CAPITULO 02

Ellie lo soltó.

Él se cayó al suelo y gritó cuando el tobillo herido se dobló.

– ¡Eso es horrible! -gritó ella.

Charles se rascó la cabeza.

– Me parece que acabo de pedirle que se case conmigo. Ellie contuvo una traidora lágrima que estaba a punto de resbalarle por la mejilla.

– Es muy cruel bromear con algo así.

– No bromeaba.

– Por supuesto que bromeaba -respondió ella intentando reprimir las ganas de darle una patada en la cadera-. He sido muy amable con usted esta tarde.

– Muy amable -repitió él.

– No tenía por qué pararme y ayudarle.

– No -murmuró él-. No tenía que hacerlo.

– Y quiero que sepa que, si quisiera, ya estaría casada. Estoy soltera porque quiero.

– No se me habría ocurrido imaginar lo contrario.

A Ellie le pareció oír una nota de mofa en su voz, y esta vez sí que le dio una patada.

– ¡Maldita sea, mujer! -exclamó Charles-. ¿A qué diablos ha venido eso? Lo digo muy en serio.

– Está ebrio -lo acusó ella.

– Sí-admitió él-, pero nunca le había pedido a ninguna mujer que se casara conmigo.

– Por favor -se burló ella-. Si intenta hacerme creer que se ha enamorado perdidamente de mí a primera vista, deje que le diga que no me lo creo.

– No intento decirle nada de eso -dijo él-. Jamás insultaría su inteligencia de esa forma.

Ellie parpadeó y pensó que quizá acababa de insultar otro aspecto de su persona, aunque no estaba segura de cuál.

– El problema es que… -Charles se detuvo y se aclaró la gar-ganta-. ¿Podemos continuar la conversación en otro sitio? Quizá en algún lugar donde pueda sentarme en una silla y no en el suelo.

Ellie frunció el ceño unos segundos antes de ofrecerle la mano casi por obligación. Todavía no estaba segura de que no se estuviera riendo de ella, pero la forma de tratarlo en aquellos últimos instantes no había sido la correcta y tenía remordimientos. No estaba de acuerdo en pegar a un hombre cuando estaba en el suelo, y menos cuando había sido ella quien lo había dejado caer.

Él aceptó la mano y volvió a levantarse.

– Gracias -dijo muy seco-. Está claro que es una mujer con mucho carácter. Por eso me estoy planteando casarme con usted. Ellie entrecerró los ojos.

– Si no deja de burlarse de mí…

– Creo que ya le he dicho que lo digo muy en serio. Y nunca miento.

– Pues es la mayor mentira que he oído en mi vida -respondió ella.

– Está bien. Nunca miento sobre nada importante.

Ella apoyó las manos en las caderas y dijo:

– Ya.

Él exhaló algo molesto.

– Le aseguro que nunca mentiría sobre algo así. Y debo añadir que ha desarrollado una opinión excesivamente pobre sobre mí. ¿Por qué?

– Lord Billington, ¡le consideran el mayor donjuán de Kent! Lo dice hasta mi cuñado.

– Recuérdame que estrangule a Robert la próxima vez que lo vea -murmuró Charles.

– Y podría perfectamente ser el mayor donjuán de toda Inglaterra, aunque, como hace años que no salgo de Kent, no puedo saberlo, pero…

– Dicen que los donjuanes son los mejores maridos -la interrumpió él.

– Los donjuanes reformados -respondió ella-. Y dudo sinceramente que usted vaya en esa dirección. Además, no pienso casarme con usted.

Él suspiró.

– Me gustaría mucho que lo hiciera.

Ellie lo miró con incredulidad.

– Está loco.

– Estoy perfectamente, se lo aseguro -hizo una mueca-. El loco era mi padre.

De repente, Ellie tuvo una visión de muchos niños locos riendo y retrocedió. Dicen que la locura se lleva en la sangre.

– Por el amor de Dios -murmuró Charles-. No estaba mal de la cabeza. Es que me dejó en un buen aprieto.

– No entiendo qué tiene que ver todo eso conmigo.

– Todo -respondió él con misterio.

Ellie retrocedió un poco más porque decidió que Billington no es que estuviera loco, es que estaba de manicomio.

