número tres: que no me dé la lata.» Yo no te doy la lata.

Charles no dijo nada.

– No lo hago.

– Ahora mismo, lo estás haciendo.

Ellie le lanzó una mirada asesina y continuó con la lista.

– «Número cuatro: habilidad para moverse en mi círculo social con facilidad» -tosió de incredulidad al leerlo-. Estoy segura de que te das cuenta de que no tengo ningún tipo de experiencia con la aristocracia.

– Tu cuñado es el conde de Macclesfield -señaló Charles.

– Sí, pero es familia. Con él no tengo que darme aires. Jamás he estado en un baile de Londres ni en un salón literario, o lo que sea que los indolentes de tu clase hagáis durante la temporada.

– Ignoraré tu gratuito insulto -dijo Charles, con la altanería que Ellie siempre había esperado en un conde-. Eres una mujer inteligente, ¿verdad? Estoy seguro de que aprenderás lo que haga falta. ¿Sabes bailar?

– Claro.

– ¿Sabes conversar? -agitó la mano-. No, no digas nada. Ya sé la respuesta. Conversas demasiado y demasiado bien. Te desenvolverás perfectamente en Londres, Eleanor.

– Charles, me estás empezando a resultar muy irritante.

Él se cruzó de brazos y esperó a que continuara, porque todo aquello le empezaba a parecer muy cansino. Había escrito la lista hacía más de un mes y nunca había imaginado repasarla con su futura esposa. Incluso había escrito…

De repente, recordó el quinto punto. La sangre que tenía en la cabeza, de golpe le bajó hasta los pies. Vio, a cámara lenta, cómo Ellie bajaba la mirada hacia la lista y la oyó decir:

– «Número cinco…»

Charles ni siquiera tuvo tiempo de pensar. Saltó de la cama, emitió un primitivo grito, se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo.

– ¡La lista! -gritó-. Dame la lista.

– ¿Qué diantres haces? -Ellie le golpeó los brazos para zafarse de él-. Suéltame, bellaco. -Dame la lista.

Ella, que estaba en posición supina en el suelo, alargó el brazo por encima de la cabeza.

– ¡Suéltame!

– ¡La lista! -exclamó él.

A Ellie no se le ocurrió otra alternativa: le golpeó en el estómago con la rodilla y se escapó gateando. Se levantó y leyó el papel que tenía entre las manos mientras él contenía la respiración. Recorrió las líneas con los ojos y gritó:

– ¡Serás desgraciado!

Charles gruñó de dolor, doblado por la mitad.

– Debería haberte golpeado más abajo -dijo ella entre dientes.

– No exageres, Ellie.

– «Número cinco -leyó ella con voz remilgada-: Debe ser lo suficientemente sofisticada como para pasar por alto mis aventuras amorosas, y ella no tendrá ninguna hasta que me haya dado, al menos, dos herederos.»

Charles tuvo que admitir que, visto así, parecía un poco frío.

– Ellie -dijo en tono conciliador-, sabes que lo escribí antes de conocerte.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Mucha. Es… eh… es…

– ¿Tengo que creer que te has enamorado tan perdidamente de mí que, de repente, todas tus nociones sobre el matrimonio han cambiado?

Parecía que sus ojos azul marino escupían fuego y hielo al mismo tiempo, y Charles no sabía si debía sentir temor o deseo. Se planteó decir una necedad como «Estás preciosa cuando te enfadas». Con sus amantes siempre le había funcionado a las mil maravillas, pero tenía el presentimiento de que con su mujer no tendría éxito.

La miró dubitativo. Estaba de pie al otro lado de la habitación, con la postura firme y los puños cerrados. La lista estaba arrugada en el suelo. Cuando vio que la miraba, lo miró fijamente y Charles hubiera jurado que oía truenos.

No había duda; esta vez había metido la pata hasta el fondo.

«Su intelecto», pensó. Tendría que apelar a su intelecto a intentar razonar con ella. Siempre se enorgullecía de su sensibilidad y sensatez, ¿no es cierto?

– Ellie -dijo-, nunca tuvimos la oportunidad de hablar sobre el matrimonio.

– No -respondió ella, con un tono de voz lleno de amargura-, simplemente nos casamos.

– Admito que la boda fue un poco precipitada, pero teníamos buenos motivos para actuar así.

– Tú tenías un buen motivo -respondió ella.

– No intentes fingir que me he aprovechado de ti -dijo él con impaciencia en la voz-. Necesitabas este matrimonio tanto como yo.

