CAPITULO 08

Para mayor sorpresa de Ellie, la sala a la que Charles la llevó estaba realmente decorada en azul. Miró a su alrededor, los sofás azules, las cortinas azules…, y luego miró hacia el suelo, que estaba cubierto con una alfombra azul y blanca.

– ¿Tienes algo que decir en tu defensa? -le preguntó Charles.

Ella no dijo nada porque estaba momentáneamente maravillada por el dibujo de la alfombra.

– Ellie -gruñó Charles.

La joven levantó la cabeza.

– ¿Cómo dices?

Charles parecía con ganas de sacudirla. Con fuerza.

– He dicho -repitió él-, si tienes algo que decir en tu defensa.

Ella parpadeó y respondió:

– La sala es azul.

Él se la quedó mirando, claramente sin saber qué responder.

– Pensaba que lo de la sala azul no lo decías en serio -explicó ella-. Pensaba que querías llevarme a cualquier lugar donde pudieras gritarme.

– Claro que quiero gritarte -gruñó él.

– Sí -ironizó ella-. Eso ya lo veo. Aunque debo admitir que no sé demasiado bien por qué…

– ¡Eleanor! -casi grito Charles-. ¡Tenías la cabeza en el horno!

– Claro -respondió ella-. Lo estaba arreglando. Me lo agradecerás cuando empieces a comer las tostadas en condiciones en el desayuno.

– No te lo agradeceré. Las tostadas no podrían importarme menos, y te prohíbo que vuelvas a entrar en la cocina. Ellie se llevó las manos a las caderas.

– Milord, eres idiota.

– ¿Has visto alguna vez a alguien con el pelo ardiendo? -le preguntó Charles mientras le clavaba un dedo en el hombro-. ¿Lo has visto?

– Claro que no, pero…

– Yo sí, y no es algo agradable.

– Ya me lo imagino, pero…

– No sé lo que acabó provocando la muerte del pobre hombre, si las quemaduras o el dolor.

Ellie tragó saliva mientras intentaba no visualizar el desastre. -Lo siento mucho por tu amigo, pero…

– Su mujer se volvió loca. Dijo que seguía oyendo sus gritos en sueños.

– ¡Charles!

– Santo Dios, no sabía que tener una mujer sería tan molesto. Y sólo llevamos casados un día.

– Estás siendo innecesariamente ofensivo. Y te aseguro que…

Él suspiró y miró al cielo mientras la interrumpía:

– ¿Era esperar demasiado que mi vida siguiera tan pacífica como antes?

– ¿Me vas a dejar hablar? -gritó Ellie al final.

Él se encogió de hombros como si nada.

– Adelante.

– No tienes que ser tan macabro -le dijo-. Llevo toda la vida arreglando hornos. Yo no crecí rodeada de criados y lujos. Si queríamos cenar, tenía que cocinar. Y si el horno se estropeaba, tenía que arreglarlo.

Charles se quedó pensativo, hizo una pausa y dijo:

– Te pido disculpas si en algún momento te he subestimado. No pretendía menospreciar tus talentos.

Ellie no estaba segura de si arreglar un horno podía calificarse de talento, pero no dijo nada.

– Simplemente -continuó Charles, mientras alargaba el brazo, tomaba un mechón de pelo rubio rojizo y se lo enrollaba en el dedo índice-, es que no me gustaría que esto se quemara.

Ella tragó saliva algo nerviosa.

– No seas estúpido.

Él la tiró suavemente del pelo, obligándola a acercarse a él.

– Sería una lástima -murmuró-. Es tan suave.

– Sólo es pelo -dijo Ellie, mientras pensaba que uno de los dos tenía que mantener el realismo de la conversación.

– No -Charles se acercó el mechón de pelo a la boca y lo acarició con los labios-. Es mucho más que eso.