– Si me disculpa -se apresuró a decir-, será mejor que me vaya a casa. Estoy segura de que desde aquí podrá continuar usted solo. Su coche… Usted dijo que estaba en la parte de atrás. Debería poder…

– Señorita Lyndon -dijo él, muy seco.

Ella se detuvo de golpe.

– Tengo que casarme -le dijo sin tapujos-, y tengo que hacerlo en los próximos quince días. No tengo otra opción.

– No creo que usted haga algo contrario a sus propósitos.

Charles la ignoró.

– Si no me caso, perderé mi herencia. Hasta el último penique -esbozó una amarga sonrisa-. Sólo me quedará Wycombe Abbey, y créame cuando le digo que ese montón de piedras no tardarán en caer al suelo si no dispongo de los fondos para mantenerlo.

– Nunca había oído hablar de una situación como ésta -dijo Ellie.

– No es tan extraña.

– Pues, si me lo permite, a mí me parece extrañamente estúpida.

– Sobre eso, señora, estamos totalmente de acuerdo.

Ellie retorció un pedazo de tela marrón del vestido entre los dedos mientras sopesaba aquellas palabras.

– No entiendo por qué cree que soy la indicada para ayudarle -dijo ella al final-. Estoy segura de que podría encontrar una esposa perfecta en Londres. ¿No lo llaman «El Mercado Marital»? Seguro que allí lo consideran todo un partido.

Él dibujó una irónica sonrisa.

– Por sus palabras, parece que sea un pescado.

Ellie lo miró y contuvo la respiración. Era terriblemente apuesto y profundamente encantador, y ella sabía que no era inmune a esas cualidades.

– No -admitió ella-. Un pescado, no.

Él se encogió de hombros.

– He estado ignorando lo inevitable. Lo sé. Pero entonces llega y cae en mi vida en el momento más desesperado de…

– Disculpe, pero creo que ha sido usted quien ha caído en mi vida.

Él chasqueó la lengua.

– ¿He mencionado que, además, es usted muy divertida? Y me he dicho: «Bueno, lo hará tan bien como cualquiera» y…

– Si lo que pretende es cortejarme -dijo Ellie con cierta acidez-, no lo está consiguiendo.

– Mejor que cualquiera -corrigió él-. De veras. Es la primera mujer que conozco que creo que podría soportar -aunque Charles tenía claro que no pretendía dedicarse en cuerpo y alma a su esposa. De ella sólo necesitaría su nombre en el certificado de matrimonio. Y, bueno, puesto que tendría que pasar cierto tiempo con ella, más valía que fuera alguien decente. La señorita Lyndon parecía cumplir perfectamente con todos los requisitos.

Y, en silencio añadió para sí mismo, en algún momento tendría que tener un heredero. Sería mejor que encontrara a alguien con un poco de cerebro en la cabeza. No querría tener una descendencia estúpida. Volvió a mirarla. Lo estaba observando con suspicacia. Sí, era de las listas.

Había algo realmente atractivo en ella. Tenía la sensación de que el proceso de fabricar ese heredero sería tan placentero como el resultado. Le ofreció una reverencia, aunque se sujetó a su codo para no caer al suelo.

– ¿Qué dice, señorita Lyndon? ¿Nos lanzamos?

– ¿Nos lanzamos? -Ellie se rió. No era la proposición de sus sueños.

– Sí, estas cosas se me dan un poco mal. La verdad, señorita Lyndon, es que si un hombre tiene que encontrar esposa, es mejor que sea alguien que le guste. Tendríamos que pasar algún tiempo juntos, ya sabe.

Ella lo miró con incredulidad. ¿Tan borracho estaba? Se aclaró la garganta varias veces mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas. Al final, dijo:

– ¿Intenta decir que le gusto?

Él sonrió de forma muy seductora.

– Mucho.

– Tendré que pensármelo.

Él inclinó la cabeza.

– No quisiera casarme con alguien capaz de tomar una decisión como ésta en un segundo.

– Seguramente, necesitaré varios días.

– No demasiados, espero. Sólo tengo quince días antes de que mi odioso primo Phillip ponga sus asquerosas manos en mi dinero.

– Debo advertirle que, casi con toda seguridad, mi respuesta será que no.

El no dijo nada. Ellie tuvo la desagradable sensación de que ya estaba pensando a quién acudir si ella lo rechazaba. Al cabo de unos instantes, Charles dijo:

– ¿Quiere que la acompañe a su casa?

