CAPITULO 07

Ellie miró su nueva habitación y se preguntó cómo diantres iba a poder hacer suyo ese espacio imposible. Todo en la habitación reflejaba fortuna. Fortuna antigua. Dudaba que hubiera algún mueble de menos de doscientos años. La habitación de la condesa estaba muy decorada y era pretenciosa, y Ellie se sentía tan en casa como en el castillo de Windsor.

Se acercó al baúl abierto y buscó algo que le sirviera para transformar la habitación en un espacio más familiar y cálido. Tocó el retrato de su madre. Eso sería un buen inicio. Cruzó la habitación hasta la cómoda y colocó el retrato, de espaldas a la ventana para que la luz natural no lo estropeara.

– Perfecto -dijo con suavidad-. Aquí estarás muy bien. No te fijes en todas estas adustas ancianas que te miran. -Ellie miró las paredes, que estaban llenas de condesas anteriores, aunque ninguna parecía demasiado amable-. Vosotras desapareceréis mañana -murmuró, sin sentirse estúpida por estar hablando con las paredes-. Esta noche podré soportarlo.

Cruzó la habitación hasta el baúl para seguir buscando objetos familiares. Estaba rebuscando entre sus cosas cuando alguien llamó a la puerta.

Billington. Tenía que ser él. Su hermana le había dicho que los criados nunca llamaban a la puerta. Ella tragó saliva y dijo:

– Adelante.

La puerta se abrió y apareció el que hacía menos de veinticuatro horas que era su marido. Iba vestido de forma informal, puesto que se había quitado la chaqueta y la corbata. Ellie no pudo apartar la mirada del pequeño trozo de piel que asomaba por encima del cuello de la camisa desabrochado.

– Buenas noches -dijo Charles.

Ellie lo miró a los ojos.

– Buenas noches -ya estaba; había sonado como si lo dijera alguien a quien la cercanía de Charles no lo alterara. Por desgracia, tenía la sensación de que él veía más allá de su alegre voz y su amplia sonrisa.

– ¿Te estás instalando? ¿Todo bien? -preguntó él.

– Sí, muy bien -ella suspiró-. Bueno, de hecho, no tan bien.

Él arqueó una ceja.

– Esta habitación intimida -le explicó ella. -La mía está al otro lado de esa puerta. Serás bienvenida a instalarte allí, si quieres.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Hay una puerta que conecta con tu habitación?

– ¿No lo sabías?

– No, pensaba que… Bueno, en realidad no he pensado dónde llevaban todas estas puertas.

Charles cruzó la habitación y empezó a abrir puertas.

– Baño. Vestidor. Armario -se dirigió hacia la única puerta que había en la pared este de la habitación y la abrió-. Y voila, la habitación del conde.

Ellie contuvo la urgencia de soltar una risotada nerviosa.

– Imagino que muchos condes y condesas prefieren las habitaciones contiguas.

– En realidad, no tantos -dijo él-. Las relaciones entre mis antepasados eran tempestuosas. La mayoría de los condes y condesas de Billington se detestaban a muerte.

– Madre mía -suspiró Ellie-. Qué alentador.

– Y los que no… -Charles hizo una pausa para poner énfasis en sus palabras y dibujar una sonrisa salvaje-. Bueno, estaban tan perdidamente enamorados que tener habitaciones y camas separadas era algo impensable.

– Imagino que ninguno encontró el término medio, ¿verdad?

– Sólo mis padres -respondió él mientras se encogía de hombros-. Mi madre tenía sus acuarelas, y mi padre, sus perros de caza. Y siempre tenían una palabra amable para el otro cuando sus caminos se cruzaban, que no era demasiado a menudo, claro.

– Claro -repitió Ellie.

– Obviamente, está claro que se encontraron como mínimo una vez -añadió Charles-. Mi existencia es la prueba irrefutable.

– Por todos los santos, mira qué desgastado está el damasco -dijo ella en voz alta mientras se acercaba para tocar una otomana.

Charles sonrió ante el descarado cambio de tema.

Ellie avanzó y se asomó por la puerta. La habitación de Charles estaba decorada con menos pompa y opulencia que la suya y le gustaba mucho más.

– Tu decoración es muy bonita -dijo.

– La reformé hace varios años. Creo que la última vez que alguien hizo cambios en esta habitación fue mi bisabuelo. Tenía un gusto terrible.

Ellie se volvió hacia su habitación e hizo una mueca.

– Y su mujer también.

Charles se rió.