Ellie lo miró, inconsciente de que había separado ligeramente los labios. Juraría que notaba la suave caricia de sus labios en el cuero cabelludo. No, en los labios. No, en el cuello. No… Maldición, había percibido esa endemoniada sensación por todo el cuerpo.

Levantó la cabeza. Él seguía acariciándole el pelo con los labios. Se estremeció. Todavía lo notaba.

– Charles -dijo con voz ronca.

Él sonrió, porque era consciente del efecto que provocaba en ella.

– ¿Ellie? -respondió.

– Creo que deberías… -dejó las palabras en el aire e intentó oponer resistencia cuando él la atrajo más.

– Crees que debería, ¿qué?

– Soltarme el pelo.

Con la otra mano, la agarró por la cintura.

– Pues yo no -le susurró-. He establecido un fuerte vínculo con él.

Ellie le miró el dedo, alrededor del cual ahora había varios mechones.

– Ya lo veo -dijo, aunque quisiera haber sonado más sarcástica y menos aturdida.

Charles levantó el dedo para poder observar el pelo a contraluz.

– Es una lástima -murmuró-. El sol ya está demasiado alto. Me hubiera gustado comparar el color de tu pelo con el del amanecer.

Ellie lo miró anonadada. Nunca nadie le había dicho nada tan poético. Por desgracia, no tenía ni idea de cómo interpretar sus palabras.

– ¿De qué estás hablando? -le dijo, al final.

– Tu pelo -respondió él con una sonrisa- es del color del sol.

– Mi pelo -dijo ella en voz alta- es ridículo.

– Mujeres -suspiró-. Nunca estáis satisfechas.

– Eso no es verdad -protestó Ellie, que creía que era momento de defender a su género.

Él se encogió de hombros.

– Tú nunca estás satisfecha.

– ¿Cómo dices? Estoy completamente satisfecha con mi vida.

– Como tu marido, no tengo palabras para expresar lo mucho que me alegra oír eso. Debo de ser mejor marido de lo que pensaba.

– Estoy perfectamente satisfecha -continuó ella mientras ignoraba su tono irónico-, porque ahora tengo el control absoluto de mi destino. Ya no estoy bajo la voluntad de mi padre.

– Ni de la señora Foxglove -añadió él.

– Ni de la señora Foxglove -admitió ella.

El rostro de Charles adoptó un gesto pensativo.

– Pero sí bajo la mía, y mi voluntad podría hacer mucho.

– Te aseguro que no sé de qué estás hablando.

Él le soltó el pelo y le acarició el lateral del cuello.

– Seguro que no -le murmuró-. Pero lo sabrás. Y entonces sí que estarás satisfecha.

Ellie entrecerró los ojos mientras se separaba de él. Su nueva esposa no tenía ningún problema en pisotearle la autoestima. Es más, Ellie dudaba que Charles hubiera oído alguna vez la palabra «No» de unos labios femeninos. Con los ojos entrecerrados, le preguntó:

– Has seducido a muchas mujeres, ¿verdad?

– No creo que sea el tipo de pregunta que una mujer debería hacer a su marido.

– Pues a mí me parece que es exactamente el tipo de pregunta que una mujer debería hacer a su marido -apoyó las manos en las caderas-. Para ti, las mujeres sólo son un juego.

Charles la miró durante unos segundos. Había sido un comentario muy astuto.

– Un juego, precisamente, no -respondió mientras intentaba ganar tiempo.

– Entonces, ¿qué son?

– Bueno, al menos tú no eres un juego.

– ¿Ah, no? ¿Y qué soy?

– Mi mujer -soltó él, que empezaba a perder la paciencia con aquella conversación.

– No tienes ni idea de cómo tratar a una mujer.

– Sé exactamente cómo tratar a una mujer -dijo él-. El problema no soy yo.

Ofendida, Ellie retrocedió.

– ¿Qué intentas decir?

– No sabes ser una buena esposa.

– Sólo llevo casada un día -gruñó ella-. ¿Qué esperabas?