– No es necesario. Vivo muy cerca. ¿Podrá arreglárselas solo?

El asintió.

– Señorita Lyndon.

Ella hizo una pequeña reverencia.

– Lord Billington -y luego se volvió y se marchó, y esperó a estar fuera del campo de visión del conde para dejarse caer contra la pared de un edificio y, si alguien le leía los labios, sabría que había dicho: «¡Dios mío!»


El reverendo Lyndon no toleraba que sus hijas pronunciaran el nombre del Señor en vano, pero Ellie estaba tan sorprendida por la propuesta de Billington que todavía seguía murmurando «Dios mío» cuando cruzó el umbral de su casa.

– Ese lenguaje es absolutamente indecoroso en una joven, aunque ya no sea tan joven -dijo una voz de mujer.

Ellie refunfuñó. En cuanto a las normas morales, sólo había una persona peor que su padre: su prometida, la recién enviudada Sally Foxglove. La joven dibujó una sonrisa forzada mientras intentaba ir directa a su habitación.

– Señora Foxglove.

– A tu padre no le hará ninguna gracia cuando se entere.

Ellie volvió a refunfuñar. Estaba atrapada. Se volvió.

– ¿Cuando se entere de qué, señora Foxglove?

– De tu trato displicente del nombre del Señor -la señora Foxglove se levantó y cruzó sus sebosos brazos.

Ellie estuvo a punto de recordarle a esa señora mayor que no era su madre y que no tenía ninguna autoridad sobre ella, pero se mordió la lengua. Cuando su padre volviera a casarse, la vida sería complicada. No había ninguna necesidad de provocar que fuera directamente imposible enfrentándose a la señora Foxglove. Respiró hondo, colocó la mano encima del corazón y fingió inocencia.

– ¿Eso cree que decía? -preguntó Ellie, hablando casi sin aliento de forma deliberada.

– ¿Qué decías, si no?

– Decía: «Ya lo entiendo». Espero que no me haya malinterpretado.

La señora Foxglove la miró con una incredulidad obvia.

– Había calculado un… problema -continuó Ellie-. Todavía no me creo que lo haya hecho. Y por eso decía «Ya lo entiendo», porque creía una cosa que, si no hubiera creído, mi lógica no hubiera estado equivocada.

La señora Foxglove se quedó tan aturdida que Ellie estuvo a punto de empezar a saltar por la casa.

– Bueno, da igual -se apresuró a decir la mujer mayor-, con ese comportamiento tan extraño nunca encontrarás un marido.

– ¿Cómo hemos acabado hablando de esto? -dijo Ellie entre dientes mientras pensaba que el tema del matrimonio era demasiado recurrente en un solo día.

– Tienes veintitrés años -continuó la señora Foxglove-. Una solterona, sin duda, pero quizá podemos encontrar a un hombre que se digne a tomarte.

Ellie la ignoró.

– ¿Está mi padre?

– Está fuera atendiendo sus obligaciones y me ha pedido que me quede por si venía algún feligrés.

– ¿La ha dejado al cargo?

– Seré su mujer dentro de dos meses -la señora Foxglove se arregló y alisó la falda de color morado-. Tengo una posición en la sociedad que hay que mantener.

Ellie dijo algo ininteligible. Tenía miedo de que, si se permitía formar palabras, haría algo más que tomar el nombre del Señor en vano. Sacó el aire muy despacio e intentó sonreír.

– Si me disculpa, señora Foxglove, me noto muy cansada. Me voy a mi habitación.

Una mano rechoncha se posó sobre su hombro.

– No tan deprisa, Eleanor.

Ellie se volvió. ¿La señora Foxglove la estaba amenazando?

– ¿Cómo dice?

– Tenemos que hablar de unas cosas. Y he pensado que esta noche podría ser un buen momento, mientras tu padre está fuera.

– ¿De qué tenemos que hablar usted y yo que no podamos hablar delante de papá?

– De tu posición en mi casa.

Ellie se quedó boquiabierta.

– ¿De mi posición en su casa?

– Cuando me case con el reverendo, ésta será mi casa y la llevaré como a mí me plazca.

La joven se mareó.

– No creas que vas a vivir de mi munificencia -continuó la señora Foxglove.

