CAPITULO 22

Ellie no estaba segura de qué la hizo empezar a preocuparse. Nunca se había considerado una persona supersticiosa, pero no le gustaba lo nublado que se estaba poniendo el cielo. Un miedo irracional le puso los pelos de punta y, de repente, tuvo la intensa necesidad de ver a Charles.

Sin embargo, cuando bajó a su despacho, no lo encontró. Se le detuvo el corazón, pero entonces vio que el bastón tampoco estaba. Si lo hubieran secuestrado, seguro que nadie habría pensado en llevarse también el bastón.

El muy estúpido debía de haber salido a investigar.

Pero cuando se dio cuenta de que habían pasado más de tres horas desde la última vez que lo había visto, empezó a tener una extraña sensación en la boca del estómago.

Comenzó a buscar por toda la casa, pero nadie del servicio lo había visto. Tampoco Helen ni Claire. De hecho, la única persona que parecía tener una ligera idea de dónde podía estar era Judith.

– Lo he visto por la ventana -dijo la niña.

– ¿De verdad? -preguntó Ellie, que casi se dejó caer del alivio-. ¿Y adónde iba?

– A los establos. Iba cojeando.

– Oh, gracias, Judith -dijo Ellie mientras le daba un abrazo. Salió del salón y bajó las escaleras. Seguramente, había ido a los establos a intentar descubrir quién le había puesto el clavo en la silla.

Ojalá le hubiera dejado una nota, pero estaba tan aliviada por saber dónde estaba que no estaba enfadada por el descuido.

Sin embargo, cuando llegó a su destino no vio ni rastro de su marido. Leavey estaba supervisando a varios mozos que estaban trabajando en los compartimientos, pero ninguno de ellos parecía conocer el paradero del conde.

– ¿Seguro que no lo habéis visto? -preguntó Ellie por tercera vez-. La señorita Judith insiste en que lo ha visto entrar en los establos.

– Ha debido de ser mientras estábamos ejercitando a los caballos -respondió Leavey.

– ¿Y cuánto hace de eso?

– Varias horas.

Ellie suspiró con impaciencia. ¿Dónde estaba Charles? Y entonces vio algo extraño. Algo rojo.

– ¿Qué es esto? -susurró mientras se arrodillaba. Cogió un puñado de paja.

– ¿Qué sucede, milady? -preguntó Leavey.

– Es sangre -respondió ella con la voz temblorosa-. En la paja.

– ¿Está segura?

Ella la olió y asintió.

– Dios mío -miró a Leavey, pálida como el papel-. Se lo han llevado. Dios mío, alguien se lo ha llevado.


El primer pensamiento de Charles cuando recuperó la conciencia fue que no volvería a beber nunca más. Ya había tenido otras resacas, pero nunca había sentido aquella agonía tan dolorosa. Pero entonces se dijo que era de día y que no había bebido y…

Gruñó a medida que iba recuperando porciones de recuerdos. Alguien le había golpeado en la cabeza con la culata de un rifle.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. Le pareció estar en un dormitorio de una casa abandonada. Los muebles eran viejos y estaban llenos de polvo y el ambiente olía a moho. Tenía los pies y las manos atados, cosa que no lo sorprendió.

Sinceramente, lo que sí lo sorprendió fue no estar muerto. Estaba claro que alguien quería matarlo. ¿Qué sentido tenía secuestrarlo antes? A menos, claro, que su enemigo tuviera intención de revelar su identidad antes del golpe de gracia.

Sin embargo, al hacerlo, el asesino había dado más tiempo a Charles para pensar y planear, y juró escapar y llevar a su enemigo ante la justicia. No sabía cómo iba a hacerlo, atado y con un tobillo torcido, pero no tenía ninguna intención de abandonar este mundo a las pocas semanas de haber encontrado el amor verdadero.

Lo primero que tenía que hacer era desatarse las manos, de modo que localizó una silla rota que estaba en una esquina. Los trozos rotos parecían afilados y empezó a frotar las cuerdas contra un ángulo astillado. Iba a tardar bastante en cortar las gruesas cuerdas, pero su corazón daba un brinco cada vez que notaba cómo una fibra cedía bajo la fricción.