De repente, Charles se sintió el sinvergüenza más grande del mundo. Le había prometido que le daría tiempo para acostumbrarse al matrimonio y allí estaba, sacando fuego por las muelas como un dragón. Soltó un suspiro de arrepentimiento.

– Lo siento, Ellie. No sé qué me ha pasado.

Ella pareció sorprendida por la disculpa, pero luego relajó los músculos de la cara.

– No le des más vueltas, milord. Han sido unos días muy estresantes para todos y…

– Y, ¿qué? -preguntó él cuando ella dejó la frase en el aire. Ella se aclaró la garganta.

– Nada. Sólo que imagino que no esperabas encontrarme con la cabeza en el horno esta mañana.

– Ha sido una sorpresa -admitió él suavemente.

Ellie se quedó en silencio. Al cabo de unos segundos, abrió la boca, pero enseguida volvió a cerrarla.

Charles arqueó la comisura de los labios.

– ¿Querías decir algo?

Ella meneó la cabeza.

– No.

– Sí que querías.

– No era importante.

– Vamos, Ellie. Querías defender tus habilidades en la cocina, o con los hornos, o como quieras llamarlo, ¿verdad?

Ella levantó la barbilla de forma casi imperceptible.

– Te aseguro que he arreglado rejillas de horno un millón de veces.

– No has vivido lo suficiente para haber hecho eso un millón de veces.

Ella soltó un suspiro de rabia.

– ¿No puedo hablar con hipérboles?

– Sí -respondió él con demasiada suavidad-, pero sólo si hablas de mí.

Ellie dibujó una sonrisita.

– Oh, Charles -exclamó-, siento que hace un millón de años que te conozco -su voz adquirió una mayor ironía-. Así de cansada estoy ya de tu compañía.

Él se rió.

– Yo me refería a algo más parecido a: «Oh, Charles, eres el hombre más amable…»

– ¡Ja!

– «Y más elegante que jamás ha pisado el planeta. Si viviera mil años…»

– Espero vivir mil años -respondió ella-. Entonces, sería una bruja sabia y vieja cuyo único propósito en la vida sería molestarte.

– Serías una vieja bruja muy atractiva -ladeó la cabeza y fingió estar observándole la cara-. Veo perfectamente dónde te aparecerán las arrugas. Justo aquí, al lado de los ojos y…

Ella le apartó la mano, que estaba recorriendo los futuros surcos de las arrugas.

– Qué poco caballeroso.

Él se encogió de hombros.

– Lo soy cuando me conviene.

– No imagino cuándo debe ser eso. Hasta ahora te he visto ebrio…

– Tenía un buen motivo para ese empacho de alcohol -dijo agitando la mano en el aire-. Además, mi pequeño estupor de ebriedad me condujo hasta ti, ¿no es cierto?

– ¡No me refería a eso!

– Tranquila. No me saltes a la yugular -dijo él con voz cautelosa. -Yo no salto a la yugular de nadie -retrocedió y se cruzó de brazos.

– Pues tu imitación es excelente. Ellie entrecerró los ojos y dibujó una confiada sonrisa.

– Mis ataques son mucho más letales. Será mejor que no provoques ninguno.

Charles suspiró.

– Supongo que tendré que besarte.

– ¿Quéeeee?

La cogió del brazo y la atrajo hacia él en un movimiento rápido hasta que estuvo completamente pegada a su cuerpo.

– Parece que es la única forma de hacerte callar -dijo arrastrando las palabras.

– Serás… -pero no pudo terminar la frase, porque los labios de Charles se pegaron a los suyos y le estaban haciendo lo más endiablado… Le rozaban la comisura de los labios, y luego le acariciaban la línea de la mandíbula y Ellie tenía la sensación de derretirse. «Sí», pensó aturullada. Ésa debía de ser la única explicación, porque sus piernas parecían de mantequilla, se balanceaba contra él, y debía de estar ardiendo, porque tenía mucho calor y la palabra «¡Fuego!» resonó en su mente y…

Charles la soltó tan de repente que ella tuvo que sentarse en una silla.