Ellie no se movió por miedo a estrangular a su futura madrastra si lo hacía.

– Si no te casas y te vas, tendrás que ganarte tu manutención -dijo la señora Foxglove.

– ¿Insinúa que tendré que ganarme la manutención de otra forma de como ya me la gano ahora? -pensó en todas las tareas que realizaba para su padre y la parroquia. Le cocinaba tres veces al día. Llevaba comida a los pobres. Incluso pulía los bancos de la iglesia. Nadie podía acusarla de no ganarse la manutención.

Sin embargo, estaba claro que la señora Foxglove no compartía esa opinión, porque puso los ojos en blanco y dijo:

– Vives de la esplendidez de tu padre. Es demasiado indulgente contigo.

Ellie abrió los ojos como platos. Nunca nadie había descrito al reverendo Lyndon como indulgente. Una vez, incluso ató a su hermana mayor para evitar que se casara con el hombre al que quería. La joven se aclaró la garganta en otro intento de calmarse.

– ¿Qué quiere que haga, exactamente, señora Foxglove?

La mujer le dio una hoja de papel. Ellie la miró, leyó lo que había escrito y la ira la dejó sin respiración.

– ¿Quiere que limpie la chimenea?

– Es una lástima que paguemos a un deshollinador para que la limpie cuando puedes hacerlo tú.

– ¿No cree que soy un poco grande para ese trabajo?

– Ésa es otra cuestión. Comes demasiado.

– ¿Qué? -gritó Ellie.

– La comida escasea.

– La mitad de los feligreses paga el diezmo en especias -respondió Ellie, temblando de la rabia-. Puede que nos falten algunas cosas, pero la comida no.

– Si no te gustan mis reglas -dijo la señora Foxglove-, siempre puedes casarte y marcharte.

Ellie sabía por qué la señora Foxglove estaba tan decidida a echarla. Seguramente, era una de esas mujeres que, en sus casas, sólo toleraban una absoluta autoridad. Y Ellie, que hacía años que se encargaba de gestionar los asuntos de su padre, sería un obstáculo para ella.

La muchacha se preguntó qué diría la viejecita si le explicara que había recibido una propuesta de matrimonio esa misma tarde. Y de un conde, nada menos. Colocó los brazos en jarra, dispuesta a darle el virulento escarmiento que había estado reprimiendo durante lo que parecía una eternidad, cuando la señora Foxglove le dio otra hoja de papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Me he tomado la libertad de confeccionar una lista de solteros de esta zona.

Ellie se rió. Esto sí que tenía ganas de leerlo. Desdobló el papel y miró los nombres. Sin ni siquiera levantar la mirada, dijo:

– Richard Parrish está comprometido.

– Según mis fuentes, no.

La señora Foxglove era la mayor cotilla de Bellfield, de modo que Ellie la creyó. Aunque daba igual. Richard Parrish era obeso y le olía el aliento. Siguió leyendo y se quedó sin respiración.

– George Millerton tiene más de sesenta años.

La señora Foxglove se sorbió la nariz con desdén.

– No estás en posición de ir exigiendo sobre algo tan trivial.

Los siguientes tres nombres pertenecían a hombres igual de mayores, y uno de ellos era directamente malo. Se rumoreaba que Anthony Ponsoby pegaba a su primera mujer. Ellie no tenía ninguna intención de encadenarse a un hombre que creía que la comunicación marital se expresaba mejor con un palo.

– ¡Santo Dios! -exclamó cuando llegó al penúltimo nombre de la lista-. Robert Beechcombe no tiene ni quince años. ¿En qué estaba pensando?

La señora Foxglove estaba a punto de responder, pero Ellie la interrumpió:

– ¡Billy Watson! -exclamó-. No está bien de la cabeza. Lo sabe todo el mundo. ¿Cómo se atreve a intentar emparejarme con alguien como él?

– Como te he dicho, una mujer de tu posición no puede…

– No lo diga -la interrumpió Ellie con el cuerpo totalmente agitado por la ira-. No diga nada.

La señora Foxglove sonrió con suficiencia.

– No puedes hablarme así en mi casa.

– Todavía no es su casa, vieja arrugada -soltó Ellie.

La señora Foxglove retrocedió.

– ¿Cómo te atreves?