– Cambia y redecora lo que quieras.

– ¿De veras?

– Claro. ¿No se supone que es lo que hacen las esposas?

– No lo sé. Es la primera vez que lo soy.

– Yo tampoco he tenido ninguna antes -alargó el brazo, la tomó de la mano y le acarició la sensible palma con los dedos-. Y me alegro de tenerla.

– Te alegras de haber podido conservar tu fortuna -respondió ella, que sentía la imperiosa necesidad de mantener cierta distancia entre los dos.

Él le soltó la mano.

– Tienes razón.

A Ellie la sorprendió que lo admitiera cuando se había estado esforzando tanto por seducirla. El materialismo y la avaricia no formaban parte de los temas de conversación más apropiados para seducir a una mujer.

– Aunque también estoy muy contento de tenerte -continuó él con una voz desenfadada.

Ellie no dijo nada, pero, al final, no pudo más y estalló:

– Esto es terriblemente incómodo.

Charles se quedó inmóvil.

– ¿El qué? -le preguntó con cautela.

– Esto. Apenas te conozco. No sé… No sé cómo comportarme en tu presencia.

Él sabía perfectamente cómo quería que se comportara, pero eso implicaba que Ellie se quitara toda la ropa y tenía la ligera idea de que a ella no le haría demasiada gracia.

– Cuando nos conocimos no parecías tener ningún problema siendo la chica rotunda y divertida que eres -dijo él-. Me resultó de lo más refrescante.

– Sí, pero ahora estamos casados y quieres…

– ¿Seducirte? -dijo él.

Ella se sonrojó.

– ¿Es necesario decirlo en voz alta?

– No creo que sea un secreto, Ellie.

– Ya lo sé, pero…

Él le acarició la barbilla.

– ¿Qué ha sido de la explosiva mujer que me curó el tobillo, me magulló las costillas y no permitió ni una sola vez que dijera la última palabra?

– Esa mujer no estaba casada contigo -respondió Ellie-. No te pertenecía ante los ojos de Dios y de Inglaterra.

– ¿Y ante tus ojos?

– Me pertenezco a mí misma.

– Preferiría pensar que nos pertenecemos el uno al otro -reflexionó él-. Que somos uno.

A Ellie le pareció una bonita forma de expresarlo, pero igualmente dijo:

– Eso no cambia el hecho de que, legalmente, puedes hacer lo que quieras conmigo.

– Pero he prometido que no lo haré. No sin tu permiso -cuando ella no respondió, él añadió: -Creía que eso serviría para que te relajaras en mi presencia. Para que fueras tú misma.

Ellie digirió esas palabras. Tenían sentido, pero no tenían en cuenta que su corazón latía tres veces más deprisa cada vez que él le rozaba la barbilla o le acariciaba el pelo. Podía intentar ignorar la atracción que sentía por él cuando hablaban; las conversaciones con él eran tan agradables que le parecía que estaba hablando con un viejo amigo. Sin embargo, a menudo se quedaban callados y lo veía mirarla como un gato hambriento, y las entrañas se le encogían y…

Meneó la cabeza. Pensar en todo aquello no la estaba ayudando.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Charles.

– ¡No! -respondió ella, con más ímpetu del que pretendía-. No -repitió, esta vez más tranquila-. Pero tengo que acabar de deshacer el equipaje, y estoy muy cansada, y estoy segura de que tú también.

– ¿Qué quieres decir?

Lo tomó por el brazo y lo llevó hasta su habitación.

– Que ha sido un día muy largo, y que seguro que los dos necesitamos descansar. Buenas noches.

– Buenas… -Charles maldijo entre dientes. La muy descarada le había cerrado la puerta en las narices.

Y ni siquiera había tenido la oportunidad de besarla. Seguro que, en algún lugar, alguien se estaba riendo a carcajadas.

Charles bajó la mirada hasta su puño cerrado y se dijo que, al menos, se sentiría mucho mejor si pudiera encontrar a ese «alguien» y darle un buen puñetazo.


Al día siguiente, Ellie se despertó temprano, como solía hacer, se puso su mejor vestido, aunque sospechaba que era demasiado viejo para la condesa de Billington, y se dispuso a explorar su nueva casa.

Charles le había dicho que podía redecorar la casa. Estaba muy emocionada ante la idea. Le entusiasmaba planear proyectos y alcanzar metas. No quería reformar toda la casa, porque le gustaba la idea de que este antiguo edificio reflejara los gustos de todas las generaciones de Wycombe. Sin embargo, sería bonito tener varias habitaciones que representaran el gusto de la actual generación de Wycombe.