Después de cinco minutos de frotar, Charles oyó cómo una puerta se cerraba en la otra habitación y enseguida colocó las manos junto al cuerpo. Empezó a moverse hacia el centro de la habitación, donde lo habían dejado inconsciente, pero luego decidió quedarse donde estaba. Podía fingir que había cruzado la habitación para apoyarse en la pared.

Oyó varias voces, aunque no podía distinguir qué decían los captores. Reconoció el tono de voz propio de los barrios bajos de Londres y dedujo que tendría que vérselas con matones a sueldo. No tenía sentido que su enemigo procediera del oscuro Londres.

Al cabo de un minuto o dos, quedó claro que los captores no tenían ninguna intención de comprobar su estado. Charles decidió que debían de estar esperando a la persona que les había pagado, así que siguió frotando la cuerda.

No sabía cuánto tiempo había estado allí, moviendo las manos de un lado a otro contra la madera rota, pero apenas había conseguido un tercio de su objetivo cuando oyó otro portazo, que esta vez vino seguido de una voz claramente refinada.

Charles pegó las manos al cuerpo y alejó la silla con el hombro. Si no se equivocaba, el enemigo querría verlo de inmediato y…

La puerta de la habitación se abrió. Contuvo el aliento. Una silueta se dibujó bajo el umbral.

– Buenos días, Charles.

– ¿Cecil?

– En persona.

¿Cecil? ¿Su primo que no sabía hablar? ¿El que siempre se chivaba cuando eran pequeños? ¿El que siempre había experimentado un placer desorbitado pisando bichos?

– Eres duro de pelar -dijo Cecil-. Al final, me he dado cuenta de que voy a tener que hacerlo yo mismo.

El conde supuso que tendría que haber prestado más atención a la fijación de su primo con los bichos muertos.

– ¿Qué diablos crees que estás haciendo, Cecil? -le preguntó.

– Asegurándome mi plaza como siguiente conde de Billington.

Charles se lo quedó mirando.

– Pero si ni siquiera eres el siguiente en la línea de sucesión. Si me matas, el título va a parar a manos de Phillip.

– Phillip está muerto.

Charles se quedó helado. Phillip nunca le había caído bien, pero tampoco le había deseado ningún mal.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó, con voz ronca.

– ¿Yo? No le he hecho nada. Las deudas de juego de nuestro querido primo acabaron con él. Creo que al final uno de sus prestamistas perdió la paciencia. Ayer mismo lo sacaron del Támesis.

– Y, claro, supongo que tú no tuviste nada que ver con sus deudas.

Cecil se encogió de hombros.

– Puede que le indicara dónde jugaban una o dos veces, pero siempre por petición suya.

Charles maldijo en voz baja. Debería haber vigilado a su primo, debería haberse dado cuenta de que el juego se estaba convirtiendo en un problema peligroso. Quizá hubiera podido contrarrestar la influencia de Cecil.

– Phillip debería haber acudido a mí -dijo-. Lo habría ayudado.

– No te martirices, primo -dijo Cecil chasqueando la lengua-. Poco habrías podido hacer por nuestro querido Phillip. Tengo la sensación de que esos prestamistas habrían ido a por él independientemente de lo deprisa que pagara sus deudas.

Cuando Charles comprendió lo que Cecil estaba diciendo, se enfureció.

– Lo mataste tú -susurró-. Lo lanzaste al Támesis y luego lo arreglaste para que pareciera que habían sido los prestamistas.

– Un buen plan, ¿no te parece? He tardado más de un año en ejecutarlo; al fin y al cabo, tenía que asegurarme de que las conexiones de Phillip con el inframundo de Londres eran públicas y notorias. Lo tenía todo perfectamente planeado -se enfureció-, pero entonces tú lo arruinaste todo.

– ¿Cómo? ¿Naciendo? -preguntó Charles, perplejo.

– Casándote con esa estúpida hija del vicario. No iba a matarte, ¿sabes? El título nunca me importó; sólo quería el dinero. Estaba contando las horas hasta tu trigésimo cumpleaños. Me he estado regocijando con el testamento de tu padre desde el momento en que se leyó. Nadie pensaba que acabarías obedeciendo sus órdenes. Toda tu vida le has llevado la contraria.