– ¿Lo has oído? -le preguntó, alterado.

Ella estaba demasiado aturdida para responder.

– ¡Fuego! -gritó alguien.

– ¡Santo Dios! -exclamó Charles mientras se dirigía hacia la puerta.

– Es tu tía Cordelia -dijo Ellie-. ¿No dijiste que siempre gritaba «Fuego»?

Pero él ya estaba corriendo por el pasillo. Ellie se levantó y se encogió de hombros, porque no creía que hubiera ningún peligro, no después de conocer a Cordelia el día anterior. Sin embargo, era su nueva casa y, si Charles creía que había algo de qué preocuparse, su obligación era investigar. Respiró hondo, se arremangó el vestido y corrió tras él.

Giró tres esquinas en su persecución de Charles antes de darse cuenta de que se estaba dirigiendo a la cocina.

– Oh, no -gruñó, con una repentina y enfermiza sensación en el estómago. «El horno no. Por favor, el horno no.»

Percibió el humo incluso antes de ver la puerta de la cocina. Era espeso y acre, y le invadió los pulmones a los pocos segundos. Con el corazón encogido, giró la última esquina. Los criados estaban en hilera, pasándose cubos de agua, y Charles estaba al mando, gritando órdenes y entrando y saliendo de la cocina mientras intentaba apagar el fuego.

Cuando lo vio acercarse a las llamas, a Ellie se le encogió el corazón.

– ¡No! -gritó y, sin pensar, cruzó la hileras de criados y entró en la cocina-. ¡Charles!

Él se volvió, con los ojos llenos de terror e ira cuando la vio junto a él.

– ¡Sal de aquí! -le gritó.

– No a menos que vengas conmigo -Ellie agarró un cubo de agua de tenía un criado y lo vació encima de una pequeña llama que había saltado desde el suelo hasta una mesa. Al menos, podría encargarse de apagar esa pequeña sección del incendio.

Charles la agarró del brazo y la arrastró hasta la puerta.

– Si valoras tu vida, ¡vete!

Ellie lo ignoró y cogió otro cubo.

– ¡Casi lo hemos extinguido! -gritó, avanzando con el agua.

Él la agarró por la parte posterior del vestido, la detuvo en seco y provocó que el agua del cubo se derramara, aunque cayó justo encima del fuego.

– Quería decir que te mataré yo mismo -le dijo entre dientes. Mientras la arrastraba hasta la puerta. Antes de que Ellie pudiera darse cuenta de qué estaba pasando, estaba con la espalda pegada a la pared y Charles volvía a estar entre las llamas.

Intentó volver a entrar en la cocina, pero su marido debía de haber dicho algo a los criados porque le bloqueaban el paso con gran eficiencia. Después de un minuto de intentar abrirse paso hacia la cocina, acabó cediendo y se unió a la hilera para transportar cubos de agua, negándose a quedarse en la impotente posición que Charles le había asignado.

Al cabo de unos minutos más, oyó el silbido final del fuego apagado, y la gente de la hilera empezó a suspirar con tanta fuerza que Ellie se preguntó si alguno de ellos había recordado respirar mientras transportaba cubos de agua. Todos parecían exhaustos y aliviados y allí mismo decidió que su primer gesto oficial como condesa de Billington sería asegurarse de que toda esa gente recibiera algún detalle de agradecimiento por sus esfuerzos. Una paga extraordinaria, quizás, o quizá otro medio día libre.

La multitud que se apelotonaba en la puerta de la cocina disminuyó y Ellie pudo acercarse. Tenía que echar un vistazo al horno y ver si podía determinar qué había provocado el incendio. Sabía que todos pensaban que era culpa suya, pero esperaba que creyeran que no había arreglado bien el horno, en lugar de provocar el incendio de forma intencionada. Prefería que pensaran que era estúpida y no diabólica.

