CAPITULO 10

Al día siguiente, Charles se despertó con un terrible dolor de cabeza. Su nueva esposa parecía que tenía la habilidad de provocarle una horrible resaca sin haber probado ni una gota de alcohol.

No cabía ninguna duda. El matrimonio no era bueno para la salud.

Después de lavarse y vestirse, decidió que tenía que buscar a Ellie y ver cómo estaba. No tenía ni idea de qué iba a decirle, pero parecía que tenía que decirle algo.

Lo que quería decirle era: «Disculpas aceptadas», pero, para eso, ella tenía que disculparse por sus escandalosas palabras de la noche anterior, y dudaba que fuera a hacerlo.

Llamó a la puerta que conectaba las habitaciones y esperó una respuesta. Cuando no obtuvo ninguna, abrió la puerta sólo un poco y la llamó. Siguió sin tener respuesta, así que abrió la puerta un poco más y se asomó.

– ¿Ellie? -miró la cama y lo sorprendió ver que estaba perfectamente hecha. Los criados todavía no habían venido a limpiar. Estaba seguro, porque les había dado instrucciones de que llevaran un ramo de flores frescas a la habitación de su mujer cada mañana y allí todavía estaban las violetas de ayer.

Meneó la cabeza cuando comprendió que su mujer se había hecho la cama. Imaginó que no debía de sorprenderle. Era una mujer bastante competente.

Excepto con los hornos, claro.

Charles bajó al salón del desayuno, pero, en lugar de su mujer, sólo encontró a Helen, Claire y Judith.

– ¡Charles! -exclamó Claire cuando lo vio entrar por la puerta. Se levantó.

– ¿Cómo está mi prima de catorce años favorita esta mañana? -dijo mientras la tomaba de la mano y la besaba con galantería. A las jóvenes les encantaban esas tonterías románticas, y él adoraba a Claire lo suficiente como para recordar agasajarla con esos gestos.

– Estoy muy bien, gracias -respondió ella-. ¿Desayunarás con nosotras?

– Creo que sí -murmuró Charles mientras se sentaba.

– No tenemos tostadas -añadió Claire.

Helen le lanzó una mirada de reprobación, pero él no pudo evitar chasquear la lengua mientras se servía un locha de jamón.

– A mí también puedes darme un beso en la mano -dijo Judith.

– Que me caiga un rayo por haberme olvidado -dijo Charles mientras se levantaba. Tomó la mano de la pequeña y se la acercó a los labios-. Mi querida princesa Judith, un millón de disculpas.

La niña se rió mientras Charles volvía a su silla.

– ¿Dónde estará mi mujer? -preguntó él.

– No la he visto -respondió Claire.

Helen se aclaró la garganta.

– Eleanor y yo somos madrugadoras. La he visto desayunar antes de que Claire y Judith bajaran.

– ¿Y estaba comiendo tostadas? -preguntó su hija mayor.

Charles tosió para disimular su risa. No quedaría bien reírse de la mujer de uno delante de la familia. A pesar de que ese uno estuviera increíblemente enfadado con dicha mujer.

– Me parece que se ha comido una galleta -respondió Helen, muy seca-. Y tendré que pedirte que no vuelvas a sacar el tema, Claire. Tu nueva prima es muy sensible respecto a ese incidente.

– Es mi prima política. Y no fue un incidente, fue un incendio.

– Eso fue ayer -intervino Charles-, y yo ya lo he olvidado por completo.

Claire frunció el ceño y Helen continuó:

– Me parece que tenía pensado ir al invernadero. Dijo algo de ser una experta jardinera.

– ¿El invernadero es ignífugo? -preguntó Claire.

Charles la miró con severidad.

– Claire, ya basta.

La chica volvió a fruncir el ceño, pero no dijo nada más. Entonces, mientras los tres se miraban en silencio, un poderoso grito atravesó el aire:

– ¡Fuego!

– ¡Lo veis! -gritó Claire con petulancia-. ¡Lo veis! Os dije que prendería fuego al invernadero.