– Y entonces me casé con Ellie -dijo Charles con la voz neutra.

– Y entonces me di cuenta de que tenía que matarte. Así de sencillo. Lo vi venir cuando empezaste a cortejarla, así que lo intenté aflojando la rosca de la rueda del carruaje, pero sólo saliste magullado. Y luego organicé la caída de la escalera. Eso fue difícil, te lo prometo. Tuve que trabajar deprisa. Y no habría podido hacerlo si la escalera no hubiera estado en tan malas condiciones.

Charles recordó el intenso dolor que había sentido cuando la madera de la escalera le había abierto la piel y se sacudió de rabia.

– Hubo bastante sangre -continuó Cecil-. Lo estaba mirando desde el bosque. Pensé que lo había logrado, hasta que vi que sólo te habías cortado el brazo. Esperaba una herida en el pecho.

– Lamento mucho no haberte complacido -dijo Charles muy seco.

– Ah, sí, la famosa agudeza de los Billington. Veo que no pierdes el estoicismo.

– Está claro que lo necesito en momentos como éste.

Cecil meneó lentamente la cabeza.

– La agudeza no te salvará esta vez, primo.

Charles lo miró fijamente.

– ¿Cómo tienes pensado hacerlo?

– Rápido y sin dolor. Nunca quise hacerte sufrir.

– Pues el veneno que le diste a mi mujer no le sentó demasiado bien.

Cecil soltó un largo suspiro.

– Es que siempre se entromete. Aunque provocó el bonito incendio de la cocina. Si hubiera hecho más viento, habría hecho el trabajo por mí. Me han dicho que apagaste las llamas tú mismo.

– Deja a Ellie fuera de todo esto.

– En cualquier caso, me disculpo por la virulencia del veneno. Me dijeron que sería indoloro. Obviamente, me engañaron.

Charles separó los labios, incrédulo.

– No puedo creerme que me estés pidiendo disculpas.

– No he perdido los modales… sólo los escrúpulos.

– Tu plan va a fracasar -dijo Charles-. Puedes matarme, pero no heredarás mi fortuna.

Cecil tamborileó los dedos contra su mejilla.

– Déjame pensar. No tienes hijos. Si mueres, el conde paso a ser yo -se encogió de hombros y rió-. Me parece bastante sencillo.

– Serás conde, pero no conseguirás el dinero. Sólo heredarás la propiedad. Wycombe Abbey vale dinero, pero, como conde, no podrás venderla, y el mantenimiento cuesta una fortuna. Tendrás los bolsillos más vacíos que ahora. ¿Por qué diantres te crees que estaba tan desesperado por casarme?

Las cejas de Cecil se llenaron de gotas de sudor.

– ¿De qué estás hablando?

– Mi fortuna será para mi mujer.

– Nadie deja una fortuna así a una mujer.

– Yo lo he hecho -dijo Charles con una sonrisa.

– Mientes.

Tenía razón, pero Charles no consideró indicado decírselo. En realidad, había planeado modificar el testamento para dejar toda la fortuna a Ellie; pero todavía no lo había hecho. Se encogió de hombros y dijo:

– Es un riesgo que tendrás que correr.

– Ahí es donde te equivocas, primo. También puedo matar a tu mujer.

Charles sabía que diría eso, pero saberlo no evitó que le hirviera la sangre.

– ¿De verdad crees -le preguntó arrastrando las palabras- que puedes matar al conde y a la condesa de Billington, heredar el título y la fortuna y no ser sospechoso de los asesinatos?

– Claro…, si no son asesinatos.

Charles entrecerró los ojos.

– Un accidente -fantaseó Cecil-. Un terrible y trágico accidente, que os aleje para siempre de vuestros seres queridos. Os echaremos mucho de menos. Llevaré luto un año entero.

– Muy amable.

– Maldita sea, pero ahora voy a tener que enviar a esos idiotas a por tu mujer -dijo señalando con la cabeza hacia la puerta.

Charles empezó a pelearse con las cuerdas de las manos.

– Si le tocas un pelo de la cabeza…

– Charles, te acabo de decir que voy a matarla -dijo Cecil riéndose-. Yo no me preocuparía demasiado por su pelo, ¿no crees?

– Arderás en el infierno por esto.