Cuando entró en la cocina, Charles estaba en la otra esquina, hablando con un mozo. Gracias a Dios, estaba de espaldas a ella, así que aprovechó para acercarse al horno, que todavía sacaba humo, y metió la cabeza dentro.

Lo que vio la dejó helada. La rejilla estaba en la posición más alta, más incluso de lo que estaba antes de que ella la arreglara. Cualquier comida que hubieran puesto allí dentro acabaría ardiendo. Era inevitable.

Metió la cabeza un poco más adentro, porque quería fijarse mejor, pero entonces oyó una seca maldición tras ella. Antes de que pudiera reaccionar, notó cómo la estiraban hacia atrás y no tuvo ninguna duda de quién era.

Se volvió con cautela. Charles estaba de pie tras ella, con la mirada ardiendo de ira.

– Tengo que decirte una cosa -le susurró con cierta urgencia-. El horno. Está…

– Ni una sola palabra -dijo él. Tenía la voz ronca a causa del humo, pero aquello no disminuyó su rabia-. Ni una sola palabra, maldita sea.

– Pero…

– Eso es una palabra -dio media vuelta y salió de la cocina.

Ellie notó cómo unas traidoras lágrimas le humedecían los ojos, y no sabía si las había provocado el dolor o la rabia. Esperaba que fueran de rabia, porque no le gustaba la sensación que tenía en la boca del estómago y que se traducía en que él la había rechazado. Se levantó y se acercó a la puerta de la cocina para poder oír lo que Charles estaba diciendo al servicio:

– … gracias por poner en peligro vuestras vidas y ayudarme a salvar la cocina y todo el conjunto de Wycombe Abbey. Ha sido un gesto noble y altruista -hizo una pausa y se aclaró la garganta-. Sin embargo, debo preguntaros si alguno de vosotros estaba presente cuando el fuego ha estallado.

– Yo había ido al jardín a recoger unas hierbas -dijo una de las ayudantes de cocina-. Cuando volví, la señorita Claire estaba gritando por el fuego.

– ¿Claire? -Charles entrecerró los ojos-. ¿Qué estaba haciendo aquí abajo?

Ellie dio un paso adelante.

– Creo que bajó antes cuando… -se quedó sin palabras ante la furiosa mirada de su marido, pero entonces se dijo que no tenía nada de qué avergonzarse y continuó-, cuando estábamos todos en la cocina.

Todos los ojos estaban clavados en ella y Ellie percibía la condena general del servicio. Al fin y al cabo, ella había movido la rejilla. Charles se volvió sin dirigirle la palabra.

– Tráeme a Claire -le dijo a un mozo. Luego se volvió hacia Ellie-. Quiero hablar contigo -gruñó y regresó a la cocina. Sin embargo, antes de llegar a la puerta, dio media vuelta y se dirigió al grupo de personas allí reunido-. Los demás podéis seguir con vuestras tareas. Los que vais cubiertos de hollín, podéis utilizar los servicios del ala de invitados. -Como ninguno de los criados se movió, añadió con cierta sequedad-. Buenos días.

Entonces, todos salieron corriendo.

Ellie siguió a su marido a la cocina.

– Es un gesto muy amable permitirles que utilicen tus servicios -le dijo, con calma, porque quería hablar primero antes de que le riñera.

– Son nuestros servicios -le respondió-, y no creas que vas a distraerme.

– No era mi intención. Pero no puedo evitar decirlo cuando tienes un gesto tan bonito.

Charles suspiró e intentó dar tiempo a que su corazón recuperara el ritmo normal. Jesús, menudo día, y ni siquiera era mediodía. Se había despertado y se había encontrado a su mujer con la cabeza en el horno, había tenido la primera pelea con ella, la había besado apasionadamente (y había acabado deseando mucho, mucho más), pero los había interrumpido un maldito fuego que, por lo visto, ella había provocado.