– Aunque yo no he ganado tanto con él.

– ¡No tienes ni idea de lo que has ganado! Ahora eres condesa. Tienes más riquezas de las que jamás habías soñado -la miró fijamente-. No me insultes fingiendo ser la víctima.

– Tengo un título. Y tengo una fortuna. Y también tengo un marido ante quien tengo que responder. Un marido que, por lo visto, no ve nada malo en tratarme como a una esclava.

– Eleanor, estás siendo poco razonable. No quiero discutir contigo.

– ¿Te has fijado que sólo me llamas Eleanor cuando me hablas como si fuera una niña pequeña? Charles contó hasta tres y dijo:

– Los matrimonios de la aristocracia se basan en la premisa de que ambas partes son lo suficientemente maduras como para respetar las elecciones del otro.

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿Sabes lo que acabas de decir?

– Ellie…

– Creo que has dicho que, si quiero, yo también puedo ser infiel.

– No seas estúpida.

– Después del heredero y el de repuesto, claro, como tan elocuentemente has expresado por escrito -se sentó en una otomana y se quedó perdida en sus pensamientos-. Libertad para vivir mi vida como yo elija y con quien yo elija. Qué interesante.

Mientras Charles estaba allí, observando cómo ella contemplaba el adulterio, sus anteriores puntos de vista sobre el matrimonio de repente le parecieron tan apetecibles como el barro.

– Ahora ya no puedes hacer nada al respecto -dijo-. Está muy mal visto tener una aventura antes de tener un hijo.

Ella se echó a reír.

– El cuarto punto de la lista ha adquirido un nuevo significado. Él la miró inexpresivo.

– Querías a alguien que pudiera moverse con facilidad en tu círculo social. Se ve que tendré que dominar las complejidades de lo que está bien visto y lo que no. Veamos… -tamborileó los dedos en la mandíbula y Charles tuvo ganas de apartarle la mano, aunque sólo fuera para borrar esa expresión sarcástica de su cara-. No está bien visto tener una aventura al poco tiempo de casarse -continuó-, pero ¿está mal visto tener más de un amante a la vez? Tendré que investigarlo.

Él notó cómo se iba sonrojando y cómo el músculo de la sien latía cada vez más deprisa.

– Seguramente está mal visto tener una aventura con un amigo tuyo, pero ¿y con un primo lejano?

Charles empezaba a verlo todo a través de un extraño halo rojo.

– Estoy casi segura de que traer un amante a casa está mal visto -continuó ella-, pero no estoy segura de dónde…

Un sonido ahogado, seco y a medio camino entre el grito y el rugido salió de la garganta de Charles mientras se abalanzaba sobre ella..

– ¡Basta! -gritó-. Basta ya.

– ¡Charles! -ella trató de zafarse de sus manos, con lo que consiguió enloquecerlo más.

– Ni una palabra más -dijo él, en un tono áspero y con los ojos saltones-. Si dices una palabra más, juro por Dios que no respondo de mis actos.

– Pero yo…

Ante el sonido de su voz, la agarró con fuerza por los hombros. Agitó los músculos y exageró la expresión salvaje de los ojos, como si ya no supiera o le importara lo que fuera a hacer.

Ellie lo miró con cautela.

– Charles -susurró-, quizá no deberías…

– Quizá sí.

Ella abrió la boca para protestar, pero, antes de poder decir algo, él la devoró con un apasionado beso. Era como si su boca estuviera en todas partes: en sus mejillas, en su cuello, en sus labios. Le recorrió el cuerpo con las manos y se detuvo para disfrutar de la curva de sus caderas y la turgencia de sus pechos.

Ellie percibió cómo la pasión crecía en él, y en ella. Charles pegó sus caderas a las suyas. Ella notaba su erección mientras él la aprisionaba todavía más en la otomana, y tardó varios segundos en darse cuenta de que ella también estaba balanceando su cuerpo al ritmo de sus envestidas.

La estaba seduciendo desde la rabia, y ella estaba respondiendo. Aquello bastó para enfriar su pasión; colocó las manos en sus hombros y se escurrió de debajo de él. Estaba al otro lado de la habitación antes de que él se levantara.

– ¿Cómo te atreves? -dijo, jadeando-. ¿Cómo te atreves?

Charles levantó un hombro en un gesto insolente.

– Era besarte o matarte. Me parece que mi decisión ha sido correcta -se fue hasta la puerta y colocó la mano en el pomo -Demuéstrame que no me he equivocado.

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