– ¿Otro fuego? -preguntó la niña, encantada con la idea-. La vida con Ellie es muy emocionante.

– Judith -dijo su madre, con un tono cansado-, los incendios no son emocionantes. Y, Claire, sabes perfectamente que sólo es la tía Cordelia. Estoy segura de que no hay ningún incendio.

Como si quisiera demostrar que Helen tenía razón, Cordelia entró en el salón gritando: «¡Fuego!» Pasó junto a la mesa y siguió corriendo hacia el comedor formal, con destino desconocido.

– ¿Veis? -dijo Helen-. Sólo es Cordelia. No hay ningún fuego.

Charles quería estar de acuerdo con Helen, pero, después del susto de ayer, descubrió que estaba algo nervioso. Se limpió la boca con la servilleta y se levantó.

– Creo que iré a dar un paseo -improvisó. No quería que sus primas creyeran que iba a comprobar qué hacía su mujer.

– Pero si apenas has probado la comida -protestó Claire.

– No tengo hambre -dijo Charles enseguida, calculando mentalmente cuánto podría tardar un fuego en extenderse desde el invernadero-. Nos veremos en la comida -dio media vuelta, se marchó y, en cuanto hubo salido del comedor, echó a correr.


Ellie allanó la tierra alrededor de un arbusto en flor mientras se maravillaba ante el espectacular invernadero. Había oído hablar de estas estructuras, pero nunca había visto una. Así se mantenía un clima lo suficientemente cálido como para poder cultivar plantas durante todo el año, incluso naranjos, que sabía que preferían un clima más tropical. Cuando tocó las hojas del naranjo, se le hizo la boca agua. Ahora no tenía frutos, pero cuando llegara la primavera y el verano…, sería maravilloso.

Si el lujo significaba poder comer naranjas en verano, se dijo que podría acostumbrarse a él.

Paseó por el invernadero y observó las distintas plantas. Estaba impaciente por empezar a cuidar los rosales. Le encantaba entretenerse en el jardín de su padre. Esto tenía que ser el mayor beneficio de su apresurado matrimonio: la oportunidad de poder dedicarse al jardín durante todo el año.

Estaba arrodillada intentando observar el sistema de raíces de una planta en particular, cuando oyó que unos pasos se acercaban. Cuando levantó la mirada, vio que Charles entraba corriendo en el invernadero; bueno, llegó corriendo a la puerta y luego se detuvo en seco, como si no quisiera que ella supiera que había venido corriendo.

– Ah -dijo ella, inexpresiva-. Eres tú.

– ¿Esperabas a otra persona? -Charles miró a su alrededor, como si estuviera buscando algo.

– Claro que no. Pero no esperaba que vinieras a buscarme.

– ¿Por qué no? -preguntó él, distraído, todavía buscando algo.

Ellie lo miró fijamente.

– ¿Acaso tienes una memoria deficiente, milord?

Él pareció no oírla, así que ella exclamó:

– ¡Charles!

Él se volvió de golpe.

– ¿Qué?

– ¿Qué buscas?

– Nada.

Justo entonces, Cordelia entró en el invernadero gritando: «¡Fuego! ¡Fuego!»

Ellie vio cómo su tía-abuela salía y se volvió hacia Charles con expresión acusatoria.

– Pensabas que había prendido fuego al invernadero, ¿verdad?

– Por supuesto que no -respondió él.

– Por el amor de… -se detuvo antes de blasfemar. A su padre le daría algo si descubriera lo mucho que había empeorado el vocabulario de su hija en los dos días que llevaba fuera de su casa. El matrimonio estaba teniendo unos efectos negativos en su carácter, eso seguro.

Charles miró al suelo, avergonzado. Su tía Cordelia llevaba gritando «¡Fuego!» cada día desde que la conocía. Tendría que haber confiado un poco más en su mujer.

– ¿Te gusta la jardinería? -farfulló.

– Sí. Espero que no te importe que me dedique a las plantas.