Le rascaba la garganta, tenía la espalda destrozada y le dolía horrores la cabeza. Bajó la mirada y se fijó en sus brazos, que parecía que estaban temblando. Decidió que el matrimonio no era saludable.

Se volvió hacia su mujer, que parecía que no sabía si reír o fruncir el ceño. Luego volvió a mirar el horno, que todavía sacaba humo.

Gruñó. Dentro de un año estaría muerto. Estaba convencido.

– ¿Sucede algo? -preguntó ella muy despacio.

Él la miró con expresión de incredulidad.

– ¿Sucede algo? -repitió-. ¿Que si sucede algo? -esta vez fue más un rugido.

Ella frunció el ceño.

– Bueno, es obvio que ha pasado… eh… algo, pero lo decía en un sentido más general…

– Eleanor, ¡toda la maldita cocina está chamuscada! Ella alzó la barbilla.

– No ha sido culpa mía.

Silencio.

Ella se cruzó de brazos y se mantuvo firme.

– Alguien ha movido la rejilla. No está donde la había dejado. Era imposible que el horno no se incendiara. No sé quién…

– Me importa un carajo la rejilla. Uno, para empezar, no deberías haberte acercado al horno. Dos -iba contando con los dedos-, no deberías haber venido mientras la cocina estaba en llamas. Tres, no deberías haber metido tu maldita cabeza en el horno otra vez mientras todavía estaba caliente. Cuatro…

– Ya es suficiente -lo interrumpió ella.

– ¡Yo diré cuándo es suficiente! Eres… -no dijo más, pero sólo porque se dio cuenta de que estaba temblando de rabia. Y, quizá, también un poco de miedo.

– Estás haciendo una lista sobre mí -lo acusó Ellie-. Estás haciendo una lista de mis defectos. Además -añadió, blandiendo un dedo frente a su cara-, has blasfemado dos veces en una sola frase.

– Que Dios me ayude -lloriqueó Charles-. Que Dios me ayude.

– Ufff -dijo ella, que consiguió impregnar aquella expresión con un toque de desaprobación mordaz-. No te ayudará si sigues maldiciendo.

– Creo recordar que una vez me dijiste que no eras remilgada con estas cosas -dijo él. Ella se cruzó de brazos.

– Eso era antes de convertirme en tu esposa. Ahora se supone que tengo que serlo.

– Que Dios me libre de las esposas -gruñó.

– Pues no deberías haberte casado con una -le recriminó ella.

– Ellie, si no cierras la boca, y que Dios me perdone, voy a romperte el cuello.

Ella pensó que había dejado claro su punto de vista sobre la ayuda de Dios, así que se conformó susurrando:

– Una maldición es comprensible, pero dos…, bueno, dos son demasiadas.

No estaba segura, pero juraría que había visto a Charles alzar la mirada al cielo y suplicar:

– Por favor, llévame contigo.

Aquello fue la gota que colmó el vaso.

– Oh, por el amor de Dios -intervino Ellie, que utilizó el nombre del Señor en vano, algo poco habitual en ella, puesto que la había criado un reverendo-. No soy tan mala como para preferir la muerte a este matrimonio.

Él la miró fijamente y le dio a entender que él no estaba tan seguro.

– Este matrimonio no tiene por qué ser permanente -exclamó ella, puesto que la rabia humillada le hacía alzar la voz-. Podría salir ahora mismo por esa puerta y conseguir la anulación.

– ¿Qué puerta? -ironizó él-. Yo sólo veo un trozo de madera chamuscado.

– Tu sentido del humor deja mucho que desear.

– Mi sentido del humor… ¿Dónde diablos vas?

Ellie no respondió y se limitó a continuar su camino hacia aquel trozo de madera chamuscada que ella prefería llamar «puerta».