«Eleanor Wycombe.» Pronunció su nombre varias veces y, al final, decidió que podría acostumbrarse a él. La parte que le costaría más sería la de ser la condesa de Billington.

Bajó las escaleras, cruzó el salón y entró en varias salas. Encontró la biblioteca, y emitió un suspiro de aprobación. Las paredes estabas forradas de libros desde el suelo hasta el techo, y los lomos de cuero brillaban bajo las primeras luces del día. Podría vivir noventa años y no podría leerlos todos.

Se acercó para leer algunos de los títulos. El primero fue: Infierno cristiano: el diablo, la tierra y la carne. Ellie sonrió y decidió que su marido no era el responsable de aquella compra.

Vio una puerta abierta en la pared oeste de la biblioteca y se acercó para curiosear. Se asomó y se dio cuenta de que debía de haber descubierto el despacho de Charles. Estaba limpio y ordenado, excepto la mesa, que estaba tan atestada de cosas que demostraba que su marido acudía allí con frecuencia.

Como tuvo la sensación de ser un poco una intrusa, retrocedió y regresó al salón. Al final, encontró el comedor informal. Allí estaba Helen Pallister, sorbiendo un té y con una tostada con mermelada en la mano. Ellie no pudo evitar fijarse en que la tostada estaba quemada.

– ¡Buenos días! -exclamó Helen mientras se ponía de pie-. Te has levantado muy temprano. Nunca había tenido el placer de tener compañía durante el desayuno. Nadie de esta casa madruga tanto como yo.

– ¿Ni siquiera Judith?

Helen se rió.

– Judith sólo se levanta pronto los días que no tiene clase. Los días como hoy, la institutriz casi tiene que echarle un cubo de agua fría en la cabeza para sacarla de la cama.

Ellie sonrió.

– Una chica lista. Yo también he intentado seguir durmiendo después del amanecer, pero nunca lo consigo.

– A mí me pasa lo mismo. Claire dice que soy una bárbara.

– Mi hermana me decía lo mismo.

– ¿Charles está despierto? -preguntó Helen mientras alargaba la mano para coger otra taza de té-. ¿Quieres?

– Por favor. Con leche y sin azúcar, gracias. -Ellie observó cómo Helen le servía el té y luego dijo-: Charles todavía está en la cama.

No estaba segura de si su nuevo marido había compartido con su prima la auténtica naturaleza de su matrimonio, pero ella no tenía la confianza suficiente para hacerlo. Ni creía que tuviera que hacerlo.

– ¿Te apetece una tostada? -le preguntó Helen-. Tenemos dos mermeladas de cítricos distintas y tres de frutas dulces.

Ellie vio las migas oscuras que había en el plato de Helen.

– No, pero gracias.

Helen sujetó la tostada en el aire y dijo:

– No apetecen demasiado, ¿verdad?

– ¿No podríamos enseñarle a la cocinera a preparar una tostada decente?

Helen suspiró.

– El desayuno lo prepara el ama de llaves. El cocinero francés insiste en que la comida de la mañana no es digna de él. Y me temo que la señora Stubbs es demasiado vieja y testaruda para cambiar ahora. Insiste en que prepara las tostadas a la perfección

– Quizá es culpa del horno -sugirió Ellie-. ¿Lo ha revisado alguien?

– No tengo ni idea.

Con una oleada de determinación, Ellie echó la silla hacia atrás y se levantó.

– Vamos a echarle un vistazo.

Helen parpadeó varias veces antes de preguntar:

– ¿Quieres revisar el horno? ¿Tú?

– Llevo toda la vida cocinando para mi padre -le explicó Ellie-. Sé un par de cosas sobre hornos y cocinas.

Helen se levantó, pero su expresión era indecisa.

– ¿Seguro que quieres ir a la cocina? A la señora Stubbs no le hará ninguna gracia…, siempre dice que es antinatural que los nobles estén en el piso de abajo. Y monsieur Belmont se pone hecho una furia si sospecha que alguien ha tocado algo en su cocina.

Ellie la miró con amabilidad.

– Helen, creo que tenemos que recordar que es nuestra cocina, ¿no crees?

– Me parece que monsieur Belmont no compartirá ese criterio -respondió Helen, pero la siguió hasta el salón principal-. Es muy temperamental. Y la señora Stubbs también.