– Y nunca he sido una persona violenta -añadió Ellie, que echaba chispas-, pero siempre estoy dispuesta a probar nuevas experiencias -agarró a la señora Foxglove por el cuello del vestido y la echó de su casa.

– ¡Te arrepentirás de haber hecho esto! -gritó la mujer desde fuera.

– Jamás me arrepentiré -respondió Ellie-. ¡Jamás!

Cerró de un portazo y se desplomó en el sofá. No había dudas. Tendría que encontrar la forma de irse de casa de su padre. La cara del conde de Billington le vino a la mente, pero la ignoró. No estaba tan desesperada como para aceptar casarse con un hombre al que apenas conocía. Seguro que había otras opciones.


Al día siguiente Ellie ya tenía un plan. No estaba tan desamparada como a la señora Foxglove le gustaría creer. Tenía algo de dinero ahorrado. No era mucho, pero bastaría para mantener a una mujer de gusto modesto y naturaleza frugal.

Lo había puesto en un banco hacía años, pero los escasos intereses no la acabaron de satisfacer, de modo que empezó a leer el London Times y a fijarse en las noticias que hablaban del mundo de los negocios y el comercio. Cuando sintió que sabía lo suficiente del mercado, acudió a un abogado para que le gestionara el dinero. Por supuesto, tuvo que hacerlo en nombre de su padre. Ningún abogado gestionaría el dinero de una joven, y menos el de una que invertía sin el conocimiento de su padre. Así que fue a una ciudad lejos de Bellfield, encontró al señor Tibbett, un abogado que no conocía al reverendo Lyndon, y le dijo que su padre era un ermitaño. El señor Tibbett trabajaba con un inversor de Londres y el dinero de Ellie empezó a multiplicarse.

Había llegado la hora de recuperarlo. No tenía otra opción. Vivir con la señora Foxglove como madrastra sería intolerable. El dinero le bastaría para sobrevivir hasta que su hermana Victoria regresara de sus largas vacaciones en el continente. El nuevo marido de Victoria era un conde muy adinerado y Ellie estaba segura de que, entre los dos, podrían ayudarla a buscarse un buen puesto en la sociedad, como institutriz o dama de compañía.

Se subió a un carruaje público hasta Faversham, fue hasta las oficinas de Tibbett & Hurley y esperó su turno para ver al señor Tibbett. Al cabo de diez minutos, la secretaria la hizo pasar.

El señor Tibbett, un hombre corpulento con un gran bigote, se levantó cuando la vio entrar.

– Buenos días, señorita Lyndon -dijo-. ¿Ha venido con más instrucciones de su padre? Debo admitir que es un placer hacer negocios con un hombre que presta tanta atención a sus inversiones.

Ellie dibujó una sonrisa forzada porque odiaba que su padre se llevara el mérito por su visión en los negocios, pero sabía que tenía que ser así.

– No exactamente, señor Tibbett. He venido a retirar parte de mis fondos. Para ser precisos, la mitad. -Ellie no estaba segura de cuánto costaría alquilar una casa en una zona respetable de Londres, pero tenía casi trescientas libras ahorradas y creía que con ciento cincuenta tendría de sobra.

– Perfecto -asintió el señor Tibbett-. Sólo necesitaré que su padre venga aquí en persona para retirar los fondos.

Ellie se quedó sin aire.

– ¿Cómo dice?

– En Tibbett & Hurley, nos congratulamos de ser muy escrupulosos. No puedo entregarle el dinero a nadie más. Sólo a su padre.

– Pero si llevo años haciendo negocios con usted -protestó Ellie-. ¡Mi nombre aparece en la cuenta como co-inversora!

– Co-inversora, eso es. Su padre es el titular.

La joven tragó saliva con fuerza.

– Mi padre es un ermitaño. Ya lo sabe. Nunca sale de casa. ¿Cómo voy a hacerlo venir?

El señor Tibbett se encogió de hombros.

– Estaré encantado de visitarlo personalmente.

– No, imposible -dijo Ellie, consciente de que le empezaba a temblar la voz-. Se pone muy nervioso con los extraños. Muy nervioso. El corazón, ya sabe. No podría arriesgarme.

– Entonces, necesitaré instrucciones por escrito con su firma.

Ellie respiró tranquila. Podía falsificar la firma de su padre hasta dormida.