– En absoluto.

Se quedaron en silencio durante medio minuto. Ellie repiqueteó en el suelo con la punta del zapato. Charles tamborileó los dedos de la mano en el muslo. Al final, ella se dijo que nunca había sido una persona sumisa por naturaleza y dijo:

– Sigues enfadado conmigo, ¿verdad?

Él levantó la cabeza, sorprendido de que le hubiera hecho la pregunta.

– Es una forma de describirlo.

– Yo también estoy enfadada contigo.

– No se me ha pasado por alto.

Su sequedad la enfurecía. Era como si se estuviera burlando de su angustia.

– Quiero que sepas -le dijo ella-, que nunca imaginé que mi matrimonio sería el contrato seco y frío que pareces tener en mente.

Él chasqueó la lengua y se cruzó de brazos.

– Seguramente, nunca imaginaste casarte conmigo.

– Es lo más egoísta que he…

– Además -la interrumpió él-, si nuestro matrimonio es frío, como tan delicadamente dices, es porque has elegido no consumar la unión.

Ellie se quedó sin habla ante su crueldad.

– Señor, es usted despreciable.

– No, simplemente te deseo. ¿Por qué? Te prometo que no lo sé, pero te deseo.

– ¿La lujuria siempre convierte a los hombres en seres tan horribles?

Él se encogió de hombros.

– No lo sé. Nunca me había costado tanto llevarme a una mujer a la cama. Y nunca había estado casado con ninguna de ellas.

Ellie volvió a quedarse boquiabierta. Desconocía los detalles de un matrimonio de la nobleza, pero estaba convencida de que los maridos no tenían que hablar de sus conquistas amorosas delante de sus mujeres.

– No tengo por qué escuchar estas cosas -dijo ella-. Me voy.

Empezó a caminar hacia la puerta, pero se detuvo y dio media vuelta.

– No -dijo-, quiero seguir con las plantas. Vete tú.

– Ellie, ¿debo recordarte que ésta es mi casa?

– Ahora también es la mía. Quiero estar en el invernadero. Tú no. Por lo tanto, te vas tú.

– Eleanor…

– Me está empezando a resultar muy difícil saborear el placer de tu compañía -dijo ella.

Charles meneó la cabeza.

– De acuerdo. Entiérrate hasta los codos, si quieres. Tengo cosas mejores que hacer que quedarme aquí discutiendo contigo.

– Yo también.

– Perfecto.

– ¡Perfecto!

Y se marchó.

Ellie pensó que parecían dos niños pequeños, pero, a esas alturas, estaba demasiado enfurecida para preocuparse por eso.


Los recién casados consiguieron evitarse durante dos días y, seguramente, habrían podido seguir con sus vidas solitarias si no se hubiera producido un desastre.

Ellie estaba desayunando cuando Helen entró en el comedor con una expresión de asco.

– ¿Sucede algo, Helen? -preguntó Ellie, intentando ignorar el hecho de que la cocina todavía no había retomado el servicio de tostadas.

– ¿Tienes idea de qué es ese olor tan asqueroso del ala sur? He estado a punto de desmayarme por el camino.

– Yo no he notado nada, pero he bajado por las escaleras laterales y… -se le detuvo el corazón. «El invernadero. Por favor, no. El invernadero, no.» Estaba en el ala sur-. Madre mía -murmuró, mientras se levantaba. Corrió por los pasillos, con Helen pisándole los talones. Si había pasado algo en el invernadero, no sabía qué haría. Era el único lugar de ese mausoleo dejado de la mano de Dios donde se sentía como en casa.

A medida que se iba acercando a su destino, le llegó un olor terrible a podrido.

– ¡Dios mío! -gritó-. ¿Qué es esto?

– Es horrible, ¿verdad? -comentó Helen.

Ellie entró en el invernadero y lo que vio le provocó ganas de llorar. Los rosales, de los que ya se había enamorado, estaban muertos, con las hojas casi chamuscadas. Los pétalos habían caídos todos al suelo y los esqueletos de los arbustos apestaban. Se tapó la nariz.