– Sin duda, pero antes me lo habré pasado en grande en la tierra -se frotó la barbilla-. No me fío de ellos. Es increíble que hayan conseguido traerte aquí sin contratiempos.

– El chichón que tengo en la cabeza demuestra que no ha sido «sin contratiempos».

– ¡Ya lo tengo! Le escribirás una nota. Sácala de la seguridad de la casa. Tengo entendido que últimamente habéis estado como dos tortolitos. Hazle creer que has organizado un encuentro íntimo. Vendrá corriendo. Las mujeres siempre lo hacen.

Charles empezó a pensar muy deprisa. Cecil no sabía que Ellie y él ya habían adivinado que alguien quería hacerles daño. Ella nunca creería que hubiera organizado un encuentro en medio de aquella situación. Enseguida sospecharía que sucedía algo. Estaba seguro.

Sin embargo, no quería levantar sospechas mostrándose demasiado dispuesto a escribir la nota. Volvió la cara y escupió.

– No haré nada para atraer a Ellie a la muerte.

Cecil se le acercó y lo puso de pie.

– Va a morir de todas formas, así que será mejor que lo haga contigo.

– Tendrás que desatarme las manos -dijo Charles con voz neutra.

– No soy tan estúpido como crees.

– Ni yo soy tan hábil como crees -respondió Charles-. ¿Quieres que mi letra parezca la de un niño pequeño? Ellie no es tonta. Si recibe una nota con una letra que no es la mía, sospechará.

– Está bien. Pero no intentes ninguna heroicidad. -Cecil sacó un cuchillo y una pistola. Utilizó el cuchillo para cortarle la cuerda de las manos y mantuvo la pistola apuntándole a la cabeza.

– ¿Tienes papel? -preguntó Charles con sarcasmo-. ¿Una pluma? ¿Tinta, quizá?

– Cállate. -Cecil se paseó por la habitación, sin dejar de apuntar a su primo, que tampoco podría haber ido demasiado lejos con los pies atados-. Maldición.

Charles se echó a reír.

– ¡Cállate! -gritó Cecil. Se volvió hacia la puerta y gritó-: ¡Baxter!

Apareció un hombre corpulento.

– ¿Qué?

– Tráeme papel. Y tinta.

– Y una pluma -añadió Charles.

– No creo que haya nada de eso por aquí -dijo Baxter.

– ¡Pues ve a comprarlo! -gritó Cecil sacudiendo todo el cuerpo de rabia.

Baxter se cruzó de brazos.

– Todavía no me ha pagado por secuestrar al conde.

– Por el amor de Dios -dijo Cecil entre dientes-. Trabajo con idiotas.

Charles observó con gran interés cómo Baxter oscurecía la expresión. Quizá pudiera convencerlo para que traicionara a su primo.

Cecil le lanzó una moneda. El fornido hombre se arrodilló para recogerla, pero no sin antes mirarlo con odio. Se dio media vuelta, pero se detuvo cuando su jefe le gritó:

– ¡Espera!

– ¿Y ahora qué? -preguntó Baxter.

Cecil señaló a Charles con la cabeza.

– Vuelve a atarlo.

– ¿Por qué lo ha desatado?

– No te incumbe.

Charles suspiró y le ofreció las muñecas a Baxter. Aunque le gustaría pelear por su libertad, ahora no era el momento. Nunca podría con aquel tipo y con Cecil, que todavía iba provisto del cuchillo y la pistola. Sin mencionar que tenía los tobillos atados y uno de ellos torcido.

Charles suspiró cuando Baxter le ató las manos con una cuerda nueva. Todo el trabajo intentando gastar la cuerda para nada. Al menos, esta vez no apretó tanto el nudo y la sangre podía circular con normalidad.

El tipo salió de la habitación, y Cecil lo siguió hasta la puerta, desde donde agitó la pistola en dirección de Charles y dijo muy seco:

– No te muevas.

– Como si pudiera -dijo el conde entre dientes mientras intentaba mover los pies dentro de las botas para que la sangre circulara. Oyó que su primo hablaba con el amigo de Baxter, al que todavía no había visto, pero no pudo adivinar qué decían. Al cabo de uno o dos minutos, Cecil regresó y se sentó en una silla destartalada.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Charles.