– Y que otro ciudadano responsable sea testigo de la operación -el señor Tibbett entrecerró los ojos-. Usted no sirve como testigo.

– Está bien, ya encontraré…

– Conozco al juez de Bellfield. Quizá puede proponerle que actúe de testigo.

A Ellie se le paró el corazón. Ella también conocía al juez y sabía que sería imposible conseguir que firmara ese documento vital a menos que realmente hubiera visto cómo su padre lo escribía.

– Muy bien, señor Tibbett -dijo con la voz algo ahogada-. Veré… Veré qué puedo hacer.

Salió de la oficina y se tapó la cara con un pañuelo para ocultar las lágrimas de frustración. Se sentía como un animal acorralado. No podría sacar el dinero, y Victoria todavía tardaría varios meses en regresar del continente. Suponía que podría pedir ayuda al suegro de Victoria, el marqués de Castleford, pero no estaba segura de si se alegraría más de su presencia que la señora Foxglove. El marqués no aprobaba a Victoria, y Ellie se imaginaba qué sentiría hacia su hermana.

Caminó sin rumbo por Faversham mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Siempre se había considerado una mujer práctica, una mujer que podía confiar en su cerebro ágil y su ingenio ávido. Nunca había soñado verse en una situación de la que no pudiera salir con su labia.

Y ahora estaba en Faversham, a veinte kilómetros de una casa a la que ni siquiera quería volver. Sin más opciones que…

Ellie meneó la cabeza. No iba a plantearse aceptar la oferta del conde de Billington. Recordó la cara de Sally Foxglove. Y luego esa misma horrible cara empezó a hablar de chimeneas y solteras que deberían entrar y mostrarse agradecidas por esto y lo otro. La opción del conde parecía mejor a cada segundo.

Aunque tenía que reconocer que nunca le había parecido mal, si tomaba la palabra «parecer» en su sentido literal. Era muy apuesto y Ellie tenía la sensación de que él lo sabía. Razonó y se dijo que aquello le restaba puntos. Seguramente, sería engreído. Probablemente, tendría muchas amantes. Imaginaba que al conde no le costaba nada ganarse las atenciones de todo tipo de mujeres, las respetables y las otras.

– ¡Ja! -exclamó en voz alta, y luego miró a su alrededor por si alguien la había oído. El condenado seguro que tenía que quitárselas de encima con un palo. No quería tener a un marido con ese tipo de «problemas».

Aunque no era como si estuviera enamorada de él. Quizá podría acostumbrarse a la idea de un marido infiel. Iba en contra de todo en lo que ella creía, pero la alternativa era pasarse la vida con Sally Foxglove, algo demasiado aterrador para planteárselo.

Se quedó pensando mientras golpeaba el suelo con los dedos de los pies. Wycombe Abbey no estaba tan lejos. Si no recordaba mal, estaba situada al norte de la costa de Kent, a uno o dos kilómetros de allí. Podría ir a pie. No iba a aceptar la propuesta del conde de entrada, pero quizá podrían hablarlo un poco más. Quizá podrían llegar a un acuerdo que satisficiera a ambos.

Una vez tomada la decisión, Ellie levantó la barbilla y empezó a caminar hacia el norte. Intentó entretenerse calculando cuántos pasos había hasta el siguiente punto de referencia. Cincuenta pasos hasta el árbol grande. Setenta y dos hasta la casa abandonada. Cuarenta hasta…

¡Maldición! ¿Había sido una gota? Ellie se secó el agua de la nariz y miró hacia arriba. El cielo se estaba tapando y, si no fuera una mujer tan práctica, juraría que las nubes se estaban acumulando justo encima de su cabeza.

Emitió un sonido que sólo podría definirse como un gruñido y siguió caminando al tiempo que intentaba no maldecir cuando le cayó otra gota en la mejilla. Luego otra le mojó el hombro, y luego otra, y otra…

Ellie alzó el puño hacia el cielo.

– Alguien de allí arriba está muy enfadado conmigo -gritó-, ¡y quiero saber por qué!

El cielo desató su furia y, a los pocos segundos, ya estaba calada hasta los huesos.

– Recuérdame que nunca más vuelva a cuestionar tus propósitos, Señor -murmuró algo enfadada, lejos de la joven temerosa de Dios que su padre siempre había querido que fuera-. Está claro que no te gusta que dude de tus decisiones.