– ¿Quién ha podido hacer algo así? -se volvió hacia Helen y repitió-. ¿Quién?

Helen se la quedó mirando unos segundos y luego dijo:

– Ellie, eres la única que se pasa horas en el invernadero.

– ¿No creerás que yo…? ¿Crees que lo he hecho yo?

– A propósito, no -respondió Helen, que estaba bastante incómoda-. Todos veíamos lo mucho que te gustaban las plantas y las flores. Quizá pusiste algo en la tierra o le echaste algo que no debías.

– ¡Yo no he hecho nada! -insistió Ellie-. Yo…

– ¡Por el amor de Dios! -Charles entró en el invernadero con un pañuelo encima de la boca y la nariz-. ¿Qué es ese olor?

– ¡Mis rosales! -gritó Ellie-. Mira lo que les han hecho.

Él apoyó las manos en las caderas mientras observaba los daños y, accidentalmente, respiró por la nariz y tosió.

– Diablos, Ellie, ¿cómo has conseguido matar los rosales en apenas dos días? Mi madre siempre tardaba, al menos, un año.

– ¡Yo no he tenido nada que ver! -gritó-. ¡Nada!

Claire escogió ese instante para entrar en escena.

– ¿Se ha muerto algo en el invernadero? -preguntó.

Ellie entrecerró los ojos.

– No, pero mi marido está a punto de hacerlo si dice una palabra despectiva más sobre mí.

– Ellie -dijo Charles en tono conciliador-. Sé que no lo has hecho a propósito. Pero es que…

– ¡Aaah! -chilló ella, mientras levantaba las manos en el aire-. Si vuelvo a oír esa frase otra vez, gritaré.

– Ya estás gritando -dijo Claire.

Ellie quería estrangular a esa niña.

– Hay personas a las que no se les da bien la jardinería -continuó Claire-. No tiene nada de malo. A mí se me da fatal. Por eso nunca me atrevería a pisar el invernadero. Para eso tenemos jardineros.

Ellie miró a Charles, a Helen y a Claire, y luego otra vez a Charles. Sus expresiones eran de lástima, como si se hubieran encontrado con una criatura que, aunque era agradable, también era completamente inepta.

– Ellie -dijo Charles-, quizá podamos hablarlo.

Después de dos días de tratamiento de silencio, la repentina disponibilidad para hablar sobre su supuesto fallo en el invernadero fue la gota que colmó el vaso.

– No tengo nada que hablar contigo -gruñó-. ¡Con ninguno de vosotros! -y se marchó.


Charles dejó que Ellie estuviera sola en la habitación hasta la noche, cuando decidió que era mejor subir y hablar con ella. Nunca la había visto tan enfadada como esa mañana; aunque también era cierto que hacía apenas una semana que la conocía, pero nunca se había imaginado que la mujer alegre y valiente con quien se había casado pudiera enfadarse tanto por algo.

Había tenido unos días para enfriar los ánimos desde la última pelea. Ahora se daba cuenta de que Ellie lo había estado poniendo a prueba. No conocía las costumbres de la aristocracia y se había defendido atacando. Se calmaría a medida que fuera acostumbrándose al matrimonio.

Llamó con suavidad a la puerta y, como no obtuvo respuesta, llamó un poco más fuerte. Al final, le pareció oír algo como «Adelante», así que se asomó.

Ellie estaba sentada en la cama, envuelta en una vieja manta que debía de haber traído de su casa. Era una pieza sencilla, blanca con pespuntes azules; algo que no encajaba con los opulentos gustos de sus antepasados.

– ¿Querías algo? -preguntó ella en un tono neutro.

Charles la miró fijamente. Tenía los ojos rojos y, debajo de la voluminosa manta, parecía muy pequeña y joven. Tenía algo en la mano izquierda.

– ¿Qué es eso? -preguntó él.

Ellie bajó la mirada hasta las manos, como si hubiera olvidado que estaba sujetando algo.