Ellie avanzó unos pasos más antes de darse cuenta de que no tenía ni idea de a dónde iba. Se volvió hacia Helen y dijo:

– ¿Podrías guiarme? Es difícil jugar a las cruzadas vengativas cuando uno no sabe dónde está Tierra Santa.

La mujer se rió y dijo:

– Sígueme.

Las dos avanzaron por un laberinto de pasillos y escaleras hasta que Ellie oyó el inequívoco ruido de la cocina al otro lado de la puerta que tenía delante.

– No sé tú, pero, en mi casa, la cocina estaba justo al lado del comedor. Y, si quieres mi opinión, era extremadamente cómodo.

– La cocina hace mucho ruido y desprende calor -explicó Helen-. Charles ha hecho lo que ha podido para mejorar la ventilación, pero sigue siendo asfixiante. Hace quinientos años, cuando construyeron Wycombe Abbey, el calor debía de ser insoportable. No culpo al primer conde por no querer recibir a sus invitados tan cerca de la cocina.

– Me lo imagino -murmuró Ellie, y entonces abrió la puerta y enseguida descubrió que el primer conde había sido muy inteligente. La cocina de Wycombe Abbey no tenía nada que ver con la pequeña cocina que ella había compartido con su padre y su hermana. Había innumerables cacharros colgados del techo y, en el centro de la cocina, había varias mesas de trabajo de madera, y contó hasta cuatro cocinas y tres hornos, incluyendo uno tipo colmena encastado dentro de una chimenea con el fuego abierto. A esa hora de la mañana no había mucha actividad, pero se preguntó cómo sería antes de una gran cena. Imaginó que sería un caos, con cada olla, sartén y utensilio en uso.

Había tres mujeres preparando comida en el extremo más lejano. Parecía que dos eran ayudantes de cocina, y estaban lavando y cortando carne. La otra mujer era un poco más mayor y tenía la cabeza dentro de un horno. Ellie supuso que sería la señora Stubbs.

Helen se aclaró la garganta y las dos chicas se volvieron hacia ella. La señora Stubbs se levantó demasiado deprisa y se golpeó la cabeza con el extremo del horno. Emitió un aullido de dolor, murmuró algo que Ellie estaba segura que a su padre no le habría gustado y se incorporo.

– Buenos días, señora Stubbs -dijo Helen-. Me gustaría presentarle a la nueva condesa.

La mujer hizo una reverencia, igual que las dos ayudantes.

– Milady -dijo.

– Seguro que querrá algo frío para el chichón -dijo Ellie enseguida, muy cómoda ahora que había conseguido algo que hacer. Avanzó hacia las chicas-. ¿Alguna de vosotras sería tan amable de enseñarme dónde guardáis el hielo?

Las chicas se quedaron inmóviles un segundo, hasta que una de ellas dijo:

– Iré a buscarlo y se lo traeré, milady.

Ellie se volvió hacia Helen con una sonrisa avergonzada.

– No estoy acostumbrada a que la gente me traiga las cosas.

Helen apretó los labios.

– Ya lo veo.

Ellie cruzó la cocina hasta donde estaba la señora Stubbs.

– Déjeme verlo.

– No, de verdad, no es nada -dijo rápidamente el ama de llaves-. No necesito…

Sin embargo, los dedos de Ellie ya habían encontrado el chichón. No era muy grande, pero seguro que le dolía.

– Claro que sí -dijo. Cogió un trapo que vio en una de las mesas, envolvió un trozo de hielo que una de las chicas le estaba ofreciendo y lo apretó contra el chichón del ama de llaves.

La señora Stubbs se quejó y, entre dientes, dijo:

– Está muy frío.

– Claro -respondió Ellie-. Es hielo -se volvió hacia Helen con una expresión exasperada, pero su nueva prima se estaba tapando la boca con una mano y parecía que estaba haciendo un gran esfuerzo por no reírse. Ellie abrió los ojos como platos y movió la barbilla hacia delante, en una petición de colaboración silenciosa.

Helen asintió, respiró hondo un par de veces para calmar la risa y dijo:

– Señora Stubbs, lady Billington ha venido a la cocina a revisar los hornos. El ama de llaves volvió la cabeza lentamente hacia Ellie.

– ¿Cómo dice?

– Esta mañana, no he podido evitar fijarme en que las tostadas estaban un poco quemadas -dijo la joven.

– A la señora Pallister le gustan así.

Helen se aclaró la garganta y dijo:

– En realidad, señora Stubbs, prefiero las tostadas menos quemadas.