– Ahora, a esperar.

Sin embargo, al cabo de unos momentos, Cecil empezó a mover las piernas. Charles se alegró de su incomodidad.

– ¿Aburrido? -le preguntó.

– Impaciente.

– Ah, claro. Quieres matarme y acabar con todo esto.

– Exacto. -Cecil empezó a tamborilear los dedos contra el muslo y a chasquear la lengua siguiendo el ritmo.

– Vas a volverme loco -dijo Charles.

– No es algo que me quite el sueño.

El conde cerró los ojos. Estaba claro que ya había muerto y estaba en el infierno. ¿Qué podía ser peor que estar varias horas encerrado con un inquieto Cecil que, por cierto, planeaba matarlo a él y a su mujer?

Abrió los ojos.

Su primo estaba sujetando una baraja de cartas.

– ¿Quieres jugar? -le preguntó.

– No -respondió Charles-. Siempre has sido un tramposo.

Cecil se encogió de hombros.

– Da igual. No puedo quitarle el dinero a un muerto. Uy, perdona, sí que puedo. De hecho, te quitaré todo lo que posees.

Charles volvió a cerrar los ojos. Había flirteado con el diablo cuando se había preguntado qué podía ser peor que estar atrapado con Cecil.

Ahora lo sabía. Iba a tener que jugar a cartas con ese desgraciado. El mundo no era justo. Para nada.


A Ellie le temblaban las manos mientras desdoblaba la nota que le acababa de dar el mayordomo. Leyó en silencio las líneas y contuvo la respiración.


«Mi querida Eleanor:

Me he pasado todo el día organizando una salida romántica para los dos solos. Reúnete conmigo en el columpio dentro de una hora.

Tu devoto marido, Charles»


Ellie miró a Helen, que no se había movido de su lado en la última hora.

– Es una trampa -le susurró mientras le daba la nota.

La prima de Charles la leyó y levantó la mirada.

– ¿Cómo estás tan segura?

– Nunca me llamaría Eleanor en una nota personal como ésta. Y menos si estuviera planeando algo romántico. Me llamaría Ellie. Seguro.

– No sé -dijo Helen-. Estoy de acuerdo en que hay algo que no encaja, pero ¿sacas todas esas conclusiones por el simple hecho de que no te haya llamado por tu diminutivo?

Ellie ignoró la pregunta.

– Además, desde que alguien puso el clavo debajo de la silla de montar ha establecido unas medidas de seguridad draconianas. ¿De verdad crees que me enviaría una nota pidiéndome que fuera sola a una zona desierta?

– Tienes razón -dijo Helen con firmeza-. ¿Qué piensas hacer?

– Tendré que ir.

– ¡No puedes!

– ¿Cómo, si no, voy a descubrir dónde está?

– Pero, Ellie, te harán daño. Seguro que quien se ha llevado a Charles también quiere matarte.

– Tendrás que buscar ayuda. Puedes esperar en el columpio y ver qué pasa. Y cuando me cojan, nos sigues.

– Ellie, parece muy peligroso.

– No hay otra forma -respondió ella, con firmeza-. No podemos salvar a Charles si no sabemos dónde está.

Helen meneó la cabeza.

– No tenemos tiempo para ir a pedir ayuda. Tienes que estar en el columpio dentro de una hora.

– Tienes razón. -Ellie suspiró nerviosa-. Entonces tendremos que salvarlo nosotras solas.

– ¿Estás loca?

– ¿Sabes disparar?

– Sí -respondió Helen-. Me enseñó mi marido.

– Perfecto. Espero que no tengas que hacerlo. Irás con Leavey hasta el columpio. Es el criado en quien Charles confía más -de repente arrugó el gesto-. Oh, Helen, ¿en qué estoy pensando? No puedo pedirte que hagas esto.

– Si tú vas, yo voy -dijo la mujer, decidida-. Charles me salvó cuando mi marido murió y no tenía dónde ir. Ahora ha llegado el momento de devolverle el favor.

Ellie juntó las manos frente al pecho.

– Oh, Helen, Charles tiene suerte de que seas su prima.

– No -la corrigió ella-. Tiene suerte de que tú seas su mujer.

Загрузка...