– Ah, esto. Es el retrato de mi madre.

– Es muy especial para ti, ¿verdad?

Se produjo una larga pausa, como si Ellie estuviera decidiendo si quería compartir con él sus recuerdos familiares. Al final, dijo:

– Cuando supo que iba a morir, hizo dos. Uno para mí y otro para Victoria. La idea siempre fue que nos los lleváramos cuando nos casáramos.

– Para que no la olvidarais nunca.

Ella se volvió hacia él de golpe, con los ojos azules sorprendidos.

– Es exactamente lo que dijo. Lo mismo -se sorbió la nariz y se la limpió con la mano, un gesto muy poco elegante-. Como si pudiera olvidarla.

Miró las paredes de su habitación. Todavía no había descolgado todos aquellos horribles retratos y, en comparación con la dulce expresión de su madre, las condesas parecían todavía más imponentes.

– Siento mucho lo que ha pasado hoy en el invernadero -dijo Charles con delicadeza.

– Yo también -respondió ella con amargura.

Charles intentó ignorar su dureza mientras se sentaba a su lado en la cama.

– Sé que adorabas esas plantas.

– Igual que todos.

– ¿Qué quieres decir?

– Que alguien no quiere verme feliz. Alguien está arruinando, a propósito, mis esfuerzos por intentar que Wycombe Abbey sea mi casa.

– Ellie, eres la condesa de Billington, y eso significa que Wycombe Abbey es tu casa.

– Todavía no. Tengo que dejar mi marca. Tengo que hacer algo para que al menos un trocito sea mío. Intenté ayudar cuando arreglé el horno.

Charles suspiró.

– Quizá no deberíamos mencionar el horno.

– No coloqué mal la rejilla -dijo ella, desprendiendo fuego por los ojos-. Alguien arruinó mis esfuerzos.

Charles soltó el aire muy despacio y la tomó de la mano.

– Ellie, nadie piensa mal de ti. No es culpa tuya que seas un poco inepta cuando se trata de…

– ¡Inepta! ¿Inepta? -exclamó con voz aguda-. No soy una… -pero aquí se hizo un lío porque, entre las prisas por levantarse de la cama y colocar los brazos en jarra, en gesto ofendido, olvidó que Charles estaba sentado sobre una esquina de la manta, con lo que cayó al suelo y aterrizó sobre las nalgas con poca delicadeza. Intentó levantarse, pero tropezó dos veces, una con la falda y la otra con la manta, hasta que al final gruñó-: No soy una inepta.

Él, a pesar de sus esfuerzos por ser sensible ante la angustia de su mujer, no pudo evitar dibujar una sonrisa.

– Ellie, no quería decir…

– Te diré que siempre he sido muy epta.

– ¿Epta?

– Siempre he sido extremadamente organizada y brillantemente capaz…

– ¿Epta?

– No dejo las cosas para más tarde y no eludo mis responsabilidades. Termino lo que empiezo.

– ¿Esa palabra existe?

– ¿Qué palabra? -exclamó ella, que parecía muy enfadada con él.

– Epta.

– Por supuesto que no.

– Pues la has dicho -dijo Charles.

– Yo no he dicho eso.

– Ellie, me temo que…

– Si lo he dicho -dijo, sonrojándose ligeramente-, eso demuestra lo furiosa que estoy. Utilizar palabras inexistentes. Ja. Muy poco propio de mí.

– Ellie, sé que eres una mujer muy inteligente -esperó a que ella dijera algo, pero como no fue así, añadió-: Por eso me casé contigo.

– Te casaste conmigo -respondió ella, ofendida-, porque necesitabas salvar tu fortuna y pensaste que haría la vista gorda con tus aventuras amorosas.

Él también se sonrojó.

– Es cierto que mi inestable situación económica tuvo que ver con la rapidez con que nos casamos, pero te aseguro que lo último que pensé cuando me casé contigo fue tener una aventura.

Ella soltó una femenina risita.