– ¿Y por qué no lo ha dicho nunca?

– Lo hice. Y me dijo que, independientemente del tiempo que las tostara, salían así.

– Sólo puedo concluir -intervino Ellie- que el horno está estropeado. Y como tengo mucha experiencia con cocinas y hornos, he pensado que quizá podría echarle un vistazo.

– ¿Usted? -preguntó la señora Stubbs.

– ¿Usted? -preguntó la ayudante de cocina número uno (como Ellie la llamaba mentalmente).

– ¿Usted? -preguntó la ayudante de cocina número dos (por defecto, claro).

Las tres se quedaron atónitas. Ellie se dijo que el único motivo por el que Helen no estaba boquiabierta y había repetido la misma pregunta por cuarta vez era porque ya lo había hecho arriba, en el comedor.

Ellie frunció el ceño, apoyó las manos en las caderas y dijo:

– A diferencia de la opinión popular, es posible que, de vez en cuando, una condesa posea uno o dos talentos útiles. Incluso quizá alguna habilidad.

– Siempre me ha parecido que bordar era bastante útil -dijo Helen. Se volvió hacia el ennegrecido horno-. Y es una afición bastante limpia.

Ellie le lanzó una mirada fulminante y, entre dientes, susurró:

– No me estás ayudando.

Helen se encogió de hombros, sonrió y dijo:

– Creo que deberíamos dejar que la condesa echara un vistazo al horno.

– Gracias -dijo Ellie, con lo que le pareció que fue una gran dosis de dignidad y paciencia. Se volvió hacia la señora Stubbs y preguntó-: ¿Qué horno utiliza para hacer las tostadas?

– Ése -respondió el ama de llaves mientras señalaba el más sucio de todos-. Los otros son del franchuten. No los tocaría ni aunque me pagasen.

– Son importados de Francia -explicó Helen.

– Ah -dijo Ellie, que tenía la sensación de estar atrapada en un sueño muy extraño-. Bueno, estoy segura de que no se pueden comparar con nuestros robustos hornos ingleses -se acercó al horno, abrió la puerta y luego se volvió y dijo-: ¿Sabéis una cosa? Podríamos ahorrarnos muchos problemas si utilizáramos unas pinzas de tostar.

La señora Stubbs se cruzó de brazos y dijo:

– Jamás utilizaré esas cosas. No me fío.

Ellie no entendía de dónde procedía la desconfianza hacia esas pinzas, pero se dijo que no valía la pena insistir, así que se arremangó el vestido por encima de los tobillos, se arrodilló y metió la cabeza en el horno.


Charles llevaba varios minutos buscando a su nueva esposa y la búsqueda lo llevó, aunque pareciera improbable, hasta la cocina. Un lacayo le juró que, hacía una hora, había visto a Ellie y a Helen dirigirse hacia allí. Él no se lo creía, pero, en cualquier caso, decidió investigar. Ellie no era una condesa convencional, de modo que supuso que era posible que se hubiera propuesto presentarse al personal de la cocina.

No estaba preparado para la visión que captaron sus ojos. Su esposa estaba a cuatro patas con la cabeza… no, con medio torso metido dentro de un horno que Charles sospechaba que llevaba en Wycombe Abbey desde antes de los tiempos de Cromwell. Su reacción inicial fue de terror: la cabeza se le llenó de imágenes del pelo de Ellie en llamas. Sin embargo, Helen parecía tranquila, de modo que consiguió reprimir la necesidad de entrar en la cocina y poner a Ellie a salvo.

Retrocedió un poco para poder seguir observando sin que lo vieran. Ellie estaba diciendo algo, aunque más bien pareció un gruñido, y luego la oyó gritar:

– ¡La tengo! ¡La tengo!

Helen, la señora Stubbs y las dos ayudantes de cocina se acercaron, claramente maravilladas ante los progresos de Ellie.

– Maldición, no la tengo -dijo al final, en un tono que a Charles le pareció malhumorado.

– ¿Estás segura de que sabes lo que haces? -preguntó Helen.

– Completamente. Sólo tengo que mover esta rejilla. Está demasiado alta -empezó a tirar de algo que, obviamente, no cedía, puesto que cayó de culo varias veces-. ¿Cuándo fue la última vez que limpiaron este horno?

La señora Stubbs se tensó.

– El horno está todo lo limpio que tiene que estar.

Ellie murmuró algo que Charles no oyó y luego dijo:

– Ya está. Ya la tengo -sacó una rejilla chamuscada del horno y luego volvió a encajarla-. Ahora sólo tenemos que alejarla de la llama.