Cayó un relámpago y, segundos después, oyó el estruendo de un trueno. Ellie dio un buen salto. ¿Qué le había dicho el marido de su hermana hacía tantos años? ¿Cuánto más seguidos van relámpago y trueno, más cerca está la tormenta? Robert siempre había tenido aptitudes científicas y, en esos asuntos, Ellie le creía.

Echó a correr. Pero después, cuando sus pulmones amenazaron con estallar, aminoró el ritmo hasta un suave trote. Sin embargo, después de uno o dos minutos, decidió caminar deprisa. Al fin y al cabo, no se iba a mojar más de lo que ya estaba.

Volvió a oír otro trueno y saltó, tropezó con la raíz de un árbol y cayó al barro.

– ¡Maldición! -gruñó, en lo que suponía el primer uso de dicha palabra en su vida. Sin embargo, si había algún momento idóneo para empezar a maldecir, era ése.

Se levantó y miró hacia el cielo, con la lluvia mojándole la cara. El sombrero le cayó encima de los ojos y no la dejaba ver. Se lo quitó, miró hacia arriba y gritó:

– ¡No me hace gracia!

Más relámpagos.

– Todos están contra mí -murmuró mientras empezaba a notarse algo irracional-. Todos -su padre, Sally Foxglove, el señor Tibbett, quienquiera que controlara el tiempo…

Más truenos.

Ellie apretó los dientes y siguió caminando. Al final, el viejo e imponente edificio de piedra apareció en el horizonte. Nunca había visto Wycombe Abbey, pero había visto un retrato a lápiz y tinta en venta en Bellfield. Se tranquilizó un poco, caminó hasta la puerta y llamó.

Un criado con librea abrió la puerta y la miró de forma extremadamente condescendiente.

– Ve… vengo a ver a… al conde -dijo Ellie, con los dientes repiqueteando de frío.

– A los criados los recibe el ama de llaves -respondió el mayordomo-. Vaya por la puerta de atrás.

Empezó a cerrar la puerta, pero la joven consiguió evitarlo metiendo el pie en el umbral.

– ¡Nooo! -gritó, porque tenía la impresión de que, si le cerraban la puerta en la cara, acabaría condenada de por vida a gachas frías y chimeneas sucias.

– Señora, quite el pie.

– Ni muerta -respondió Ellie mientras apartaba la puerta con el codo y el hombro-. Veré al conde y…

– El conde no trata con las de su clase.

– ¿Mi clase? -exclamó ella. Aquello sobrepasaba lo intolerable. Tenía frío, estaba empapada, no podía sacar un dinero que era suyo y encima un presuntuoso mayordomo la llamaba prostituta-. ¡Déjeme entrar ahora mismo! Está diluviando.

– Ya lo veo.

– Desalmado -susurró ella-. Cuando vea al conde, le diré…

– Rosejack, ¿qué diablos es todo esto?

Ellie estuvo a punto de derretirse de alivio cuando oyó la voz de Billington. De hecho, lo habría hecho si no estuviera segura de que cualquier muestra de relajación por su parte acabaría con el mayordomo cerrándole la puerta en las narices y dejándola en la calle.

– Hay una criatura en la puerta -respondió Rosejack-. No quiere irse.

– Soy una mujer, ¡cretino! -Ellie se sirvió del puño que había conseguido deslizar al otro lado de la puerta para darle un golpe en la cabeza.

– Por el amor de Dios -dijo Charles-. Abre la puerta y déjala pasar.

Rosejack abrió la puerta del todo y Ellie cayó al suelo sintiéndose como una rata mojada en medio de un entorno tan esplendoroso. Los suelos estaban llenos de preciosas alfombras, en la pared había un cuadro que habría jurado que era de Rembrandt y el jarrón que había tirado cuando se había caído… Bueno, tenía el presentimiento de que era importado de China.

Levantó la cabeza mientras intentaba apartarse los mechones mojados de la cara. Charles estaba muy guapo, parecía divertido y desagradablemente seco.

– ¿Milord? -dijo ella, casi sin aliento y sin voz. No parecía ella, porque sus discusiones con Dios y el mayordomo le habían dejado una voz rasposa y ronca.

El conde parpadeó mientras la miraba.

– Disculpe, señora -dijo-. ¿Nos conocemos?

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