– Sólo tienes que mirar tu lista para ver que mientes.

– Ah, sí -dijo, muy mordaz-, la infame lista.

– Hablando de nuestro acuerdo matrimonial -dijo Ellie-, ¿te has encargado de mis asuntos financieros?

– Sí, en realidad, lo hice ayer.

– ¿Ayer? -Ellie parecía bastante sorprendida-. Pero…

– Pero ¿qué? -preguntó él, irritado de que ella no esperara que cumpliera su palabra.

– Nada -hizo una pausa, y luego añadió-: Gracias.

Charles asintió a modo de respuesta. Al cabo de unos instantes de silencio, él dijo:

– Ellie, tenemos que hablar de nuestro matrimonio. No sé de dónde has sacado tu pobre impresión sobre mí, pero…

– Ahora no -lo interrumpió ella-. Estoy muy cansada y no creo que pueda soportar tus comentarios sobre lo poco que sé de los matrimonios de la nobleza.

– Cualquier idea preconcebida que tuviera del matrimonio era anterior a conocerte -le explicó él.

– Ya te he dicho que no creo que sea tan increíblemente atractiva como para que olvides tus nociones sobre lo que debería ser un matrimonio.

Charles la miró fijamente y se fijó en la melena rojiza dorada que le caía encima de los hombros y decidió que la palabra «atractiva» se quedaba corta para describirla. Su cuerpo la pedía a gritos y el corazón… Bueno, no era un experto en temas del corazón, pero estaba bastante seguro de que el suyo estaba sintiendo algo.

– Entonces, enséñame -le dijo sin más-. Enséñame qué debería ser un matrimonio.

Ella lo miró atónita.

– ¿Cómo iba a saberlo? Para mí, todo esto es tan nuevo como para ti.

– Entonces, quizá no deberías regañarme tan rápido.

La vena de la sien de Ellie estuvo a punto de estallar antes de que dijera:

– Sé que los maridos y las mujeres deberían respetarse lo suficiente como para no reírse y poner la otra mejilla cuando la otra persona comete adulterio.

– ¿Lo ves? Sabía que tenías algunas ideas sobre el matrimonio -sonrió y se reclinó en una almohada-. Y no te imaginas lo contento que estoy de saber que no pretendes serme infiel.

– Pues a mí me encantaría oír lo mismo de tus labios -respondió ella.

La sonrisa de Charles se convirtió en una amplia expresión de alegría.

– Los celos nunca acariciaron oídos más agradecidos.

– Charles… -había un tono de advertencia en su voz.

Él chasqueó la lengua y dijo:

– Ellie, te aseguro que, desde que te conozco, la idea del adulterio ni se me ha pasado por la cabeza.

– Eso me tranquiliza -respondió ella con sarcasmo-. Has conseguido mantener tu mente centrada una semana entera.

Charles se planteó comentar que, en realidad, habían sido ocho días, pero le pareció muy infantil. En lugar de eso, dijo:

– En tal caso, me parece que tu papel como esposa está bastante claro.

– ¿Cómo dices?

– Al fin y al cabo, no quiero extraviarme.

– Creo que esto no me gusta -dijo ella entre dientes.

– Nada me gustaría más que pasar la vida entre tus brazos.

Ella se rió.

– No quiero saber la de veces que has dicho esa frase, milord.

Charles se levantó de la cama y se colocó delante de ella con la agilidad de un gato. Aprovechó su desconcierto para tomarla de la mano y acercársela a los labios.

– Si intentas seducirme -dijo ella, inexpresiva-, no funcionará.

Él sonrió, una sonrisa endiablada.

– No intento seducirte, querida Eleanor. Jamás intentaría llevar a cabo una tasca tan extraordinaria. Al fin y al cabo, eres noble, recta y fuerte.

Visto así, a Ellie le daba la sensación de ser un tronco de un árbol.

– ¿Dónde quieres llegar? -le preguntó.

– Es sencillo. Creo que deberías seducirme tú.

Загрузка...