– ¡Vuelve aquí!

Ella siguió caminando. Bueno, lo habría hecho si la mano de Charles no la hubiera agarrado por la faja del vestido y la hubiera tirado hacia él. Ellie oyó un desgarro de tela y, por segunda vez ese día, se vio pegada totalmente al cuerpo de su marido. No podía verlo, pero lo notaba en su espalda y lo olía… Juraría que, a pesar del intenso olor a humo, podía olerlo.

– No solicitarás la anulación -le ordenó él, con los labios prácticamente pegados a su oreja.

– Me sorprende que te preocupe -respondió ella mientras intentaba ignorar el cosquilleo que sentía en la piel que su respiración rozaba.

– Me preocupa -gruñó él.

– ¡A ti sólo te preocupa tu maldito dinero!

– Y a ti el tuyo, así que será mejor que nos llevemos bien.

Un «ejem» desde la puerta impidió que Ellie tuviera que admitir que tenía razón. Levantó la cabeza y vio a Claire, que estaba de pie con los brazos cruzados. Tenía el gesto contrariado, con el ceño fruncido.

– Oh, buenos días, Claire -dijo Ellie con una sonrisa forzada, intentando con todas sus fuerzas fingir que estaba encantada de estar en aquella extraña posición en medio de una cocina quemada.

– Milady -respondió la chica sin demasiado entusiasmo.

– ¡Claire! -exclamó Charles, muy contento, soltando a Ellie tan deprisa que la lanzó contra la pared. Se dirigió hacia su prima, que le sonrió.

Ellie se quedó allí frotándose el codo, dolorido después del golpe en la pared, y murmuró todo tipo de desagravios hacia su marido.

– Claire -repitió Charles-, tengo entendido que has sido tú quien ha descubierto el fuego.

– Sí. Empezó cuando ni siquiera hacía diez minutos que tú y tu nueva esposa habíais salido de la cocina.

Ellie entrecerró los ojos. ¿Había percibido cierto tono de escarnio en la voz de Claire cuando había pronunciado la palabra «esposa»? ¡Sabía que a esa chica no le caía bien!

– ¿Tienes alguna idea de qué lo provocó? -le preguntó Charles.

Claire parecía sorprendida de que se lo preguntara.

– Bueno, yo… vaya… -miró directamente a Ellie.

– Dilo, Claire -dijo ésta-. Crees que lo provoqué yo.

– No creo que lo hicieras a propósito -respondió la chica, con la mano en el corazón.

– Todos sabemos que Ellie nunca haría algo así -dijo Charles.

– Un accidente puede tenerlo cualquiera -murmuró Claire, mientras lanzaba una piadosa mirada a la flamante esposa.

Ellie quería estrangularla. No le hacía ninguna gracia que una cría de catorce años fuera condescendiente con ella.

– Estoy segura de que creías que sabías lo que hacías -continuó Claire.

En ese punto, Ellie supo que tenía dos opciones. Podía irse a su habitación a darse un baño o podía quedarse y matar a Claire. Con gran pesar, se decantó por el baño. Se volvió hacia Charles, adquirió su mejor postura de chica desvalida, y dijo:

– Si me disculpas, creo que me iré a mi habitación. Creo que voy a desmayarme.

Charles la miró con suspicacia y, entre dientes, dijo:

– Nunca en tu vida te has desmayado.

– ¿Cómo ibas a saberlo? -le respondió ella, igualmente en voz baja-. Ni siquiera sabías de mi existencia hasta la semana pasada.

– Pues parece una eternidad.

Ellie levantó la nariz y, con sequedad, susurró:

– Estoy de acuerdo.

Luego irguió la espalda y salió de la cocina con la esperanza de que su gran salida no se viera estropeada por el hecho de ir llena de hollín, de cojear ligeramente y de llevar un vestido que ahora estaba partido en tres trozos.

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