¿Llama? Charles se quedó helado. ¿Realmente estaba jugando con fuego?

– ¡Ya está! -Ellie retrocedió y cayó de culo una vez más-. Ahora debería funcionar bien.

Charles decidió que aquél era un buen momento para anunciar su presencia.

– Buenos días, esposa -dijo mientras entraba en la cocina con una actitud de tranquilidad fingida. Lo que Ellie no veía era que tenía las manos agarradas con fuerza detrás de la espalda. Era la única forma en que Charles podía evitar aferrarse a los hombros de Ellie y arrastrarla hasta la habitación para un buen sermón sobre la seguridad, o la poca seguridad, de la cocina.

– ¡Billington! -exclamó Ellie, sorprendida-. Estás despierto.

– Es obvio que sí.

Ella se levantó.

– Debo de tener un aspecto terrible.

Charles sacó un impoluto pañuelo blanco del bolsillo.

– Tienes un poco de hollín aquí -le limpió la mejilla izquierda- y aquí -le limpió la derecha, – y por supuesto también aquí -esta vez le limpió la nariz.

Ellie le quitó el pañuelo de las manos porque no le gustaba cómo arrastraba las palabras.

– No es necesario, milord -dijo-. Soy perfectamente capaz de limpiarme la cara.

– Imagino que querrás explicarme qué estabas haciendo dentro del horno. Te aseguro que tenemos comestibles suficientes en Wycombe Abbey, de modo que no tienes por qué ofrecerte como plato principal.

Ellie lo miró fijamente, porque no estaba segura de si le estaba tomando el pelo.

– Estaba arreglando el horno, milord.

– Tenemos criados que lo hacen.

– Está claro que no -respondió ella, irritada ante su tono-. Si no, no llevaríais diez años comiendo tostadas quemadas.

– Me gustan las tostadas quemadas -respondió él.

Helen tosió tan fuerte que la señora Stubbs tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.

– Bueno, pues a mí no -dijo Ellie-, y a Helen tampoco, así que somos mayoría.

– Yo quiero las tostadas quemadas.

Todos se volvieron hacia la puerta, donde estaba Claire, de pie y con las manos en las caderas. A Ellie le pareció que la chica tenía una actitud bastante militar para tener sólo catorce años.

– Quiero el horno como antes -dijo la chica con firmeza-. Lo quiero todo como antes.

Ellie se entristeció. Estaba claro que su nueva prima no estaba demasiado contenta de su llegada.

– ¡Está bien! -dijo levantando las manos-. Volveré a poner la rejilla en su sitio.

Había recorrido medio camino hasta el horno cuando la mano de Charles la cogió por el cuello del vestido y la tiró hacia atrás.

– No volverás a repetir esa peligrosa operación -le dijo-. El horno se quedará como está.

– ¿Pensaba que te gustaban las tostadas quemadas?

– Me acostumbraré.

En ese justo momento, Ellie quiso echarse a reír, pero, por su propio bien, mantuvo la boca cerrada.

Charles lanzó una beligerante mirada a los demás ocupantes de la cocina.

– Me gustaría hablar a solas con mi mujer.

– Como nadie se movió, gritó-: ¡Ahora!

– Entonces, quizá deberíamos irnos nosotros -dijo Ellie-. En definitiva, la señora Stubbs y las chicas trabajan aquí y nosotros no.

– Pues hace unos minutos, hacías una muy buena imitación de alguien que trabaja aquí -gruñó él, que de repente parecía más petulante que enfadado.

Ellie lo miró con la boca abierta.

– Eres el hombre más extraño y terco que he conocido en mi vida.

– Yo no meto la cabeza en un horno -respondió él.

– ¡Y yo no como tostadas quemadas!

– Y yo… -Charles se detuvo, como si se hubiera dado cuenta de repente de que no sólo estaba manteniendo una extraña discusión con su mujer, sino que lo estaba haciendo con público. Se aclaró la garganta y la tomó de la delicada muñeca-. Y yo creo que quiero enseñarte la sala azul -dijo en voz alta.

Ellie lo siguió. En realidad, no le quedó otra opción. Charles salió de la cocina casi corriendo y, como la muñeca de Ellie estaba pegada a su mano, ella se fue con él. No sabía dónde iban; seguramente, al primer salón que Charles encontrara y que les garantizara cierta privacidad para reñirla sin que nadie los oyera.

Sala azul… ¡ja!

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